miércoles, 1 de octubre de 2014

Desde las alturas

Perdonadme ante todo por escribir de forma atropellada, pero todavía estoy terminando de aterrizar y de tratar de poner mis emociones en orden.
Hace tan solo unas horas he vuelto de Burgos, donde estuve presentando nuestro libro junto con tres de mis compañeras-amigas-hermanas virtuales, nada menos que en el salón de actos del Museo de la Evolución Humana.
El viaje ha sido rápido (mis obligaciones familiares me han impedido alargarlo todo lo que me habría gustado) pero intenso: emociones, expectación, nervios, tensión, alegría y sentimientos encontrados, contenidos durante largo tiempo que por fin han podido confluir y explotar en un huracán de colores que me han hecho volar. Todavía no he aterrizado, y desde las alturas tengo ganas de seguir volando y miedo a estrellarme.

El día de ayer empezó como cualquier otro, nos levantamos, desayunamos, nos vestimos, acompañamos a los niños al cole, mi marido se fue a trabajar. Yo en cambio me puse a pasear sin rumbo por la ciudad, para hacer tiempo: tenía pensado regalarme una sesión de chapa y pintura (léase depilación de cejas y manicura), y tuve que esperar una hora a que abriera el local. No sabía qué hacer con esa hora, en mi estómago encogido no cabía nada más que el café engullido a toda prisa al despertar, no tenía ganas de ver a nadie ni de hablar con nadie, así que para matar los nervios me puse a caminar.
Finalmente, después de la chapa y pintura, me subí al coche para emprender un viaje de un par de horas, que se me hizo rapidísimo y eterno al mismo tiempo. Me encanta conducir, me relaja, me ayuda a pensar, o a no pensar, según las circunstancias. Recorrí la autopista, con la música puesta y cantando a squarciagola como dicen en mi tierra, hasta llegar a mi destino.
Después todo se sucedió muy rápido, la llegada, el hotel, el check in, los encuentros y reencuentros, la comida, la charla, la sobremesa, el breve camino que nos separaba del museo.
Pero al llegar allí el tiempo se detuvo y me atrapó en una espiral de expectación, impaciencia y miedo. El sueño que habíamos atesorado durante meses de repente se volvió real y tangible, recordé dónde estábamos y por qué. La visita guiada por el museo me cautivó pero no podía parar de contar los minutos que faltaban para la presentación.
Cuando terminamos, el mundo volvió a girar a velocidad de vértigo, nos metimos en el baño para retocarnos con manos temblorosas, sacamos una foto al salón de actos, en ese momento todavía vacío y tuvimos el placer y el honor de conocer al Prof. Dr. José María Bermúdez de Castro, y de descubrir que una persona con un currículum tan impresionante puede ser tan cercana y agradable. Tras unos minutos de charla en los que casi conseguí relajarme, me sentaron en una silla y empezaron a grabar un reportaje para el telediario, me quedé allí sentada y demasiado asustada para mover un músculo, contestando a preguntas mientras me decía a mí misma que nunca había salido en la tele ni había hablado delante de una cámara y tratando de sobreponerme al miedo atroz de quedarme en blanco o de hacer el ridículo.
Nos llevaron otra vez al salón de actos, ahora lleno a rebosar, más fotos, y de nuevo el mundo se mueve a cámara lenta. Nos invitan a sentarnos, me quedo allí bloqueada, demasiado consciente de que no sé qué hacer con las manos, me sudan por los nervios pero no me atrevo a restregarlas por el pantalón. Me han puesto un micrófono que comparto con Mon, pero creo que no funciona y le pregunto en susurros si sabe cómo se enciende. Por desgracia no lo sabe, y me visualizo mentalmente haciendo el ridículo delante de un micrófono que no amplifica mi voz.
Nos presentan, hablan de evolución, de sueño infantil, de lo parecidos que son en realidad nuestros bebés a los que habitaban las cuevas de Atapuerca. Oigo las palabras pero mi cerebro no las procesa, miro a la audiencia y sé que dentro de poco me tocará hablar a mí, sé lo que voy a decir pero tengo miedo a olvidarlo, a decirlo mal o a quedarme en blanco.
Empieza Mon, luego Rafi, luego me llega el turno. A posteriori, me dijeron que no se me notaba nerviosa, si es así, la procesión iba por dentro. Aunque es cierto que a medida que avanzaba en mi discurso me empezaba a relajar y conseguí encarrilar las palabras y hacerlas fluir.
Al terminar nuestras intervenciones llegó un momento que solo puedo calificar de estelar, fue cuando pude sentir de manera casi física la calidez del público. Decenas de personas que habían pausado sus vidas durante un par de horas para venir a escucharnos, personas que estaban interesadas en nosotras, en nuestro libro y en lo que teníamos que decir, y así nos lo hicieron saber. Nos felicitaron, nos hicieron preguntas, nos contaron sus problemas con el sueño de sus bebés por si teníamos alguna sugerencia.
Antes de terminar, firmamos unas cuantas copias del libro, recibimos más agradecimientos y felicitaciones. Una mamá me dijo que éramos una inspiración para ella, y se me saltaron las lágrimas.
Ya era de noche cuando dejamos atrás el museo, y el mundo recuperó su ritmo normal.
Llamé a mi marido para saber qué tal estaba todo, le resumí el día lo mejor que pude, y después las cuatro autoras nos fuimos a cenar y compartir unas risas antes de tener que volver a nuestras vidas, con la sensación de que de alguna manera ese día había supuesto un antes y un después.

No quiero terminar esta entrada sin agradecer a todas las personas que lo han hecho posible.

  • A Rafi, Mon y Bego por estar allí, ayer y siempre.
  • A Cristi, Merche y Rosalina por sufrir y alegrarse en la distancia.
  • A mi querido grupo de cotorras y a las foreras de DSLL por ofrecerme su hombro y arrancarme una sonrisa cada vez que la necesito.
  • A Susana e Isabel por la comida y la compañía.
  • A Silvia, por guiarnos por el Museo de la Evolución Humana y amenizarnos la visita con sus extensos conocimientos y su simpatía.
  • Al Prof. Dr. José María Bermúdez de Castro por tomarse el tiempo de charlar con nosotras, por el interés que ha mostrado... y por pedirnos que le tuteemos, aunque la verdad me cuesta.
  • A los periodistas que estuvieron presentes y que hicieron que DSLL traspasara (más) fronteras.
  • A todos los que asistieron a la presentación. Gracias por escuchar, por confiar, por compartir y por hacerlo tan GRANDE.
  • A Alvaro por haber cuidado de nuestros polluelos (y de Tiny el caracol por supuesto), y a los demás papás que nos acompañan entre bastidores.
  • A mis niños, por todo ♥



domingo, 14 de septiembre de 2014

Pendientes

En mi tierra no es costumbre poner pendientes a las niñas al poco de nacer. Algunos lo hacen, pero son minoría, y por lo general se considera chocante ver a un bebé con las orejas perforadas.
Lo normal, en el sentido de habitual, es que la niña decida cuándo hacerse los agujeros. Algunas, como mi madre, deciden no hacerlo nunca (en su caso, le causaban horror porque se quedó traumatizada al ver a su abuela con los agujeros infectados), pero en la mayoría de los casos se suele hacer a lo largo de la (pre)adolescencia.
Yo decidí que quería los míos en quinto de primaria. Tras un tiempo prudencial de súplicas, ruegos y protestas por mi parte, mi madre accedió a llevarme a que me perforaran las orejas. Se encargó de ello una amiga suya, que trabajaba en el hospital y que le había asegurado que lo haría con mayores garantías y medidas higiénicas que las que solían adoptar en farmacias y joyerías.
Permanecí quieta, en silencio y sin moverme, mientras la aguja penetraba lentamente en mi carne, sin más anestesia que mi propia determinación a convertir en real el aspecto que hasta ese momento solo existía en mi cabeza. La amiga de mi madre aseguró que había que hacerlo despacio para que el agujero no quedara torcido; en su momento, me pareció un suplicio interminable, pero la emoción de mirarme de reojo en los escaparates para ver brillar a mis nuevos pendientes ayudó en gran medida a compensar el mal trago. Sin embargo, mi alegría fue de corta duración: eran los Ochenta, la modificación corporal todavía no había llegado a las grandes masas, lo más parecido a un piercing que el ciudadano común podía ver eran unas fotos de los grupos punk que utilizaban imperdibles para atravesarse las mejillas.
Lo políticamente correcto era llevar un pendiente en cada oreja; dos se consideraba atrevido y tres era casi impensable. Mi madre, que había acabado por claudicar cuando le pedí agujerearme las orejas por primera vez, en esta ocasión se negó en rotundo. Pero eran mis orejas, y tenía claro que ni las súplicas ni las amenazas podrían conmigo. Así que seguí perforándome las orejas, a veces a escondidas, a veces desafiando a mi madre a impedírmelo. Cada agujero que llevo (y tengo muchos) simboliza una batalla que he conseguido ganar.
A día de hoy, mi hija no lleva pendientes. No quise imponerle mis gustos estéticos del mismo modo en que mi madre trataba de imponerme los suyos.
Mi marido en cambio era partidario de ponerle pendientes a la niña, esgrimía toda esa retahíla de razones que he oído cientos de veces y que nunca han logrado convencerme del todo: porque de bebés no les duele, porque le ahorras el trago de ponérselos más adelante, porque quedan muy bonitos, para que no la confundan con un niño.
Finalmente, le propuse aparcar el tema hasta que naciera la niña y tomar una decisión entonces. Esperé a que naciera, a que su padre la cogiera en brazos por primera vez, a que se le empezara a caer la baba con su hija y entonces le dije: mira qué orejitas tiene... ¿qué, se las perforamos?
Total, que decidimos no hacérselos, y me reafirmo en que fue buena decisión. Hay gente que "como no lleva pendientes" la confunde con un niño, aunque lleve un vestido o vaya de rosa o con coletas, pero es un mal menor.
En su día, me planteé que el día que quisiera ponerse pendientes se lo permitiría, que la llevaría yo misma a ponérselos; pero claro, pensaba que ese día le llegaría con 6-7 años, no ahora.
Sin embargo, lleva una racha en la que me pide que le ponga pendientes con cierta insistencia. Le encantan, se pone los míos delante de las orejas y se pavonea ante el espejo, pone pinzas de la ropa en las orejas de los peluches, me cuenta lo bonitos que son los pendientes de sus amigas...
Lo cual me hace replantearme mi supuesta apertura mental: le he descrito el proceso con pelos y señales, le he explicado que duele, que hay que hacer unas curas, que no podrá cambiarse ni quitarse los pendientes durante un tiempo. Me estoy dando cuenta de que no soy objetiva, no le hablo de ventajas y desventajas, le cuento lo malo esperando que tome la decisión de aplazar la experiencia unos años más.
Y me vienen a la cabeza todas las discusiones y broncas que tuve en el pasado por el mismo motivo. Recuerdo al personaje de una novela de Amy Tan que decía que había criado a su hija de forma completamente opuesta a como la criaron a ella para que fuera una persona distinta, y la hija acabó teniendo exactamente los mismos miedos y repitiendo exactamente los mismos errores.

 


lunes, 1 de septiembre de 2014

El hombre del cuchillo

Muy pocas personas conocen esta historia. No es plato de buen gusto y prefiero no hablar de ella si puedo evitarlo. Sin embargo, a raíz de una serie de artículos que encontré en las redes sociales me di cuenta de que esto pasa más a menudo de lo que parece, y que callarse solo sirve para perpetuar la cadena del silencio. Así que la voy a contar y a asumir todas las consecuencias; espero que se pueda sacar algo bueno de ella. 

Nuestra generación fue distinta a la de nuestras madres. A nosotras no nos dijeron que nos reserváramos para la noche de bodas, ni nos criaron para ser esposas sumisas y madres sacrificadas. Nos animaron a seguir estudiando, en ocasiones hasta nos presionaron para que lo hiciéramos, nos dijeron que podíamos ser lo que quisiéramos, nos alentaron a prepararnos y a buscar un trabajo cualificado que nos permitiera ser independientes. Pero a la vez que trataban de convertirnos en mujeres liberadas, capaces de hacer con nuestras vidas algo más que lo que el mundo se esperaba de nosotras, nuestras madres nos transmitían sin quererlo los tabús a los que habían permanecido encadenadas durante décadas.
Solo había que ver esa forzada naturalidad con la que trataban de hablarnos de sexo, ese tono aséptico y pseudo-científico que adoptaban a la hora de darnos explicaciones en materia.
Las mujeres de mi generación, o por lo menos las de mi entorno, aprendimos a agachar la cabeza si alguien nos piropeaba por la calle, porque no hacerlo habría podido considerarse una muestra de interés, nos alertaron contra el peligro de salir a la calle con ropa demasiado sugerente que habría podido atraer la atención de la gente equivocada, nos hicieron saber que hacer topless en la playa podía parecer un exhibicionismo innecesario.
Un día, cuando tenía nueve años, mi madre se quedó observándome. Tuvo que llegar a la conclusión de que mi cuerpo estaba cambiando más rápidamente de lo que le habría gustado; la verdad es que me desarrollé pronto y solía aparentar unos años más de los que tenía en realidad. Me dijo que a partir de ese momento tenía que andarme con cuidado, porque un hombre con un cuchillo habría podido raptarme, meterme en un portal y cortarme en trocitos.
De repente, mi mundo se pobló de extraños al acecho detrás de cada esquina, esperando la ocasión propicia para hacerme picadillo. Tardé bastante tiempo en dejar de mirar de reojo a cualquier desconocido con el que me cruzaba, para valorar las posibilidades que tenía de huir antes de que su cuchillo me alcanzara; tardé aún más en perdonar a mi madre por haberme infundido ese miedo absurdo e innecesario. Supongo que no se le ocurrió una manera mejor de alertarme contra algo que no se atrevía ni siquiera a nombrar.
Ningún loco me metió nunca en un portal mientras enarbolaba un cuchillo; pero aún así, sufrí abusos sexuales unos años después de haber oído esa aterradora advertencia.
El hombre del cuchillo no necesita recurrir a astucias o triquiñuelas para raptarnos, porque a menudo somos nosotros mismos los que le abrimos la puerta. A mi madre no se le había ocurrido pensar que la grandísima mayoría de agresores sexuales pertenecen al entorno de la víctima: no suelen ser desalmados que peinan la ciudad en busca de presas, sino más bien familiares, amigos, vecinos, personas a las que la víctima conoce, en las que confía y a las que quiere.
En mi caso, fue un profesor. Acabábamos de mudarnos a una ciudad nueva, me encontraba sola, aislada, asustada y llena de complejos; tengo que haber sido un blanco fácil. Había oído rumores, decían que el hombre en cuestión tenía fama de rarito, que animaba a los estudiantes a leer revistas pornográficas, que metía mano a las chicas, que a veces se llevaba a las alumnas del recreo o se ofrecía a darles clases de refuerzo individualizadas para abusar de ellas.
Pensé que era mentira hasta que lo sufrí en mis carnes, nunca mejor dicho.
En realidad no me pasó solo a mí, había seleccionado a otras tres chicas de la clase, pero por algún motivo, conmigo se obsesionó.
Me victimizaron en muchas ocasiones, y no me refiero solo al degenerado que se creía con derecho a hacer con mi cuerpo lo que le venía en gana, sino también a una sociedad hipócrita, puritana y mojigata que prefirió esconder la cabeza bajo la arena que reconocer su propia incapacidad de protegernos y mantenernos a salvo.
Fue mucho más cómodo pensar que estábamos exagerando, que no sabíamos distinguir un tocamiento de un gesto cariñoso y paternal, o una alusión sexual de una broma inocente. E incluso después, cuando quedó patente que algo grave estaba pasando, pareció más importante salvar la reputación de los que miraban hacia otro lado que nuestra sanidad mental.
En aquella época, solía pensar que habría preferido mil veces ser metida en un portal por ese amenazador extraño y su cuchillo que tener que sumirme a diario en esa degradación.
No fui a terapia ni recibí apoyo psicológico de ningún tipo. Quiero pensar que eran otros tiempos, que hoy en día se tomaría otro tipo de medidas, pero por aquel entonces la opinión general era dar carpetazo al asunto lo más rápido posible. Al profesor le abrieron un expediente, descubrí que no era el primero, pero no sirvió de nada ya que siguió en su puesto. A mí me cambiaron de instituto, se suponía que tenía que olvidar lo que pasó y seguir adelante con mi vida como si nada hubiera ocurrido.
Pero al hombre del cuchillo no se le puede olvidar, aparece a tu lado cada vez que te duchas, cuando te miras al espejo, cuando conoces a un chico que te gusta, cuando sales a dar una vuelta con una amiga. Está allí para recordarte que tu cuerpo no vale nada, que cualquiera puede hacer con él lo que le plazca, que eres menos que nadie, que no mereces ser nada más que un trozo de carne porque te han arrebatado el alma y nadie te va a querer.
Tenía 14 años cuando eso empezó, y 15 cuando acabó. Nunca llegué a ser una adolescente normal, como las que se ven en las películas, que se maquillan a escondidas, tratan de copiar la forma de vestir de las famosas, van a fiestas de pijamas o se pasan tardes enteras contándose chismes picantes.
El impacto psicológico de lo que me había ocurrido fue devastador. Yo era una niña herida, necesitada de que el mundo le dijera que no había sido culpa suya, y al mismo tiempo una mujer rebelde, conflictiva y promiscua. Dos mitades en eterna lucha entre sí, dos mitades que nunca llegaron a fusionarse ni a complementarse.
Me embarqué en una serie de relaciones autodestructivas; por un lado, huía despavorida del hombre del cuchillo, pero por otro le buscaba, le provocaba, quería que finalmente fuera a por mí y pusiera fin a todo aquello. Me engañaba pensando que no volvían a abusar de mí porque esta vez había elegido a mi verdugo.
A los 21 años conocí al que es ahora mi marido. Tuvo que aguantar muchos platos rotos porque mi tendencia era la de espantar a cualquiera que mostrase un interés genuino hacia mi persona. Sin embargo, supo esperar y permanecer a mi lado mientras poco a poco iba ganando mi confianza.
Y llegó el día en que se lo conté, lo del profesor y todo lo demás. No se aprovechó de mí, no lo puso en duda, no me juzgó, no buscó soluciones. Simplemente me escuchó y siguió a mi lado mientras vomitaba todo lo que llevaba años embotellando. Aquel día el hombre del cuchillo empezó a morir.

Han pasado muchos años, el hombre del cuchillo lleva mucho tiempo muerto y enterrado, y para ser sincera, con el tiempo he pensado en él cada vez menos.
Ahora está volviendo a mi mente porque tengo dos hijos que están creciendo, y tengo miedo de que algún día puedan estar en el punto de mira de un indeseable. Necesito ponerles en guardia, pero sin asustarles, tengo que infundirles esperanza, confianza, autoestima suficiente para que sepan que pueden acudir a mí, y que si se diera el caso, removeré Roma con Santiago para ponerles a salvo.
Conozco demasiado bien el sentimiento de vergüenza, de humillación, el miedo a que no te crean. Creo que la clave no radica en desconfiar de los demás, sino en confiar en uno mismo.

martes, 29 de julio de 2014

Lactancia materna: un triunfo para toda la vida


El próximo 1 de agosto se celebrará el Día Mundial de la Lactancia Materna, y este año el lema va a ser el que he elegido como título de la entrada, Lactancia materna: un triunfo para toda la vida.
Si os interesa participar, podéis consultar las instrucciones así como acceder a los códigos para uniros al carnaval bloguero a través de este enlace.

Por lo que a mí respecta, estaba todavía pensando de qué debía hablar en mi entrada: he hablado largo y tendido de mi experiencia con la lactancia que poco me queda por añadir.
Sin embargo, será cosa del destino, esta tarde al salir para un recado me he cruzado con mi ex pediatra: tan solo intercambiamos una mirada fugaz, lo bastante fugaz como para no tener que entretenernos más, pero lo bastante duradera para darnos cuenta de que ambos nos habíamos reconocido.
No nos paramos a saludarnos, pues no nos despedimos en muy buenos términos, por decirlo de algún modo; desconozco si le habrá llegado mi reclamación, si habrá servido de algo.
Es curioso que tengamos que convertir la lactancia en una batalla, es curioso que tengamos que sentirnos orgullosas de hacer algo que nuestras abuelas y bisabuelas han hecho con total naturalidad durante décadas; por otra parte, los tiempos cambian, y no siempre para mejor.
Mi abuela amamantó a mi padre durante dos años, hasta que él mismo se destetó; supongo que en algún momento se le habrá hecho cuesta arriba, pero también sé que no tuvo que enfrentarse a la extrañeza general, ni a opiniones no solicitadas. En aquellos tiempos se daba el pecho sin más, todo el mundo lo hacía: no hacía falta preguntar nada al pediatra ni ir a grupos de apoyo, porque siempre había una legión de familiares y amigas con experiencia a quien recurrir.
Hoy en día no es tan fácil; a menudo, los que más se atreven a aconsejar sobre el tema son los que menos conocimientos tienen al respecto.
A veces, lo difícil no es encontrar un profesional que esté a favor de la lactancia materna, sino a uno que no esté decididamente en contra. Eso fue lo que le hice saber a mi ex pediatra en ocasión de nuestro último encuentro; para quien no lo sepa, este señor me recomendó destetar a mi hija, que por aquel entonces tenía 4 meses, para empezar a darle biberones de cereales. La niña había subido 800 gramos en el último mes, ganancia que él consideraba "muy escasa", y cuando le hice saber que el baremo que fija la AEP para bebés de esa edad era de 100 a 200 gramos por semana, me replicó que aún así, "debería haber engordado más".
Me prometí en su día escribirle una carta cuando mi hija se destete; pero he decidido aprovechar la semana de la lactancia para desquitarme un poco.
Vaya por delante que cuando hablo de mi ex pediatra no pretendo catalogar a todo el gremio ni mucho menos; de hecho, tanto los pediatras como la enfermera de nuestro centro de salud tienen una buena formación al respecto y de ser necesario, remiten a sus pacientes al grupo de apoyo más cercano.
Pero, como se suele decir, en la variedad está el gusto (aunque a veces no puedo evitar pensar que habría más gusto con menos variedad), y en pleno siglo XXI todavía es posible toparse con pediatras que suelten perlitas como las que figuran a continuación:
  • Las propiedades de la leche artificial son exactamente las mismas que las de la leche materna.
  • Si la niña no engorda lo que yo quiero que engorde, vamos a darle biberones.
  • Los bebés tienen que mamar cada 3 horas, y a partir de los 3 meses, cada 4: si piden más a menudo, la leche no alimenta y hay que destetar, si piden menos, les empacha y también hay que destetar.
  • Una ganancia escasa de peso puede deberse a un virus o a otras razones, pero también a la mala calidad de la leche, así que vamos a darle biberones.
  • ¿La niña vomita? (no) ¿Tiene reflujo? (no) ¿Regurgita? (alguna vez). Con el pecho, esto no tiene solución, en cambio, si le dieras biberón, podría recetarte una leche antirreflujo.
  • Es imprescindible iniciar la alimentación complementaria a los 4 meses cuando el bebé está por debajo del percentil 50.
  • No sé por qué te empeñas en seguir con el pecho, a los 6 meses hay que destetar de todas formas para pasar a la leche de continuación.
  • Las asesoras de lactancia son unas fanáticas porque piensan que lo único bueno es la LM, y no es así, hay muchas buenas opciones.
  • La lactancia prolongada (léase más de 6 meses) provoca problemas de crecimiento.
No sabría decir por qué no le he mandado a freír espárragos antes, porque he seguido soportando ese incesante goteo de insensateces en cada visita. En parte, pensé que podía limitarme a seguir sus pautas en lo que a salud se refiere, y que me habría asesorado por mi cuenta en temas de lactancia. Pero al ver que hacía caso omiso de sus recomendaciones, este señor encareció la dosis, y se dedicaba prácticamente a acribillarme a preguntas con el fin de sabotear nuestra lactancia.
Nunca lo admitió abiertamente, pero imagino que tenía algo que ver con la conocida multinacional que le regalaba los calendarios, los bolígrafos y demás cachivaches presentes en la consulta.
Al final me marché, no sin antes recomendarle que se actualizara un poco y tras redactar la reclamación correspondiente. No fue una rabieta, ni un impulso, no se debió a la última discusión que mantuvimos, ni se trató de una cuestión de orgullo, no quise perjudicar su carrera ni dañar su reputación. Simplemente me di cuenta de cuánto daño hacen los profesionales de este calibre.
El problema no radica solo en los consejos desfasados, ni en las recomendaciones peregrinas, ni en las predicciones agoreras, ni en la falta de formación o de ganas de actualizarse: el verdadero problema es que este tipo de médicos nos hacen dudar, ponen en tela de juicio nuestra capacidad a la hora de alimentar a nuestros bebés, a menudo nos amenazan con carencias nutricionales inexistentes y nos hacen ver fantasmas donde no los hay.
Tengo que admitir que mi ex pediatra tenía razón en una cosa: tengo muy mala leche, pero no en el sentido que él pretendía darle. La tengo porque me molesta sobremanera que me infantilicen, que me digan qué tengo que hacer, cómo tengo que alimentar a mis hijos y qué se supone que debo hacer con mis tetas.
El fin de la lactancia lo va a decidir mi hija, que por cierto, lejos de experimentar problemas de crecimiento, se encuentra en la actualidad en un más que respetable percentil 60, a pesar de no haber probado los cereales.

martes, 22 de julio de 2014

Envidia o compasión

Hace unos días tuve ocasión de ver un documental en YouTube que no me ha dejado indiferente. Se titula Amish: a secret life, y es un reportaje de aproximadamente una hora de duración acerca de la vida de una familia perteneciente a dicho grupo religioso. Adjunto el enlace al video por si a alguien le interesa verlo (lo lamento profundamente, pero no he conseguido encontrar una versión traducida y ni siquiera con subtítulos).
Para quien no quiera verlo, el documental analiza, a lo largo de varios meses, la vida diaria de una familia Amish compuesta por los padres y cuatro hijos (el quinto nace al final), además de recoger las opiniones de los padres, David y Miriam Lapp, acerca de su religión y del mundo que les rodea.
Vaya por delante que conocía muy poco acerca de los Amish, más o menos lo que vi en la película Witness, y tengo que admitir que después de ver el documental me siguen quedando muchas incógnitas. Sin embargo, me ha transmitido una serie de ideas, buenas y malas, que no consigo quitarme de la cabeza.
Me ha parecido curiosa la ingenuidad de David a la hora de responder a preguntas sobre planificación familiar (creo que no le acababa de quedar claro el concepto de buscar un bebé), incómoda la tranquilidad con la que Miriam acepta su rol de mujer sumisa y relegada al hogar, estridente el contraste entre los mensajes de paz y amor que pretenden transmitir y la escopeta que el niño mayor traslada a la nueva casa en ocasión de la mudanza.
Sobre todo, me ha parecido inaceptable la respuesta de Miriam cuando le preguntan por su postura acerca de la disciplina: contesta que según los preceptos bíblicos hay que recurrir a la vara y que ha podido observar muy buenos resultados; a continuación, aclara no haberla utilizado al disponer de su propia versión casera, una cuchara de palo en la que ha dibujado una sonrisa y a la que llama Smiley. Se la enseña a su hijo pequeño quien se apresura a agarrarse a su pierna pidiendo que no le pegue.
Dicho esto, la vida de esta familia está llena de detalles que me enternecen: los padres muestran en todo momento una actitud cariñosa y comprensiva hacia sus hijos (supongo que será cuando no los estén aterrorizando con el siniestro Smiley), disfrutan sinceramente del tiempo que pasan en familia, se les ve alegres y felices, conectados entre ellos, convencidos de ser ellos mismos y de su forma de vida.
Desde luego, si tuviera que vivir como ellos, me volvería loca al cabo de unos días. Pasar el resto de mi vida sin nevera o fregaplatos, no poder navegar por internet en los ratos libres, tener que coser mi propia ropa y renunciar a cualquier comodidad moderna para vivir como lo hacían sus fundadores hacia tres siglos se me haría insoportable. Además, no me considero una persona religiosa, las misas y demás servicios religiosos me aburren y cuando necesito respuestas tiendo a buscarlas en Google antes que en la Biblia.
Pero si intento ir más allá de las apariencias, tengo que admitir que he encontrado más aspectos positivos que negativos, y que probablemente son más las cosas que me unen a ellos que las que me separan. Miriam acuna a su hijo pequeño y le canta canciones, igual que he hecho yo con los míos: ella canta himnos religiosos y yo las canciones de mi infancia, pero la idea de fondo es la misma; sus niños ayudan con los preparativos cuando la congregación se reúne en su casa para rezar y los míos lo hacen cuando tenemos invitados a comer; ayudan a sus padres a recoger los huevos del gallinero y los míos colaboran a la hora de poner la lavadora; la niña se agarra a la pierna de su padre y él finge hacer un gran esfuerzo para caminar así, igual que mi marido viene haciendo desde hace años, sus respectivas sonrisas al llegar a casa de trabajar y ver a sus hijos son idénticas.
Lo que más envidia me da de esa familia es que se sienten parte de una comunidad, tienen a su alrededor a un grupo de personas que piensan y actúan de forma parecida. Es un detalle que me ha dejado un regusto amargo y me ha hecho entender hasta qué punto me siento sola a veces.
Echo en falta a una tribu, es algo que experimenté brevemente en ocasión de mi viaje a Italia, pero ha sido tan breve que casi parece un espejismo. Mis niños juegan alegres y despreocupados, corren descalzos igual que los de ellos, pero lo hacen en un pasillo, no en una granja rodeados de animales. No hay vecinos amables que les recuerden que no pueden alejarse solos, no pueden salir a una calle de cuatro carriles para jugar entre el tráfico.
Sobre todo, no hay tribu, no hay congregación, no hay grupo de personas remando en la misma dirección. Tenemos familia, y amigos, pero no somos parte de ninguna comunidad que nos ayude, apoye y aconseje: tenemos la suerte de vernos rodeados de personas que nos quieren, pero cada uno persigue sus propias quimeras, y a veces siento el dolor punzante de sentirme incomprendida, de no ser de ninguna parte, de tener que librar mis batallas en soledad porque mucha gente ni siquiera comprende mi necesidad de luchar.
No hay multitud de fieles que se reúnen en casa de uno o de otro, por turnos; a veces nos vemos con una familia, o dos, pero no siempre, porque tenemos que hacer hueco para todo el mundo y los planes no siempre salen como uno quiere.
Tengo a mi tribu virtual, mis amigas que me sostienen cuando flaqueo, que piensan igual que yo en muchos aspectos, con las que puedo hablar sin tapujos, pero a veces una conexión virtual no reemplaza un día en el zoo con los niños o un café entre risas viéndonos las caras.
Aquí no hay feligreses que entretengan a los niños cantando I'm in the Lord's army, están los que opinan que los niños deberían convertirse en muebles y no molestar, los que los dejan a su aire aunque destrocen la casa, los que se sienten en la obligación de decirles a los demás lo que tienen que hacer en vez de actuar ellos mismos, los que piensan de forma parecida y los que tienen unas ideas totalmente incompatibles con las mías. Somos partículas que se buscan, se encuentran, a veces se atraen y a veces se repelen pero nunca consiguen unirse para dar vida a algo nuevo.
Si habéis leído hasta aquí, os pido que no nos limitéis a leer. No suelo hacerlo, pero en esta ocasión me gustaría pediros que me dejarais vuestra opinión y empezar un debate. ¿Tenéis tribu? ¿Os sentís parte de un grupo? ¿Son paranoias mías o realmente la vida moderna nos hace muy, muy solos?
Estoy harta de pensar en la familia Amish y no saber si debería sentir envidia o compasión.


jueves, 19 de junio de 2014

No os metáis con las infantas, por favor

Con motivo de la coronación del que será conocido a partir de ahora como Felipe VI, las redes sociales están que arden. Igual que hace un par de semanas, cuando abdicó su padre, mi móvil se ha recalentado como una vitrocerámica con motivo de los whatsapp que recibo a tal efecto. Estas ocasiones suelen hacer que la gente saque a relucir su ingenio y en cuestión de minutos produzca una cantidad impresionante de chistes y memes.
No voy a poner la foto que ha dado origen a este desahogo, por
considerarla de mal gusto; me quedo con este otro guiño a
El Resplandor. La encontré en internet así que no sé a quién darle
las gracias.
Los hay graciosos, de esos que te arrancan una carcajada con independencia de tu opinión sobre el modelo de estado más deseable; hay otros que pueden considerarse más o menos logrados, según el gusto del consumidor.
Y finalmente, hay un par de ellos que me parecen francamente inaceptables.
Un ejemplo de estos últimos es el más reciente (por lo menos, el último que he visto y recibido), en el que comparan una foto de las infantas Leonor y Sofía, que asisten a la coronación erguidas y con aire solemne, con un fotograma de la película El resplandor (The Shining para quien prefiera verla en su versión original), en el que las gemelas aparecen en el medio del pasillo.
Como madre, y también como persona capaz (creo) de cierta empatía, me revienta que vayan a degüello contra unas niñas, que al fin y al cabo no tienen ninguna culpa, para atacar a la institución a la que (involuntariamente) están representando. Cada vez que alguien expone a sus hijos se expone, para bien o para mal, a las opiniones del entorno; a pesar de ello, soy consciente de que un día como hoy iba a ser materialmente imposible mantenerlas alejadas de los focos, dicho lo cual, no quedaba más remedio que confiar en el sentido común y el buen gusto del espectador.
Ahora, como republicana, quiero dejar claro que no les deseo absolutamente ningún mal, ni a ellas ni a sus primos ni demás familiares; puestos a pedir, me gustaría que pudieran vivir honradamente como cualquier ciudadano, sin enarbolar privilegios medievales otorgados por derecho de nacimiento.
Porque todo sea dicho, me duele la foto y la comparación con El Resplandor, pero también me duele el sueldo de Leonor, mejor dicho me duele pensar a cuántos niños se podía ayudar con esa cantidad.
Desde que soy madre, no soy capaz de permanecer indiferente ante el sufrimiento de un niño, se trate de las infantitas (dicho sea con cariño) ridiculizadas a causa de su linaje, o de ese más de 20% de niños españoles que viven por debajo del umbral de la pobreza, o de todos aquellos que sufren y mueren por maltrato, o por enfermedades incurables, y muchos otros que forman parte de una infinita cadena de desgracias que sería demasiado larga de enumerar.
También me molesta el servilismo de la prensa, que no pierde ocasión para comentar que qué monas las infantas, con el lazo del pelo a juego con los zapatos, y cubre a los demás con un vergonzoso velo de silencio, sin mencionarlos más que de pasada, liquidando su drama en pocas palabras.
 

martes, 13 de mayo de 2014

Riñones y demás desvaríos

Me he topado con uno de esos artículos que no hay por donde cogerlos. Se puede leer íntegramente a través de este enlace; lo firma un tal Ruperto de Nola, que por lo que he podido averiguar se dedica a la crítica gastronómica: menos mal, la sola idea de que este señor pudiera ser pediatra o psicólogo me ponía los pelos como escarpias.
El artículo, que no tiene desperdicio, es un cúmulo de despropósitos, una mezcla de ignorancia, rencor y resentimiento a partes iguales, que lo hace infumable.
Antes de obsequiarnos con una receta de riñones de ternera a la mostaza, el autor de este esperpento se lanza en una inaguantable tirada sobre varios temas que evidentemente no ha profundizado, a saber: la idea de un destete a los tres o cuatro años que le debe parecer insoportablemente tardío, pasándose así por el arco del triunfo las recomendaciones de la OMS y demás organismos oficiales; el complejo de Edipo, que qué tendrá que ver con lo anterior; la idea de que obligar a un niño a comer "a punta de palmadas" (textual) lo convertirá en un adulto agradecido; el Dr. Spock, al que con toda probabilidad no ha leído, puesto que le atribuye la intención de dejar que los niños hagan lo que les da la gana, y al que culpa nada menos que de la derrota en Vietnam, pasando por la repelente anécdota del niño obligado a comer los famosos riñones a pesar de su negativa inicial a probar eso.

Destaca en especial la hiel que destila cuando habla de niños, a los que califica de "engendros", "petimetres" y "gaznápiros" entre otras lindezas. Prueba irrefutable de que las palmadas a la hora de comer (y en cualquier otro momento del día) dejan secuelas irreversibles, en algunos casos atrofian el cerebro y bloquean cualquier atisbo de pensamiento racional.
Una cosa es una opinión personal vertida en un blog (que para eso está, al fin y al cabo) y otra muy distinta sentar cátedra sin molestarse en informarse mínimamente sobre los temas que se piensa tratar.
Por su propia admisión, este hombre debió arrastrar a sus hijos por la senda de la humillación y el miedo para hacerlos omnívoros. Si no fuera una señora, le llamaría nazi nutricional.
En cuanto a mí, me solidarizo totalmente con el (espero que imaginario) niño de la anécdota. A mí me ponen delante un plato de riñones y también me niego a comer eso; a los de mi generación también trataron de enseñarnos a comer a la fuerza, no necesariamente con "palmadas" pero sí con unas cuantas amenazas y chantajes. Resultado, que a día de hoy muchos de nosotros seguimos batallando contra el sobrepeso, la bulimia o la anorexia, incluso sin llegar a tanto hemos cogido asco a un montón de comidas y cuando nos declaramos agradecidos, no suele ser por la (inexistente) lección aprendida, sino por el alivio de encontrarnos ahora en el otro lado de la barricada.
Estoy firmemente convencida de que una alimentación sana y equilibrada no tiene absolutamente nada que ver con tragarse cualquier mejunje que nos pongan por delante. Se puede estar perfectamente sin necesidad de comer acelgas, vivir cien años sin haber probado el kiwi y tener una salud envidiable sin comer tortilla.
El niño hace una mueca de disgusto ante los dichosos riñones, pero se le sirven igualmente, pues don Ruperto se apresura a hacernos saber que "en nuestra mesa no se admiten excepciones". Fíjate tú, en la mía sí: intentamos ser educados, empáticos y considerados con nuestro prójimo, con lo cual tenemos costumbre de informarnos acerca de las preferencias y manías de nuestros invitados, con el objetivo de prepararles algo que pueda agradarles. Nunca obligaríamos a un amigo vegetariano a comerse un chuletón, somos así de blandos, qué le vamos a hacer.
Cuánto daño hacen estas teorías, esta supuesta de necesidad de mano dura, esta peligrosa tendencia a rasgarse las vestiduras y a considerar una mal entendida permisividad el origen de todos los males del mundo mundial. Me viene a la mente los magistrales paralelismos de Carlos González entre autoritarismo y sumisión, entran ganas de coger un ejemplar de Mi niño no me come, envolverlo para regalo y lanzarlo más allá del océano, hacia el púlpito de Don Ruperto, a ver si le da en la cabeza le proporciona un enfoque algo más equilibrado y respetuoso.
Pero terminamos con un rayo de esperanza: lo mejor de todo, los comentarios a la noticia. 12 de ellos hasta el momento, y todos parecen coincidir en que a este señor le han faltado abrazos y le han sobrado coscorrones; que con más respeto y menos mano dura quizás habría comido menos y comprendido más. Así que al final me he quedado con un sabor agridulce, se me han llevado los demonios ante semejante despliegue de ignorancia y mal gusto, pero me he alegrado sinceramente viendo que también existen personas que creen en otra forma de hacer las cosas, que rechaza ese "destete mental" del que habla don Ruperto, y que parece más bien un destete intelectual y emocional.