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jueves, 31 de agosto de 2017

9 meses sin dormir

Una amiga me ha pasado un artículo del diario El País, titulado La calculadora que te dice las horas de sueño que has perdido desde que eres padre (lo enlazo aquí): el artículo no deja de ser más de lo mismo, la típica publicación adultocentrista que sale en los medios de comunicación con cierta frecuencia, que alerta acerca de los estragos que la falta de sueño puede producir en el estado anímico, la relación de pareja y la vida en general, y ofrece consejos para sobrellevar esa etapa de la mejor forma posible.
El artículo va enlazado a la web que ofrece la calculadora de falta de sueño propiamente dicha (aquí): confieso que la idea me pareció horrorosa, pero tras visitarla, debo admitir que me ha resultado hasta divertida. Se trata de introducir las edades de cada niño en un formulario y a continuación, la web elabora un breve resumen de horas de sueño perdidas y demás piedras miliares de la etapa maternal.
Si la estadística es de fiar, en mi caso particular he perdido un total de 9 meses de sueño, he cambiado 11.880 pañales, he leído 596 cuentos (aquí creo que se equivoca, deben ser muchos más) y he cantado 8.880 nanas.
Me pareció un simple entretenimiento, parecido a esos tests de personalidad al estilo Descubre a qué animal te pareces o Qué personaje famoso sería tu pareja ideal, inofensivo y curioso pero escasamente fundamentado, diseñado para echarse unas risas.
Puede que mi análisis peque de simplón, puesto que la amiga que me pasó el enlace considera que una estadística de este tipo, unida a un artículo que hace hincapié en la importancia del descanso nocturno y las escasas probabilidades de lograr dormir de manera mínimamente decente con un bebé (o más) en casa, puede ser la excusa perfecta para que unos padres cansados y estresados adopten medidas drásticas (véase dejar llorar al niño para que se acostumbre a no reclamar atención por las noches) para convertirse en esos "padres felices" que el niño necesita, según reza la última frase del artículo.
Imagen: www.pixabay.com
Puede ser, pero si nos paramos a pensarlo, un bebé no es, ni mucho menos, la única razón por la que perdemos horas de sueño. Por lo menos en mi caso, si llevo un total de 9 meses sin dormir en poco más de una década de maternidad, a lo largo de mi vida debo haber perdido años enteros. Lástima que no hayan creado una calculadora para hacer una aproximación.
He robado horas a la noche para reír, llorar, bailar, escribir, hablar, tener sexo, soñar despierta, preocuparme, reflexionar, viajar o simplemente mirar las estrellas. Evidentemente, no recuerdo todas y cada una de las ocasiones en las que me mantuve despierta, pero me atrevo a decir que sí recuerdo a todas y cada una de las personas asociadas a esas ocasiones. Algunas ya se han marchado, bien porque en algún momento tomaron un rumbo diferente al mío o bien porque ya no están entre nosotros, otras siguen a mi lado hasta el día de hoy, pero todas ellas dejaron su huella en mi interior, para bien o para mal, y contribuyeron a convertirme en lo que soy.
Y desde luego, las personas a las que más quiero son las que más me quitan el sueño.

martes, 13 de mayo de 2014

Riñones y demás desvaríos

Me he topado con uno de esos artículos que no hay por donde cogerlos. Se puede leer íntegramente a través de este enlace; lo firma un tal Ruperto de Nola, que por lo que he podido averiguar se dedica a la crítica gastronómica: menos mal, la sola idea de que este señor pudiera ser pediatra o psicólogo me ponía los pelos como escarpias.
El artículo, que no tiene desperdicio, es un cúmulo de despropósitos, una mezcla de ignorancia, rencor y resentimiento a partes iguales, que lo hace infumable.
Antes de obsequiarnos con una receta de riñones de ternera a la mostaza, el autor de este esperpento se lanza en una inaguantable tirada sobre varios temas que evidentemente no ha profundizado, a saber: la idea de un destete a los tres o cuatro años que le debe parecer insoportablemente tardío, pasándose así por el arco del triunfo las recomendaciones de la OMS y demás organismos oficiales; el complejo de Edipo, que qué tendrá que ver con lo anterior; la idea de que obligar a un niño a comer "a punta de palmadas" (textual) lo convertirá en un adulto agradecido; el Dr. Spock, al que con toda probabilidad no ha leído, puesto que le atribuye la intención de dejar que los niños hagan lo que les da la gana, y al que culpa nada menos que de la derrota en Vietnam, pasando por la repelente anécdota del niño obligado a comer los famosos riñones a pesar de su negativa inicial a probar eso.

Destaca en especial la hiel que destila cuando habla de niños, a los que califica de "engendros", "petimetres" y "gaznápiros" entre otras lindezas. Prueba irrefutable de que las palmadas a la hora de comer (y en cualquier otro momento del día) dejan secuelas irreversibles, en algunos casos atrofian el cerebro y bloquean cualquier atisbo de pensamiento racional.
Una cosa es una opinión personal vertida en un blog (que para eso está, al fin y al cabo) y otra muy distinta sentar cátedra sin molestarse en informarse mínimamente sobre los temas que se piensa tratar.
Por su propia admisión, este hombre debió arrastrar a sus hijos por la senda de la humillación y el miedo para hacerlos omnívoros. Si no fuera una señora, le llamaría nazi nutricional.
En cuanto a mí, me solidarizo totalmente con el (espero que imaginario) niño de la anécdota. A mí me ponen delante un plato de riñones y también me niego a comer eso; a los de mi generación también trataron de enseñarnos a comer a la fuerza, no necesariamente con "palmadas" pero sí con unas cuantas amenazas y chantajes. Resultado, que a día de hoy muchos de nosotros seguimos batallando contra el sobrepeso, la bulimia o la anorexia, incluso sin llegar a tanto hemos cogido asco a un montón de comidas y cuando nos declaramos agradecidos, no suele ser por la (inexistente) lección aprendida, sino por el alivio de encontrarnos ahora en el otro lado de la barricada.
Estoy firmemente convencida de que una alimentación sana y equilibrada no tiene absolutamente nada que ver con tragarse cualquier mejunje que nos pongan por delante. Se puede estar perfectamente sin necesidad de comer acelgas, vivir cien años sin haber probado el kiwi y tener una salud envidiable sin comer tortilla.
El niño hace una mueca de disgusto ante los dichosos riñones, pero se le sirven igualmente, pues don Ruperto se apresura a hacernos saber que "en nuestra mesa no se admiten excepciones". Fíjate tú, en la mía sí: intentamos ser educados, empáticos y considerados con nuestro prójimo, con lo cual tenemos costumbre de informarnos acerca de las preferencias y manías de nuestros invitados, con el objetivo de prepararles algo que pueda agradarles. Nunca obligaríamos a un amigo vegetariano a comerse un chuletón, somos así de blandos, qué le vamos a hacer.
Cuánto daño hacen estas teorías, esta supuesta de necesidad de mano dura, esta peligrosa tendencia a rasgarse las vestiduras y a considerar una mal entendida permisividad el origen de todos los males del mundo mundial. Me viene a la mente los magistrales paralelismos de Carlos González entre autoritarismo y sumisión, entran ganas de coger un ejemplar de Mi niño no me come, envolverlo para regalo y lanzarlo más allá del océano, hacia el púlpito de Don Ruperto, a ver si le da en la cabeza le proporciona un enfoque algo más equilibrado y respetuoso.
Pero terminamos con un rayo de esperanza: lo mejor de todo, los comentarios a la noticia. 12 de ellos hasta el momento, y todos parecen coincidir en que a este señor le han faltado abrazos y le han sobrado coscorrones; que con más respeto y menos mano dura quizás habría comido menos y comprendido más. Así que al final me he quedado con un sabor agridulce, se me han llevado los demonios ante semejante despliegue de ignorancia y mal gusto, pero me he alegrado sinceramente viendo que también existen personas que creen en otra forma de hacer las cosas, que rechaza ese "destete mental" del que habla don Ruperto, y que parece más bien un destete intelectual y emocional.