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viernes, 30 de octubre de 2015

El 95% de las mamás se sienten juzgadas...

... Y el 5% restante, a las que nos importa un bledo la opinión de los demás, resistimos como podemos.
No sé si os acordáis del anuncio de Similac del año pasado. Sí, ese que llamaba a la paz y a la tolerancia, que enseñaba un muestrario variopinto de mamás y papás recriminándose los unos a los otros por la forma de crianza elegida, y al final un carrito con el bebé dentro rodaba pendiente abajo y todos se echaban detrás, para mostrarnos que a pesar de las diferencias todos queremos lo mejor para nuestros hijos. Recuerdo que las redes sociales se inundaron de alabanzas, qué bien, qué bonito, qué cierto. En realidad, estaba muy bien montado y había que verlo unas cuantas veces antes de darse cuenta de que bajo la pátina de tolerancia, el mensaje estaba claro: las mamás que daban el pecho eran unas dejadas que iban en chándal y se tapaban para amamantar, para no ofender al prójimo, en neto contraste con las mamás de biberón, impecablemente peinadas y enfundadas en arregladísimos trajes de ejecutivas; las primeras hablaban de lo duro y doloroso que era dar el pecho, mientras las segundas se erguían en pos de mujeres modernas y liberadas.
Bueno, pues este año han afinado un poco el tiro, y el nuevo anuncio es sin duda más sutil. Esta vez, la lactancia no se presenta como una elección personal, pues las mamás que no amamantan han tenido historias muy tristes (una ha conseguido superar un cáncer y la otra dio a luz a mellizos prematuros que estuvieron a punto de morir; un abrazo muy fuerte a todas las mamás que han pasado por trances de este tipo, y dicho sea de paso, me parece bastante poco ético frivolizar de esta manera con vivencias tan duras) Sin embargo, el mensaje de fondo sigue siendo el mismo: no juzgar, no opinar, todo es bueno y bonito, todas las opciones son igual de respetables, todas somos buenas madres. Otra vez, el anuncio corre como la pólvora por doquier, compartido sin cesar junto a los llamamientos al respeto y a la tolerancia.
Llamadme cínica, y sé que después de escribir esto perderé unos cuantos seguidores, pero personalmente, estas campañas me crispan los nervios. Para empezar, el que sea una multinacional productora de leche de fórmula la que se dedica a difundir estos mensajes me parece bastante insultante. Dicen que lo importante es el mensaje, y da igual de dónde proceda, pues me temo que no, no da igual, porque el simple hecho de que sea una empresa la que lo hace, deja bastante claro que el fin último no es la paz mundial, sino comercializar sus productos y aumentar las ventas. Cuando a Oliviero Toscani se le ocurrió sacar fotos de condenados a muerte o de enfermos de SIDA en fase terminal para las campañas de Benetton, le llovieron las críticas.
En segundo lugar, estos anuncios rezuman cierto paternalismo, al estilo vamos a enseñar a estas mamás ignorantes a empatizar un poco. Será que tengo cierto ramalazo talibán, o mejor dicho, soy de empatía selectiva, pero rogaría a los señores de Similac que respetaran mi derecho a opinar lo que me da la gana. Esto no es una carrera de méritos, no se trata de ser mejor o peor madre que la vecina, así que por favor no lo llevemos por esos derroteros, pero a estas alturas de la vida me considero medianamente empoderada y rogaría que me permitieran tomar decisiones razonadas y fundamentadas en vez de darme la razón como a los tontos.
A la generación de nuestros padres la desconectaron de su instinto de manera brutal, muchas mamás recientes eran infantilizadas a más no poder, estaban rodeadas de "expertos" que sabían más que ellas, porque habían estudiado, porque ya habían criado hijos, porque habían criado más hijos, porque los habían criado mejor, o simplemente porque se otorgaban cierta superioridad moral. El problema es que escuchar las opiniones ajenas a veces implica silenciar el instinto, esa vocecita interior que nos conecta a nuestra esencia y a nuestra maternidad de manera irreversible e indestructible.
Además, una de las grandísimas ventajas de la era tecnológica es la gran cantidad de información fiable, verídica, completa y accesible que se encuentra a un solo clic de distancia. Ya no tenemos porque agachar la cabeza ante la suegra que nos dice que demos papillas a los 3 meses porque ella lo hizo así y le fue muy bien, podemos bajarnos la guía de introducción de alimentos de la OMS y rebatirle con todas las de la ley.
Por este motivo me parecen tan dañinas las campañas "respetistas", porque si empezamos a decir que es igual de respetable un parto natural que programar una cesárea, que da lo mismo amamantar que dar biberón por elección, que dejar llorar a tu hijo es tan válido como atenderle, estamos dinamitando la esencia misma de la información. Para qué buscar alternativas, para qué molestarse en mejorar si al final es lo mismo una cosa que la otra.
Imagen: Tregua entre mamás
Alias, cómo rebajar prácticas cuestionables a mera opción educativa
Que conste que no soy perfecta, ni me lo creo, ni me subo a un pedestal ni juzgo a nadie (opino, eso sí, y estoy en mi derecho, igual que todo hijo de vecino, incluso si a Similac no le parece bien); quien me conozca, quien me haya leído con cierta asiduidad sabrá que mi primera lactancia fracasó y mi hijo acabó tomando fórmula, que en mi casa entran bollycaos y Coca Cola, que a veces pierdo la paciencia y se me escapa un grito, que en ocasiones les pongo la tele para entretenerles, que las manualidades se me dan fatal y que soy incapaz de hacer esculturas con la comida para que se la coman con más ganas. No me vale el no juzguemos para que no nos juzguen: he perdido la cuenta de las veces que me han juzgado, en algunas ocasiones lo han hecho con razón y lo he encajado, en otras ha sido sin razón (creo yo) y me ha resbalado. Si la recomendación es constructiva, y aún así nos duele, nos hiere y nos enfada, quizás deberíamos hacer un poco de autocrítica y ver por qué nos afecta tanto, en vez de matar al mensajero. Una vez superado el cabreo inicial nos aguardará un mundo entero de información, de trucos para hacerlo mejor y no volver a tropezar con la misma piedra.
Prefiero mil veces sentirme juzgada y seguir aprendiendo que renunciar a hacerlo por dejarme amansar con una palmadita en la espalda.

miércoles, 20 de mayo de 2015

Consejos para dormir a un bebé


La imagen que aparece a la izquierda de este texto forma parte de una serie de "recomendaciones" que un centro de salud entrega a las mamás que acuden con sus bebés a la revisión de los 4 meses. No es mía, ha llegado a mí a través de las redes sociales.
Hay tantas cosas que me enfadan que ni siquiera sé por cuál empezar. Me molesta el tono alarmista ("si no lo has hecho ya, es el momento"), me disgusta la rigidez ("el niño debe asociar el sueño con unas rutinas"), me enfurece el cinismo final ("si el niño llora, déjale cada vez más tiempo hasta que vayas a consolarlo"). Lo peor quizás es que estas recomendaciones (entiéndase como eufemismo) provienen de un centro de salud, es decir de un equipo médico que técnicamente se encarga de velar por la salud de los bebés.
Vaya por delante que no tengo absolutamente nada en contra de los pediatras. Es más, la mayoría de los que he conocido destacan por su profesionalidad y empatía. Sin ir más lejos, ni a mi pediatra actual ni a la enfermera se les ha ocurrido jamás decirme cómo, dónde o con quién tenían que dormir mis hijos; se han limitado a recalcar que los despertares son normales, que no hay que preocuparse y que si el bebé se despierta llorando, es importante tratar de descubrir la causa. Pero en tantos años de andadura por el foro de Dormir sin llorar he podido leer unos cuantos disparates que no me han dejado indiferente: el más curioso, uno que "recetó" un exorcismo o una limpieza espiritual para tratar los terrores nocturnos; más frecuentes, los que recomiendan destetar para que duerma mejor, sacar al bebé de la cama o dejarle llorar. En otras palabras, el panfleto que decora mi entrada de hoy no parece ser un caso aislado.
Me da rabia, porque seguramente esas mamás ya habrán oído alguna recomendación similar: muchas personas que han criado hijos hace algunas décadas tienden a dar consejos en esa línea. Sin embargo, el hecho que lo recomienden en un centro de salud, que lo diga un médico, que lleva bata blanca, ha estudiado y por tanto, sabe, lo hace más grave todavía. Opino que lo que diga el médico en temas de salud va a misa; ahora, si habla de crianza, su opinión tiene la misma validez que si me hablara de política o de cocina: es decir ninguna, o mucha, en función de lo mucho o poco que se ajuste a mi propio enfoque.
Admito que ese folleto no dice nada que no se oiga o lea por doquier; también soy consciente de que quien esté determinado a dejar llorar a su bebé lo hará, sin tener en cuenta las recomendaciones en contra; quien no quiera dejarle llorar no lo hará, sin importarles lo que ponga esa hoja o cualquier otra. Sin embargo, entre ambas posturas existe una inmensa zona gris, formada por padres que dudan, que no quieren hacerlo pero no saben si así se equivocan, o que sienten la tentación de probar pero no saben qué consecuencias pueda tener: ellos (y sus bebés) son las verdaderas víctimas de esas teorías, porque a veces unas recomendaciones tan contundentes, sin bibliografía ni ciencia que sirva de soporte, pero pronunciadas con la seguridad y la firmeza de los que saben, pueden borrar de un plumazo las resistencias y los intentos de buscar soluciones que sean del agrado de toda la familia.
Desde que lo vimos, en Dormir sin llorar empezamos a darle forma a la idea de crear nuestra propia versión. No somos expertas, no somos médicos ni profesionales, ni científicas ni académicas, no somos nada más que madres; al mismo tiempo, no somos nada menos que madres, y puede que por ello entendamos mejor que nadie los quebraderos de cabeza que sufren muchas mamás primerizas, la sensación de soledad y de indefensión.
No nos gustan los métodos, ni los gurús del sueño que proliferan como setas, ni las recetas rígidas de obligado cumplimiento. Cada niño es un mundo, cada familia debe encontrar su propio camino hacia la felicidad, no existen fórmulas mágicas; sin embargo, existen pautas que pueden tranquilizar, que pueden ayudar a dar un pequeño paso hasta la solución. Existen manos que guían y voces que consuelan.
Así que no hay método, no hay truco. La ciencia de Dormir sin llorar equivale a conectar con el bebé, tratar de entender sus necesidades y adelantarse a ellas en la medida de lo posible. Implica olvidarse de las horas que faltan para levantarse, centrarse en el momento presente y no en la lavadora sin poner. Significa abrazar, besar, mimar, querer, alimentar, hablar, escuchar, cantar, contar, esperar, compartir, soñar.
Para quitar el mal sabor de boca que deja la hojita del centro de salud, un regalo: otra serie de recomendaciones para dormir bebés, esta vez las nuestras. Lo podéis difundir, descargar, imprimir, regalar a la suegra, al frutero, a la mamá del parque o a quien opine sin venir a cuento, y como no, entregar en la próxima revisión si en algún momento os dicen que habrá que dejarle llorar.

jueves, 30 de abril de 2015

El día de mañana

Detesto las opiniones no solicitadas. Mi padre suele decir que tenemos la obligación de escuchar un consejo y el derecho a tenerlo en cuenta o a hacer lo que nos da la gana, sin embargo el hecho de tener un bebé parece dar carta blanca al entorno en general a la hora de opinar y en especial, de explicarte lo mal que estás haciendo esto o lo otro.
Todo el mundo parece ser experto en bebés, ya sea porque ha estudiado algo relacionado con la infancia, porque ha tenido hijos antes que tú, o ha tenido más, o cree que los está criando mejor que tú, o ha leído más libros sobre el tema, o simplemente se siente con derecho a opinar.
Al principio, mi estrategia consistía básicamente en sonreír, asentir, dar las gracias y una vez sola y tranquila, decidir si el consejo era válido y sensato o si merecía acabar en mi papelera mental. Con el tiempo, me di cuenta de que eso equivalía a colgarme un cartel que dijera "tengo un bebé, vía libre para opinar", y que algunos se tomaban mi silencio como una falta de argumentos y una invitación a criticar mi manera de ejercer la maternidad.
Así que poco a poco empecé a rebatir, por un sinfín de razones: porque descubrí el foro, y con él la capacidad de poner nombre a lo que estaba haciendo, porque empecé a empoderarme el día en que reparé por primera vez en que era nada más que una mamá, pero al mismo tiempo nada menos que su mamá, porque me harté de las ganas de aleccionar de algunos, porque decidí poner fin a las críticas y dejar claro que hacía lo que hacía porque estaba convencida de que era lo mejor, porque sabía que existía información y bibliografía al respecto, que a mi entender superaba con creces esa pedagogía basada en siempre se ha hecho así.
Nunca me interesó entrar en el famoso debate del malamadrismo, me parece una pérdida de tiempo. No tengo alma de gurú y no me interesa arrastrar a nadie por el camino de la rectitud, digamos que me limito a marcar los límites de mi territorio y a repeler las interferencias.
Si hay una cosa que me ha enseñado la etapa maternal, es que el tiempo pasa y no vuelve. Con todos mis respetos para quienes defiendan ese enfoque, he llegado a la conclusión de que es una soberana tontería ese afán de independizarlos antes de tiempo. Aborrezco todos esos artículos que nos alertan en contra de los peligros del exceso de cariño, huyo de todos esos expertos que nos aleccionan acerca de la importancia de no ceder nunca a las demandas del bebé, o a la necesidad de ponerles una rutina desde el primer día de vida para que esté acostumbrado a ella cuando llegue a la adolescencia.  A la gente le gusta mucho alarmar acerca de las terribles consecuencias del apego, te cuentan que como le metas en tu cama nunca le sacarás de ella, que si no le ignoras cuando tiene una rabieta se convertirá en un tirano, que si no le das un azote cuando es pequeño ya te lo dará él cuando sea mayor, que si no le obligas a comer nunca se acostumbrará a comer de todo, que si no le destetas le provocarás un complejo de Edipo como una catedral y tendrá que ir de cabeza al psicólogo. En resumen, que si no haces lo que te dice el experto de turno, y no lo que te dice el instinto, atraerás sobre tu cabeza, y la de tus hijos, las mayores calamidades.
A estas alturas, ya tengo claro que el camino está hecho de etapas. Y en contra de todo lo que suelen decir, los niños tienen suficiente capacidad para madurar y llegar al siguiente punto si les acompañamos hasta que estén listos para dar ese paso.
Mis niños ya no son bebés, y en cierto modo ahora me encuentro al otro lado, corro el riesgo de asumir el papel de opinóloga, de convertirme en esa madre experimentada con el deber moral de hacer ver la luz a las primerizas. En realidad, el único consejo que doy a las embarazadas y a las madres recientes es no hacer caso a los consejos. A ninguno: pararse a escuchar a una misma y tratar de conectar con el bebé vale por miles de opiniones de expertos.
Al mismo tiempo, no consigo librarme del todo de esa actitud paternalista, porque miro a una mamá primeriza, angustiada y preocupada por las opiniones que está escuchando por doquier, y me recuerdo a mí misma, una leona que rugía para proteger a sus cachorros de ese batiburrillo de información discordante.
Así que en realidad sí que hay moraleja, sí que hay lección aprendida. Y si se me permite dar una opinión no solicitada, por si beneficia a alguien, le diría: no tengas prisa en llegar a la meta, disfruta del camino. Tarde o temprano, el día de mañana llegará.
De repente llega un día en que descubres que necesita que estés cerca pero ya no hace falta que le pasees en brazos para dormir; poco a poco deja de engancharse a la teta como si no hubiera un mañana para limitarse a un chupito rápido antes de darse la vuelta; de repente deja de tener rabietas porque entiende que hay mejores maneras de expresar una necesidad que tirándose al suelo; queda atrás la angustia de separación y el dormitorio se llena de monstruos al acecho a los que hay que dar caza para que pueda descansar; de un día para otro, decide probar un bocado de ese plato que siempre se había negado a oler siquiera; te das cuenta de que hasta hace no mucho no podías ni ir al baño sin compañía, y ahora no puedes entrar en el baño cuando está dentro;  recuerdas tus dudas acerca de la socialización mientras le ves jugar y divertirse con sus amigos sin casi mirarte; llega el día en que te dice que ya no quiere más cuentos, que son para niños pequeños, o que ya no quiere dormir en tu cama porque como es mayor prefiere la suya... y te encuentras recorriendo el pasillo como hacías antaño, recordando lo mucho que te comías la cabeza, pensando en lo rápido que ha pasado todo. Entonces es cuando se te empañan los ojos por la nostalgia, y sientes esa punzada de orgullo porque has conseguido esa independencia que según los demás no llegaría nunca... y te encantaría volver a tener esas ojeras y ese dolor de espalda aunque solo fuera un minuto. Porque nunca le hiciste tanta falta como cuando te avasallaban a consejos y tu bebé solo necesitaba estar en tus brazos.

 

martes, 3 de febrero de 2015

Víctimas de malos profesionales

La Lactancia Materna Prolongada está generando muchos ingresos en los Hospitales por desmedro. No es lo mismo dar pecho tres meses que darlo durante seis y no digamos nada si se prolonga por encima del año de vida. Por poder hacerse, puede hacerse. Pero ¿es bueno o malo para los niños? ¿Acaso un niño de dos años de edad medio desnutrido, con estigmas raquíticos y anémico, no es una "víctima" del actual dogmatismo? Y eso sin hablar de los complejos de Edipo severos que están aflorando ante amamantamientos tan prolongados. En contra de las Recomendaciones actuales, considero que en los países desarrollados el destete total o parcial debe hacerse a los cuatro meses de vida. A partir de ese momento llega la primera papilla de cereales y progresivamente de fruta, verduras etc. Si el destete es más tardío, casi siempre hay problemas con las papillas y eso conduce inevitablemente a carencias nutricionales y a convertir a esos niños en "victimas" del actual dogmatismo.

Semejante joya, por definirla de alguna manera, no merecería nada más que una sonrisa sarcástica y displicente si se tratara de la opinión de la suegra, del frutero o de la vecina del quinto. Sin embargo, estas palabras las vomita, perdón, escribe, José María González Cano, pediatra del Hospital General de Castellón; un profesional de la salud, un pediatra, un patólogo infantil.
A estas alturas, me atrevo a decir que he leído bastantes barbaridades, pero pocas veces me he topado con afirmaciones tan faltas de ética y de rigor, aderezadas para más inri con una buena dosis de arrogante paternalismo.
Vaya por delante que no he leído el libro, titulado Víctimas de la lactancia materna, ¡ni dogmatismos ni trincheras!, y para ser sincera, con esta introducción no lo compraría ni para calzar una mesa coja.
El tema de la lactancia, como no, levanta ampollas cada vez que se menciona.
Antes de que empiece el apedreo virtual, antes de que se abra el fuego y se dé comienzo a la ráfaga de acusaciones (talibana, radical, fanática, hay que respetar todas las posturas, cada madre es libre de decidir cómo alimentar a sus hijos, a mí me han criado a biberón y estoy perfectamente, etc), me gustaría dejar claras un par de cosas.
La indignación, la vergüenza, la decepción, la rabia, la irritación, la impotencia y el fastidio que ese párrafo me han producido no van dirigidos a las madres que no amamantan por la razón que sea, sino al autor del esperpento, y a sus numerosos congéneres que no vacilan a la hora de cargarse alegremente una lactancia, por ignorancia y desidia en el mejor de los casos, y por intereses económicos y falta de ética en el peor.
No es mi intención juzgar a nadie; debo admitir que en este aspecto, al igual que muchos otros, hay decisiones que no comparto, y me resulta bastante difícil respetar aquellas posturas que suponen un atropello a las necesidades y los derechos de los niños. Sin embargo, sería muy arriesgado y prepotente por mi parte dar por sentado que las madres que deciden no dar el pecho, o renunciar cuando se encuentran ante una dificultad, lo hacen movidas por el egoísmo y la superficialidad. Cada mamá es dueña de decidir dónde pone el límite, de velar por la salud de su bebé pero también por su propio bienestar emocional.
Hay ocasiones en las que el fin de una lactancia (sea prematuro o no, buscado o impuesto, voluntario o forzoso) genera profundas heridas emocionales. Lo sé porque he llevado esas heridas, han rasgado mi alma durante años.
He sido una de esas mamás que no pudo dar el pecho tras su primera maternidad, porque así me lo hicieron creer. Quien quiera leer toda la historia, puede hacerlo a través de este enlace. Sé muy bien lo que significa sentirte incompleta, menos madre, menos mujer, dudar de tu capacidad para alimentar a tu hijo, creerte dueña de un cuerpo imperfecto, inútil, incapaz de hacer lo que debería ser natural.
Lo sé porque he pasado un tiempo considerable llorando por mi fracaso, atormentada por recorrer una y otra vez el camino emprendido, para descubrir por qué, en qué momento mi cuerpo empezó a fallarle a mi hijo.
Aceptar todo esto y asumirlo como un castigo divino es una transición dolorosa; pero un par de años después llegó el despertar, y con él la información, el conocimiento y el poder. Descubrí que si bien la responsabilidad última del fracaso era mía, a mi vez había sido víctima de los consejos nocivos, sesgados y nefastos de un pediatra cuya opinión sobre lactancia era comparable a la de José María González.
Si me pusiera a recopilar las perlitas que salieron por la boca de mi ex pediatra en temas de lactancia, daría para otro libro. Me crucé con él hace no mucho por las calles de mi barrio, no me vio o más probablemente fingió no verme: digamos que no nos despedimos en buenos términos, y supongo que le habrán puesto al tanto de la reclamación que redacté en su día. Cuando vi a ese señor de apariencia afable, que agachó la cabeza al pasar delante mío, no supe si entrar a polemizar o pasar de largo. Por suerte o por desgracia, tomó la decisión por mí, pero los recuerdos empezaron a arremolinarse en mi cabeza. Volví a sentir la vieja desesperación, la sensación de impotencia mientras él, desde lo alto de su pedestal, me regalaba sus sabios consejos: nada de a demanda, el pecho cada tres horas; si no te sube la leche, ni te plantees insistir; las propiedades de la leche artificial son exactamente las mismas que las de la leche materna.

Por razones que hasta el día de hoy no soy capaz de explicarme, no cambié de pediatra cuando empecé a informarme y a abrir los ojos, y tampoco lo hice cuando volví a ser madre. Me dije que escucharía al pediatra en todo lo relacionado con la salud de mis hijos, pero la crianza era cosa mía y por tanto podía limitarme a desoír consejos no solicitados a ese respecto.
Me equivoqué, y mucho. Mi segunda lactancia también se hizo muy cuesta arriba al principio, y con las dificultades llegaron las críticas. Teniendo en cuenta los antecedentes, sabía que el pediatra no estaba a favor de la lactancia, pero no se me había ocurrido pensar que estaba rematadamente en contra: no solo no me ofreció la más mínima ayuda, sino que se dedicó a sabotear también ese intento desde el minuto uno. Llegó un momento en el que sentía algo parecido al pánico al pensar en la siguiente revisión: sabía que iba a pasar un mal rato, que intentaría por todos los medios forzarme a destetar. También era de los que opinaban que la lactancia más allá de los 6 meses causaba problemas de crecimiento y un sinfín de calamidades no mejor identificadas.
La gota que colmó el vaso llegó cuando mi hija cumplió los 4 meses, cuando este señor declaró que su ganancia de peso era "muy escasa" (800 gramos en un mes, totalmente aceptable según los baremos de la AEPED por lo que tengo entendido), que había que adoptar "medidas extremas" porque la niña estaba en el percentil no-sé-qué y le correspondía estar en el percentil no-sé-cuánto.
Las "medidas extremas" coincidían totalmente, como no, con el camino hacia la salvación que recomienda el Dr. González Cano: destete total e introducción de papilla de cereales (pero no una cualquiera, sino hecha con leche de inicio de una marca determinada y cereales también de una marca determinada, sí, la misma del calendario y de los folletos que exhibía en la sala de espera). Llegados a este punto, tuvimos un intercambio de opiniones bastante acalorado, él me dejó claro lo que pensaba de las talibanas de la teta y yo, de los pediatras caducos sin ganas de actualizarse.
Me marché de su consulta para no volver.
Todo sea dicho, no todos los pediatras son así. El que tengo actualmente jamás se ha metido en temas de crianza, más allá de lo estrictamente relacionado con higiene y seguridad, nunca ha intentado colarme sus opiniones y desde el principio me dejó claro que la fecha del destete es cosa mía. 
Sin embargo, me indigna sobremanera pensar en la gran cantidad de profesionales de la salud que siguen una política de acoso y derribo como la que padecí yo en su día. No hablo solo por mí, soy bastante activa en los foros y en las redes sociales, y me he topado con historias similares con cierta frecuencia.
Si esto es ser talibana, que me digan dónde recojo el burka, pero cada vez que oigo o leo odiseas de este tipo, me hierve la sangre. Este tipo de "profesionales" (nótese el entrecomillado) son una vergüenza para su colectivo: no por su desinformación, ni por su falta de ganas, ni por su prepotencia, ni siquiera por los intereses que los puedan estar moviendo. Es porque te hacen dudar, sentirte inútil, porque te arrebatan una experiencia dichosa sin pensárselo dos veces, porque provocan unas heridas que cuesta mucho cerrar, porque nos infantilizan, porque nos imponen sus opiniones personales (y sus neuras) como si fueran verdades científicas.
Para concluir, hay una petición en change.org para pedir la retirada del libro en cuestión (quien quiera firmarla, puede hacerlo a través de este enlace); personalmente, creo que de no ser posible su retirada, habría que poner en la portada una advertencia como en los paquetes de tabaco: las autoridades sanitarias advierten que poner en práctica estos consejos puede perjudicar seriamente la salud de su hijo.
 
 

miércoles, 14 de enero de 2015

La maternidad guerrera

Decía mi madre, que solo me había tenido a mí, que una segunda maternidad no puede ilusionarte tanto como la primera, pues cada etapa es una repetición de una ya vivida.
Cuando vi las rayas del positivo en el test de embarazo de mi hija, descubrí lo equivocada que había estado mi madre. Embarazarse y tener hijos es como enamorarse, puede ocurrir varias veces en la vida, pero cada ocasión trae consigo un torbellino de emociones nuevas.
Esos primeros momentos iban unidos a un miedo quizás infundado, pero comprensible (creo): unos meses antes había sufrido una pérdida, y la amenaza de volver a pasar por lo mismo empañó en cierto modo la alegría de saber que una nueva vida anidaba en mi interior.
Acomodar a mi hija recién nacida sobre mi pecho, observarla por primera vez, descubrirla tan parecida a su hermano y al mismo tiempo tan diferente me confirmó que era cierto lo que había oído decir, que el amor de una madre no se divide entre cada hijo que nace, sino que se multiplica.
En mi entrada anterior expliqué que mi hijo había sido mi despertar, me había descubierto un camino que no conocía y me había guiado a través de él; en cambio, mi segunda maternidad me cogía en cierto modo preparada: no solo era puro instinto, había tenido cuatro años para informarme, leer, aprender y saber hacia dónde iba.
Pensé que una segunda maternidad debía otorgar cierto status, el haber vivido ya esa experiencia, el demostrarle al resto del mundo que hasta el momento no lo había hecho tan mal me pondría a salvo de consejos y de opiniones no solicitadas.
Llevo puesto desde hace mucho lo que yo llamo mi traje de foca, es una alusión a mi sobrepeso, pero significa principalmente que todo me resbala. En realidad nunca me ha importado demasiado lo que los demás opinan de mí, desde pequeña he tenido claro que prefiero equivocarme pensando con mi propia cabeza que acertar por hacer caso a los demás. Sin embargo, cuando mi hijo mayor era bebé, lo que me pedía el cuerpo era radicalmente opuesto a lo que me aconsejaban los demás; y si bien prefería ser fiel a mi corazón que traicionar mi sentir, en ocasiones sentí una punzada de culpabilidad mientras me decía a lo mejor tienen razón y le malcrío, pero no lo puedo evitar.
El nacimiento de mi hija (y la información a la que tuve acceso durante ese intervalo) me reconciliaron con esos sentimientos. Con ella, fui consciente desde el primer día que no estaba siendo blanda ni sobreprotectora, que miles de años de evolución me habían llevado hasta ese punto y nada podría cambiarlo. Y sobre todo, estaba mi tribu de Dormir sin llorar, estaban mis autores, mis libros, mis constantes recordatorios de que lo que yo hacía tenía fundamento y base científica.
Sin embargo, a pesar de todo, seguía siendo el bicho raro, por dormir con mi hija igual que había hecho antes con su hermano, por dar teta más allá de lo que el entorno consideraba políticamente correcto (léase un par de meses), por no criar con azotes o castigos, por intentar huir de los chantajes, en resumen por no hacer el más mínimo caso a las presiones que recibía con cierta frecuencia.
Cuando tuve a mi hijo, al principio me limitaba a sonreír, asentir, agradecer, y a continuación seguir confiando en mi instinto; sin embargo, esta estrategia se tiene que haber confundido con una falta de argumentos, así que poco a poco, empecé a dejar claro que los argumentos los tenía, y a desgranarlos implacablemente, uno por uno.
Ha pasado mucho tiempo desde entonces, ya no estoy en guerra contra el mundo. He comprendido que no hay peor ciego que el que no quiere ver, y que no está en mi poder cambiar el mundo. A raíz del libro, hemos tenido la oportunidad de dar charlas al respecto, de conocer a mamás que se sienten inseguras y perdidas, prisioneras en un mundo inhóspito, presionadas y juzgadas, mamás que lo están pasando igual de mal que yo en los primeros tiempos. Cada vez que tiendo la mano a una de ellas, que contesto a una mamá ojerosa porque su bebé no duerme, que se me ocurre una respuesta ingeniosa para el opinólogo de turno, puede que la esté ayudando a ella, pero sobre todo me ayudo a mí misma, me recuerdo que no estoy sola, que en el mundo hay mucha gente que piensa como yo, es la verdadera esencia de la tribu.
Sobre todo, he aprendido a dejar de hacerme tantas preguntas: las respuestas se oyen mejor cuando se está en silencio.