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lunes, 11 de junio de 2018

La tormenta

Hace tiempo que quería escribir esta entrada, de hecho hace tanto tiempo, y han pasado tantas cosas, que no sé ni por dónde empezar.
Si tuviera que retomarlo donde lo dejé, supongo que diría que mi vida transcurría como si estuviera navegando en una balsa sobre un mar en calma, dejándome mecer por las olas y arrullar por la plácida previsibilidad de mi existencia.
De repente, las nubes.
Todo empezó con un "bulto sospechoso" en la frente de mi padre, que resultó ser un carcinoma. Ingreso, operación, y cuando parecía que habíamos superado el bache, las nubes dieron paso a los rayos, los truenos y la tormenta.
El mismo día que le iban a dar el alta sufrió un ictus. De repente se puso rígido, mirándome fijamente; antes de que tuviera tiempo de reaccionar, se inclinó hacia adelante y se estrelló contra el suelo. A consecuencia de la caída, perdió la visión de un ojo. Los pocos días de estancia en el hospital previstos inicialmente se convirtieron en varias semanas. Un par de meses después, tuvieron que ingresarle de nuevo por un neumotórax (el segundo, ya sufrió uno en su hospitalización anterior).
En resumen, en los últimos meses he pasado más tiempo en un hospital que en cualquier otro sitio.
Ahora que las cosas van volviendo poco a poco a la normalidad, puedo echar la vista atrás y analizar lo ocurrido con más claridad y desde la distancia.
Durante las largas horas de espera, mientras fijaba la vista en el monitor que recogía las constantes vitales de mi padre, tan impredecibles como el rastro dejado por una serpiente loca, he tenido mucho tiempo para pensar, pero los pensamientos se agolpaban y enredaban en mi cabeza sin orden ni concierto.
Mi madre falleció hace muchos años, cuando estaba embarazada de mi primer hijo. Si bien un acontecimiento así suele resultar traumático en cualquier momento, supongo que lo fue aún más en una etapa en la que me sentía muy vulnerable. No recuerdo prácticamente nada de los dos meses que transcurrieron entre su muerte y el nacimiento de mi hijo, se han esfumado, deben estar almacenados en un lugar de mi mente al que ahora mismo no tengo acceso. Recuerdo esa punzada de tristeza que me invadía en algunos momentos, la sensación de no poder ser feliz nunca más. Y luego el paso del tiempo, ese tiempo que no lo cura todo pero te ayuda a poner las cosas en perspectiva. Supongo que no lo he superado, pero he aprendido a convivir con su ausencia.
En cambio, mi padre siempre había estado allí. Con sus manías y su mala leche, pero seguía siendo una presencia constante. Hace unos meses, cuando se desencadenó la tormenta, vi a la muerte tan cerca que me di cuenta de lo efímeras que son nuestras vidas.
Ahora que la tormenta se ha alejado y empieza a salir el sol, me doy cuenta de que todas estas sacudidas me han transformado.
La relación que tenía con mi padre ha cambiado de forma casi imperceptible. Las incomprensiones, los rencores y los malentendidos han pasado a un segundo plano, sin necesidad de reconciliaciones ni discursos profundos. Simplemente, ha desaparecido el peso de las palabras que en su día no nos atrevimos a decir. 

jueves, 17 de septiembre de 2015

Historias

El color favorito de mi hija es el amarillo. Dice que es el que más le gusta porque es el color del sol y de las flores. Tiene alma de artista y le encanta dibujar enormes soles y paisajes inundados de pintura amarilla. Observo maravillada como poco a poco va forjando su personalidad y definiendo sus gustos.
Hasta hace no mucho, su color favorito era el rosa. Personalmente, es un color que detesto, no por sexista sino porque me parece empalagoso. Para ser sincera, yo soy de esas mujeres tolerantes y conciliadoras que consideran que el sexismo se nota en otras cosas, y el rosa solo es un color; que es mejor comprar una Barbie cuando te la pide que tenerla suspirando por algo que para ella solo es un juguete. Soy de esas personas que piensan que la clave es lo que se vive en casa, como si el entorno y el resto del mundo no influyeran para nada.
Luego me topo con artículos como este y hago una cura de humildad. Me doy cuenta de hasta qué punto me he engañado a mí misma, lo equivocada que estoy cuando trato de pasar por alto las cadenas a las que nos han atado desde generaciones.
El problema no es el rosa, ni las princesas, ni las faldas de tul: el problema radica en la validación implícita que conllevan todas esas cosas.
Yo de niña encajaba perfectamente en la definición de marimacho: siempre llevaba pantalones, prefería los coches a las muñecas y en mi fuero interno, soñaba con ser un chico. Me ha costado años de introspección y de terapia entender que lo que anhelaba realmente no eran unos atributos de los que carecía, sino la libertad y la rebeldía que asociaba inconscientemente al género masculino.
Intentaron criarme para que fuera autónoma e independiente, una mujer moderna y liberada, de esas que anteponen el éxito y la realización personal al tradicional papel de esposa y madre abnegada. Dicen que la palabra convence, pero el ejemplo arrastra, y todo a mi alrededor parecía un constante recordatorio de cuál debía ser mi lugar en el mundo.
No jugué con Lego de color rosa, porque no los había, no llevaba peinados de princesa, porque mi madre consideraba más higiénico el pelo corto (lo llevo hasta la cintura desde la adolescencia: he sido autónoma, independiente e inmune a las opiniones ajenas como querían, pero no en las áreas previstas). Mi crianza fue bastante unisex dadas las circunstancias, pero las señales estaban allí, empezando por mi abuelo paterno que consideraba que una nieta jamás puede tener la misma importancia que un nieto varón, ya que este último garantiza la continuidad del apellido familiar, mientras que las mujeres es como si fueran "prestadas" ya que lo pierden al casarse. Ironías de la vida, gracias a la doble nacionalidad mis hijos conservan su preciado apellido en un respetable segundo lugar, mientras que mi primo y heredero del linaje familiar no ha tenido descendencia.
Crecí con un eterno sentimiento de inferioridad, con un afán constante de ganarme esa aprobación que los chicos de mi entorno recibían de forma natural. Dejé de ser niña el día que me vino la regla, cuando en ocasión de una cena familiar mi abuela, mi tía y demás familiares me prohibieron ir a jugar como había hecho hasta entonces, porque ya tenía edad para compartir sobremesa con el resto de mujeres.
A decir verdad, era todo bastante rancio y machista, cuando se acababa de cenar, los hombres iban al sofá, a la zona noble, se espatarraban viendo el fútbol o se ponían a charlar de cosas de hombres; las mujeres se encargaban de fregar y se quedaban de cháchara en la cocina. Sin embargo, clichés aparte, recuerdo con cariño aquellas sobremesas, y sobre todo las lecciones de vida que destilaban. Cada una de esas mujeres guardaba celosamente sus secretos, pero aprovechaba esos momentos en tribu para transmitirme las enseñanzas que consideraba más valiosas. Nunca hablaban de sus tabúes pero no tenían reparos a la hora de contar las intimidades de la vecina o de alguna conocida: ningún tema de conversación era considerado demasiado picante o escabroso, ni siquiera para mis jóvenes oídos. Al fin y al cabo, yo había nacido mujer y más me valía entender de qué iba el mundo; me decían que tuviera cuidado con los hombres, incluso a una edad en la que no me interesaban lo más mínimo, y al mismo tiempo daban a entender que el secreto del éxito era precisamente aprender a hacer eso como Dios manda.
Cada una de esas mujeres intentó transmitirme su experiencia y sabiduría, compartir conmigo historias vividas, leídas y oídas, historias que en ocasiones habían tenido lugar un siglo antes. Otra cosa no, pero las mujeres de mi familia tenían muy buena memoria, unida a la costumbre de contar una y otra vez las anécdotas destacables a la siguiente generación.
Desciendo de un largo linaje de mujeres muy distintas entre si en cuanto a experiencias y temperamento. Jóvenes y viejas, ricas y pobres, conformistas e irreverentes, cada una de esas vidas es un pedacito que llevo dentro. Ternura, comprensión, envidia, compasión, incredulidad, rabia, admiración, asombro: cada anécdota, cada historia es una pincelada fugaz en el lienzo de mi memoria. Hay colores vibrantes y otros sombríos, brochazos y trazos tan finos que apenas se ven.
Mujeres sometidas, que no supieron hacer con su vida otra cosa que lo que su entorno se esperaba de ellas, que soportaban estoicamente la ausencia de sus maridos y las habladurías de vecinos y familiares mientras se teñían las cejas con el hollín de la chimenea para aparentar ser más jóvenes; mujeres asustadas, tan desconectadas de si mismas que en el momento culminante podían preguntar al marido qué quería comer al día siguiente; mujeres derrotadas, que se refugiaban en el alcohol buscando una vía de escape; mujeres valientes, madres solteras que criaron con un amor sin límites a pesar del estigma social; pero también (y sobre todo) mujeres fuertes, decididas, valientes, que supieron vivir según los dictámenes de su corazón, mujeres que vivieron amores eternos, amores ilícitos, mujeres que trabajaron, amaron, suspiraron, lloraron, mujeres que supieron sacarle todo el jugo a la vida.
Su sangre corre por mis venas, y por la de mi hija. Algún día tendré que decidir si compartir o no esas historias con ellas; quizás hablarle de las cadenas que arrastramos todas la ayudará a romper las suyas. De momento, me conformo con verla pintar girasoles.