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viernes, 1 de noviembre de 2013

Malditas acelgas

Mi abuela materna, que había conseguido sobrevivir a las dos guerras mundiales, solía decir que en tiempo de guerra el pan era de tan mala calidad que de haberlo lanzado contra el techo, se habría quedado pegado. Obviamente, ni ella ni nadie que conociera lo había intentado nunca, habría sido una locura desperdiciar de esa manera un alimento que a menudo era el único sustento de toda la familia. A mi abuela le tocó vivir tiempos duros, tuvo que experimentar de primera mano el hambre y las privaciones: la carne era un lujo que se reservaba a quien trabajaba, y la frase "si no comes eso, no hay nada más" solía ser una triste verdad. A menudo no había nada más, solo una canción de cuna para calmar a un niño hambriento. La generación de mis padres no lo tuvo tan difícil, vivieron sin lujos pero sin padecimientos. La carne seguía siendo un manjar que se saboreaba en ocasiones
especiales, y la frase "si no comes eso, no hay nada más", se había convertido en una media verdad, porque si bien la comida ya no escaseaba, la variedad de la misma era más bien poca. En mis tiempos, las cosas habían cambiado radicalmente: vivíamos en una burbuja de relativo bienestar, y si bien no éramos ricos, nunca nos faltó comida. La carne se había convertido en un alimento al alcance de cualquiera, y la frase "si no comes eso, no hay nada más" era un vulgar chantaje, porque todo el mundo tenía la nevera repleta. La comida ya estaba al alcance de todo el mundo, y mis padres habían dejado de envidiar a los vecinos ricos que podían comer filete más de una vez por semana: ahora ese filete estaba en su mesa a diario, y tenían que chocar contra mi incomprensible negativa a comer lo que no me gustaba. Es curioso como las normas cambian según la edad de quién se supone que debe cumplirlas: a mi padre no le gustaba la zanahoria y nunca la comíamos, a mi madre el cordero le daba arcadas y el cordero no entraba en casa, pero yo odiaba las acelgas y me las tenía que comer sí o sí. Todavía recuerdo con terror esas batallas y esas interminables luchas de poder frente a platos repletos de engrudos poco apetecibles, batallas parecidas por cierto a las que padecían mis amigos: los que habíamos tenido la mala suerte de no ser comilones veíamos con terror el momento de sentarnos a la mesa, y en ocasiones seguimos pagando las consecuencias de ello. Cabría esperar que cada generación intentara subsanar los errores de los que ha sido víctima: así lo hicieron mis abuelos, que después de pasar hambre en su infancia se esforzaron en poner a diario comida encima de la mesa; y así lo hicieron mis padres, que después de haber soñado con determinados alimentos, los pusieron a nuestro alcance. Nosotros, que nos pasamos la infancia comiendo bajo coacción, deberíamos tratar de ayudar a nuestros hijos a construir una relación sana con la comida, pero a menudo repetimos los errores que cometieron con nosotros. Incluso hoy en día es bastante corriente poner el grito en el cielo si un bebé se deja un par de cucharadas de puré, amenazar a un niño con terribles carencias si se niega a comer o recurrir a amenazas de todo tipo para que se termine el plato que nosotros le hemos puesto. Por lo que a mí respecta, odio las acelgas, no tanto por el sabor en sí sino por los tristes recuerdos que me han dejado. Al cumplir 18 años decidí que no las volvería a probar, y he cumplido con mi promesa. Mi marido no soporta las alcachofas (supongo que sus motivos para no comerlas son parecidos a los que tengo yo por detestar las acelgas), y también lleva años sin probarlas. Hasta aquí, todo normal. Sin embargo, mi hijo odiaba la tortilla, y más de uno nos consideraba unos bichos raros por no obligarle a tomarla, en el mejor de los casos por pensar que la tortilla debe poseer unas propiedades de las que el huevo frito o cocido carecen, en el peor, enarbolando la bandera de los tan cacareados límites. A mí me pareció más sencillo que eso: no le gustaba la tortilla, pues no comía tortilla; además, no lo consideraba un problema puesto que aceptaba el huevo preparado de otras maneras, pero incluso si no hubiera sido así, habría acabado por buscar otra fuente de proteínas sin empeñarme en hacerle pasar por el aro. Mi hijo estuvo hasta los 6 años aproximadamente rechazando la tortilla, de repente un día se animó a probarla y desde entonces la acepta: no es su comida favorita, pero la toma sin problema. De mi hija no puedo hablar, porque hasta la fecha se ha animado a probar todo lo que se le ha puesto delante: tiene sus gustos, hay cosas que le gustan más y otras menos, hay alimentos que toma en muy poca cantidad y otros que come hasta hartarse. Con ella la comida nunca ha sido una batalla, será porque de entrada le gusta comer más que a su hermano, o porque nos hemos librado de pediatras caducos, consejos perjudiciales y sobre todo porque a estas alturas, el fantasma de las carencias nutricionales ha ido a freír espárragos, nunca mejor dicho. He descubierto que es mucho más fácil que un niño coma sin presión, sin nervios y sin amenazas. Ojalá se lo hubiera dicho alguien a mis padres cuando iban a la tienda a comprar acelgas.


jueves, 17 de mayo de 2012

Nonna Gufo

La traducción literal del título de esta entrada sería "abuela Búho": así era como llamaba a mi abuela materna. Gufo, búho, era un apodo cariñoso que le habían dado mis padres, porque tenía la costumbre de caminar por la casa a oscuras, incluso de noche: según ella, porque era capaz de ver en la oscuridad, como los búhos, según mi madre y mi tía, para ahorrar luz. Fuera como fuera, hasta la fecha me resulta difícil recurrir a su nombre de pila para pensar en ella, en mi corazón sigue siendo Gufo.
He tenido la inmensa suerte de conocer a personas especiales y maravillosas a lo largo de mi vida y sin duda, mi abuela materna fue uno de los pilares de mi infancia.
Ahora que soy adulta y madre, lamento no haber podido conocerla más, mejor y durante más tiempo, no haber tenido la ocasión de añadir más espesor a la imagen que guardo mi interior.
Recuerdo que me encantaba que me relatara anécdotas de su infancia, y me hablaba de las travesuras que hacía con sus hermanos, de cómo su madre los perseguía para pegarlos. En aquel tiempo, me parecían historias divertidas, como los tebeos que concluían con la persecución final; en cambio, ahora puedo llegar a vislumbrar la infancia de mi abuela en toda su crudeza, una infancia marcada por la pobreza y los malos tratos.
Mi abuela fue la segunda de seis hijos nacidos en una familia pobre de solemnidad; dos de sus hermanos no consiguieron sobrevivir a una infancia llena de carencias y privaciones. Su madre, mi bisabuela, a la que no llegué a conocer, se había casado muy joven para huir de las palizas de su madrastra, y no supo hacer otra cosa que criar a sus hijos con la misma brutalidad con la que ella había sido educada. Su padre casi nunca tenía trabajo, y cuando conseguía unas pocas monedas acababa gastándoselas en la taberna del barrio.
Sin embargo, mi abuela tenía el don de saber ver siempre el lado positivo de las cosas: nunca reprochó nada a sus padres, se limitó a dedicar el resto de su vida a intentar hacer felices a los demás.
Sabía que me encantaban sus historias, y consiguió trasformar una infancia de pesadilla en un relato emocionante y divertido: me contaba la historia de su hermano Albino al que se le quedaron las piernas torcidas de tanto esconderse en el cesto de la colada para huir de la cólera de su madre, el mismo que cuando empezó el colegio tenía entendido que debía volver a casa cuando sonara la campana y así lo hacía, incluso cuando no habían terminado las clases.
Mi historia favorita era, sin duda, la de la tarta de manzana. Mi bisabuela esperaba la visita de una amiga, y había preparado una tarta de manzana, toda una delicatessen en una familia donde la comida escaseaba a menudo. Para evitar que los niños se comieran la tarta destinada a la visita, la bisabuela decidió guardarla en lo alto de un armario, pero al hacerlo inclinó la bandeja y la tarta se cayó al suelo. Entonces, les dijo a los niños que podían comerse la tarta, porque se había estropeado y así no se la podía ofrecer a su amiga. Sin embargo, ellos se negaron (mi abuela decía que eran pobres, pero tenían dignidad), despertando así por enésima vez la ira de su madre.
Recuerdo escuchar estas historias con la cabeza apoyada en el regazo de mi abuela, mientras su barriga se movía al ritmo acompasado de su respiración. En realidad, no era una mujer cariñosa en el sentido estricto de la palabra, no solía dar besos ni abrazos: supongo que años de malos tratos tuvieron que arrebatarle la capacidad de expresar sus sentimientos de forma tangible, pero sabía escuchar, sabía entender, sabía consolar.
No era una mujer culta, de hecho solo pudo ir al colegio durante un par de años antes de tener que ponerse a trabajar para intentar sacar adelante a su familia, pero tenía esa sabiduría que procede de la vida, una habilidad invidiable para encontrar lo que se ocultaba en los corazones ajenos.
Su casa, en la que pasaba todo el tiempo que me permitían, era una especie de paraíso, un lugar encantado donde podía emprender una caza al tesoro y encontrar auténticas reliquias de otros tiempos, como la radio de antes de la guerra, el crucifijo de plástico que brillaba en la oscuridad o el segnatempo, una estatuilla que cambiaba de color cuando iba a llover.
Una vez me compró una muñeca para que tuviera un juguete en su casa, pero por lo que recuerdo nunca le hice demasiado caso. Me gustaba mucho más jugar en la cocina, inventarme recetas con las sobras de comida que guardaba para mí, triturar los ingredientes más variados en su molinillo de café, poner chismes encima del tocadiscos para verlos dar vueltas a 78 revoluciones, jugar y experimentar con todo lo que en casa no me dejaban tocar siquiera.
Mi abuela me malcrió en el verdadero sentido de la palabra, que yo recuerde nunca me levantó la voz, y tamaña falta de disciplina hacía que un consejo suyo tuviera más efecto que todas las órdenes que recibía en otros sitios. Ella no entendía las modernas técnicas educativas, no sabía nada de la independencia temprana, ni de la necesidad de poner límites a los niños, desconocía los motivos por los cuales hay que cortar las rabietas de raíz. Solo sabía que yo era sangre de su sangre, y quería que fuera feliz.
Cuando se fue de este mundo, después de una larga enfermedad, yo tenía 13 años. Sin embargo, tuve que despedirme de ella mucho antes. Llegó un momento en que empezó a olvidar las cosas, las caras, las personas, y comenzó un lento descenso hacia la inconsciencia.
El día del entierro de mi abuela mi madre me reprochó que no llorara por ella. El comentario me hirió profundamente, porque la había llorado muchas noches en la soledad de mi habitación, desde que empezó a apagarse y esa persona maravillosa se fue convirtiendo en una cáscara vacía. Fui incapaz de llorar el día de su muerte porque sabía que hacía mucho que la había perdido.
A veces pienso que no la he perdido porque no me ha abandonado. Oí su voz por última vez unos quince años después de su muerte, mientras estaban operando a mi padre de urgencia. Resonó en mi cabeza con toda claridad: va tutto bene, Cochi (va todo bien, Cochi - este último era el apodo con el que solía dirigirse a mí). Tan solo unos segundos después, los médicos nos avisaron de que la operación había sido un éxito.
Quiero que esta entrada sea un pequeño tributo para ella, una forma de hacerle saber lo que en su día no pude o no supe verbalizar, una manera de quitarme de encima aunque sea en parte, el peso de las palabras que no supe pronunciar.
Sigue estando allí, se ha convertido en una de las estrellas que me guían, me miran y me protegen desde arriba.
Hasta siempre, Gufo.

viernes, 22 de julio de 2011

Malos hábitos

En cuanto oigo hablar de malos hábitos a la hora de dormir, me viene a la cabeza mi abuela materna, que después de cenar se preparaba una cafetera triple porque decía que el café la ayudaba a conciliar el sueño. Curiosamente, yo también heredé esta costumbre y en mis años mozos podía tomarme una taza de café a las tantas de la noche y después dormía como un tronco. Supongo que si intentara hacerlo ahora, me pondría como una moto (me pongo nerviosa solo de pensarlo).
Pero objetivamente, tomar café antes de ir a la cama es un mal hábito.
Sin embargo, los que hablan de malos hábitos no suelen referirse a mi abuela, sino a mis hijos, los dos, que necesitan dormirse acompañados.
En realidad, sospecho que mi hijo mayor no lo necesita, porque cuando fue de excursión con el colegio durmió fuera de casa sin ningún problema y regresó más feliz que una perdiz. Pero creo que le gusta, le resulta agradable que papá le lea un cuento, que yo le cuente dos más y después le abrace y le duerma con mimos. A mí también me gusta, y admito que echaré de menos esta costumbre cuando él ya no quiera mantenerla, así que cabe preguntarse quién de los dos tiene malos hábitos.
Mi hija también no puede dormir si no es conmigo, o mejor dicho con mi teta. Me dicen que está malacostumbrada, y que debería sustituir la teta por un chupete o un biberón de cereales. Teniendo en cuenta que mi hija es más lista y no se dejaría engañar tan fácilmente, admito que también me resulta agradable dormirla a ella.
Para mí, no existe nada más relajante que observar a mis hijos dormidos y escuchar su respiración pausada, lo que significa que he elegido conscientemente malcriarlos, con nocturnidad y alevosía (nunca mejor dicho).
Door in the sky de Danilo Rizzuti
www.freedigitalphotos.net
Mis padres me sacaron de su habitación cuando tenía 6 semanas, porque el Dr. Spock así lo recomendaba; cuando yo fui madre, me propuse al principio un plazo más largo, digamos 3 meses. Pero luego llegaron los 3 meses y seguía viendo a mi bebé tan chiquitín e indefenso que me remordía la conciencia dejarle solo en una habitación a oscuras; además, tener que levantarme una y otra vez para atenderle me cansaba solo de pensarlo, con lo cual decidí alargar un poco el plazo. El sueño del bebé evoluciona, pero en realidad la que más ha evolucionado he sido yo: con el tiempo, dormir a mi hijo dejó de ser un deber, casi una obligación, para convertirse en un maravilloso momento de complicidad que nos une.
Así que todas las noches, cuando papá termina su cuento, nos vamos a su cama los tres, nos apretujamos (él cerca de la pared, yo en medio y la niña mamando) y empezamos el ritual. Me pide cuentos, ahora que se ha hecho mayor los quiere de piratas, caballeros y dragones, aunque a veces también le gustan las historias de ranitas traviesas que cruzan el río o de conejitos que forman una cooperativa para cultivar zanahorias. Algunas veces me interrumpe para sugerir alternativas; otras, lo hace porque en su cabecita se arremolinan docenas de preguntas que necesitan salir: ¿qué es el gas? ¿por qué no podemos tener un pony? ¿por qué las personas cuando mueren suben al cielo y las hojas se caen del árbol? ¿por qué los bebés no saben hablar?

Poco a poco, los ojitos se le empiezan a cerrar. Dejamos de hablar y se acurruca contra mí mientras le hago mimos hasta que le vence el sueño.
Es nuestro momento. Es cuando más consciente soy del grandísimo amor que siento hacia él, la admiración y sorpresa que me producen sus progresos, las preguntas que hace, sus observaciones, a veces tan ingenuas y al mismo tiempo impregnadas de una sabiduría que yo no poseo, o quizás he olvidado hace tiempo. En esos momentos es cuando me doy cuenta de que todo ha merecido la pena, despertarme en medio de la noche para estar a su lado si me necesitaba, los litros de café que tomé en el trabajo para mantenerme despierta, las vueltas por el pasillo con él en brazos a pesar del dolor de espalda, la preocupación por los dientes que no le dejaban dormir, las canciones que he vuelto a cantar cuando casi había olvidado la letra y la melodía, el sentimiento de inutilidad cuando seguía llorando y no era capaz de adivinar lo que tenía que hacer para calmarle, el estrés, el cansancio, las ojeras.
Ha merecido la pena no escuchar a los que me decían que el método Estivill es mano de santo, que no pasa nada porque llore un poco, que cogiéndole en brazos ya no dormiría de otro modo. Porque si hubiera hecho caso, ahora no disfrutaría de su compañía todas las noches.




Con mi niña, vuelvo a buscar las huellas que dejé en el camino. Por ahora, no necesita cuentos, solo mimos y teta, pero es probable que con el tiempo el ritual se vuelva más elaborado. Cuando le llegue el momento, imagino que me pedirá sus propios cuentos e inventaremos nuestras propias tradiciones. Pero con ella lo tengo más claro, soy consciente de que quiero que tengamos estos malos hábitos, ya no hay dudas ni reivindicación alguna, solo una serena aceptación de lo que es natural, del instinto que ata mi corazón a mis entrañas.
No me engaño, sé que esto también es pasajero, algún día mis niños serán adolescentes y después adultos que querrán dormir solos en su cama, sin cuentos, sin canciones, sin charlas y sin mimos de mamá. Cuando llegue ese día, luciré mi mejor sonrisa, les diré que me alegro mucho y les felicitaré por ser tan mayores, mientras un trocito de mi corazón se encogerá de pena al ver que mis niños se alejan.
Respetaré su independencia, me levantaré una docena de veces por noche para ir a verles y comprobar si respiran bien, si están tapados, si no tienen pesadillas, si no se han levantado. Pero lo haré sin que se den cuenta, para que no digan que mamá es una pesada que no les deja en paz. Y sentiré esa indefinible mezcla de orgullo por la etapa que sobreviene y tristeza por la que se esfuma.


sábado, 28 de mayo de 2011

Trozos de papel


 

 
Muchos de los recuerdos más felices de mi infancia están ligados a la casa de mi abuela materna. Viuda desde hacía muchos años, vivía a un par de calles de nuestra casa, en un apartamento de una sola habitación, que a mí me parecía un palacio que podía recorrer a lo largo y a lo ancho volando con las alas de mi fantasía.

Mi abuela no tenía juguetes en su casa, pero cuando iba a visitarla, nunca me aburría. Las actividades que realizaba allí estaban prohibidísimas en mi propia casa, y quizás por esa razón se me antojaban tan divertidas: podía entrar en la cocina y jugar con las sobras que me guardaba, molerlas, triturarlas, cocerlas y aplastarlas hasta convertirlas en potingues de nombre imaginativo que mi abuela fingía saborear con infinita paciencia; poner corchos encima del tocadiscos y reírme cuando saltaban al suelo al chocarse con el brazo, revisar el contenido de armarios y cajones o encerrarme en el baño con su estatuita fluorescente de Jesús para hacerla brillar en la oscuridad.

Un día me enseñó a hacer pegamento mezclando harina y agua, y decidí probar el nuevo invento pegando al suelo trozos de revistas viejas que iba recortando. Mi madre vino a recogerme en ese momento, y cuando vio lo que estaba haciendo empezó a regañarme. Mi abuela, que por lo general nunca cuestionaba a mis padres, en esa ocasión la interrumpió: déjala, dijo, la niña se está divirtiendo, y al fin y al cabo, solo son trozos de papel.
Windmill, de Sujin Jetkasettakorn
http://www.freedigitalphotos.net/
Esa simple frase ha marcado un antes y un después en mi visión de la vida. Creo que no tendría más de cinco años, la edad que tiene ahora mi hijo mayor, y me prometí a mí misma que cuando tuviera mi propia casa no impondría prohibiciones absurdas.
Estoy cumpliendo mi promesa, o casi. Evidentemente, no se puede hacer nada que ponga en peligro la integridad física, lo cual limita seriamente el abanico de actividades atractivas y da lugar a algún que otro desencuentro, y después hay que volver a dejarlo todo en orden, que también puede ser motivo de discusión, pero por lo demás, los famosos límites que (supuestamente) tenemos que marcar a los niños son prácticamente inexistentes.
En mi casa está permitido saltar encima de las camas, esconderse debajo de las mesas, construir un castillo con los cojines del sofá, convertir la bañera en un barco pirata, transformar las toallas en capas de superhéroes, ponerse mis botas para disfrazarse de caballeros y utilizar cualquier utensilio de cocina no punzante como si fuera un arma, bastón, antorcha o catalejo.
Cuando era pequeña, las normas y prohibiciones que había en mi casa se podían contar por docenas, y también las veces que me las saltaba a la torera. En cambio, en casa de mi abuela podía hacer lo que quisiera, excepto abrir el cajón de los cuchillos. Nunca desobedecí ni necesité un refuerzo para desistir de intentarlo. Mi abuela no tenía estudios, pero poseía la infinita sabiduría de una generación que sobrevivió a dos guerras, pudo comprobar más veces de lo que le habría gustado que la vida es demasiado dura para complicarla con reglas innecesarias e intentó trasnmitirme su filosofía. Creo que hasta un niño pequeño puede entender que no merece la pena perder el paraíso por comerse una manzana.
Así que aquí estoy, en mi paraíso particular. Últimamente las obras de mi pequeño artista decoran las paredes y las puertas. Por mi parte, le pedí usar celo en vez de chinchetas como en el cole. Mi casa, embellecida con mapas del tesoro, señales de prohibido pasar, dibujos de castillos y caballeros medievales y pinturas abstractas, luce más espectacular que nunca.
Posiblemente no saldría en una revista de decoración, pero no me preocupa. Ya me lo había dicho mi abuela: solo son trozos de papel.