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viernes, 27 de febrero de 2015

La tribu

Ya he tenido suficiente,
necesito alguien que comprenda
que estoy sola en medio de un montón de gente
Qué puedo hacer

Quiero vivir, quiero gritar,
quiero sentir el universo sobre mí
Quiero correr en libertad,
quiero llorar de felicidad
Quiero vivir, quiero sentir el universo sobre mí
Como un naufrago en el mar, quiero encontrar mi sitio
Sólo encontrar mi sitio
 


 
 
Estas palabras pertenecen a la canción de Amaral titulada El universo sobre mí, y explican perfectamente cómo me sentí muchas veces cuando me convertí en madre. Sola en medio de un montón de gente, nadando contracorriente, diciéndome a mí misma viendo lo que se considera normal, me alegro de ser rara, pero al mismo tiempo sufriendo la gélida caricia de la incomprensión.
Creo que hoy en día el hecho de tener un hijo parece dar vía libre a las opiniones no solicitadas: recuerdo todas aquellas visitas congregadas alrededor de mi cama de hospital explicándome lo mal que lo estaba haciendo; esas charlas vacías con las mamás del parque, esas que tienen bebés que duermen solos desde temprana edad, se salen de todas las curvas de los percentiles, dejan el pañal con 18 meses sin un solo escape y nunca jamás tienen una rabieta, reflejo de la excelente educación que les brindan sus padres; esas críticas bienintencionadas y con intención de ayudar de amigos y familiares, que se consideran con derecho a aleccionar por el simple hecho de haber tenido más hijos, o haberlos tenido hace unas cuantas décadas, o que sin haberlos tenido siquiera piensan que es su deber imponerte su punto de vista basado en "lo que siempre se ha hecho"; esas dudas que corroen, ¿será normal? ¿lo estaré haciendo bien?, dudas que no me atrevía a preguntar en la mayoría de los casos.
Ser madre supuso un antes y un después en mi vida, pero también me ayudó a darme cuenta de lo sola que estaba, solo éramos mi marido y yo, dos náufragos abrazados que intentaban ver más allá del horizonte.
Sé que no es totalmente cierto, pero en esos primeros tiempos sentía que no tenía a nadie: mi madre había muerto, mis abuelas y mi tía también, la familia política no compartía mi visión de la maternidad, mis amigas sin hijos iban a otro rumbo y a mis amigas con hijos les notaba una pizca de cariñosa condescendencia.
Dos años más tarde, me encontraba desesperada por un supuesto problema de sueño de mi hijo; en realidad, no era un problema propiamente dicho: simplemente, el niño no dormía como se suponía que debía hacerlo, me decían que tenía el famoso "insomnio infantil por hábitos incorrectos" por mi culpa, y que tenía que "curarle" dejándole llorar.
Esa noche, me senté frente al ordenador y tecleé por primera vez las palabras que cambiaron mi vida: Dormir sin llorar. Así fue como encontré el foro, mientras dejaba escapar un suspiro de alivio al darme cuenta de que, al fin y al cabo, mi hijo era perfectamente normal.
Tras un tiempo prudencial leyendo en la sombra, decidí publicar tímidamente mi primera consulta. Unas horas más tarde, recibí una respuesta. Para ser sincera, no recuerdo exactamente qué me dijo, porque lo que realmente me llegó iba más allá de las palabras: una persona que no me conocía de nada había dedicado unos minutos de su valioso tiempo a escribirme unas líneas con el único objetivo de hacer que me sintiera mejor. Había tendido un puente entre su mundo y el mío, me había ofrecido una mano amiga a la cual agarrarme para dar el salto a una nueva dimensión.
Esa es la esencia de los foros, las webs, las redes sociales, los grupos de whatsapp. Una tribu virtual, a menudo desperdigada a lo largo y a lo ancho del globo, personas que en ocasiones están a miles de kilómetros de distancia y a las que notamos más cercana que el vecino de abajo. El anonimato de los nicks, la pantalla que sirve de barrera a menudo hacen que nos abramos más, y acabemos contando a una mamá desconocida lo que no nos atrevemos a compartir con la cuñada.
Hemos perdido el espíritu de la tribu, nos pasamos la vida compitiendo y hemos olvidado lo que significa cooperar, estamos demasiado ocupados para pararnos a escuchar, para dar un simple abrazo a quien lo necesita. Vivimos enlatados, al lado de vecinos de los que no sabemos nada excepto unas pocas frases captadas a través de la pared. Nuestros niños son solo nuestros, de unos padres que en ocasiones tienen que hacer malabares para poder dedicarles el tiempo que se merecen y compatibilizarlo con el trabajo y con un sinfín de obligaciones. Ya no son de todos como antaño; no me refiero a esa nostalgia rancia y retrógrada de quien añora los tiempos en los que se podía dar un coscorrón al niño del vecino sin que te denunciaran por maltrato infantil, sino al sentimiento de responsabilidad colectiva, a la obligación moral de no permitir que un niño se extravíe, a no mirar hacia otro lado si se pone a jugar con una botella de cristal.
Ese espíritu lo estamos recuperando, está a un clic de ratón de distancia. Puedo exponer algo que me preocupa y en algún momento alguien al otro lado encontrará unas palabras para mí; puedo intentar ayudar a mi vez a alguien que lo necesita. Pero me gustaría tener a mi tribu cerca, lo bastante cerca para poder dar y recibir achuchones en los momentos de bajón, para preguntarles por sus revisiones médicas y las tutorías en el colegio sin tener que tirar de nuevas tecnologías; en Dormir sin llorar solíamos bromear con comprar una isla polinesia como hizo Marlon Brando y montar allí una comuna de crianza con apego. Si algún día se tercia, contad conmigo.
Para terminar, un abrazo enorme a todas las personas que forman parte de mi tribu: no os voy a nombrar porque no quiero cometer el imperdonable error de olvidarme de alguien, pero sabéis quiénes soy. Gracias a vuestro apoyo, ya no me siento sola en medio de un montón de gente.

sábado, 11 de enero de 2014

Sueños

Esta entrada, que mi amiga Mon ha publicado en su blog Entre mimos y juguetes, me ha hecho pensar. Pensaba explicarle mis reflexiones en un comentario, pero sería demasiado extenso y no tenía intención de invadir su espacio, por lo tanto prefiero trasladarlo aquí.
A diferencia de Mon yo nunca he tenido un sueño: he tenido muchos, mi vida entera ha estado salpicada de sueños de todos los tamaños y colores, como el empedrado de un sendero, con lo cual me sería difícil identificar a uno solo de ellos como el sueño de mi vida.
Mis sueños de antaño eran muchos y variados: algunos simplemente venían a mi mente, otros los encontraba por el camino, otros más venían heredados, por no decir impuestos.
Mi madre tenía unos cuantos sueños preparados para mí, me los ofreció como un puñado de retales arrancados de aquel lugar que se encuentra a medio camino entre la felicidad y lo que nos habría gustado conseguir pero no pudimos. Quería que yo estudiara, que me licenciara, que encontrara un buen trabajo, que me realizara profesionalmente y que después, solo después, me casara y tuviera hijos para decidir espontáneamente dejarlo todo para cuidar de mi familia.
Mi padre no lo tenía tan claro, o quizás no lo expresaba de forma tan directa, pero estaba de acuerdo en que un trabajo interesante era prioritario para una vida feliz y que a mayor nivel de estudios, mayores posibilidades de encontrar un buen empleo.
Por desgracia para ellos, nunca me gustó estudiar. Me apasiona aprender, pero detesto el aprendizaje dirigido, que me digan qué debo aprender, cuándo, cuánto, cómo y qué es lo que debo opinar acerca de las lecciones que recibo.
No entendía cómo mis padres podían atribuir una importancia tan exagerada al éxito académico y profesional, a la vez que ellos tampoco comprendían por qué no quería lanzarme hacia ese futuro en el que según ellos se encontraba la clave de mi felicidad.
Yo tenía claro que quería ser feliz, pero también supe desde siempre que la felicidad no va necesariamente asociada a una carrera o a un empleo.
Quizás no tenía ambición, pero tenía sueños: soñaba con tener una casa propia, un sofá de terciopelo rojo en el salón, que me besaran bajo la lluvia, quería conocer (y ligarme) a un actor cómico protagonista de un programa de televisión que veía todos los domingos, quería vivir, viajar, reír, encontrar el amor, ser amada, admirada por mis amigos, aceptada por todo el mundo, quería sostener a mi bebé en brazos y darme cuenta de que en mi vida había un antes y un después, ir con mis hijos a la playa y decidir entre todos cómo pasaríamos el día, construir mi propia vida, ladrillo a ladrillo, sabiendo que era mía.

Door in the sky
www.freedigitalphotos.net
Demasiada adrenalina, demasiada imprevisibilidad para ser empaquetada y liberada en el interior de un aula o de una oficina.
Así que no hubo universidad, ni empleo de alto standing: no quise cumplir ninguno de los sueños que mis padres prepararon para mí, excepto el de ser feliz.
A veces echo la vista atrás y recuerdo mis sueños de entonces, con ternura o con pesar los vuelvo a colocar en el lugar que les corresponde. Algunos los he cumplido, otros no, otros más han ido perdiendo importancia durante el camino.
Si tuviera que hacer un balance, diría que adoro mi vida: la adoro con sus más y sus menos, con sus problemas y sus malos momentos, porque cada paso que he dado me ha llevado hasta donde estoy.
Sigo soñando e imaginando un futuro que no sé si llegará, pero la edad y la experiencia me han enseñado que lo bonito de los sueños es la sensación de felicidad absoluta que sentimos cuando conseguimos extender la mano hacia el infinito para atraer el sueño hacia el mundo real.