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miércoles, 5 de septiembre de 2012

Lentejita

Lentejita vino a habitar mi cuerpo por estas fechas, hace tres años.
En mi mente y en mi corazón siempre será Lentejita, pues no se quedó con nosotros lo suficiente para que pudiéramos buscarle un nombre más adecuado.
Vino por sorpresa: por aquel entonces, yo estaba decidida a ampliar la familia, pero mi marido no lo tenía tan claro, así que ante la duda seguíamos con anticonceptivos mientras hablábamos (y a veces discutíamos) acerca de la conveniencia de tener un segundo hijo.
Pero una de esas casualidades de la vida hizo que algo fallara, y Lentejita anidó en mi interior. Lo supe desde el principio, debido a las náuseas y mareos que empecé a tener de la noche a la mañana. Me dije que iba a ser una niña, por aquella absurda superstición según la cual los embarazos de niños van como la seda y los de niñas son muy molestos (todo sea dicho, en el embarazo de mi hijo no tuve ni una sola náusea, y en el de mi hija vomité hasta bien entrado el tercer trimestre); ahora en cambio mi intuición me dice que habría sido un niño.
No lo sé, y en realidad nunca lo sabré, pero cada vez que pienso en Lentejita lo hago en masculino, y así me voy a referir a él a lo largo de esta entrada.
Cuando vi el positivo en el test, tuve que sentarme por la fuerza de las emociones: miedo, sorpresa, alegría, incertidumbre, expectación, impaciencia, anticipación, esperanza.
Mi hijo estaba encantado ante la idea de tener un hermanito, empecé a hablarle del bebé, de cómo serían nuestras vidas dentro de unos pocos meses.

Pero luego llegó el amanecer de los sueños rotos y me desperté con un sangrado que no prometía nada bueno. En urgencias, sentada en la sala de espera esperando a que me atendieran le pedía a Lentejita que intentara aguantar, prometiéndole que si conseguía resistir unos minutos más iba a protegerle durante el resto de mi vida. Me acariciaba la tripa intentando llegar hasta él mientras rezaba a mis muertos y a todos los dioses para que nos ayudaran, y no nos separaran antes de tiempo.
Entré, y me topé con una ginecóloga totalmente falta de tacto que mientras me hacía una ecografía me soltó a bocajarro: acabas de abortar, con la misma indiferencia que si se tratara de una muela picada.
Después, los recuerdos se desdibujan y se confunden entre sí. Todavía conservo en mi memoria la imagen de mi marido abrazándome, mientras intentábamos consolarnos mutuamente por el dolor de una pérdida que ya no tenía remedio; y como no, las frases supuestamente de ánimo del entorno, sobre todo el comentario estrella podrás tener más hijos, al cual contestaba sí, pero ya no podré tener a este.
Dicen que todo en la vida ocurre por algún motivo, y posiblemente se pueda aplicar también a la pérdida de Lentejita. Me parece muy cruel pensar que pueda haber alguna razón, algún motivo detrás de una experiencia tan desgarradora, pero puede que así sea.
Mi marido, que hasta entonces se había mostrado reacio ante la idea de ampliar la familia, descubrió lo feliz que se sentía al pensar que íbamos a ser cuatro, y se animó a intentarlo. A mí en cambio me ocurrió lo contrario, no quería tener otro bebé, me aterraba volver a pasar por lo mismo.
Tres meses después me quedé embarazada de mi niña. Soy consciente de que si Lentejita hubiera vivido mi hija no existiría, y si bien me es imposible alegrarme por haber perdido a un hijo, cada vez que miro a mi niña doy gracias al cielo por haberla tenido, y me digo que igual es cierto que todo ocurre por una razón.
Sin embargo, pienso en Lentejita a menudo, especialmente en estas fechas que coinciden con su breve estancia entre nosotros. Espero que no haya sufrido, que haya vuelto a la inmensidad del universo sin darse cuenta de nada y que dondequiera que esté, sepa que habría sido muy querido y que su llegada nos habría llenado de alegría y de ilusión.
Espero que cuando llegue mi hora Lentejita esté allí para acogerme, junto con mi madre, mi abuela y todos los que me precedieron, y que entre todos me ayuden a emprender el camino que olvidé al nacer. Quizás en ese momento consiga entender por qué nos tuvimos que separar, por qué cada uno de ellos tuvo que dejar mi corazón marcado a fuego.
Mientras tanto, me conformo con mirar al cielo y mandarle un silencioso beso de despedida.
Hasta siempre, Lentejita.

Dedicado a Lentejita, y a todas las lentejitas que abandonaron este mundo demasiado pronto, eternos bebés que ahora juegan juntos entre las estrellas y flotan en la luz infinita, igual que en su día flotaron en nuestro interior.

lunes, 9 de abril de 2012

Heridas cicatrizadas I - Un mal comienzo

En los foros en los que participo he mencionado en ocasiones que mi primera lactancia fue un estrepitoso fracaso. Sin embargo, nunca he contado la historia completa, y por razones de espacio creo que es mejor hacerlo aquí.
Ante todo, quiero dejar claro que no la relato con intención de autojustificarme ni de aleccionar a nadie: lo hago porque creo que es una historia que merece ser contada. La lección más valiosa que he sacado de lo que pasó entonces, y de lo que pasó después, ha sido aprender a no juzgar. Todo es criticable según el prisma bajo el que se mire: la que ha dado teta durante mucho tiempo es una fanática, la que lo ha dejado antes una comodona, la que no ha querido una egoísta y la que no ha podido una inútil. Socialmente, está mal visto darle teta a un niño relativamente mayor, lo mismo que dar un biberón a un bebé de corta edad. Sinceramente, es muy difícil ser tolerante con quien tiene una postura radicalmente distinta a la que defendemos. Por otra parte, pienso que detrás de cada no he podido e incluso detrás de cada no he querido suelen esconderse unas vivencias, unas experiencias y unos recuerdos difíciles de compartir, y a menudo complejos y dolorosos.
Como ya dije, es una historia muy larga que viví por etapas. He decidido contarla del mismo modo, por etapas, para evitar aburrir y extenderme demasiado, y también porque cada parte del relato coincide con el estado de ánimo que dominó aquella época.
Dicho esto, si estáis preparados para zambulliros en las profundidades de mi mente, allá vamos.

No siempre fui una talibana de la teta.
Suelo decir que la maternidad me mostró mi lugar en el mundo, en cambio los primeros dos tercios de mi embarazo fueron relativamente normales: peregrinaba de médico en médico para los controles rutinarios y de tienda en tienda para comprar lo (in)necesario para el bebé. Sin embargo, entre todos los trastos inútiles que se amontonaban en mi casa a medida que aumentaba el volumen de mi barriga no se podía encontrar ni un solo biberón, puesto que mi intención era dar el pecho.
Para ser sincera, mi intención era intentarlo, probar a ver qué tal y seguir adelante si la experiencia me gustaba. Para escandalizar a la familia, solía decir que me planteaba llegar a los 6 meses de lactancia, para horror de mi madre y de mi suegra que me aseguraban que con 3 tenían más que suficiente. En realidad, ni siquiera se me pasó por la cabeza la idea de una lactancia prolongada: es más, la idea de dar el pecho durante años me parecía físicamente imposible. Nadie a mi alrededor había llegado más allá de un par de meses, y pensaba que a todas las madres les llegaba un día en que la leche simplemente se retiraba, o por lo menos eso me aseguraban todas.
Admito que no había leído Un regalo para toda la vida porque ni siquiera sabía que existía. El único libro sobre crianza que leí durante mi embarazo fue el monstruoso Duérmete niño (cortesía de una amiga), y con eso se me quitaron las ganas de seguir leyendo.
La muerte de mi madre, cuando me encontraba en la semana 30, me hundió anímicamente y pasé el último tercio de mi preñez intentando superar la pérdida y sobreponerme a la sensación de vacío.
Mi hijo vino al mundo poco después de las 3 de la madrugada y llenó mi vida de luz y color. Al poco de nacer, se lo llevaron para darle un "refuerzo" de glucosa, explicándome que de no hacerlo podía sufrir una hipoglucemia. Gracias al refuerzo, se pasó prácticamente todo el día adormilado en mis brazos. Recuerdo que intenté engancharle a la teta, incluso se enganchó en alguna ocasión, pero sin ganas.
Unas horas más tarde, la habitación se había llenado de visitas: mi padre, mi suegra, mi mejor amiga de entonces, mis cuñados, mis sobrinos, el pediatra de guardia, todos a la vez. Mi suegra y mi amiga intentaron explicarme cómo debía dar el pecho, a base de manosearme las tetas y tratando de acercar al bebé casi a la fuerza, recordándome que tenía que hacer eso cada tres horas, ni más ni menos, mientras los hombres apartaban discretamente la mirada, las otras mujeres se relataban mutuamente anécdotas de partos y lactancias y el pediatra nos recomendaba alegremente una marca de leche de inicio, "una excelente opción cuando la lactancia no es posible" (textual), mientras yo rezaba en silencio para que ese momento acabase pronto, para que se fuera todo el mundo y me dejasen a solas con la familia que acababa de formar. Habría sido cómico si no me hubiera sentido tan humillada.
Al darme el alta, el personal sanitario me regaló un bote de leche para que lo utilizara si yo no tenía. De vuelta a casa mi hijo empezó a llorar a pleno pulmón y mi amiga, que había insistido en acompañarme, me lo quitó de los brazos, indicándoles a mi padre y a mi marido que fueran corriendo a comprar un biberón porque el niño se estaba deshidratando y se iba a morir; a mí, me ordenó que me fuera a descansar. Esa orden despertó a la tigresa que dormía en mi interior, le sugerí que se fuera a descansar ella misma, pues la notaba un poco alterada e incapaz de entender que de mi hijo me ocupaba yo, y cogí al bebé de sus brazos para no volverlo a soltar.
A esas alturas, mi hijo seguía llorando sin que hubiera forma de calmarle, intentaba tranquilizarle ofreciéndole el pecho sin éxito, mientras un torbellino de sentimientos negativos se arremolinaba en mi interior: desesperación, impotencia, sensación de inutilidad. Era mi hijo y ni siquiera podía hacer que parara de llorar.
Fue el principio del fin: con la siniestra maldición de mi amiga resonando en mi mente, le di el biberón. Lo hice llorando, consciente del humillante fracaso que eso suponía. No tengo excusas, ni justificaciones. Si pudiera volver atrás, lo haría, pero por desgracia no puedo. Afortunadamente, tengo el resto de mi vida para compensar a mi hijo por el error que cometí.

Continúa en Heridas cicatrizadas II - Lucha y rendición

sábado, 28 de enero de 2012

Aprender


Cuando era pequeña, al igual que todos los hijos únicos, soñaba con tener más de un hijo.
Al hacerme mayor, fui añadiendo más detalles a mi fantasía infantil: tendría dos, niño y niña para más señas, preferentemente por ese orden. Decidí que los educaría como me educaron a mí, con una mezcla de cariño y disciplina, sería una madre moderna y autosuficiente, porque la maternidad no me impediría volver a trabajar en cuanto pudiera, y por supuesto mantendría mi identidad y mi vida de pareja, pues yo iba a ser una de esas madres liberadas que dejan a los niños con los abuelos para hacer una escapada con su marido de vez en cuando.
Como siempre, como en todo, la vida no ha sido como la soñaba, ha demostrado ser muchísimo mejor. A veces pienso que debería haber sido madre antes, pero aún así no me arrepiento. Me digo a mí misma que podría haber tenido hijos en otro momento, pero en ese caso no serían los mismos niños, y como no los cambio por nada, he llegado a la conclusión de que al fin y al cabo he elegido el momento perfecto para ser madre (o tal vez ellos han elegido el momento perfecto para venir al mundo).
Estaba escrito en el gran libro del destino que algún día sería madre, que en realidad había nacido para eso, y que todas las quimeras que perseguí hasta ese momento eran meros espejismos, espirales de humo de colores llamativos, incorpóreas e insustanciales, pero no lo supe hasta que llegó el momento.
La maternidad me descubrió mi sitio en el mundo. Es curioso, pero cuando pensamos en la relación de unos padres con sus hijos habitualmente damos por sentado que los padres son los que enseñan, los que trazan el camino, los que guían a los niños debido a su experiencia. Sin embargo, gracias a mis hijos he podido descubrir que si nos paramos a observar y a escucharnos a nosotras mismas, son los niños los que nos muestran el camino: un camino a menudo escondido, incluso negado, un camino que nos ha esperado pacientemente durante muchos años. Ellos son nuestros auténticos maestros, los que nos ayudan a descubrirnos y a conocernos mejor.
Cuando nació mi hijo mayor, dos meses después de la muerte de mi madre, me encontraba anímicamente muy mal. Su llegada fue un elixir, renací con él y juntos emprendimos el camino. Mi niño me ayudó a atravesar el dolor y a superarlo, me enseñó a amar sin reservas, a escuchar mi corazón, a comunicarme sin palabras, a gozar de las victorias y a fortalecerme con las derrotas. Borré de un plumazo todas mis ideas preconcebidas, dejé de mirar hacia fuera y empecé a mirar hacia dentro, a observarme a mí misma. Gracias a él, descubrí que tenía el poder de crear y moldear mi mundo, de captar la esencia de los sentimientos y de librarme (por fin) de los convencionalismos y de las apariencias. Él ha sido mi despertar.
Luego llegó mi niña: vino a conectarme incluso más con mi instinto. Con ella aprendí que creía saber pero me quedaba mucho por aprender. Había logrado escucharme a mí misma pero aprendí a escucharla también a ella. Me enseñó a luchar por un ideal, con ella descubrí que para llegar a la cima de la montaña lo que importa no es subir rápido sino disfrutar del ascenso. Con su llegada, el mundo que estaba creando se expandió y se inundó de ternura, de fuerza vital, de sueños cumplidos.
Cuando nació, me dije que mi familia estaba completa. Pero desde hace un tiempo, siento que todavía no estamos todos, que hay una chispa de luz entre las estrellas que todavía no ha bajado para llenarnos de felicidad. No sé decir por qué, es algo que se escapa a la lógica, es simplemente algo que siento, intuyo y percibo. Tres es el número perfecto, tres son las etapas vitales de cualquier mujer. Creo en el destino, en el azar y sé que todavía tengo que llenar un trocito más de mi corazón.
Mi marido tiene claro que no va a buscar más hijos, y yo, para ser sincera, no tengo ganas de tratar de convencerle de lo contrario, de hablar o de discutir. En cierto modo me he acomodado, sé que el tiempo se me echa encima porque no soy ninguna niña, y si no ocurre a corto o medio plazo ya no ocurrirá; de momento, prefiero disfrutar de la etapa tan serena, apacible, maravillosa y feliz que estamos atravesando. Sé que nosotros no lo buscaremos, pero un día él o ella nos buscará a nosotros. Lo sé por esa sabiduría que procede de la intuición: es un sexto sentido que permanece dormido durante largos períodos pero nunca me abandona del todo.


Cloud profile, de idea go
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Un día, una diminuta luz decidirá abandonar la infinidad del universo para instalarse dentro de mí, para ayudarme a descubrir el camino que todavía me queda por recorrer: porque gracias a mis hijos, he aprendido muchísimo, pero todavía me quedan unas cuantas lecciones.
Necesito aprender que la vida está llena de sorpresas, que el destino baraja las cartas pero nosotros las jugamos, necesito descubrir la auténtica magia del nacimiento, necesito parir en cuclillas en mi dormitorio alumbrada por la luz de las velas (y de la luna, si procede). Esta es una lección que también debe aprender mi marido, necesita librarse de sus miedos, comprender que el sufrimiento no es fin a si mismo, no es un dolor de muelas, es un dolor que enseña, transforma, purifica.
He aprendido a escucharme y a luchar, ahora tengo que aprender a dejarme llevar. Necesito recibir estas lecciones y todas las que me quiera enseñar, interiorizarlas y hacerlas mías, para poder cerrar el círculo y llegar a ser mejor mujer, mejor madre y mejor persona.
Estoy preparada, pero para lograrlo necesito que vengas. Sé que algún día lo harás, y cuando llegues, me sentiré completa, porque por fin estaremos todos.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Camino de redención


Fairy wood, de Evgeni Dinev
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La descripción del blog Reeducando a mamá, del que soy asidua, dice: Antes de ser madre yo pensaba que a los niños había que criarlos a golpe de: "Quién bien te quiere te hará llorar" y que "la letra con sangre entra". Pero mis hijos lo han cambiado todo. Ahora sé que tengo que sostenerlos, nutrirlos, amarlos sin límites y dejarme llevar por mi deseo maternal. Como hija del patriarcado conductista necesito reeducarme. Y en esta reeducación necesito vuestra ayuda: la de esta “tribu” virtual defensora de nuestra capacidad natural para vivir en el AMOR.
Me permito copiarla porque me identifico totalmente con lo que la autora quiere expresar. Se suele decir que quien no tiene hijos tiene normas, y antes de ser madre tenía clarísimo que dejaría a los niños con la abuela para irme de vacaciones con mi marido, que los niños necesitan mano dura, que no permitiría que un bebé me cambiara la vida.
En realidad, no tuve que esperar a convertirme en madre para darme cuenta de la cantidad de sandeces que defendía con cierta arrogancia: en cuanto me puse de parto, se borraron de mi mente las técnicas de relajación que me enseñaron en los cursillos, las teorías de las revistas sobre bebés y los consejos recibidos. En ese momento conecté con mi parte más animal, la más instintiva y al mismo tiempo la más sabia de todo mi ser, mientras rezaba una silenciosa plegaria a mi madre para que me ayudara en ese trance que se me antojaba tan aterrador. Evolucioné, crecí, me descubrí, envejecí mil años en pocos minutos.
Ahora me siento libre de ataduras mientras recorro este camino de redención en compañía de mis cachorros (y de su padre, por supuesto). Las críticas y las opiniones ajenas resbalan sobre mi piel como si fueran gotas de lluvia, caen al suelo y forman charcos que no resistirán el calor del sol.
Ya no me interesan las teorías ni las experiencias ajenas, me dejo guiar por mi instinto porque sé que no me fallará. A veces cometo errores y tropiezo, pero mi familia está a mi lado, tendiéndome la mano para ayudarme. Lo más importante no es llegar, sino disfrutar del viaje.

miércoles, 1 de junio de 2011

Chispas de luz


Mis mayores alegrías fueron, sin duda, los nacimientos de mis hijos. Mi mayor dolor fue, también sin duda, la muerte de mi madre.
Desde la muerte de mi madre hasta el nacimiento de mi hijo mayor solo pasaron dos meses y medio.
Bright white star in space de nuttakit
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Para describir a mi madre haría falta muchísimo más que una entrada en un blog: intento hacerlo y me bloqueo, las palabras se quedan cortas, incapaces de captar el núcleo de una persona que tanto ha significado para mí. Tuvimos una relación complicada, con muchos altibajos, llena de complicidad y reproches, remordimientos y gratitud mutua. Con el tiempo, tuvimos el valor de acercarnos, analizarnos, comprendernos y pedirnos perdón.
Cuando por fin las cosas se habían encauzado y nos habíamos encaminado hacia una relación más igualitaria y adulta, una maldita enfermedad se interpuso en el camino. Después de horas de quirófano intentando derrotar a un enemigo que no quería dejarse vencer, un mes de hospitalización y varias sesiones de rehabilitación llegó el desenlace, abrupto, inesperado y no por ello menos desgarrador: un infarto en plena noche, dos días antes de empezar un ciclo de radioterapia que, según nos dijeron los médicos, iba a ser su salvación. Mi madre se fue de este mundo del mismo modo en el que siempre había vivido: de puntillas y sin hacer ruido.
Tengo recuerdos vívidos de los dos días siguientes. Me movía como un autómata de una habitación a otra, de una casa a otra, mientras saboreaba mis lágrimas saladas y acariciaba mi barriga de embarazada preguntándome cómo afectaría todo aquello a mi bebé. Recuerdo el entierro, flores que estaban fuera de lugar, palabras vacías y mi silenciosa despedida, musitada en voz baja porque solo nos pertenecía a nosotras, a mí y a ella, y a nadie más. Recuerdo que volví a casa en el asiento de atrás de un coche, sentada entre mi padre y mi marido, a mi padre diciéndonos, con lágrimas en los ojos, ahora sí que se ha acabado todo.
Lo siguiente que recuerdo es el día en que nació mi hijo. Hay un intervalo de dos meses y medio que está escondido en las profundidades de mi mente, a salvo de mis reminiscencias. Me dijeron que se llama síndrome de estrés postraumático, pero mi explicación es más sencilla: cuando murió mi madre, yo morí con ella. Cuando nació mi hijo, yo renací con él. Entre un acontecimiento y el otro, solo fui una cáscara vacía.
No consigo contener las lágrimas cuando recuerdo a mi madre acariciando mi incipiente tripa de cuatro meses, saludando al nieto al que no llegó a conocer. Mi bebé, que hasta entonces había aleteado en mi interior como una mariposa, al notar la mano de su abuela respondió con dos toques bastante fuertes, como si llamara a la puerta. En ese momento, decidí que si le bautizábamos, mi madre sería su madrina. En cambio, el destino la eligió para que fuera su ángel de la guarda.
Esas dos almas, una que dejaba este mundo y otra que todavía no habitaba en él, tuvieron que cruzarse en algún lugar del plano astral y emitir chispas de luz, mientras cada una dejaba una huella indeleble en la otra. Lo sé porque a veces miro a mi hijo y veo las chispas de luz que ha traído consigo: el mismo gesto cuando se enfada, las mismas posturas imposibles para dormir, la misma forma (peculiar donde las haya) de tomar la sopa.
Nadie muere del todo mientras siga viviendo en el recuerdo de otra persona.
Tutto resta, y ella sabe lo que quiero decir.