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domingo, 29 de enero de 2017

La niña que no entendía los chistes

Lo diré sin preámbulos, sin rodeos y sin anestesia: tengo síndrome de Asperger.
A falta de diagnóstico oficial, de momento tengo los resultados del screening, un cuestionario llamado SCQ que requiere un mínimo de 15 puntos para poder acceder a la fase de diagnóstico propiamente dicha, y en el que he sacado la friolera de 22.
La certeza la tengo desde hace poco; la sospecha de que podía tratarse de esto y no de otra cosa, desde hará cosa de un año, cuando me topé por casualidad con la definición de síndrome de Asperger y empecé a investigar, a recopilar información con la obsesividad que me caracteriza; la sensación de que hay algo en mi cerebro que no funciona como debería, me acompaña desde que tengo uso de razón.
El veredicto de las (pocas) personas a las que se lo he contado hasta el momento ha sido unánime: no se te nota, no pareces autista. En realidad no, no lo parezco: puedo mantener una conversación normal sobre cualquier tema, miro a los ojos cuando hablo y cuando me hablan, consigo mantener bajo control las estereotipias que todavía me quedan. En distancias cortas, los más observadores han percibido detalles que llaman la atención: mi mirada es muy fija, demasiado, cuando me emociono al hablar no puedo evitar mover las manos en círculos, en ocasiones tiendo a decir las cosas sin filtro, puedo reírme a carcajadas pero nunca sonrío.
Dicen que las mujeres con Asperger a menudo pasan desapercibidas, que vuelan por debajo del radar. En mi caso no, porque ese radar detectó en más de una ocasión que mi vuelo era errático, pero viví en otra época, en la que no se estilaba hacer diagnósticos de este tipo, y en un entorno deseoso de normalizar cualquier señal de alarma, de ofrecer una explicación lógica a los síntomas que presentaba de forma individual en vez de juntarlos todos para ver si en su conjunto podían formar un cuadro clínico.
Así que crecí siendo la niña que no entendía los chistes porque no tenía sentido del humor. A falta de terapia, me enseñó la vida, aprendí a morderme la lengua, a dominar mis tics, a memorizar docenas de refranes y dichos, a repetir frases corteses que había oído con anterioridad y sonaban más socialmente aceptables que las de mi propia cosecha y un largo etcétera.
La respuesta a la inevitable pregunta que se hará quien haya leído este blog con anterioridad es: sí, se puede tener síndrome de Asperger y tener hijos, quererlos con locura e intentar criarlos con todo el amor y el apego del mundo. Tengo sentimientos como todo el mundo, aunque a veces no consiga manifestarlos de manera convencional.
A decir verdad, siempre pensé que me habría gustado ser madre, pero hubo una época en la que me empezaron a asaltar los miedos: miedo a no conectar con mi bebé, a no saber qué hacer, a crearle un trauma de por vida.
Al llegar a la treintena, el reloj biológico se me despertó, empezó a rugir con fuerza y me dije: qué porras, aprenderé. Y si sale como yo, quién mejor que yo para entenderle.
En realidad no necesité aprender nada, porque en el mismo instante en el que me pusieron en brazos a mi primer bebé, el instinto se apoderó de mí y consiguió enseñarme lo que no había logrado interiorizar en tantos años de observación. Bajé la guardia, derribé barreras. Los niños son naturales, espontáneos, leales, honestos y en ocasiones, brutalmente sinceros. No tienen matices que no percibo, indirectas que no descifro, es todo mucho más directo y sencillo.
Con todo, mis hijos saben, o intuyen, o perciben, que tengo algunas limitaciones. Son conscientes de que soy totalmente incapaz de realizar cualquier tipo de juego simbólico, de que en ocasiones tienen que pedirme que les dé un abrazo, que me asustan los ruidos fuertes o que a veces me saturo emocionalmente y necesito quedarme sola un par de minutos. Nadie se lo ha dicho nunca, parecen haberlo entendido de manera instintiva y suelen actuar en consecuencia. Soy su madre y me quieren sin condiciones y sin reservas: me basta con eso.
Hay que decir que esto también tiene su lado positivo: no hay sopa de letras, sudoku, puzzle o rompecabezas que se me resista, hay veces que parezco una enciclopedia humana y eso es muy socorrido en las rachas de preguntitis, saben que por mi parte no hay chantajes, ni manipulaciones ni mentiras.
Desde que le he puesto nombre, me siento un poco dividida. Por un lado, tengo la confirmación definitiva de que no soy normal (entiéndase en el sentido de neurotípica, y en cualquier otro) y no lo seré nunca. Por otro, me alivia en cierto modo saber lo que es, porque eso equivale a delimitarlo, analizarlo y a saber qué más.
Sobre todo, me encantaría poder viajar en el tiempo, ir a ver a la niña que fui, la niña que no entendía los chistes, que de pequeña hablaba de si misma en tercera persona, que se encogía de hombros cuando le hacían una pregunta, que tenía un rendimiento académico destacable pero se sentaba en clase con la mirada perdida, que tenía el don de hacer preguntas inadecuadas y comentarios políticamente incorrectos, que interrumpía el partido de fútbol de los compañeros de clase al pasar en medio del campo, que era tan torpe que nunca la elegían para ningún juego en equipo, tan rara que de repente se ponía de puntillas y empezaba a estirar los brazos y tenía un montón de tics nerviosos. Me gustaría decirle que no se preocupara, que había nacido en un mundo que no la entendería nunca pero acabaría encajando en él.
También me gustaría hablar con su familia, sus profesores, sus compañeros, sus amigos (pues sí, he tenido y tengo amigos) y explicarles que no hacía todas esas cosas para fastidiar ni para llamar la atención, sino porque no podía evitarlo.
De momento, me lo he explicado a mí misma, y es un primer paso.

sábado, 18 de julio de 2015

Huracán

Un día cualquiera, hace ya unos años. Estaba en el supermercado con mi padre, ayudándole a guardar
la compra a la vez que intentaba vigilar a mi hija, que por aquel entonces era un bebé en plena etapa exploradora. De repente, calculé mal y un frasco de tomate frito se me escurrió y se estrelló contra el suelo.
Vi la escena a cámara lenta: el bote que se resbalaba, se caía irremediablemente hasta impactar contra el suelo y estallar como una bomba; el contenido, una marea roja, parodia de sangre, que empezaba a expanderse en todas direcciones.
Unos sentimientos que creía olvidados y solo habían permanecido enterrados y dormidos durante décadas afloraron a la superficie con la fuerza de un huracán: mi corazón se aceleró, los ojos se me llenaron de lágrimas y empecé a temblar mientras las palabras brotaban sin control. Lo siento, no quería, no volveré a hacerlo, juro que no volverá a pasar.
La cajera se apresuró a buscar una fregona con la que limpiar el estropicio; fue a por otro frasco y santas pascuas. Ya en la calle, seguía disculpándome con mi padre cuando me cortó en seco diciéndome que son cosas que pasan, y que no tenía importancia.
No encontré el valor necesario para preguntarle por qué antaño la tenía.
A mí me pegaron lo normal.
 

jueves, 24 de abril de 2014

Regreso a mi tierra - Parte 2 (Criar en tribu)

Continuación de Regreso a mi tierra - Parte 1 (El viaje del corazón)

Este viaje me ha permitido regresar a mi tierra, a mis raíces, a mi corazón. Me he reencontrado con mis tíos y primos después de tantos años; en realidad, nunca perdimos el contacto, pero a pesar de que Facebook y Skype hacen que la comunicación sea más frecuente y fluida que antaño, no se puede comparar una relación virtual a la calidez de un abrazo.
A decir verdad, antes de la partida me asaltaron unas dudas: era la primera vez que mis hijos viajaban al extranjero, la primera vez que iban a encontrarse en persona con esa parte de la familia, y sinceramente no sabía cómo iban a reaccionar, cómo reaccionaríamos todos.
Mis tíos me lo pusieron increíblemente fácil, ya que nos dejaron claro desde el principio que el viaje sería a medida de niño, que mis hijos serían los que marcarían el ritmo y los adultos nos adaptaríamos a las necesidades de los peques.

Ha habido ocasiones en las que me he alegrado de criar relativamente sola, de ser autosuficiente, de no tener que delegar el cuidado de mis hijos más que en contadas ocasiones y por razones de fuerza mayor. Esta soledad me ha proporcionado una extraña independencia: puesto que nadie ha dormido jamás a mis hijos, no pueden decirme cómo debería dormirles, nadie les ha bañado así que no pueden opinar acerca del momento en que debo hacerlo o de los productos que debería emplear y así sucesivamente.
Digamos que estoy rodeada de buenas personas, pero en ocasiones su visión de la crianza difiere significativamente de la mía, con lo cual he llegado a la conclusión de que prefiero correr el riesgo de equivocarme con tal de poder pensar con mi propia cabeza.

Pero hacer un viaje en familia con niños implica automáticamente que al convivir varios días con otras personas, éstas acaben por intervenir de algún modo, a veces incluso con la mejor intención del mundo.
Otra vez más, la extraordinaria calidad humana de mis familiares (mi padre, mis tíos, mis primos y la avalancha de parientes políticos que conocimos los últimos días) ha conseguido disipar mis miedos. Me han hecho descubrir el verdadero significado de criar en tribu: no ha habido consejos no solicitados, ni interferencias, al contrario, he encontrado apoyo, cariño y comprensión en cualquier momento.
Fueran adónde fueran, mis hijos han encontrado en todo momento a alguien dispuesto a contarles historias, a jugar con ellos, a hacerles mimos y cosquillas, a cambiar los planes si estaban cansados, en resumen a tratar de convertir sus vacaciones de Pascua en un recuerdo inolvidable.
Este viaje me ha cambiado más de lo que pensaba, o quizás me ha descubierto facetas cuya existencia he ignorado hasta el momento; me ha dado la posibilidad de renacer.

 

martes, 22 de abril de 2014

Regreso a mi tierra - parte I (El viaje del corazón)

Acabamos de volver de unas vacaciones en Italia. Cada vez que he vuelto a mi país han resonado en mi cabeza las palabras que Alfredo, un personaje de Nuovo Cinema Paradiso, una de mis películas favoritas, dirige a Totò: le anima a marcharse del pueblo y a no mirar atrás, le explica que cuando uno vuelve al poco tiempo, lo encuentra todo cambiado, pero cuando regresa al cabo de muchos años, descubre que todo sigue igual.
Me marché, y volví casi todos los años, cada vez que las circunstancias y la economía me lo permitían; volví con mis padres, sola, con mi ex, con mi marido. Volví siempre que pude durante diez años; visité los lugares de mi infancia y comprobé que Alfredo tenía razón, el paso del tiempo había borrado muchos de los sitios donde anidaban mis recuerdos.
El bar de Giovanni donde iba a comprarme el helado los fines de semana ya no existía; tampoco quedaba rastro del taller de Aldo ni de la lechería de Gabriella. La papelería a la que iba con mis amigos al acabar el colegio seguía allí, pero había otro dependiente, ya no estaba ese simpático señor de pelo canoso al que comprábamos gominolas con sabor a limón y coca cola, a escondidas de nuestros padres que no querían que nos estropeásemos los dientes con esas porquerías; ya no podía pegar la nariz al escaparate de mi juguetería favorita, embobada ante el tren eléctrico que cruzaba ríos y montañas de cartón piedra, porque en su lugar una joyería exponía relojes y pulseras de precios astronómicos.
Sobre todo, en cada regreso, me asaltaban los recuerdos de los que ya no estaban conmigo: mi abuela, mi primo, mi tía, mi tía abuela, mi otra abuela nos fueron dejando; amigos de infancia que se marcharon a otros lugares por trabajo o por amor.
Cuando me preguntan de qué parte de Italia soy, me cuesta contestar. Yo nací en un sitio, mi padre era de otro, veraneábamos en un tercero, vivimos unos años en otro más, y en todos ellos dejé un trozo de mi corazón. Pertenezco a todos ellos, y a la vez a ninguno.
Pasaron los años y dejé de volver. Mi familia, mis amigos estaban esparcidos por toda la geografía y habría sido imposible ver a todos en un solo viaje; además, no me encontraba con ánimos para pasar unos días visitando ciudades a las que ya no reconocía, que habían sido mías pero me resultaban extrañas porque quizás nunca me habían pertenecido del todo.
Luego tuve a mis hijos y aplacé de nuevo la vuelta, me parecía muy complicado embarcarme en un viaje de tantos kilómetros con niños pequeños.
No volví a pensarlo hasta este año, cuando mi marido y yo logramos milagrosamente arañar unos días en Semana Santa, coincidiendo con las vacaciones escolares.
Pensé que, como en tantas otras ocasiones, acabaría por verlo todo a través de los ojos de mis niños, pero esta vez curiosamente no fue así.
El primer impacto fue inesperado, casi violento. Estaba en el bar del aeropuerto de Malpensa, a punto de pedir algo de beber para mi hijo, pero las palabras no acudían a mi boca. Mejor dicho, acudían pero no en el idioma correcto: tuve la desagradable sensación de ser extranjera en mi tierra. Duró apenas unos segundos, porque en cuanto empecé a oír mi idioma por todas partes, estos últimos veinte años lejos de mi país se borraron de un plumazo: recuperé mi acento castizo, volví a recordar un montón de expresiones que no he utilizado en dos décadas, me sentí de nuevo en casa.
A lo largo de esa semana, recorrimos más de mil kilómetros mi familia y yo, juntos con mi padre y mis tíos, nos reencontramos con parientes a los que no había visto en años, conocimos a otros que llegaron después.


Duomo de Milán
Visitamos los lugares de interés turístico, pero al mismo tiempo hicimos el viaje del corazón, ese recorrido paralelo que no aparece en ninguna guía pero tiene un significado especial: los lugares donde hemos dejado un trocito de nuestra alma. Mi padre nos contó historias de cuando era niño, nos enseñó la casa de la abuela, nos habló del manzano que crecía en el patio y de la estatua que se encontraba en un parque a poca distancia, a la que él llamaba l'uomo di ferro, el hombre de hierro, que tanto le asustaba de niño.
Volví a ver la casa de mi tía, sus estantes repletos de fotos de familia, cada una con su historia, a veces divertida y a veces trágica; mientras los niños jugaban en el jardín me quedé con ella en su cocina, hablando de todo y nada, esa misma cocina en la que años atrás preparó la piadina di crudo e rucola para mi marido y el suyo, que acababan de volver de ver un partido de fútbol en el campo.
Salí a la calle y descubrí que queda mucho más de lo que me he perdido. A veces las cosas cambian de forma pero el contenido permanece: un hombre con maletín y un traje de raso casi translúcido, un chico con la cara tatuada cruzándose fugazmente con una señora ataviada con estola de visón y tacones a la salida de la iglesia de San Babila, piezas distintas que forman el mismo mosaico de antaño.
Pude deleitarme de nuevo con un cappuccino como Dios manda, los chicles Big Babol con los que se pueden hacer pompas tan grandes que pringan la nariz, los escaparates con sus productos desplegados en perfecta armonía, los dependientes que nunca dejan de sonreír, los bocadillos que cuestan un despropósito, las revistas que hablan de famosos a los que ya apenas conozco pero conservan el mismo look de siempre.
Cuánta razón tenía Alfredo, he tenido que volver al cabo de muchos años para descubrir que todo sigue igual. La brecha ya se ha cerrado, porque yo también sigo siendo la misma.

Continuación: Regreso a mi tierra - parte 2 (Criar en tribu)

sábado, 11 de enero de 2014

Sueños

Esta entrada, que mi amiga Mon ha publicado en su blog Entre mimos y juguetes, me ha hecho pensar. Pensaba explicarle mis reflexiones en un comentario, pero sería demasiado extenso y no tenía intención de invadir su espacio, por lo tanto prefiero trasladarlo aquí.
A diferencia de Mon yo nunca he tenido un sueño: he tenido muchos, mi vida entera ha estado salpicada de sueños de todos los tamaños y colores, como el empedrado de un sendero, con lo cual me sería difícil identificar a uno solo de ellos como el sueño de mi vida.
Mis sueños de antaño eran muchos y variados: algunos simplemente venían a mi mente, otros los encontraba por el camino, otros más venían heredados, por no decir impuestos.
Mi madre tenía unos cuantos sueños preparados para mí, me los ofreció como un puñado de retales arrancados de aquel lugar que se encuentra a medio camino entre la felicidad y lo que nos habría gustado conseguir pero no pudimos. Quería que yo estudiara, que me licenciara, que encontrara un buen trabajo, que me realizara profesionalmente y que después, solo después, me casara y tuviera hijos para decidir espontáneamente dejarlo todo para cuidar de mi familia.
Mi padre no lo tenía tan claro, o quizás no lo expresaba de forma tan directa, pero estaba de acuerdo en que un trabajo interesante era prioritario para una vida feliz y que a mayor nivel de estudios, mayores posibilidades de encontrar un buen empleo.
Por desgracia para ellos, nunca me gustó estudiar. Me apasiona aprender, pero detesto el aprendizaje dirigido, que me digan qué debo aprender, cuándo, cuánto, cómo y qué es lo que debo opinar acerca de las lecciones que recibo.
No entendía cómo mis padres podían atribuir una importancia tan exagerada al éxito académico y profesional, a la vez que ellos tampoco comprendían por qué no quería lanzarme hacia ese futuro en el que según ellos se encontraba la clave de mi felicidad.
Yo tenía claro que quería ser feliz, pero también supe desde siempre que la felicidad no va necesariamente asociada a una carrera o a un empleo.
Quizás no tenía ambición, pero tenía sueños: soñaba con tener una casa propia, un sofá de terciopelo rojo en el salón, que me besaran bajo la lluvia, quería conocer (y ligarme) a un actor cómico protagonista de un programa de televisión que veía todos los domingos, quería vivir, viajar, reír, encontrar el amor, ser amada, admirada por mis amigos, aceptada por todo el mundo, quería sostener a mi bebé en brazos y darme cuenta de que en mi vida había un antes y un después, ir con mis hijos a la playa y decidir entre todos cómo pasaríamos el día, construir mi propia vida, ladrillo a ladrillo, sabiendo que era mía.

Door in the sky
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Demasiada adrenalina, demasiada imprevisibilidad para ser empaquetada y liberada en el interior de un aula o de una oficina.
Así que no hubo universidad, ni empleo de alto standing: no quise cumplir ninguno de los sueños que mis padres prepararon para mí, excepto el de ser feliz.
A veces echo la vista atrás y recuerdo mis sueños de entonces, con ternura o con pesar los vuelvo a colocar en el lugar que les corresponde. Algunos los he cumplido, otros no, otros más han ido perdiendo importancia durante el camino.
Si tuviera que hacer un balance, diría que adoro mi vida: la adoro con sus más y sus menos, con sus problemas y sus malos momentos, porque cada paso que he dado me ha llevado hasta donde estoy.
Sigo soñando e imaginando un futuro que no sé si llegará, pero la edad y la experiencia me han enseñado que lo bonito de los sueños es la sensación de felicidad absoluta que sentimos cuando conseguimos extender la mano hacia el infinito para atraer el sueño hacia el mundo real.