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viernes, 30 de octubre de 2015

El 95% de las mamás se sienten juzgadas...

... Y el 5% restante, a las que nos importa un bledo la opinión de los demás, resistimos como podemos.
No sé si os acordáis del anuncio de Similac del año pasado. Sí, ese que llamaba a la paz y a la tolerancia, que enseñaba un muestrario variopinto de mamás y papás recriminándose los unos a los otros por la forma de crianza elegida, y al final un carrito con el bebé dentro rodaba pendiente abajo y todos se echaban detrás, para mostrarnos que a pesar de las diferencias todos queremos lo mejor para nuestros hijos. Recuerdo que las redes sociales se inundaron de alabanzas, qué bien, qué bonito, qué cierto. En realidad, estaba muy bien montado y había que verlo unas cuantas veces antes de darse cuenta de que bajo la pátina de tolerancia, el mensaje estaba claro: las mamás que daban el pecho eran unas dejadas que iban en chándal y se tapaban para amamantar, para no ofender al prójimo, en neto contraste con las mamás de biberón, impecablemente peinadas y enfundadas en arregladísimos trajes de ejecutivas; las primeras hablaban de lo duro y doloroso que era dar el pecho, mientras las segundas se erguían en pos de mujeres modernas y liberadas.
Bueno, pues este año han afinado un poco el tiro, y el nuevo anuncio es sin duda más sutil. Esta vez, la lactancia no se presenta como una elección personal, pues las mamás que no amamantan han tenido historias muy tristes (una ha conseguido superar un cáncer y la otra dio a luz a mellizos prematuros que estuvieron a punto de morir; un abrazo muy fuerte a todas las mamás que han pasado por trances de este tipo, y dicho sea de paso, me parece bastante poco ético frivolizar de esta manera con vivencias tan duras) Sin embargo, el mensaje de fondo sigue siendo el mismo: no juzgar, no opinar, todo es bueno y bonito, todas las opciones son igual de respetables, todas somos buenas madres. Otra vez, el anuncio corre como la pólvora por doquier, compartido sin cesar junto a los llamamientos al respeto y a la tolerancia.
Llamadme cínica, y sé que después de escribir esto perderé unos cuantos seguidores, pero personalmente, estas campañas me crispan los nervios. Para empezar, el que sea una multinacional productora de leche de fórmula la que se dedica a difundir estos mensajes me parece bastante insultante. Dicen que lo importante es el mensaje, y da igual de dónde proceda, pues me temo que no, no da igual, porque el simple hecho de que sea una empresa la que lo hace, deja bastante claro que el fin último no es la paz mundial, sino comercializar sus productos y aumentar las ventas. Cuando a Oliviero Toscani se le ocurrió sacar fotos de condenados a muerte o de enfermos de SIDA en fase terminal para las campañas de Benetton, le llovieron las críticas.
En segundo lugar, estos anuncios rezuman cierto paternalismo, al estilo vamos a enseñar a estas mamás ignorantes a empatizar un poco. Será que tengo cierto ramalazo talibán, o mejor dicho, soy de empatía selectiva, pero rogaría a los señores de Similac que respetaran mi derecho a opinar lo que me da la gana. Esto no es una carrera de méritos, no se trata de ser mejor o peor madre que la vecina, así que por favor no lo llevemos por esos derroteros, pero a estas alturas de la vida me considero medianamente empoderada y rogaría que me permitieran tomar decisiones razonadas y fundamentadas en vez de darme la razón como a los tontos.
A la generación de nuestros padres la desconectaron de su instinto de manera brutal, muchas mamás recientes eran infantilizadas a más no poder, estaban rodeadas de "expertos" que sabían más que ellas, porque habían estudiado, porque ya habían criado hijos, porque habían criado más hijos, porque los habían criado mejor, o simplemente porque se otorgaban cierta superioridad moral. El problema es que escuchar las opiniones ajenas a veces implica silenciar el instinto, esa vocecita interior que nos conecta a nuestra esencia y a nuestra maternidad de manera irreversible e indestructible.
Además, una de las grandísimas ventajas de la era tecnológica es la gran cantidad de información fiable, verídica, completa y accesible que se encuentra a un solo clic de distancia. Ya no tenemos porque agachar la cabeza ante la suegra que nos dice que demos papillas a los 3 meses porque ella lo hizo así y le fue muy bien, podemos bajarnos la guía de introducción de alimentos de la OMS y rebatirle con todas las de la ley.
Por este motivo me parecen tan dañinas las campañas "respetistas", porque si empezamos a decir que es igual de respetable un parto natural que programar una cesárea, que da lo mismo amamantar que dar biberón por elección, que dejar llorar a tu hijo es tan válido como atenderle, estamos dinamitando la esencia misma de la información. Para qué buscar alternativas, para qué molestarse en mejorar si al final es lo mismo una cosa que la otra.
Imagen: Tregua entre mamás
Alias, cómo rebajar prácticas cuestionables a mera opción educativa
Que conste que no soy perfecta, ni me lo creo, ni me subo a un pedestal ni juzgo a nadie (opino, eso sí, y estoy en mi derecho, igual que todo hijo de vecino, incluso si a Similac no le parece bien); quien me conozca, quien me haya leído con cierta asiduidad sabrá que mi primera lactancia fracasó y mi hijo acabó tomando fórmula, que en mi casa entran bollycaos y Coca Cola, que a veces pierdo la paciencia y se me escapa un grito, que en ocasiones les pongo la tele para entretenerles, que las manualidades se me dan fatal y que soy incapaz de hacer esculturas con la comida para que se la coman con más ganas. No me vale el no juzguemos para que no nos juzguen: he perdido la cuenta de las veces que me han juzgado, en algunas ocasiones lo han hecho con razón y lo he encajado, en otras ha sido sin razón (creo yo) y me ha resbalado. Si la recomendación es constructiva, y aún así nos duele, nos hiere y nos enfada, quizás deberíamos hacer un poco de autocrítica y ver por qué nos afecta tanto, en vez de matar al mensajero. Una vez superado el cabreo inicial nos aguardará un mundo entero de información, de trucos para hacerlo mejor y no volver a tropezar con la misma piedra.
Prefiero mil veces sentirme juzgada y seguir aprendiendo que renunciar a hacerlo por dejarme amansar con una palmadita en la espalda.

sábado, 21 de febrero de 2015

Ya duerme sola

Mi hija tiene una cama nueva, una cama de mayor, con una sábana violeta y un cojín de Minnie. Va encajada en un mueble a medida, una composición de estantes, puertas y cajones. Es un mueble blanco con los cantos en color fresa y los tiradores verde lima, sus colores favoritos; un mueble donde caben todos sus libros y juguetes. Le ha gustado tanto que nada más verlo ha decidido irse a dormir a su cama.
Sabía que tarde o temprano llegaría este momento, pero a decir verdad, me pilló desprevenida. Me lo imaginaba como una especie de transición, una sucesión de etapas, pero no, ha sido un salto hacia lo desconocido.
Me dijo toda ilusionada que esa noche dormiría en su habitación; al llegar la hora de dormir, se subió a la cama que hemos compartido desde que nació, y me pidió que la acompañara a su cuarto. Así lo hice, me tumbé con ella para que tomara teta y me planteaba saborear ese rato de complicidad. Sin embargo, apenas duró un minuto. Adiós mamá, si quieres puedes ir a la cama grande, me dijo. He aprendido a interpretar ese si quieres como una invitación a dejarles crecer y no atosigarles; hace unos años, oí esa misma expresión en boca de su hermano: mamá, si quieres puedes irte, ya me duermo yo solo.
Así que me fui, volví a mi habitación, a mi cama que hasta el día anterior había sido nuestra, y me pareció más grande y fría que nunca. Para que luego digan que la angustia de separación es típica de los bebés, acabo de experimentar un brote a mi edad.
Ella durmió del tirón, yo me desvelé unas cuantas veces; fui a verla tratando de no hacer ruido, me quedé en silencio al lado de su cama, oyendo su respiración pausada, viéndola dormir abrazada a un peluche. Por la mañana vino a verme y se acurrucó contra mí, me contó que en su cama nueva se duerme fenomenal y que a partir de ahora va a querer dormir en su cuarto todas las noches.
Así que ha llegado el momento de hacer balance, por lo menos en lo que al colecho se refiere. Han sido casi nueve años, primero con él, luego con ella, a veces con los dos. Es una experiencia que he vivido, disfrutado y saboreado durante casi una década.
Tengo la satisfacción de decir que ha durado todo lo que ellos han querido, y me alegro de que hayan conseguido encontrar la seguridad necesaria para dar ese paso; por otra parte, sé que lo echaré de menos.
Dicen que solo recordamos momentos, y esos momentos los voy a atesorar mientras viva: el olor de su pelo, esa mezcla a champú y sudor que no sé describir y para mí representa el olor de la felicidad, su sonrisa al despertar, el calor de su cuerpecito durmiendo a mi lado, hasta guardo un recuerdo cariñoso de las patadas en las costillas y los tirones de pelo al moverse.
También recuerdo esas advertencias, esas predicciones agoreras, esas preguntas incrédulas y esas frases hirientes. Otra vez, el tiempo me ha dado la razón, así que los opinólogos ya pueden ir poniéndose en fila para pedir disculpas.
Lo bueno de respetar el ritmo de los niños es que se acaba consiguiendo exactamente lo mismo que empleando otras técnicas, pero sin necesidad de sufrir durante el proceso. No es debilidad, no es miedo a imponerse, no es falta de límites: solo se trata de darles lo que necesitan, sabiendo que tarde o temprano pasarán a la siguiente fase.
Llevo ya unos cuantos años asesorando en Dormir sin llorar, y las preguntas sobre el colecho aparecen con cierta frecuencia. Por mi parte, está claro que cada uno tiene derecho a decidir cómo y dónde dormir, faltaría más, pero tengo la impresión de que el problema a menudo no es el colecho en si, sino la opinión del entorno. Son muchas más las mamás que dudan a la hora de hacerlo porque les han dicho alguna barbaridad al respecto que las que se sienten incómodas con ello.
Existen muchas maneras de motivar a un niño para que se "independice". A veces basta con redecorar un poco el cuarto, permitir que elija un papel pintado, comprar un juego de sábanas con sus personajes favoritos o colgar un cuadro nuevo; el orgullo de ser mayor suele hacer el resto.
Incluso si no se hace nada, como en mi caso (soy de lo más laxo que os podéis imaginar a la hora de propiciar este tipo de cambios), acabarán pidiendo con insistencia disponer de su propio espacio.
Así que si os encontráis en esa situación y os someten a presiones, que sepáis que no es cierto que nunca saldrán de vuestra cama, ni que dormirán con vosotros siendo adolescentes, ni que tendréis que acompañarles a la universidad o de luna de miel. Llegará el día en que querrán dormir solos, y puede que llegue antes de lo esperado: algunos se animan más pronto, otros tardan un tiempo más, pero todos los niños acaban por trasladarse a su habitación.
Por mi parte, me ha tocado oír unas cuantas frases poco acertadas a lo largo de estos años. Algunas bienintencionadas, procedentes de personas que a pesar de todo pretendían ayudarme; otras lanzadas como piedras por quienes querían agrandar su ego a base de destrozar el ajeno. A estos últimos, o quizás a todos ellos, les dedico esta imagen.
Pues eso, el tiempo me ha dado la razón, y cuando quieran, pueden venir a pedir disculpas.
Como dice mi amiga Mon, todo pasa y todo llega... y cuando pasa, se echa de menos.

jueves, 23 de octubre de 2014

Sobre empatía, destetes y juicios de valor

A lo largo de mi vida (tanto presencial como virtual) me he topado con cosas que han alterado mi percepción.
Cuando mi primera lactancia fracasó, todo el mundo se apresuró a decirme que no pasaba nada, que lo importante era que el bebé no pasara hambre (quien quiera saber más al respecto y leer mi historia, puede hacerlo a través de este enlace). Años después, lloré como una magdalena al leer Un regalo para toda la vida, porque vi que alguien finalmente ponía palabras a mis sentimientos.
Cuando me empeñé en sacar adelante la lactancia de mi hija, me acusaron de ser una inconsciente que prefería perjudicar a su bebé que pasarse al biberón.
¿Más historias?
Una chica pregunta en un grupo si es normal que un recién nacido solo se duerma al pecho y se siente atacada por el tono de las respuestas.
Otra decide destetar a un niño mayor y siente que cuestionan su decisión.
Una mamá explica entre lágrimas que dejó de dar el pecho a su hijo a los 4 meses por orden del médico que le recetó un antibiótico.
A otra, que está presenciando la conversación anterior y afirma encontrarse en una situación similar, se le explica que la grandísima mayoría de medicamentos son compatibles con la lactancia: se enfada, a ver si ahora sabemos más que los médicos.
Una señora decide no dar pecho a su bebé recién nacido y se siente juzgada y criticada por el personal del hospital donde ha dado a luz.
Otra decide no hacerlo porque tiene miedo a que un contacto tan íntimo con el bebé le provoque flashbacks del abuso sexual que sufrió en su infancia.
Una mamá explica que decidió destetar porque sufría una agitación del amamantamiento brutal y la criticaron por dejarlo después de haber llegado a este punto.
Y otra, cuenta que en el hospital dieron biberones a su bebé sin su consentimiento y cada vez que oían llorar al niño le ofrecían una "ayudita".
Son historias reales, de personas con nombres y apellidos, que se han cruzado conmigo de las formas más variadas. El denominador común no es la lactancia, sino la incomprensión que han percibido por parte de su entorno.
 
Vaya por delante que esta entrada no pretende ser la típica palmadita en la espalda al estilo todo es respetable y cada madre quiere lo mejor para su bebé. Cualquiera que me haya seguido de forma mínimamente asidua sabrá que suelo vapulear verbalmente esta forma de pensar con cierta frecuencia.
Pues no, simplemente no es igual dar el pecho que no darlo (y si queremos más ejemplos, tampoco es igual atenderle que dejarle llorar, acompañarlo en su evolución de sueño que adiestrarlo con métodos, negociar que imponer, tratarle con la dignidad que todo ser humano se merece que darle un azote, y muchos más).
Digamos que tiendo a ser bastante tajante en estos temas, porque a estas alturas ya no tengo ganas de limpiar conciencias, ni de tragar sapos para no ofender a interlocutores que no se preocupan lo más mínimo de no decir o hacer cosas ofensivas. Considero que todos tenemos el derecho de tomar nuestras decisiones, y la obligación de apechugar con las consecuencias que nuestras decisiones nos puedan acarrear.
Así que en realidad no soy capaz de empatizar con todas las mamás de los ejemplos que puse al principio. Con algunas sí, y no solo porque sus vivencias se parezcan a las mías, sino porque sus historias consiguen de algún modo encajar en mi propio molde ético; con otras no, y soy consciente de que es un aspecto que necesito trabajar.
Una cosa es la crianza ideal con la que soñábamos mientras nos crecía la barriga, y otra muy distinta la realidad, con la que a menudo nos hemos dado de bruces. Por otra parte, hay una diferencia fundamental entre fracasar en algo y no intentarlo siquiera, entre cometer un error por experiencia o falta de información y elegir conscientemente el camino equivocado, a sabiendas de que hay otros mejores, después de contar con una cantidad considerable de información.
Sin embargo, lo que tengo en común con todas esas mamás es la sensación de sentirme juzgada por un entorno que en ningún momento se molestó en profundizar en mis circunstancias antes de abrir la boca.
Noto a mi alrededor cierto afán por parecer mejores que el resto, por demostrar que yo crío mejor que mi cuñada o la vecina del quinto. Nos enzarzamos en debates sobre si será mejor cocinar comida sana y casera o tirar de congelados para tener así más tiempo para jugar, sobre si es más apegada una madre que da biberón pero no portea que una que usa pañales de tela pero sienta a sus hijos en la silla de pensar. Son comparaciones, a mi juicio, estúpidas.
He descubierto que la aventura de la maternidad no es una carrera de méritos para que nos den la medalla a la madre del año, sino una extraordinaria ocasión de crecimiento personal. Se trata de saber elegir un camino entre muchos otros, de elegirlo con el cerebro, el corazón y las entrañas; de saber encontrar información y ser capaces de procesarla, por mucho que hacerlo nos abra viejas heridas; de superar nuestros traumas y vencer nuestros propios demonios; de equivocarse, pedir perdón y rectificar.
Por otra parte, es un camino que a menudo debemos recorrer solas, no porque nadie nos acompañe, sino porque las personas que lo hacen piensan de forma distinta y no se resisten a hacérnoslo saber: aunque con la mejor de las intenciones, es bastante frecuente toparse con alguien que te explica por qué te estás equivocando, qué es lo que deberías hacer, cómo deberías sentirte, qué hizo esa persona en su día con sus hijos y por qué le funcionó también.

El problema es que con tanto afán por aconsejar, se nos olvida que la esencia del apoyo es precisamente esa, la de apoyar. A veces se aprecia más un abrazo que un largo resumen sacado de un libro.
Vivimos en una vorágine de consumismo, de materialismo, de autoproclamados gurús que prometen milagros de todo tipo, de métodos fantásticos que aseguran resultados sorprendentes. Y mientras nos dejamos deslumbrar por las luces y nos preguntamos si no será bueno encender también nuestra propia bombilla, no nos damos cuenta de que con tanto ajetreo, nos hemos dejado por el camino una cualidad fundamental: la capacidad de escuchar.
Creo que es justamente lo que necesitábamos las mamás de los ejemplos, lo que necesitaban incluso las que no entiendo, cuyas decisiones me chirrían, me sorprenden y en algunos casos hasta me indignan: que no nos dijeran lo que teníamos que hacer, ni nos hicieran saber si lo que finalmente hicimos estaba bien o mal. Quizás lo único que necesitábamos realmente era que alguien se hubiera sentado en frente y nos hubiera dicho: cuéntame qué te preocupa, y vamos a ver cómo lo solucionamos entre todos.

martes, 29 de julio de 2014

Lactancia materna: un triunfo para toda la vida


El próximo 1 de agosto se celebrará el Día Mundial de la Lactancia Materna, y este año el lema va a ser el que he elegido como título de la entrada, Lactancia materna: un triunfo para toda la vida.
Si os interesa participar, podéis consultar las instrucciones así como acceder a los códigos para uniros al carnaval bloguero a través de este enlace.

Por lo que a mí respecta, estaba todavía pensando de qué debía hablar en mi entrada: he hablado largo y tendido de mi experiencia con la lactancia que poco me queda por añadir.
Sin embargo, será cosa del destino, esta tarde al salir para un recado me he cruzado con mi ex pediatra: tan solo intercambiamos una mirada fugaz, lo bastante fugaz como para no tener que entretenernos más, pero lo bastante duradera para darnos cuenta de que ambos nos habíamos reconocido.
No nos paramos a saludarnos, pues no nos despedimos en muy buenos términos, por decirlo de algún modo; desconozco si le habrá llegado mi reclamación, si habrá servido de algo.
Es curioso que tengamos que convertir la lactancia en una batalla, es curioso que tengamos que sentirnos orgullosas de hacer algo que nuestras abuelas y bisabuelas han hecho con total naturalidad durante décadas; por otra parte, los tiempos cambian, y no siempre para mejor.
Mi abuela amamantó a mi padre durante dos años, hasta que él mismo se destetó; supongo que en algún momento se le habrá hecho cuesta arriba, pero también sé que no tuvo que enfrentarse a la extrañeza general, ni a opiniones no solicitadas. En aquellos tiempos se daba el pecho sin más, todo el mundo lo hacía: no hacía falta preguntar nada al pediatra ni ir a grupos de apoyo, porque siempre había una legión de familiares y amigas con experiencia a quien recurrir.
Hoy en día no es tan fácil; a menudo, los que más se atreven a aconsejar sobre el tema son los que menos conocimientos tienen al respecto.
A veces, lo difícil no es encontrar un profesional que esté a favor de la lactancia materna, sino a uno que no esté decididamente en contra. Eso fue lo que le hice saber a mi ex pediatra en ocasión de nuestro último encuentro; para quien no lo sepa, este señor me recomendó destetar a mi hija, que por aquel entonces tenía 4 meses, para empezar a darle biberones de cereales. La niña había subido 800 gramos en el último mes, ganancia que él consideraba "muy escasa", y cuando le hice saber que el baremo que fija la AEP para bebés de esa edad era de 100 a 200 gramos por semana, me replicó que aún así, "debería haber engordado más".
Me prometí en su día escribirle una carta cuando mi hija se destete; pero he decidido aprovechar la semana de la lactancia para desquitarme un poco.
Vaya por delante que cuando hablo de mi ex pediatra no pretendo catalogar a todo el gremio ni mucho menos; de hecho, tanto los pediatras como la enfermera de nuestro centro de salud tienen una buena formación al respecto y de ser necesario, remiten a sus pacientes al grupo de apoyo más cercano.
Pero, como se suele decir, en la variedad está el gusto (aunque a veces no puedo evitar pensar que habría más gusto con menos variedad), y en pleno siglo XXI todavía es posible toparse con pediatras que suelten perlitas como las que figuran a continuación:
  • Las propiedades de la leche artificial son exactamente las mismas que las de la leche materna.
  • Si la niña no engorda lo que yo quiero que engorde, vamos a darle biberones.
  • Los bebés tienen que mamar cada 3 horas, y a partir de los 3 meses, cada 4: si piden más a menudo, la leche no alimenta y hay que destetar, si piden menos, les empacha y también hay que destetar.
  • Una ganancia escasa de peso puede deberse a un virus o a otras razones, pero también a la mala calidad de la leche, así que vamos a darle biberones.
  • ¿La niña vomita? (no) ¿Tiene reflujo? (no) ¿Regurgita? (alguna vez). Con el pecho, esto no tiene solución, en cambio, si le dieras biberón, podría recetarte una leche antirreflujo.
  • Es imprescindible iniciar la alimentación complementaria a los 4 meses cuando el bebé está por debajo del percentil 50.
  • No sé por qué te empeñas en seguir con el pecho, a los 6 meses hay que destetar de todas formas para pasar a la leche de continuación.
  • Las asesoras de lactancia son unas fanáticas porque piensan que lo único bueno es la LM, y no es así, hay muchas buenas opciones.
  • La lactancia prolongada (léase más de 6 meses) provoca problemas de crecimiento.
No sabría decir por qué no le he mandado a freír espárragos antes, porque he seguido soportando ese incesante goteo de insensateces en cada visita. En parte, pensé que podía limitarme a seguir sus pautas en lo que a salud se refiere, y que me habría asesorado por mi cuenta en temas de lactancia. Pero al ver que hacía caso omiso de sus recomendaciones, este señor encareció la dosis, y se dedicaba prácticamente a acribillarme a preguntas con el fin de sabotear nuestra lactancia.
Nunca lo admitió abiertamente, pero imagino que tenía algo que ver con la conocida multinacional que le regalaba los calendarios, los bolígrafos y demás cachivaches presentes en la consulta.
Al final me marché, no sin antes recomendarle que se actualizara un poco y tras redactar la reclamación correspondiente. No fue una rabieta, ni un impulso, no se debió a la última discusión que mantuvimos, ni se trató de una cuestión de orgullo, no quise perjudicar su carrera ni dañar su reputación. Simplemente me di cuenta de cuánto daño hacen los profesionales de este calibre.
El problema no radica solo en los consejos desfasados, ni en las recomendaciones peregrinas, ni en las predicciones agoreras, ni en la falta de formación o de ganas de actualizarse: el verdadero problema es que este tipo de médicos nos hacen dudar, ponen en tela de juicio nuestra capacidad a la hora de alimentar a nuestros bebés, a menudo nos amenazan con carencias nutricionales inexistentes y nos hacen ver fantasmas donde no los hay.
Tengo que admitir que mi ex pediatra tenía razón en una cosa: tengo muy mala leche, pero no en el sentido que él pretendía darle. La tengo porque me molesta sobremanera que me infantilicen, que me digan qué tengo que hacer, cómo tengo que alimentar a mis hijos y qué se supone que debo hacer con mis tetas.
El fin de la lactancia lo va a decidir mi hija, que por cierto, lejos de experimentar problemas de crecimiento, se encuentra en la actualidad en un más que respetable percentil 60, a pesar de no haber probado los cereales.

jueves, 6 de diciembre de 2012

El club de las madres-verdugo

He llegado a este blog a través de un enlace que encontré en un grupo de Facebook en el que participo. Confieso que me costó un poco desprenderme de los prejuicios, por el simple hecho de que el nombre del mismo (Duérmete mamá) me chirriaba bastante, al recordarme peligrosamente el título de un libro que pretende "enseñar a dormir a los niños" dejándoles llorar hasta la extenuación en una habitación a oscuras.
He leído alguna entrada, aquí y allá, y he llegado a la conclusión de que se trata de un blog de maternidad que defiende unas ideas que personalmente no comparto; obviamente, cada cual es muy libre de escribir en su blog lo que le da la real gana, faltaría más. No me ha sorprendido ni para bien ni para mal, pues parece resumir lo que hoy en día se considera políticamente correcto.
En cambio, lo que sí me ha sorprendido (y muy desfavorablemente, por cierto) ha sido la mayoría de los comentarios respondiendo a todas y cada una de las entradas que he leído. Si bien no me encuentro de acuerdo con muchas de las entradas, debo decir que las mamás que las redactan lo hacen de manera bastante educada y contenida. Sin embargo, muchas de las madres que comentan (y dicho sea de paso, piden a grito respeto para su postura, sea cual sea) se permiten el lujo de insultar abiertamente a las que opinan de forma diferente, amén de recurrir a una serie de burradas sin pies ni cabeza para intentar sostener un argumento del que claramente carecen. En los comentarios se encuentran por doquier esos simpáticos calificativos tipo "ecomadre" o "madre-vaca", acuñados evidentemente por alguien que ni se ha tomado la molestia de analizar la corriente sobre la que iba a escribir, o medias verdades del tipo "a mí me han criado a biberón y estoy perfectamente", "el colecho es peligroso porque hay niños que mueren aplastados" o "esto es una secta que se está poniendo de moda".
Admito que no me gustan las etiquetas y detesto ser encasillada, pero tras ver la rabia, la inquina, la hiel, el rencor y en ocasiones hasta el odio que destilan algunas opiniones, no he podido resistirme a rebautizar alguna de sus autoras como "madres-verdugo".
Vaya por delante que no me considero "seguidora de la crianza natural" en el sentido estricto: digamos que me siento más afín a este tipo de crianza que a cualquier otra, porque el respeto al niño y a sus etapas me parece algo básico y fundamental; ahora, considero que tengo derecho a labrarme mi parcela dentro de ese marco de respeto, adoptar lo que me parece más adecuado y prescindir de lo que no me convence.
Sin embargo, intento en la medida de lo posible tomar decisiones razonadas, informarme de las ventajas y desventajas de cada postura y adoptar la que mejor se ajuste a mi forma de pensar y de entender la maternidad (y también guiarme por mi instinto, faltaría más).
Las entradas más indignantes del mencionado blog son, a mi entender, las que tratan el tema de la lactancia. Reconozco ser radical, fundamentalista y hasta talibana de la teta al respecto, pero considero que en muchos casos habría que informarse antes de opinar.
Mi cruzada particular se reduce a pedir que los profesionales sanitarios se informen antes de recomendar biberones de apoyo cuando no son necesarios, y a quejarme por las opiniones no solicitadas y los comentarios jocosos que me toca escuchar de vez en cuando (dicho sea de paso, me gustaría saber dónde viven las mamás que se sienten cuestionadas y presionadas por su decisión de no dar el pecho, porque en mi entorno te suelen cuestionar justo por lo contrario).
Estoy de acuerdo con ellas hasta cierto punto, porque sinceramente duele que la gente emita juicios de valor sin conocer tu historia, pero tengo que decir que, tras años de frecuentación de foros de crianza con apego, blogs afines y demás publicaciones "sectarias" no he visto que la corriente mayoritaria se dedique a llamar malas madres (expresión ampliamente utilizada por aquellas que optan por la lactancia artificial) a las que dan el biberón por el motivo que sea. De todo habrá, pero hasta donde yo he podido ver, las madres que defienden la lactancia suelen hablar de su propia experiencia, defender su punto de vista, y difundir información (demostrada científicamente) acerca de los beneficios de dar el pecho, apoyar a quiénes quieren darlo pero se encuentran con dificultades y proponer argumentos a favor para quienes estén dudando.
En cambio, la principal defensa de quienes se sitúan (la mayoría de las veces por decisión propia) en el bando contrario, suele ser la de atacar, insultar y descalificar a las que hacen las cosas de otra manera. He tenido que leer, en uno de los comentarios del mencionado blog, que las madres que dan el pecho a niños de tres años son unas enfermas mentales. En calidad de progenitora condenada al manicomio (pues no hemos llegado todavía a los tres años, pero esa es la intención) me he dado por aludida, me he picado y me he puesto a escribir esta entrada, para vapulear verbalmente a ciertas ideas, a mi modo de ver, bastante poco respetables.
Para empezar, me hace cierta gracia que las personas que defienden el biberón por elección lo hagan enarbolando la bandera de la libertad individual, como si las que damos el pecho lo hiciéramos por obligación. Lógicamente, no se puede forzar a una madre a dar el pecho si no quiere hacerlo, pero considero que antes de tomar una decisión hay que sopesar los pros y contras, y hay que hacerlo en base a información actualizada y fiable, y no siguiendo tópicos viejos de décadas.
Quien no quiera dar el pecho, que no lo dé; quien no quiera informarse, que no lo haga; quien prefiera cerrar los ojos ante las ventajas (demostradas) de la lactancia materna y repetir mecánicamente que es muy importante que la madre se sienta cómoda o liberada, es muy libre de actuar como mejor le parezca, pero que luego no pongan en la picota a quienes hemos elegido otro camino, por convicción propia y no por moda. Simplemente, porque no es igual dar el pecho que no hacerlo, atender a un bebé que dejarle llorar, estar con él que dejarle al cuidado de terceros para realizarse trabajando o haciendo vida de pareja y un sinfín de ejemplos similares. No se trata de hacer un ranking de la mejor madre a la peor, ni de concursar para ganar la medalla de madre del año: en mi caso, se trata simplemente de hacer lo que creo que es mejor para mis hijos, y por extensión para mí, de ser fiel a mis principios y de no permitir que me aconsejen en contra de lo que siento.
Pienso que mis opiniones personales son igual de discutibles que las del resto de la humanidad, pero las defiendo con pasión porque he llegado a ellas después de sopesar también las alternativas.
Personalmente, no me siento amenazada por las madres que dan biberón desde el primer día, las que mandan a los niños a la guardería para que socialicen ni por las que aplican el método Estivill (en este último caso, me dan mucha pena los bebés, pero no percibo a las madres como un peligro para mis creencias). En cambio, he notado que muchas exponentes del bando contrario suelen ponerse a la defensiva, ofrecer explicaciones que nadie les ha pedido y lanzarse de cabeza a criticar a quienes no opinan igual.
Me atrevo a decir que en mi vida le he preguntado a una madre si da el pecho o el biberón, si está a favor de las guarderías, de la escolarización o de la educación en casa, si su hijo duerme con ella o en una habitación aparte; no lo pregunto porque me parece una falta de educación y una intromisión injustificada en la vida privada del personal. Ahora, si me lo cuentan y me piden opinión, me considero con derecho a decir lo que pienso sin que se me lancen a la yugular por no hacer lo que se considera políticamente correcto hoy en día.
A veces nos sentimos atacados cuando sabemos que podíamos haberlo hecho mejor. No sé si será el caso, pero en las madres-verdugo más virulentas me ha parecido ver un atisbo de inseguridad.

lunes, 9 de abril de 2012

Heridas cicatrizadas VI - Epílogo

Continuación de:
Heridas cicatrizadas I - Un mal comienzo
Heridas cicatrizadas II - Lucha y rendición
Heridas cicatrizadas III - Descubriendo la magia
Heridas cicatrizadas IV - El despertar
Heridas cicatrizadas V - Remontando el vuelo

Hemos llegado casi al final de esta larga travesía. En realidad, no queda nada más por contar, pero no voy a darla por finalizada hasta sacar unas conclusiones.
Para empezar, ahora que la he contado me siento liberada. Me he quitado un peso de encima y he descubierto, una vez más, que las penas pesan menos cuando se comparten.
En segundo lugar, no sé qué opinión os merecerá. Sé que es un tema muy delicado, en el que es muy fácil tomar partido y crear bandos, aunque no ha sido esa mi intención. Evidentemente, cualquiera que lea esta historia la filtrará a través de sus vivencias, sus creencias, sus opiniones, su propia experiencia. Otra persona en mi lugar a lo mejor habría tomado una decisión diferente, pero incluso si hubiera hecho lo mismo que yo, las consecuencias le habrían afectado de forma distinta.
Se puede pensar que lo he tenido muy difícil, y puede que sea así, pero no es menos cierto que otras mamás lo han tenido más difícil que yo y han sabido seguir adelante. Se puede pensar que he hecho todo lo posible, o al revés, que podía haberlo hecho mejor. En el momento en que he decidido exponer esta parte tan privada y sensible de mi vida, también me he expuesto a recibir todo tipo de opiniones al respecto, y os prometo que todas ellas son bienvenidas.
En cuanto pueda, contestaré a los comentarios y los correos que he recibido, pero quiero hacerlo sin prisas, y para hacerlo no puedo dejar nada en el tintero.
Como dije al principio, lo que aprendí de mis lactancias ha sido a no juzgar, aunque no es totalmente cierto: si bien he conseguido comprender algunas posturas que antes no entendía, todavía sigo siendo intransigente e intolerante con otras. Quiero pensar que en este aspecto tengo más experiencia de lo habitual porque he estado en todos los bandos, me han criticado por dar teta y por dar biberón, conozco las dos caras de la moneda.
Intento no juzgar porque sé lo que duele que te encasillen sin conocerte, basándose en prejuicios: del mismo modo que ahora me disgusta y me incomoda que cuestionen la conveniencia de dar el pecho a una niña que tiene dientes, ya camina y empieza a hablar, en su día me dolió que me metieran en un saco que no me correspondía; que confundieran adrede el no pude con no quise; que consideraran el no tenía leche una excusa barata: puede que no fuera la verdad o que no fuera toda la verdad, pero durante unos años fue mi verdad.
He decidido escribir esta historia porque reivindico mi derecho a otorgarle la importancia que creo que merece: cada uno es libre de opinar lo que le parezca, pero nadie puede decirme cómo o hasta qué punto puede o debe afectarme.
Lo que más me dolió de mi fracaso inicial fue la escasa importancia que la gente le atribuía. Nadie me preguntó cómo me sentía, se limitaron a decirme que no pasaba nada, a cantarme las alabanzas del biberón y a contarme historias parecidas, haciendo hincapié en lo bien que lo había encajado la madre. Nadie me ayudó a pasar este duelo porque negaron incluso su existencia. Necesité volver a pasar por algo similar, tuve que reabrir la herida para poder sanarla.
La herida se ha ido hace mucho, en su lugar queda una cicatriz. Al principio la llevé con vergüenza, luego con pena y después con orgullo. Ahora he aprendido a llevarla con naturalidad: es algo que está allí, que nunca se irá, pero se ha convertido en parte de mí.

jueves, 26 de mayo de 2011

El juego de los prejuicios




Destination, de anankkml
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Tengo mucha imaginación y desde siempre me gusta hacerla volar. Cuando era niña, uno de mis pasatiempos favoritos consistía en intentar adivinar qué pensaba la gente que veía por la calle con solo mirarles a la cara. Nunca he tenido un talento especial para la telepatía, así que se trataba más bien de inventar. Más adelante, mi juego se volvió más elaborado, y además de la expresión facial empecé a tener en cuenta su aspecto, su forma de caminar. A veces también me entretenía analizando palabras sueltas, retazos de conversaciones que llegaban hasta mis oídos y trataba de imaginarme el contexto en el que habían sido dichas, qué sentía quien las pronunciaba o a quién iban dirigidas.
En ocasiones, lograba que mis amigas participaran en mi juego, y eso lo hacía incluso más divertido, porque la misma persona, la misma escena o las mismas palabras pueden dar lugar a interpretaciones completamente distintas según la percepción de quien esté observando.
Confieso que seguí haciéndolo durante toda la adolescencia y también al llegar a la edad adulta, de hecho no he dejado de hacerlo hasta hace poco, cuando me paré a reflexionar acerca de las auténticas implicaciones de mi pasatiempo. Fue cuando le di nombre y entendí lo que realmente es: es el juego de los prejuicios, la tendencia a atribuirle a una persona toda serie de características basándose únicamente en un aspecto, que bien puede ser accidental.
Siempre había considerado mi juego algo inocente que no hacía daño a nadie, y de hecho así fue, porque los interesados nunca llegaron a enterarse de lo que pensaba de ellos. Pero me di cuenta de que es así como nace el racismo, el odio y (para no ponerme tan filosófica) los cotilleos del entorno que tanto suelen molestar. Simplemente se trata de escoger el detalle más insignificante y construir un mundo imaginario a su aldrededor.
Ya no voy a entrar en ese juego, porque lo han jugado conmigo muchas veces, demasiadas. Desde que tengo memoria me he negado a entrar en el molde que otros tenían preparado para mí, pero el ser fiel a mis principios no ha impedido que se me haya mirado según el rasero de quien me juzgaba, que se me haya metido en un saco que no me pertenecía.
Desde que me he dado cuenta, intento no fijarme en gente que no conozco, no entregarme a deducciones que no llevan a ningún lado, pero sinceramente en ocasiones me cuesta mucho contenerme, porque tengo que admitir que me resulta divertidísimo. Estoy segura de que mucha gente piensa cosas parecidas y lo considera entretenido, aunque no conozco a nadie que lo admita.
Me pregunto si efectivamente nuestros gestos, forma de hablar y atributos varios son igual de elocuentes que nuestras palabras, o si en realidad son un espejismo que se convierte en una realidad ficticia tras pasar por el tamiz de un simple observador. Quizás deberíamos aprender a convertirnos en libros cerrados.