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sábado, 18 de julio de 2015

Huracán

Un día cualquiera, hace ya unos años. Estaba en el supermercado con mi padre, ayudándole a guardar
la compra a la vez que intentaba vigilar a mi hija, que por aquel entonces era un bebé en plena etapa exploradora. De repente, calculé mal y un frasco de tomate frito se me escurrió y se estrelló contra el suelo.
Vi la escena a cámara lenta: el bote que se resbalaba, se caía irremediablemente hasta impactar contra el suelo y estallar como una bomba; el contenido, una marea roja, parodia de sangre, que empezaba a expanderse en todas direcciones.
Unos sentimientos que creía olvidados y solo habían permanecido enterrados y dormidos durante décadas afloraron a la superficie con la fuerza de un huracán: mi corazón se aceleró, los ojos se me llenaron de lágrimas y empecé a temblar mientras las palabras brotaban sin control. Lo siento, no quería, no volveré a hacerlo, juro que no volverá a pasar.
La cajera se apresuró a buscar una fregona con la que limpiar el estropicio; fue a por otro frasco y santas pascuas. Ya en la calle, seguía disculpándome con mi padre cuando me cortó en seco diciéndome que son cosas que pasan, y que no tenía importancia.
No encontré el valor necesario para preguntarle por qué antaño la tenía.
A mí me pegaron lo normal.
 

martes, 25 de noviembre de 2014

Día internacional contra la violencia de género

Elena no parecía encajar en ninguno de los clichés que la gente tiende a asociar a las víctimas de violencia de género. Era la mayor de tres hermanas, nació en una familia de clase media, tuvo una infancia feliz, ningún trauma, ninguna experiencia negativa que la marcara. Tenía muy buena relación con sus padres y se sentía muy unida a sus hermanas, en especial a la mediana; sacaba buenas notas, le gustaba la música pop, tocaba el piano bastante bien, solía llevar unos pendientes en forma de corazón, estaba constantemente a dieta porque tenía tendencia a engordar y disfrutaba hojeando las revistas de moda. Siempre fue una chica normal, hasta que le conoció a él.
A decir verdad, él tampoco encajaba en ningún cliché. Los que le conocían decían que tenía un aspecto agradable, incluso atractivo, tenía estudios universitarios, un trabajo estable, un grupo de amigos a los que conocía desde la infancia, una conversación amena y cierto sentido del humor.
Nadie sabía con exactitud cuándo, cómo y por qué Elena acabó atrapada en la espiral de la violencia; a lo mejor, ella tampoco lo sabía. Creo que no fue un vendaval que destrozó su vida de la noche a la mañana, sino una marea insidiosa que subió lentamente hasta alejarla de todo lo conocido y convertirla en la sombra de sí misma.
Hay muchas lagunas en su historia, muchos secretos, muchas verdades no dichas. Familiares y amigos intentaron juntar retazos de información con la esperanza de juntar las piezas del puzle, pero aún así la imagen final es incompleta.
Al principio parecían felices, tenían intereses comunes, salían a menudo, se llevaban bien, empezaron a ahorrar para irse a vivir juntos. Poco a poco, las primeras señales de alarma empezaron a saltar. Unos celos injustificados que siempre desembocaban en pelea, una retahíla de insultos durante una discusión, un cenicero estrellado contra el suelo en un momento de rabia, un portazo, un empujón, la primera bofetada seguida de unas lágrimas de arrepentimiento, la promesa de no repetirlo nunca jamás.
La familia de Elena intentó apartarla de él en un sinfín de ocasiones, pero ella terminó alejándose de todos. La despidieron del trabajo por sus repetidas ausencias y a partir de aquel día se quedó recluida en su casa, encerrándose durante días cuando el maquillaje no lograba disimular las marcas, alejada de todo y de todos, presa del miedo. Miedo a que él no viniera, miedo a que viniera, miedo a oír la llave girar dentro de la cerradura, miedo a no saber si aquel día recibiría un beso o una paliza.
Fue hospitalizada en dos ocasiones, dijo que había tenido un accidente doméstico y se negó a denunciar a pesar de que el equipo médico que la atendió la animara a hacerlo.
Le dejó varias veces, pero por alguna razón que ni siquiera ella era capaz de explicar, se dejaba cautivar por sus muestras de arrepentimiento y acababa volviendo con él.
Después de su segunda hospitalización, decidió dejarle definitivamente. Sacó sus cosas del piso que compartía con él y se mudó a casa de su hermana.
Él vino a buscarla unos días después, con lágrimas en los ojos y sus eternas promesas de cambio en los labios. Al principio, Elena no quiso saber nada de él, pero tras unas semanas de declaraciones, regalos y planes de futuro, accedió a intentarlo de nuevo. A él, le dejó claro que sería su última oportunidad.
Lo fue. Unos días más tarde, Elena se convirtió en la víctima nº 47 de violencia de género de aquel año. Así la describieron los periódicos que le dedicaron unas pocas líneas, un suceso como muchos otros, una mujer presuntamente asesinada por su pareja.
Su familia se despidió de ella con una frase que quisieron incluir también en la esquela: por fin a salvo.
 
Dedicado a Elena, que sigue viviendo en el recuerdo de sus seres queridos, a todas las víctimas de violencia de género y a todas las que sufren en silencio. No suelo rezar, pero he encendido una vela blanca, espero que su luz os acompañe y os guíe.
 
25 de noviembre, Día internacional contra la violencia de género.

jueves, 30 de enero de 2014

Uno de tantos

Me adhiero a esta iniciativa, llamada Di NO a la violencia infantil, creada por Mamá es bloguera y Princesasyprincesos; hace unos días leí un post de Charlando en el patio sobre el tema y me vino a la cabeza esta historia. Hace años que me la contaron, pero durante mucho tiempo permaneció enterrada en mi memoria en ese extraño lugar a mitad de camino entre la reminiscencia y el olvido. Creo que ha llegado la hora de rescatarla.
 


Se llamaba Alen, y fuimos juntos a primero de primaria. La historia que voy a contar es rigurosamente real: por un momento pensé en cambiarle el nombre, en elegir uno que fuera simbólico y representativo, pero por curiosidad me puse a buscar el significado de Alen, y según una de las versiones que encontré, es de origen yiddish y significa "solo"; demasiado profético para cambiarlo.
A duras penas recuerdo su cara, estaba sentado delante de mí pero no éramos amigos. Era un niño bajito, pálido, con el pelo color arena, tímido y silencioso. Supe de su historia porque la maestra no se cortaba a la hora de cotillear con las otras madres, y años después, mi madre me la contó.
Alen era hijo de madre soltera, detalle que en aquellos tiempos ya no se consideraba escandaloso, pero proporcionaba un sinfín de chismes jugosos a numerosos grupos de señoras que intentaban parecer modernas y liberadas mientras luchaban sin éxito contra décadas de represión y dominación patriarcal.
Su madre le había tenido muy joven, poco más que adolescente; era fruto de una relación con un hombre mucho mayor. Decían las malas lenguas que la madre de Alen se había quedado embarazada en un desesperado intento por mantener a su lado a su amante casado, pero obtuvo el efecto contrario. Nunca vi al padre de Alen, no sé quién es ni si se ocupó nunca de su hijo más allá de reconocerle como propio; sé que el niño pasaba casi todo el día en compañía de su abuela materna, que le quería con locura, pero a la hora de cenar volvía a casa con su madre, y allí su vida se convertía en una pesadilla.
Más de una vez llegó a clase con marcas y moratones; sin embargo, a diferencia de muchos niños maltratados, que son coaccionados a mentir, él nunca atribuía sus heridas a algún accidente doméstico inexistente, y contestaba a las preguntas con una sinceridad alarmante: su madre se había enfadado con él y le había abofeteado hasta hacerle sangrar la nariz, su madre le había empujado y se había golpeado contra un mueble, su madre le había pegado porque era torpe y estúpido.
Un día, Alen no fue al colegio; el día siguiente tampoco vino, ni al otro. Si no me equivoco, estuvo ausente durante más de un mes. Cuando volvió, lo hizo con ambos brazos escayolados.
Así aparece en la foto de clase, con una camisa de manga corta en pleno invierno, la única prenda a través de la cual podía pasar su "armadura".
Los demás niños envidiábamos estúpidamente esos brazos, ser el centro de todas las miradas, ver cómo esa escayola se llenaba progresivamente de firmas, dibujos y dedicatorias.
Años después, entendí que no había nada que envidiar. Nunca me quedó muy claro qué había ocurrido exactamente, tengo entendido que Alen estaba sentado en un taburete, o en una silla alta, su madre le empujó, o le tiró, o le quitó el taburete de debajo y él se fracturó los brazos a causa de la caída.
Fuera como fuera, afortunadamente alguien, no sé quién, tuvo las agallas de denunciar. Hubo una investigación y a la madre de Alen le quitaron la custodia. Dicen que fue a vivir con su abuela, la que le adoraba, y que ella le matriculó en un colegio más cercano a su casa.
Nunca le volví a ver, ni supe qué fue de él. Acabo de buscarle en google y encontré su página de Facebook; por lo que he podido leer, tiene una carrera universitaria, un trabajo, una novia. Espero que la vida le haya tratado bien, porque bastante duros fueron sus comienzos.
Y Alen es solo uno de tantos, uno solo de muchos niños que llevan su sufrimiento a cuestas como una cruz, que tienen demasiados accidentes, demasiados moratones, se muestran demasiado educados, demasiado silenciosos y complacientes o al revés, demasiado agresivos y problemáticos ante la indiferencia general de esta sociedad que prefiere enterrar la cabeza bajo la arena y pensar que no es de su incumbencia.
Por desgracia, la prensa nacional es muy parca en noticias de este tipo, parece que tengan miedo a sensibilizar a la población al respecto. Las noticias sobre menores delincuentes suelen tener mucha relevancia, casi siempre acompañadas de unas cuantas advertencias sobre la necesidad de ser estrictos y autoritarios para evitar males mayores, en cambio existe una extraña conspiración del silencio en lo que a niños maltratados se refiere.
Ojalá llegue el día en que todos nos podamos unir y levantar nuestra voz contra el maltrato infantil, para que historias como la de Alen no se vuelvan a contar jamás.



martes, 16 de octubre de 2012

Alimentar al monstruo

Imagen: Scream, de idea go
http://www.freedigitalphotos.net

Pido disculpas por adelantado porque soy consciente de que mis últimas entradas son algo crudas, tétricas y dejan mal sabor de boca.
En mi defensa, solo puedo decir que en ocasiones veo, oigo o leo cosas que me hacen pensar que el mundo está mal hecho: escribir sobre ello no consigue exorcizar a los demonios, pero en ocasiones los ahuyenta un poco.
Últimamente, he tenido la ocasión de debatir acerca de una noticia de actualidad en ocasión de una reunión familiar: la noticia en cuestión es la condena a 99 años de reclusión a una mujer de Texas (semejante desgraciada no merece el calificativo de madre) culpable de pegar las manos de su hija de 2 años a la pared y propinarle una paliza que la dejó en coma durante días.
Estaba familiarizada con el suceso porque se trató recientemente en un grupo de Facebook en el que participo, y posteriormente estuve consultando la noticia en diferentes medios de comunicación.
En ocasión de esa reunión familiar, los más moderados consideraban que se ha hecho justicia; los más radicales opinaban que casi un siglo de prisión era insuficiente dada la gravedad del delito cometido y que habría sido más apropiado que la maltratadora fuera condenada a muerte. Dejando de lado el hecho de que el estado de Texas no aplica la pena capital, este tipo de opiniones me hacen sentir como la oveja negra (o blanca, a saber).
Para empezar, estoy en contra de la pena de muerte: lo que me incomoda no es tanto el hecho de quitarle la vida a otro ser humano, sino la aterradora posibilidad de garantizarle al estado el derecho a decidir quién merece seguir viviendo y quién debe ser ejecutado. Nos quieren hacer creer que el estado somos todos, pero en realidad el estado lo forman más bien un grupo de políticos, corruptos en muchos casos, que se aprovechan de sucesos tan sonados para hacer campaña a favor del endurecimiento de las penas o al revés, para pedir clemencia, con el único objetivo de ganar votos.
Respecto al caso del que estoy hablando, indudablemente me alegro de que la agresora se encuentre fuera de la circulación; de que la niña haya podido librarse de las garras de su torturadora; espero que la vida pueda compensarla, a ella y a sus hermanos, por los horrores que han vivido, sufrido y presenciado.
Dicho esto, una condena ejemplar para un delito de este calibre no me parece ninguna victoria. Al revés, es una evidente muestra del fracaso del modelo de sociedad que hemos construido.
Una persona capaz de atacar con semejante saña a su propia hija es un monstruo: no merece una segunda oportunidad, no merece volver a ver a sus hijos, no merece ser madre (dicho sea de paso, este tipo de noticias me hacen pensar que la fertilidad mundial está bastante mal repartida).
Sin embargo, la semilla de la maldad no brota de un día para otro, a menudo es necesario regarla y abonarla durante un tiempo considerable para que pueda crecer.
En el caso que nos ocupa, la agresora ha sido una niña maltratada durante su infancia: su madre, abuela de la pequeña víctima, reconoció a un periódico que solía golpearla con frecuencia cuando era niña.
Vaya por delante que esto no es ninguna excusa: todos y cada uno de nosotros somos los últimos responsables de nuestros actos y de las consecuencias de los mismos; soy consciente de que muchas personas han sufrido malos tratos en su infancia y aún así han educado a sus hijos con cariño y respeto; sin embargo, estadísticamente está demostrado que la grandísima mayoría de padres que maltratan a sus hijos han sido maltratados en su infancia; en otras palabras, es mucho más fácil repetir patrones que no hacerlo.
Muchas de estas historias serían evitables: muchos de esos niños maltratados tenían familia, amigos, vecinos, maestros que observaron los abusos y no hicieron nada para evitarlos, o incluso cuando hicieron lo que estaba en sus manos, el caso fue mal llevado por los servicios sociales que decidieron contra toda lógica dejar a un niño maltratado en un hogar violento.
A lo mejor es una utopía, pero siempre he pensado que darles una segunda oportunidad a estos niños contribuiría a reducir la población carcelaria el día de mañana.
Sé que es un discurso incómodo, porque yo misma, sin ir más lejos, me niego asumir responsabilidad alguna por los actos cometidos por una persona a la que ni siquiera conozco; sin embargo, hay que decir que la sociedad en la que vivimos suele ser bastante tolerante en lo que a maltrato infantil se refiere.
La mayoría de las personas que se definen sensatas consideran una aberración lo que se le hizo a la pequeña víctima del caso que nos ocupa; sin embargo, un 60% de esa población que se define sensata se declara a favor del cachete educativo (oxímoron donde los haya) según una encuesta llevada a cabo hace unos años: en otras palabras, les parece normal que se agreda físicamente a un niño en según qué circunstancias, cuando probablemente consideran inaceptable la violencia contra un adulto, sea cual sea el contexto.
A este respecto, sí que creo que la sociedad somos todos: quizás no podamos evitar que se produzcan sucesos tan trágicos, pero tenemos la obligación moral de denunciar ese tipo de situaciones. Cada vez que no hagamos nada cuando alguien deja llorar a su bebé para que se acostumbre a estar solo, que giramos la cabeza cuando un niño recibe un azote porque "cada uno educa a sus hijos como quiere", que no llamamos a la policía al oír gritos y golpes en la casa del vecino porque no es asunto nuestro, cada vez que nos quedemos sin actuar pudiendo hacerlo nos convertimos en cómplices involuntarios, vamos alimentando al monstruo, a ese mismo monstruo al que luego pretendemos encerrar cuando se vuelve demasiado amenazador, apartarle lejos de nuestra vista para olvidar que lo hemos creado entre todos.
Lo más triste del caso de Texas es que la custodia de la niña maltratada y de sus hermanos ha sido concedida a la abuela materna: habéis leído bien, la misma persona que hace años solía golpear a la futura agresora cuando era niña. Para que luego hablen de justicia.

martes, 25 de septiembre de 2012

Las caras del mal

Esta entrada surge como reflexión tras la lectura de Cine, madres y psicópatas del fantástico blog lamamacorchea. Por otra parte, aviso que esta entrada es bastante cruda y contiene descripciones explícitas de maltrato infantil; si creéis que os pueda afectar, os ruego que no la leáis, o por lo menos, que lo hagáis con cuidado.

Nunca había pensado que un niño pudiera ser malo hasta que conocí a uno que lo era. Nunca pensé que un niño pudiera odiar de verdad hasta que empecé a odiarle.
A menudo utilizamos el término "malo" referido a un niño para decir inquieto, travieso o desobediente. Sin embargo, este niño no era nada de eso: era malo de verdad, en el sentido de maléfico, cruel, diabólico. En realidad, era un niño maltratado, pero por aquel entonces no lo sabía.
Pertenecía a mi círculo familiar lejano, con lo cual la interacción con él, si bien esporádica, se convertía en obligatoria en fechas señaladas. He sido testigo de primera mano de su maldad, y os puedo asegurar que desde la más tierna infancia este niño pareció disfrutar del sufrimiento ajeno: si se cruzaba con un gatito la emprendía a pedradas, si coincidía con un niño más pequeño le pegaba hasta hacerle llorar, si se encontraba a un animal en la carretera suplicaba a su padre que le atropellara con el coche, si jugaba con más niños su única diversión era intentar unir a los demás en contra de uno. Jamás he conocido a otra persona que se regocijara tanto ante la idea de causar o presenciar el dolor ajeno.
Los adultos solían reaccionar con una mezcla de estupefacción, indignación, irritación y aburrimiento. Algunas veces nos reñían a todos, porque no se atrevían a culpar abiertamente al hijo de otro, en ocasiones no entendían que los demás niños nos negáramos a jugar con semejante monstruo y trataban de presionarnos para que socializáramos.
Su vida, en apariencia, era de lo más normal: hijo único de padres de clase media (padre funcionario, madre ama de casa, típico en aquellos años), vivía en una casita con jardín, donde tenía una habitación no muy amplia pero bastante luminosa, correcta pero impersonal, con libros y juguetes alineados ordenadamente en los estantes.
Nunca vi a su madre levantarle la voz, ni mucho menos la mano. Su padre le gritó en algunas ocasiones (a mi modo de ver por minucias y no por cosas graves), pero aparte de eso, nunca vi nada fuera de lo normal.
Al llegar a la adolescencia, reivindiqué mi derecho a juntarme con quién me daba la gana en las reuniones familiares, o en su defecto a saltármelas directamente, y afortunadamente dejé de tener contacto con él.
Durante muchos años pensé que la maldad era algo innato: sin ir más lejos, yo misma había conocido a un niño auténticamente malo en mi infancia. Sin embargo, cuando ya era adulta, una persona de mi familia empezó a revelar detalles que hicieron que mi convicción, tan firmemente arraigada, se tambalease.
Esta persona abrió la caja de Pandora y me descubrió unos secretos de familia que hasta el momento habían permanecido celosamente guardados.
Por lo que me contó, no fue un niño deseado. En realidad, decir que no fue un niño deseado es un eufemismo. Por aquel entonces, el aborto era ilegal, y sus padres no tenían ni los contactos necesarios ni el dinero suficiente para llevarlo a cabo de forma clandestina, así que su madre intentó acabar con su embarazo de mil maneras posible: se fue a esquiar cuando el médico le mandó reposo, se tiró por las escaleras, se dio golpes en la barriga, pasaba horas tumbada boca abajo. Al que le recriminaba que tuviera tan poco cuidado llevando una vida en su interior, solía contestarle con una sonrisa: mejor perderlo ahora que después.
Cuando nació, mi familiar me contó que la madre experimentó desde el principio un rechazo profundo y visceral hacia él: en cuanto el bebé se ponía a llorar, pedía a gritos que se lo llevaran para no oírlo.
Por las noches, le encerraban en el baño para no oír su llanto; más adelante, aprendieron a hacerle callar añadiendo a la leche del biberón una cucharada sopera de un tranquilizante para adultos.
Sé de buena tinta que dos personas se pusieron en contacto con los servicios sociales en varias ocasiones: hubo una ronda de visitas con pediatras, neurólogos y asistentes sociales, pero la cosa no fue más allá.
Más adelante, cuando tenía rabietas sus padres le encerraban en su habitación, cerraban la llave y podían olvidarse de él durante una tarde entera. Con el tiempo, su habitación se convirtió en su universo, puesto que pasaba allí todo el día, al principio por obligación y luego por costumbre. Contaban que solo salía de allí para ir al colegio y para comer, y pasaba la totalidad de su tiempo libre encerrado entre esas cuatro paredes, sin hacer aparentemente nada, la mente perdida en a saber qué.
Imagino que solo fue cuestión de tiempo para que empezara a vomitar ese odio que le atenazaba las entrañas; debió ser duro ver como su madre se enternecía ante un perrito recién nacido, esa misma madre que le apartaba de su lado porque no le quería, no le había querido nunca. Ese afán por destruir la felicidad ajena encerraba una perversa lógica, buscaría el dolor ajeno tratando de atemperar el propio, intentaría borrar las risas de los demás para olvidarse de su propia infelicidad.
Después de estas revelaciones, ya no estoy tan segura de que la maldad sea algo innato.
Posiblemente, este niño nunca habría sido un dechado de empatía, pero quizás si hubiera nacido en un hogar diferente habría tenido alguna posibilidad.
Hace años que no sé nada de él, ni quiero saberlo, porque hay heridas que tardan en cerrarse. Lo último que me contaron es que trabajaba espóradicamente, seguía viviendo con sus padres, no se le conocían amigos ni pareja y pasaba la mayor parte de su tiempo libre dando paseos por el monte.
Lo más curioso es la lectura que ha hecho mucha gente de este caso: a este niño le han faltado unos azotes. Incluso después de ponerles al corriente acerca del maltrato infantil tan sutil y aún así brutal y continuado al que fue sometido prácticamente desde el día de su nacimiento, los hay que piensan que la vida tenía que haberle maltratado más.
Si lo hubieran hecho, me temo que le habrían convertido en una auténtica bomba de relojería.
El Dr. Spock dijo que unos insultos y humillaciones a diario eran más dañinos que unos azotes de vez en cuando; estoy de acuerdo en el sentido de que debemos cuidar muchísimo el lenguaje cuando hablamos o reprendemos a nuestros hijos para no herirles con unas palabras que en principio iban pensadas para educar. Sin embargo, esa frase ha sido tristemente enarbolada como bandera por una generación entera de padres que la han esgrimido como defensa a la hora de dar cachetes sin cargos de conciencia.
Personalmente, no cambiaría los azotes puntuales que recibí yo por la infranqueable prisión de indiferencia y desprecio en la que este niño se vio encerrado a lo largo de su vida. Sin embargo, de allí a decir que si nos hemos convertido en personas decentes y civilizadas gracias, y no a pesar de, los azotes recibidos durante la niñez, hay un trecho.
Siempre quise a mis padres, reconozco que se mostraron empáticos, dialogantes y cariñosos conmigo la mayor parte del tiempo; sin embargo, esos azotes puntuales los hicieron caer del pedestal, puesto que lo único que me enseñaron es que los adultos pueden permitirse el lujo de perder ese autocontrol que pretenden enseñarles a los niños.
Curiosamente, el niño más maltratado al que conocí jamás nunca recibió un cachete, por lo menos delante mío; sin embargo, eso solo demuestra que el mal tiene muchas caras.

martes, 5 de junio de 2012

Morbo fácil

Necesito escribir esta entrada, llevo mucho tiempo queriendo hacerlo, quizás lo que he visto ayer fuera el pretexto que necesitaba para lanzarme. Intentaré abordar el tema con todo el tacto, la delicadeza y el respeto de los que soy capaz, por otra parte, aviso que algunos detalles pueden herir sensibilidades.

Ayer, siguiendo un enlace que encontré en un foro, llegué hasta un video que solo puedo calificar de horrible. No puedo ni quiero entrar en detalles porque todavía se me revuelven las tripas solo de pensarlo; digamos que la grabación, de unos 4 minutos de duración, muestra a una desgraciada (considérese un eufemismo) que golpea repetidamente a su bebé. Lo vi sin oírlo, pues silencié el audio (las imágenes me parecieron de una crudeza sin precedentes, y el llanto de la bebé era decididamente más de lo que habría podido soportar); después de verlo, tardé alrededor de media hora en dejar de temblar, y mucho más en quitármelo de la cabeza. Para ser sincera, esto último todavía no lo he conseguido del todo porque sigo teniendo flashes.
En ese momento, mi hija estaba durmiendo en mis brazos y sentí el impulso irresistible de estrecharla con fuerza contra mí a la vez que la llenaba de besos, como si el amor que siento hacia ella pudiese de algún modo compensar el auténtico infierno que la bebé del video tenía que haber experimentado en su vida diaria.
Cuando la sensación de horror empezó a remitir, llegó la rabia.
Rabia dirigida contra mí misma, por empeñarme en ver cosas que sé que me van a afectar, pero sobre todo hacia esta sociedad enferma, que maltrata a la parte más vulnerable de la humanidad y para más inri alimenta el morbo fácil para ganar audiencia y tener sus 10 minutos de fama.
Considero que el maltrato infantil es una lacra social que se debe erradicar cueste lo que cueste; estoy de acuerdo en que ignorar una realidad incómoda y desagradable no la hará desaparecer; pienso que se debe concienciar a la población de la gravedad del problema y que es un tema que no admite medias tintas. Dicho esto, opino que nos deberíamos plantear hasta qué punto es lícito, válido y productivo hacer palanca en la sensibilidad del público, dónde trazamos el límite entre el derecho a la información y el voyeurismo enfermizo.
Por lo que he podido averiguar, el video al que hago referencia ha sido grabado en Malasia hace aproximadamente un año: la persona que lo grabó lo entregó inmediatamente a la policía y gracias a ello la desalmada ha sido condenada a 18 meses de cárcel.
Desconozco cómo llegó hasta youtube, pero desde allí corrió como la pólvora. La versión original pide los datos de registro al considerarlo un contenido no apto para menores, pero desde allí se ha copiado a una docena de webs, blogs y páginas de facebook que lo exhiben sin ningún tipo de restricción. Curiosamente, muchos consideran ofensivas las imágenes de niños mamando pero no tienen ningún inconveniente en permitir que se difunda un video de maltrato a un bebé.
Yo lo vi a través de la página de un locutor de radio, que aparentemente lo incluye para concienciar al público acerca de las insuficientes penas de cárcel que reciben los maltratadores; en mi opinión, lo que pretende en realidad es darse autobombo y aumentar el tráfico hacia su propia página. El mensaje habría quedado igual de claro si se hubiera limitado a resumir la noticia, o alguna otra similar; sin embargo, exponer ese tipo de contenido genera un flujo incesante de mensajes de odio, rabia y tristeza por parte del expectador; no conciencia a nadie, porque la reacción en caliente suele ser desear que la maltratadora se vea obligada a someterse a una ligadura de trompas sin anestesia; reacción lógica y humana (confieso que tras ver el material yo misma me sentí así), pero ineficaz si lo que se pretende es cambiar la mentalidad de las personas acerca del maltrato infantil.
En España parece ser un tema tabú, puesto que existe un inexplicable silencio mediático acerca de los casos de menores maltratados o incluso asesinados por sus progenitores; en cambio, en los países de habla anglosajona este tipo de noticias adquiere muchísima relevancia y difusión. Existen webs que han recopilado cientos de historias de este tipo, una infinita sucesión de detalles estremecedores y descripciones de dudoso gusto. Periódicamente, alguna tragedia salta a la fama, deja de ser un número, un caso entre muchos otros para convertirse en un símbolo de la lucha contra el maltrato, y cuando la prensa ya ha cubierto la noticia hasta la saciedad, empieza a escarbar en la porquería para seguir vendiendo, publicando imágenes y documentos visualmente muy impactantes para alimentar el morbo y las ganas de venganza del ciudadano. He podido ver (a mi pesar) fotos de autopsias, informes de forenses, listados detalladísimos de heridas y fracturas con las correspondientes explicaciones acerca de qué, cuando y cómo se ha producido cada una de ellas, reconstrucciones en 3D de quemaduras y lesiones varias, y todo esto sin apenas buscarlo: con solo introducir el nombre de la víctima, cualquier buscador de internet suele vomitar docenas de enlaces de lo más variado.
No sé hasta qué punto el público necesite disponer de una información tan censurable. En mi opinión, tras el impacto inicial que supone el leer una noticia ya de por si espeluznante entramos en una especie de atrofia emocional: las historias nuevas se desdibujan, se confunden y se mezclan con las anteriores (a mí por lo menos me ha pasado tras leer unas cuantas), así que parece necesario sacar detalles cada vez más truculentos y espantosos para mantener el interés.
Sin embargo, por mi parte me considero una persona suficientemente capaz de empatizar con el sufrimiento sin necesidad de que me agredan con contenido audiovisual no apto para personas sensibles, no necesito que me planten debajo de las narices un primer plano de un moratón para apreciar la brutalidad del suceso.
Ignorar esta realidad no la hará desaparecer, pero deleitarse en los aspectos más escabrosos suele obtener el efecto contrario, no sensibiliza a nadie, al revés, anestesia y aturde.