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sábado, 10 de octubre de 2015

Meritene y maldades

Si algún día tu hijo te dice que eres una madre mala, es que eres muy buena, dicen en el más reciente anuncio de Meritene, último eslabón de una larga cadena de despropósitos patrocinados por Nestlé.
Como si no tuviéramos bastante con el de Pediasure, ese que explicaba que uno de cada dos niños se deja comida en el plato.
¿Por qué uno de cada dos niños se deja comida en el plato, mamá? preguntó mi hija.
Porque uno de cada dos padres les pone demasiada comida, contestó su hermano.
Por lo menos, el Pediasure intentaba enumerar las bondades de las verduras y el pescado a ritmo de música, pero este, directamente no hay por donde cogerlo.
Llego tarde, porque ya ha sido brillantemente desmontado en este artículo (entre otros) y a decir verdad, ni siquiera habría escrito esta entrada de no ser por los recuerdos que me ha traído a la cabeza.
Vaya por delante que no me considero un modelo a seguir en cuanto a nutrición infantil; es más, reconozco que en mi casa no siempre comemos las 5 raciones diarias de fruta y verdura, nuestro menú semanal puede no ser todo lo variado que recomiendan los nutricionistas, y si bien intentamos no comer porquerías a diario, de vez en cuando incorporamos algo de comida basura a nuestra dieta.
Pienso que una dieta variada debe ser precisamente así, variada, y por tanto de vez en cuando hay que hacer hueco también para los donuts y las patatas fritas; me parece peligroso abusar de las comidas malas, pero igual consideración me merece el prohibirlas tajantemente sin posibilidad de negociación. Que conste que lo digo como superviviente de terrorismo nutricional durante la infancia, me temo que gracias a ello me he quedado un poco tocada, incluso después de media vida sin haber vuelto a comer acelgas.
En otras palabras, admito que en mi casa no siempre comemos de manera ejemplar, pero por lo menos no se estila la costumbre de cebar a los niños con batidos y demás complementos innecesarios, ni mucho menos los hacemos comer bajo coacción.
Eso es lo que realmente me molesta del anuncio de Meritene. No es tanto que nos intenten vender como imprescindible un producto que es precisamente lo contrario, sino la manera en la que lo hacen. Es posible que a estas alturas me haya acostumbrado a las familias felices de los anuncios de la tele, esas familias rubias y sonrientes que siempre se levantan de buen humor y no pierden la alegría ni ante la mancha de tomate más resistente. Quizás por eso me ha chocado tanto la actitud de la madre del anuncio de Meritene. Es curioso que Nestlé haya intentado justificarse diciendo que su anuncio pretende ensalzar la paciencia y la perseverancia de las que hacen gala muchos padres a la hora de la comida; personalmente, por mucho que lo mire, esas virtudes no las veo por ningún lado, el comportamiento de la madre me parece más bien amenazador y chulesco.
El asombroso caso de la niña que comía brócoli sin necesidad de amenazas
Yo solía volver del colegio con el estómago encogido, preguntándome qué habría para comer; algunos menús anunciaban directamente una batalla campal. Así que perdonadme, pero me resulta mucho más fácil empatizar con el chico afectado por el  "síndrome del niño malcomedor" (palabro inventado por las multinacionales que fabrican suplementos, pero de gran impacto psicológico) que con esa madre, tan pacientemente autoritaria y tan amenazadoramente perseverante (¿es ironía o sarcasmo? preguntaría mi hijo. Un poco de cada, creo.)
Lo que más me repatea es la dichosa frase que abre esta entrada, si algún día tu hijo te dice que eres una madre mala, es que eres muy buena. Históricamente, se ha usado esa frase como justificación barata para tranquilizar conciencias, como autorización para cometer una ristra de barbaridades que nos pondrían los pelos como escarpias si la víctima - perdón, el objetivo, fuera un adulto en vez de un niño.
Mis hijos nunca me han dicho que soy una madre mala, así que probablemente para Nestlé y compañía, debo ser más mala que un dolor.
El anuncio es nuevo, pero hasta donde yo sé, el Meritene lleva ya unos cuantos años en comercio. Mi primer contacto con esta gama de complementos se produjo hará unos 6 años, cuando mi pediatra de entonces le diagnosticó a mi hijo el famoso síndrome del niño malcomedor. A decir verdad, mi niño era (y sigue siendo) muy alto y delgado, pero sinceramente su peso siempre ha estado dentro de las tablas; siempre le noté activo, curioso y despierto, con lo cual no me preocupaba excesivamente si se dejaba comida en el plato.
Pues nada, en una revisión este señor me vino a decir que el niño estaba "descompensado", me sometió a un interrogatorio en cuanto a nuestros hábitos alimenticios y al considerar "insuficientes" las cantidades que el niño acostumbraba a comer, intentó endiñarme un estimulante del apetito (sí, un medicamento, de esos que actúan sobre el cerebro). Digamos que la diplomacia no es mi fuerte, y le contesté a las claras que me negaba a drogar a mi hijo para que comiera. Entonces me propuso el dichoso Meritene, y cuando también me negué a eso, me jugó la carta del niño enfermo dejando caer la posibilidad de que mi hijo tuviera un trastorno metabólico. Allí me enfadé de verdad, y le dije que si consideraba que mi hijo pudiera tener algún problema de salud, ya podía mandarnos a hacer las pruebas que considerara oportunas para confirmar o desmentir su diagnóstico en vez de sugerirme cebarle como si fuera un pavo. Como era de esperar, reculó rápidamente y no nos mandó ninguna prueba, posiblemente el único problema era mi negativa a llenar los bolsillos de Nestlé.
Así que seguramente, para mi ex pediatra, era una madre mala; y posiblemente, para mi suegra, mi cuñada, la vecina del quinto, alguna mamá del parque y un largo etcétera, también.
Todo sea dicho, con mi hijo mayor pagué la novatada. Nunca le sometí a presión, ni me enfadé para que se acabara el plato como ocurre en los aterradores anuncios de Meritene (he descubierto que hay una serie entera, el tema es el mismo, la madre-sargento que coacciona al niño y este le espeta "eres muy mala", y a continuación viene la repelente frasecita limpia-conciencias), pero en mi fuero interno me sentía nerviosa e intranquila ante la posibilidad de que sufriera carencias.
Llegó un día en el que decidí olvidarme de la presión. No ocurrió ningún milagro, mi hijo no se zampó una sandía entera ni nada por el estilo; pero yo empecé a vivir un poco mejor, a confiar más en mí misma y en mi instinto. A día de hoy, en plena racha preadolescente, está desarrollando un apetito voraz. Quien le ha visto y quien le ve, desde luego no está mal para un niño "malcomedor".
Con mi hija no tuve que replantearme el tema de la presión, porque directamente no la hubo. Con mi facilidad habitual para hacer amigos, mandé a la porra a todo opinólogo, y dejé que ella misma se administrara y regulara. A día de hoy, no recuerdo que se haya negado a probar ningún alimento, come cantidades aceptables y su menú es muy, muy variado. Come hasta brócoli, pero sin necesidad de rodearla de juguetes para luego castigarla retirándoselos, como en el dichoso anuncio.
Así que habrá que darle la vuelta a la frase: si mis hijos dicen que soy buena, debo ser malísima. Y a mucha honra.

martes, 13 de mayo de 2014

Riñones y demás desvaríos

Me he topado con uno de esos artículos que no hay por donde cogerlos. Se puede leer íntegramente a través de este enlace; lo firma un tal Ruperto de Nola, que por lo que he podido averiguar se dedica a la crítica gastronómica: menos mal, la sola idea de que este señor pudiera ser pediatra o psicólogo me ponía los pelos como escarpias.
El artículo, que no tiene desperdicio, es un cúmulo de despropósitos, una mezcla de ignorancia, rencor y resentimiento a partes iguales, que lo hace infumable.
Antes de obsequiarnos con una receta de riñones de ternera a la mostaza, el autor de este esperpento se lanza en una inaguantable tirada sobre varios temas que evidentemente no ha profundizado, a saber: la idea de un destete a los tres o cuatro años que le debe parecer insoportablemente tardío, pasándose así por el arco del triunfo las recomendaciones de la OMS y demás organismos oficiales; el complejo de Edipo, que qué tendrá que ver con lo anterior; la idea de que obligar a un niño a comer "a punta de palmadas" (textual) lo convertirá en un adulto agradecido; el Dr. Spock, al que con toda probabilidad no ha leído, puesto que le atribuye la intención de dejar que los niños hagan lo que les da la gana, y al que culpa nada menos que de la derrota en Vietnam, pasando por la repelente anécdota del niño obligado a comer los famosos riñones a pesar de su negativa inicial a probar eso.

Destaca en especial la hiel que destila cuando habla de niños, a los que califica de "engendros", "petimetres" y "gaznápiros" entre otras lindezas. Prueba irrefutable de que las palmadas a la hora de comer (y en cualquier otro momento del día) dejan secuelas irreversibles, en algunos casos atrofian el cerebro y bloquean cualquier atisbo de pensamiento racional.
Una cosa es una opinión personal vertida en un blog (que para eso está, al fin y al cabo) y otra muy distinta sentar cátedra sin molestarse en informarse mínimamente sobre los temas que se piensa tratar.
Por su propia admisión, este hombre debió arrastrar a sus hijos por la senda de la humillación y el miedo para hacerlos omnívoros. Si no fuera una señora, le llamaría nazi nutricional.
En cuanto a mí, me solidarizo totalmente con el (espero que imaginario) niño de la anécdota. A mí me ponen delante un plato de riñones y también me niego a comer eso; a los de mi generación también trataron de enseñarnos a comer a la fuerza, no necesariamente con "palmadas" pero sí con unas cuantas amenazas y chantajes. Resultado, que a día de hoy muchos de nosotros seguimos batallando contra el sobrepeso, la bulimia o la anorexia, incluso sin llegar a tanto hemos cogido asco a un montón de comidas y cuando nos declaramos agradecidos, no suele ser por la (inexistente) lección aprendida, sino por el alivio de encontrarnos ahora en el otro lado de la barricada.
Estoy firmemente convencida de que una alimentación sana y equilibrada no tiene absolutamente nada que ver con tragarse cualquier mejunje que nos pongan por delante. Se puede estar perfectamente sin necesidad de comer acelgas, vivir cien años sin haber probado el kiwi y tener una salud envidiable sin comer tortilla.
El niño hace una mueca de disgusto ante los dichosos riñones, pero se le sirven igualmente, pues don Ruperto se apresura a hacernos saber que "en nuestra mesa no se admiten excepciones". Fíjate tú, en la mía sí: intentamos ser educados, empáticos y considerados con nuestro prójimo, con lo cual tenemos costumbre de informarnos acerca de las preferencias y manías de nuestros invitados, con el objetivo de prepararles algo que pueda agradarles. Nunca obligaríamos a un amigo vegetariano a comerse un chuletón, somos así de blandos, qué le vamos a hacer.
Cuánto daño hacen estas teorías, esta supuesta de necesidad de mano dura, esta peligrosa tendencia a rasgarse las vestiduras y a considerar una mal entendida permisividad el origen de todos los males del mundo mundial. Me viene a la mente los magistrales paralelismos de Carlos González entre autoritarismo y sumisión, entran ganas de coger un ejemplar de Mi niño no me come, envolverlo para regalo y lanzarlo más allá del océano, hacia el púlpito de Don Ruperto, a ver si le da en la cabeza le proporciona un enfoque algo más equilibrado y respetuoso.
Pero terminamos con un rayo de esperanza: lo mejor de todo, los comentarios a la noticia. 12 de ellos hasta el momento, y todos parecen coincidir en que a este señor le han faltado abrazos y le han sobrado coscorrones; que con más respeto y menos mano dura quizás habría comido menos y comprendido más. Así que al final me he quedado con un sabor agridulce, se me han llevado los demonios ante semejante despliegue de ignorancia y mal gusto, pero me he alegrado sinceramente viendo que también existen personas que creen en otra forma de hacer las cosas, que rechaza ese "destete mental" del que habla don Ruperto, y que parece más bien un destete intelectual y emocional.

viernes, 1 de noviembre de 2013

Malditas acelgas

Mi abuela materna, que había conseguido sobrevivir a las dos guerras mundiales, solía decir que en tiempo de guerra el pan era de tan mala calidad que de haberlo lanzado contra el techo, se habría quedado pegado. Obviamente, ni ella ni nadie que conociera lo había intentado nunca, habría sido una locura desperdiciar de esa manera un alimento que a menudo era el único sustento de toda la familia. A mi abuela le tocó vivir tiempos duros, tuvo que experimentar de primera mano el hambre y las privaciones: la carne era un lujo que se reservaba a quien trabajaba, y la frase "si no comes eso, no hay nada más" solía ser una triste verdad. A menudo no había nada más, solo una canción de cuna para calmar a un niño hambriento. La generación de mis padres no lo tuvo tan difícil, vivieron sin lujos pero sin padecimientos. La carne seguía siendo un manjar que se saboreaba en ocasiones
especiales, y la frase "si no comes eso, no hay nada más", se había convertido en una media verdad, porque si bien la comida ya no escaseaba, la variedad de la misma era más bien poca. En mis tiempos, las cosas habían cambiado radicalmente: vivíamos en una burbuja de relativo bienestar, y si bien no éramos ricos, nunca nos faltó comida. La carne se había convertido en un alimento al alcance de cualquiera, y la frase "si no comes eso, no hay nada más" era un vulgar chantaje, porque todo el mundo tenía la nevera repleta. La comida ya estaba al alcance de todo el mundo, y mis padres habían dejado de envidiar a los vecinos ricos que podían comer filete más de una vez por semana: ahora ese filete estaba en su mesa a diario, y tenían que chocar contra mi incomprensible negativa a comer lo que no me gustaba. Es curioso como las normas cambian según la edad de quién se supone que debe cumplirlas: a mi padre no le gustaba la zanahoria y nunca la comíamos, a mi madre el cordero le daba arcadas y el cordero no entraba en casa, pero yo odiaba las acelgas y me las tenía que comer sí o sí. Todavía recuerdo con terror esas batallas y esas interminables luchas de poder frente a platos repletos de engrudos poco apetecibles, batallas parecidas por cierto a las que padecían mis amigos: los que habíamos tenido la mala suerte de no ser comilones veíamos con terror el momento de sentarnos a la mesa, y en ocasiones seguimos pagando las consecuencias de ello. Cabría esperar que cada generación intentara subsanar los errores de los que ha sido víctima: así lo hicieron mis abuelos, que después de pasar hambre en su infancia se esforzaron en poner a diario comida encima de la mesa; y así lo hicieron mis padres, que después de haber soñado con determinados alimentos, los pusieron a nuestro alcance. Nosotros, que nos pasamos la infancia comiendo bajo coacción, deberíamos tratar de ayudar a nuestros hijos a construir una relación sana con la comida, pero a menudo repetimos los errores que cometieron con nosotros. Incluso hoy en día es bastante corriente poner el grito en el cielo si un bebé se deja un par de cucharadas de puré, amenazar a un niño con terribles carencias si se niega a comer o recurrir a amenazas de todo tipo para que se termine el plato que nosotros le hemos puesto. Por lo que a mí respecta, odio las acelgas, no tanto por el sabor en sí sino por los tristes recuerdos que me han dejado. Al cumplir 18 años decidí que no las volvería a probar, y he cumplido con mi promesa. Mi marido no soporta las alcachofas (supongo que sus motivos para no comerlas son parecidos a los que tengo yo por detestar las acelgas), y también lleva años sin probarlas. Hasta aquí, todo normal. Sin embargo, mi hijo odiaba la tortilla, y más de uno nos consideraba unos bichos raros por no obligarle a tomarla, en el mejor de los casos por pensar que la tortilla debe poseer unas propiedades de las que el huevo frito o cocido carecen, en el peor, enarbolando la bandera de los tan cacareados límites. A mí me pareció más sencillo que eso: no le gustaba la tortilla, pues no comía tortilla; además, no lo consideraba un problema puesto que aceptaba el huevo preparado de otras maneras, pero incluso si no hubiera sido así, habría acabado por buscar otra fuente de proteínas sin empeñarme en hacerle pasar por el aro. Mi hijo estuvo hasta los 6 años aproximadamente rechazando la tortilla, de repente un día se animó a probarla y desde entonces la acepta: no es su comida favorita, pero la toma sin problema. De mi hija no puedo hablar, porque hasta la fecha se ha animado a probar todo lo que se le ha puesto delante: tiene sus gustos, hay cosas que le gustan más y otras menos, hay alimentos que toma en muy poca cantidad y otros que come hasta hartarse. Con ella la comida nunca ha sido una batalla, será porque de entrada le gusta comer más que a su hermano, o porque nos hemos librado de pediatras caducos, consejos perjudiciales y sobre todo porque a estas alturas, el fantasma de las carencias nutricionales ha ido a freír espárragos, nunca mejor dicho. He descubierto que es mucho más fácil que un niño coma sin presión, sin nervios y sin amenazas. Ojalá se lo hubiera dicho alguien a mis padres cuando iban a la tienda a comprar acelgas.


martes, 10 de enero de 2012

El centro del mundo

Hoy he leído, en un foro del que soy asidua, el mensaje de una mamá temerosa de estar malcriando a su bebé: por lo visto, la maestra considera que el niño es un déspota, porque necesita ser cogido en brazos, y que se le debería hacer esperar "por su bien", porque no se puede tener todo en la vida y el niño tiene que aprender que no es el centro del mundo.
No sé si me choca más el hecho de que esta señora (que para más inri trabaja con niños) considere merecedor de semejante calificativo a un bebé que apenas levanta un palmo del suelo, o que este tipo de teorías sean tan extendidas y tengan tantos seguidores.
Si pienso en un déspota, me viene a la mente un jefe que tuve hará cosa de quince años: una persona maleducada, arrogante, desagradable y falta de empatía; no sé como le educaron, pero me inclino a pensar que ese señor arrastra una serie de carencias, y que difícilmente se las han causado por cogerle mucho en brazos.
Mucha gente opina que hay que acostumbrar a los niños a tolerar la frustración para que entiendan que en la vida no todo viene regalado. Personalmente, no creo que llevarnos palos antes de tiempo o con mayor frecuencia nos ayude a recibirlos con una sonrisa en el futuro. Si no, que se lo digan a la gente que juega a la lotería todas las semanas y sigue llevándose un disgusto al ver que no le ha tocado.
Sé que no se puede tener todo en la vida, lo aprendí a temprana edad, porque más o menos era lo que me venían a decir mis padres cada vez que yo protestaba porque había acelgas para comer. Pero lo habría aprendido de todos modos el día que mis compañeros de clase no quisieron incluirme en sus juegos, cuando mi padre estuvo más de un mes fuera de casa por motivos de trabajo pese a que le suplicara para que se quedara conmigo, cuando el chico que me gustaba no me hizo caso, cuando acontecía una muerte en familia (muchas, por desgracia).
Dicho esto, quiero aclarar que las acelgas han sido una valiosa lección. Gracias a ellas, aprendí que los adultos mienten, porque cuando me decían si no te comes las acelgas, no hay nada más no era cierto, porque teníamos la nevera repleta; que existe una doble vara de medir según se trate de niños o de adultos, porque a mi madre no le gustaba el cordero y nunca comíamos cordero, y yo odiaba las acelgas y aún así me obligaban a comerlas de vez en cuando.
En mi casa no entran acelgas, que no he vuelto a comer desde entonces, ni alcachofas, porque no le gustan a mi marido. He aprendido la lección, aunque dudo que sea lo que pretendieron enseñarme en primer lugar. Las imposiciones y las amenazas no suelen dar resultados; las lecciones que mejor se aprenden son las que nos enseñan con amor.
También he conseguido aprender que no soy el centro del mundo. Si muriera ahora mismo, las estaciones seguirían sucediéndose, la gente se levantaría por la mañana y se acostaría por la noche ignorante de mi desgracia. Tan solo soy una diminuta pincelada en el gigantesco lienzo de la creación divina, tan insignificante que nadie notaría su ausencia.
Se suele decir que nadie es imprescindible, y al igual que yo, mis hijos tampoco son el centro del mundo. Sin embargo, son el centro de mi mundo, del mundo que su padre y yo hemos empezado a construir el día que nos miramos a los ojos y nos dijimos que lo nuestro era algo por lo que merecía la pena luchar.
No puedo cambiar el mundo, pero puedo cambiar el mío, puedo darle la forma que yo quiera, puedo convertirlo en un lugar cálido y acogedor donde refugiarse o en un campo de batalla donde se aprende a tolerar la frustración a marchas forzadas. Por mi parte lo tengo claro, y si por desgracia habrá momentos en los que mis hijos sufrirán sin que yo pueda hacer nada para evitarlo, por lo menos podré estar a su lado tratando de aliviar el dolor que todo sufrimiento conlleva. Y sobre todo, haré lo que está en mis manos, evitarles sufrimientos innecesarios "por su bien", para que aprendan, para que se acostumbren o para engordar mi ego de adulto.
Como se dice en mi tierra, y no lo traduzco porque perdería la magia, per tutto il mondo non sarai nessuno, ma per qualcuno puoi essere tutto il mondo.