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martes, 27 de septiembre de 2016

Hasta las estrellas

Era la mañana del 18 de agosto. Habíamos llegado a la playa un par de días antes y me encontraba en la cama, disfrutando de la brisa marina que se filtraba a través de la ventana abierta, saboreando esa nueva rutina, hecha de repentina tranquilidad, de ausencia de obligaciones.
Mi hija vino a verme, como suele hacer habitualmente por las mañanas, al igual que su hermano. Se acurrucó contra mí y me dijo que quería tomar teta por última vez; pero en vez de limitarse al chupito rápido y distraído con el que me había estado obsequiando los últimos meses, se enganchó durante un tiempo considerable. Nos quedamos allí tumbadas las dos, mirándonos mutuamente mientras yo trataba de grabarme a fuego en la memoria ese momento. Cuando terminó, se separó, dijo adiós teti, y gracias y se fue a jugar. Con esas palabras puso fin a la lactancia.
Desde entonces, no ha vuelto a pedir, y dado el tiempo transcurrido, doy por sentado que su decisión es definitiva.
A lo largo de estos años siempre pensé que el momento del destete me supondría una oleada de nostalgia, que podría llegar a ser hasta doloroso a nivel psicológico. A fin de cuentas, mis niños crecen a pasos agigantados y tengo que admitir que mis últimas entradas en este blog no hacen otra cosa que dar vueltas a esos pensamientos, a hablar de las etapas que cerramos y dejamos atrás. Sin embargo, esta vez no ha sido así. 
Nunca he tenido ganas de que terminara, pero después de casi 6 años hemos llegado hasta las estrellas, y creo que puedo darme por satisfecha. Tal y como me prometí en su día, nuestra lactancia ha durado todo lo que ella ha querido. 
Me dijeron que no podría, pero pude.
Me dijeron que no sabría, pero supe.
Me dijeron que no tenía leche, pero tuve.
Me dijeron que tendría problemas de crecimiento, pero está estupenda.
Me dijeron que sería inmadura, pero es muy lanzada y espabilada para su edad.
Me dijeron que sería introvertida, pero es extremadamente sociable.
Me dijeron que la haría dependiente, pero es muy autónoma.
Me dijeron que tomaría teta hasta la mayoría de edad, pero ella misma se ha destetado cuando se ha sentido preparada para ello.
Qué bonito es ahora el sonido del silencio.
Adiós teti, y gracias.
Gracias a ti mi amor, por haberme regalado estos momentos.

viernes, 10 de junio de 2016

Echando a volar

Hace mucho tiempo, casi en otra vida, me decían que era muy blanda.
Lo era porque no dejaba llorar a mis hijos, porque lamenté haber fracasado en la lactancia de mi hijo mayor, porque luché contra viento y marea para establecer la de la segunda, porque no les mandé a guardería, porque pedí una excedencia, porque me reduje la jornada, porque trataba de reconducir las rabietas en vez de ignorarlas, porque no creía (ni creo) en la obediencia ciega ni en la disciplina militar.
Me decían que era muy blanda, que iba a lo fácil, que criaría niños miedosos y sobreprotegidos que dormirían en mi cama hasta la mayoría de edad, que tenía que despegarles de mí lo antes posible para que volaran rápido.
A estas alturas, soy consciente de que todavía me queda mucho camino por recorrer, pero tras una década de maternidad creo poder hacer un poco de balance. Sinceramente, no sé si lo que he hecho ha sido lo fácil, o lo difícil. He intentado seguir mi instinto porque creo que es simplemente la manera más correcta de tratar a un niño, y si en algún momento he visto algún resultado, he intentado celebrarlo con asombro en vez de echarme flores. 
Hemos recorrido mucho camino, hemos dado un paso tras otro, alguno hacia adelante, y alguno hacia atrás, para qué negarlo. Hemos corrido con la rapidez del guepardo, avanzado a paso de tortuga, arrastrado como las serpientes, saltado como los canguros, y colgado de los árboles como los monos.
Y de repente, cuando menos te lo esperas, llega el día en que dejan de decir que eres blanda, porque se dan cuenta de que lo has hecho igual de bien, o igual de mal, que los que han optado por seguir la corriente mayoritaria.
Ha habido días en los que me sentía fuerte como una leona y otros en los que me derrumbaba y me sentía incapaz. He hecho tribu, he conocido a un montón de gente estupenda que me acompaña y me sostiene cuando tropiezo, he dicho las frases que juraría que no diría jamás (¡a que voy yo y lo encuentro! ¡En esta casa hay que seguir unas normas! ¡Porque es así, y punto!).
Y llega el momento en que los niños mimados, consentidos y sobreprotegidos a los que yo no dejaba crecer salen del cascarón y empiezan a explorar el mundo.
Así que sinceramente, no sé si lo que hice fue lo fácil. Ni lo sé, ni me importa, porque me doy cuenta de que lo realmente difícil llega ahora.
Imagen: Yggdrasil, autor desconocido
Ya no tengo bebés, ahora prefieren jugar con sus amigos, o juntos, que conmigo. Y ahora que puedo ir al baño sola y disfrutar de ese tan cacareado tiempo para mí, hay veces que no sé qué hacer con él.
Me despierto más tarde, pero con menos alegría, porque nadie se pone a saltar en la cama a deshoras.
Había conseguido aprenderme el nombre de todos sus personajes favoritos de los dibujos animados y ahora tengo que aprenderme el de los youtubers.
Sobre todo, ya no vivimos en un mundo donde las pupas se curan con un besito, por las noches no esperamos al mago de los sueños que nos llevará a su castillo mágico donde todo lo que imaginemos se convertirá en realidad y si hay regalos debajo del árbol sabemos que los han comprado mamá y papá.
Lo realmente difícil es decir pásalo bien en vez de ten cuidado.
No conocía esto en vez de me siento vieja.
Qué mayor te has hecho en vez de dónde está mi bebé.
Lo difícil es dejar atrás el cálido refugio de la infancia y embarcarte en nuevas etapas, sabiendo que ya no volverá.
De verdad, no sé si lo que he hecho ha sido lo fácil o lo difícil. Ni siquiera sé si ha sido lo mejor o lo peor.
Me dijeron que tenía que despegarles de mí para que volaran rápido. Les he dejado crecer y ahora vuelan alto.

viernes, 30 de octubre de 2015

El 95% de las mamás se sienten juzgadas...

... Y el 5% restante, a las que nos importa un bledo la opinión de los demás, resistimos como podemos.
No sé si os acordáis del anuncio de Similac del año pasado. Sí, ese que llamaba a la paz y a la tolerancia, que enseñaba un muestrario variopinto de mamás y papás recriminándose los unos a los otros por la forma de crianza elegida, y al final un carrito con el bebé dentro rodaba pendiente abajo y todos se echaban detrás, para mostrarnos que a pesar de las diferencias todos queremos lo mejor para nuestros hijos. Recuerdo que las redes sociales se inundaron de alabanzas, qué bien, qué bonito, qué cierto. En realidad, estaba muy bien montado y había que verlo unas cuantas veces antes de darse cuenta de que bajo la pátina de tolerancia, el mensaje estaba claro: las mamás que daban el pecho eran unas dejadas que iban en chándal y se tapaban para amamantar, para no ofender al prójimo, en neto contraste con las mamás de biberón, impecablemente peinadas y enfundadas en arregladísimos trajes de ejecutivas; las primeras hablaban de lo duro y doloroso que era dar el pecho, mientras las segundas se erguían en pos de mujeres modernas y liberadas.
Bueno, pues este año han afinado un poco el tiro, y el nuevo anuncio es sin duda más sutil. Esta vez, la lactancia no se presenta como una elección personal, pues las mamás que no amamantan han tenido historias muy tristes (una ha conseguido superar un cáncer y la otra dio a luz a mellizos prematuros que estuvieron a punto de morir; un abrazo muy fuerte a todas las mamás que han pasado por trances de este tipo, y dicho sea de paso, me parece bastante poco ético frivolizar de esta manera con vivencias tan duras) Sin embargo, el mensaje de fondo sigue siendo el mismo: no juzgar, no opinar, todo es bueno y bonito, todas las opciones son igual de respetables, todas somos buenas madres. Otra vez, el anuncio corre como la pólvora por doquier, compartido sin cesar junto a los llamamientos al respeto y a la tolerancia.
Llamadme cínica, y sé que después de escribir esto perderé unos cuantos seguidores, pero personalmente, estas campañas me crispan los nervios. Para empezar, el que sea una multinacional productora de leche de fórmula la que se dedica a difundir estos mensajes me parece bastante insultante. Dicen que lo importante es el mensaje, y da igual de dónde proceda, pues me temo que no, no da igual, porque el simple hecho de que sea una empresa la que lo hace, deja bastante claro que el fin último no es la paz mundial, sino comercializar sus productos y aumentar las ventas. Cuando a Oliviero Toscani se le ocurrió sacar fotos de condenados a muerte o de enfermos de SIDA en fase terminal para las campañas de Benetton, le llovieron las críticas.
En segundo lugar, estos anuncios rezuman cierto paternalismo, al estilo vamos a enseñar a estas mamás ignorantes a empatizar un poco. Será que tengo cierto ramalazo talibán, o mejor dicho, soy de empatía selectiva, pero rogaría a los señores de Similac que respetaran mi derecho a opinar lo que me da la gana. Esto no es una carrera de méritos, no se trata de ser mejor o peor madre que la vecina, así que por favor no lo llevemos por esos derroteros, pero a estas alturas de la vida me considero medianamente empoderada y rogaría que me permitieran tomar decisiones razonadas y fundamentadas en vez de darme la razón como a los tontos.
A la generación de nuestros padres la desconectaron de su instinto de manera brutal, muchas mamás recientes eran infantilizadas a más no poder, estaban rodeadas de "expertos" que sabían más que ellas, porque habían estudiado, porque ya habían criado hijos, porque habían criado más hijos, porque los habían criado mejor, o simplemente porque se otorgaban cierta superioridad moral. El problema es que escuchar las opiniones ajenas a veces implica silenciar el instinto, esa vocecita interior que nos conecta a nuestra esencia y a nuestra maternidad de manera irreversible e indestructible.
Además, una de las grandísimas ventajas de la era tecnológica es la gran cantidad de información fiable, verídica, completa y accesible que se encuentra a un solo clic de distancia. Ya no tenemos porque agachar la cabeza ante la suegra que nos dice que demos papillas a los 3 meses porque ella lo hizo así y le fue muy bien, podemos bajarnos la guía de introducción de alimentos de la OMS y rebatirle con todas las de la ley.
Por este motivo me parecen tan dañinas las campañas "respetistas", porque si empezamos a decir que es igual de respetable un parto natural que programar una cesárea, que da lo mismo amamantar que dar biberón por elección, que dejar llorar a tu hijo es tan válido como atenderle, estamos dinamitando la esencia misma de la información. Para qué buscar alternativas, para qué molestarse en mejorar si al final es lo mismo una cosa que la otra.
Imagen: Tregua entre mamás
Alias, cómo rebajar prácticas cuestionables a mera opción educativa
Que conste que no soy perfecta, ni me lo creo, ni me subo a un pedestal ni juzgo a nadie (opino, eso sí, y estoy en mi derecho, igual que todo hijo de vecino, incluso si a Similac no le parece bien); quien me conozca, quien me haya leído con cierta asiduidad sabrá que mi primera lactancia fracasó y mi hijo acabó tomando fórmula, que en mi casa entran bollycaos y Coca Cola, que a veces pierdo la paciencia y se me escapa un grito, que en ocasiones les pongo la tele para entretenerles, que las manualidades se me dan fatal y que soy incapaz de hacer esculturas con la comida para que se la coman con más ganas. No me vale el no juzguemos para que no nos juzguen: he perdido la cuenta de las veces que me han juzgado, en algunas ocasiones lo han hecho con razón y lo he encajado, en otras ha sido sin razón (creo yo) y me ha resbalado. Si la recomendación es constructiva, y aún así nos duele, nos hiere y nos enfada, quizás deberíamos hacer un poco de autocrítica y ver por qué nos afecta tanto, en vez de matar al mensajero. Una vez superado el cabreo inicial nos aguardará un mundo entero de información, de trucos para hacerlo mejor y no volver a tropezar con la misma piedra.
Prefiero mil veces sentirme juzgada y seguir aprendiendo que renunciar a hacerlo por dejarme amansar con una palmadita en la espalda.

sábado, 4 de julio de 2015

Todo pasa y todo llega

Hace tiempo que no escribo, y no solo por falta de tiempo. Cuando empecé este blog, decidí que sería un reflejo de mí, un púlpito virtual donde expresar (y a veces escupir) mis pensamientos y reflexiones; pero en realidad, la gran mayoría de mis entradas hablan de maternidad y crianza.
Quizás, más que de maternidad, de la transformación que la maternidad ha operado en mí, de cómo he derribado barreras y cambiado mis prioridades.
Sobre todo, este blog ha sido el reflejo del camino que he emprendido, una pequeña muestra de mi aprendizaje, mis dudas, mis sentimientos, un homenaje a mi tribu que me acompaña y me sostiene cuando flaqueo. Cada entrada es una piedra miliar que he colocado en el camino, que me recuerda de dónde vengo y hasta dónde he llegado.
A menudo, le robo a Mon su frase favorita, todo pasa y todo llega, y no sé por qué, pero esa frase me hace pensar en un río, en dejarme llevar, dejar fluir. Sin embargo, a veces no basta con seguir la corriente, hay que ponerse a remar, y sobre todo, decidir en qué dirección vamos a hacerlo, y cuánto esfuerzo vamos a invertir.
En realidad, no ha pasado nada, por lo menos nada grave, solo ha sido una sucesión de pequeñas señales, detalles que me hacen replantearme una serie de cosas.
En resumen, mi hijo mayor ya no es un niño; ya lo sabía, lo veía venir, pero el plácido fluir del río no me había preparado para la tormenta hormonal que se avecina a pasos agigantados.
Empecé a notarlo hace un par de meses, cuando tuvimos que comprar una camisa para que fuera con cierta decencia a las comuniones a las que había sido invitado; las camisas nunca han sido sus prendas favoritas, y hace tiempo habíamos acordado que las reservaríamos para las ocasiones especiales. En cambio ese día le sorprendí pavoneándose delante del espejo del probador, camisa por dentro, camisa por fuera, manos en los bolsillos, intentando aparentar más años de los que tiene. Unos días más tarde me dijo que las camisas no le disgustan, pero las prefiere llevar abiertas, y que quedarían incluso mejor con un colgante de surfista (si alguien sabe lo que es un colgante de surfista, le ruego me ilumine al respecto).
A partir de entonces, los cambios han llegado con rapidez; o quizás ya habían llegado pero acabo de empezar a fijarme en ellos. Juguetes que considera demasiado infantiles amontonados en los estantes, programas que hasta hace nada le encantaban y ahora le aburren dejan paso a otro tipo de contenidos, hasta la relación con su hermana ha sufrido un cambio, esa dualidad hecha de complicidad y rivalidad que compartían hasta ahora está dando paso a una actitud más madura, una mezcla de paciencia, condescendencia y paternalismo. Siguen jugando juntos, se ríen, se quieren y se pelean como siempre, pero él ya está en otro nivel.
Su imagen, que hasta ahora le era casi indiferente, está empezando a cobrar cada vez más importancia: ya no elige su ropa en base a la estética o a la comodidad, sino también en base a la reacción que puedan suscitar en los demás. Mi niño, que ya no es tan niño, empieza a buscar su lugar en el mundo, está debatiéndose entre la tranquilidad que proporciona el conformismo y la aceptación social y la descarga de adrenalina producida por la rebeldía.
No ha llegado todavía a la adolescencia, y puede que ni siquiera a la pubertad, pero está cogiendo impulso para pegar el salto. Él también lo sabe, no lo expresa con palabras porque quizás ni siquiera es consciente de ello, pero lo veo por la impaciencia con la que está esperando los cambios, cuando me pregunta si ya le está cambiando la voz, cuando se mira al espejo a ver si ya le ha salido la nuez, cuando se inspecciona las piernas a ver si ya tiene pelos.
A veces me cuesta conectar con él, hablar como hacíamos antes. Ya no es un niño, es un chico que necesita sus ratos de soledad, su parcela privada, está empezando a adoptar esa actitud de sentirse solo contra el mundo, que a menudo expresa con esas hipérboles al estilo siempre criticáis todo lo que hago.
Nos hemos propuesto reservarnos un ratito los dos solos, una vez por semana. Papá se queda con la peque y él yo aprovechamos para estar juntos y "hacer cosas". Vamos a desayunar o a dar un paseo, y hablamos. Hablamos de todo, de videojuegos, de la gata, de sus amigos, de cosas cotidianas, de mis preocupaciones y de las suyas. Allí es cuando el río vuelve a fluir, cuando por fin la corriente nos da un descanso y disfrutamos del frescor del agua. Sacamos mucho más jugo a ese momento que compartimos que si nos sentáramos a la mesa con aire serio para mantener conversaciones importantes.
Luego echo la vista atrás y casi me da la risa cuando recuerdo las predicciones agoreras de los que decían que sería un niño inseguro y miedoso: el niño que nunca dormiría solo porque su padre y yo le hacíamos dependiente ahora pide que dejemos la puerta entrecerrada; es el mismo al que diagnosticaron en su día el síndrome del niño malcomedor y ahora engulle raciones de adultos.
A veces me pregunto si el río no es en realidad una montaña rusa, si todo lo que hemos pasado hasta ahora no habrá sido la cuesta y ahora caeremos en picado. Estoy emocionada a la vez que asustada, porque me faltan referencias; hay mucha información sobre crianza respetuosa en lo que a bebés se refiere, pero si busco recursos sobre gestión de conflictos con niños más mayores o (pre)adolescentes, todo lo que encuentro son límites y disciplina. Eso cuando no me topo con el clásico ya verás o con el machismo recalcitrante de no te quejes, las chicas dan más problemas.
Necesito a mi tribu, necesito hacer piña con las que estéis igual... un nuevo camino se extiende ante mí y no sé muy bien por dónde tirar. Dentro de poco, tendremos que hablar de sexualidad, de alcohol, de drogas, de los peligros de internet, de cómo integrarse y ser aceptado sin por ello renunciar a ser uno mismo, tendré que estar a su lado cuando se enamore, cuando le rompan el corazón, cuando salga con sus amigos y vuelva a las tantas. Tengo que encontrar el término medio entre respetar su forma de ser y evitar que se descarrile, protegerle sin asfixiarle, acompañarle sin espiarle.
Nadie ha dicho que esto fuera fácil. Aunque estoy segura de que merece la pena.
 

miércoles, 20 de mayo de 2015

Consejos para dormir a un bebé


La imagen que aparece a la izquierda de este texto forma parte de una serie de "recomendaciones" que un centro de salud entrega a las mamás que acuden con sus bebés a la revisión de los 4 meses. No es mía, ha llegado a mí a través de las redes sociales.
Hay tantas cosas que me enfadan que ni siquiera sé por cuál empezar. Me molesta el tono alarmista ("si no lo has hecho ya, es el momento"), me disgusta la rigidez ("el niño debe asociar el sueño con unas rutinas"), me enfurece el cinismo final ("si el niño llora, déjale cada vez más tiempo hasta que vayas a consolarlo"). Lo peor quizás es que estas recomendaciones (entiéndase como eufemismo) provienen de un centro de salud, es decir de un equipo médico que técnicamente se encarga de velar por la salud de los bebés.
Vaya por delante que no tengo absolutamente nada en contra de los pediatras. Es más, la mayoría de los que he conocido destacan por su profesionalidad y empatía. Sin ir más lejos, ni a mi pediatra actual ni a la enfermera se les ha ocurrido jamás decirme cómo, dónde o con quién tenían que dormir mis hijos; se han limitado a recalcar que los despertares son normales, que no hay que preocuparse y que si el bebé se despierta llorando, es importante tratar de descubrir la causa. Pero en tantos años de andadura por el foro de Dormir sin llorar he podido leer unos cuantos disparates que no me han dejado indiferente: el más curioso, uno que "recetó" un exorcismo o una limpieza espiritual para tratar los terrores nocturnos; más frecuentes, los que recomiendan destetar para que duerma mejor, sacar al bebé de la cama o dejarle llorar. En otras palabras, el panfleto que decora mi entrada de hoy no parece ser un caso aislado.
Me da rabia, porque seguramente esas mamás ya habrán oído alguna recomendación similar: muchas personas que han criado hijos hace algunas décadas tienden a dar consejos en esa línea. Sin embargo, el hecho que lo recomienden en un centro de salud, que lo diga un médico, que lleva bata blanca, ha estudiado y por tanto, sabe, lo hace más grave todavía. Opino que lo que diga el médico en temas de salud va a misa; ahora, si habla de crianza, su opinión tiene la misma validez que si me hablara de política o de cocina: es decir ninguna, o mucha, en función de lo mucho o poco que se ajuste a mi propio enfoque.
Admito que ese folleto no dice nada que no se oiga o lea por doquier; también soy consciente de que quien esté determinado a dejar llorar a su bebé lo hará, sin tener en cuenta las recomendaciones en contra; quien no quiera dejarle llorar no lo hará, sin importarles lo que ponga esa hoja o cualquier otra. Sin embargo, entre ambas posturas existe una inmensa zona gris, formada por padres que dudan, que no quieren hacerlo pero no saben si así se equivocan, o que sienten la tentación de probar pero no saben qué consecuencias pueda tener: ellos (y sus bebés) son las verdaderas víctimas de esas teorías, porque a veces unas recomendaciones tan contundentes, sin bibliografía ni ciencia que sirva de soporte, pero pronunciadas con la seguridad y la firmeza de los que saben, pueden borrar de un plumazo las resistencias y los intentos de buscar soluciones que sean del agrado de toda la familia.
Desde que lo vimos, en Dormir sin llorar empezamos a darle forma a la idea de crear nuestra propia versión. No somos expertas, no somos médicos ni profesionales, ni científicas ni académicas, no somos nada más que madres; al mismo tiempo, no somos nada menos que madres, y puede que por ello entendamos mejor que nadie los quebraderos de cabeza que sufren muchas mamás primerizas, la sensación de soledad y de indefensión.
No nos gustan los métodos, ni los gurús del sueño que proliferan como setas, ni las recetas rígidas de obligado cumplimiento. Cada niño es un mundo, cada familia debe encontrar su propio camino hacia la felicidad, no existen fórmulas mágicas; sin embargo, existen pautas que pueden tranquilizar, que pueden ayudar a dar un pequeño paso hasta la solución. Existen manos que guían y voces que consuelan.
Así que no hay método, no hay truco. La ciencia de Dormir sin llorar equivale a conectar con el bebé, tratar de entender sus necesidades y adelantarse a ellas en la medida de lo posible. Implica olvidarse de las horas que faltan para levantarse, centrarse en el momento presente y no en la lavadora sin poner. Significa abrazar, besar, mimar, querer, alimentar, hablar, escuchar, cantar, contar, esperar, compartir, soñar.
Para quitar el mal sabor de boca que deja la hojita del centro de salud, un regalo: otra serie de recomendaciones para dormir bebés, esta vez las nuestras. Lo podéis difundir, descargar, imprimir, regalar a la suegra, al frutero, a la mamá del parque o a quien opine sin venir a cuento, y como no, entregar en la próxima revisión si en algún momento os dicen que habrá que dejarle llorar.

jueves, 30 de abril de 2015

El día de mañana

Detesto las opiniones no solicitadas. Mi padre suele decir que tenemos la obligación de escuchar un consejo y el derecho a tenerlo en cuenta o a hacer lo que nos da la gana, sin embargo el hecho de tener un bebé parece dar carta blanca al entorno en general a la hora de opinar y en especial, de explicarte lo mal que estás haciendo esto o lo otro.
Todo el mundo parece ser experto en bebés, ya sea porque ha estudiado algo relacionado con la infancia, porque ha tenido hijos antes que tú, o ha tenido más, o cree que los está criando mejor que tú, o ha leído más libros sobre el tema, o simplemente se siente con derecho a opinar.
Al principio, mi estrategia consistía básicamente en sonreír, asentir, dar las gracias y una vez sola y tranquila, decidir si el consejo era válido y sensato o si merecía acabar en mi papelera mental. Con el tiempo, me di cuenta de que eso equivalía a colgarme un cartel que dijera "tengo un bebé, vía libre para opinar", y que algunos se tomaban mi silencio como una falta de argumentos y una invitación a criticar mi manera de ejercer la maternidad.
Así que poco a poco empecé a rebatir, por un sinfín de razones: porque descubrí el foro, y con él la capacidad de poner nombre a lo que estaba haciendo, porque empecé a empoderarme el día en que reparé por primera vez en que era nada más que una mamá, pero al mismo tiempo nada menos que su mamá, porque me harté de las ganas de aleccionar de algunos, porque decidí poner fin a las críticas y dejar claro que hacía lo que hacía porque estaba convencida de que era lo mejor, porque sabía que existía información y bibliografía al respecto, que a mi entender superaba con creces esa pedagogía basada en siempre se ha hecho así.
Nunca me interesó entrar en el famoso debate del malamadrismo, me parece una pérdida de tiempo. No tengo alma de gurú y no me interesa arrastrar a nadie por el camino de la rectitud, digamos que me limito a marcar los límites de mi territorio y a repeler las interferencias.
Si hay una cosa que me ha enseñado la etapa maternal, es que el tiempo pasa y no vuelve. Con todos mis respetos para quienes defiendan ese enfoque, he llegado a la conclusión de que es una soberana tontería ese afán de independizarlos antes de tiempo. Aborrezco todos esos artículos que nos alertan en contra de los peligros del exceso de cariño, huyo de todos esos expertos que nos aleccionan acerca de la importancia de no ceder nunca a las demandas del bebé, o a la necesidad de ponerles una rutina desde el primer día de vida para que esté acostumbrado a ella cuando llegue a la adolescencia.  A la gente le gusta mucho alarmar acerca de las terribles consecuencias del apego, te cuentan que como le metas en tu cama nunca le sacarás de ella, que si no le ignoras cuando tiene una rabieta se convertirá en un tirano, que si no le das un azote cuando es pequeño ya te lo dará él cuando sea mayor, que si no le obligas a comer nunca se acostumbrará a comer de todo, que si no le destetas le provocarás un complejo de Edipo como una catedral y tendrá que ir de cabeza al psicólogo. En resumen, que si no haces lo que te dice el experto de turno, y no lo que te dice el instinto, atraerás sobre tu cabeza, y la de tus hijos, las mayores calamidades.
A estas alturas, ya tengo claro que el camino está hecho de etapas. Y en contra de todo lo que suelen decir, los niños tienen suficiente capacidad para madurar y llegar al siguiente punto si les acompañamos hasta que estén listos para dar ese paso.
Mis niños ya no son bebés, y en cierto modo ahora me encuentro al otro lado, corro el riesgo de asumir el papel de opinóloga, de convertirme en esa madre experimentada con el deber moral de hacer ver la luz a las primerizas. En realidad, el único consejo que doy a las embarazadas y a las madres recientes es no hacer caso a los consejos. A ninguno: pararse a escuchar a una misma y tratar de conectar con el bebé vale por miles de opiniones de expertos.
Al mismo tiempo, no consigo librarme del todo de esa actitud paternalista, porque miro a una mamá primeriza, angustiada y preocupada por las opiniones que está escuchando por doquier, y me recuerdo a mí misma, una leona que rugía para proteger a sus cachorros de ese batiburrillo de información discordante.
Así que en realidad sí que hay moraleja, sí que hay lección aprendida. Y si se me permite dar una opinión no solicitada, por si beneficia a alguien, le diría: no tengas prisa en llegar a la meta, disfruta del camino. Tarde o temprano, el día de mañana llegará.
De repente llega un día en que descubres que necesita que estés cerca pero ya no hace falta que le pasees en brazos para dormir; poco a poco deja de engancharse a la teta como si no hubiera un mañana para limitarse a un chupito rápido antes de darse la vuelta; de repente deja de tener rabietas porque entiende que hay mejores maneras de expresar una necesidad que tirándose al suelo; queda atrás la angustia de separación y el dormitorio se llena de monstruos al acecho a los que hay que dar caza para que pueda descansar; de un día para otro, decide probar un bocado de ese plato que siempre se había negado a oler siquiera; te das cuenta de que hasta hace no mucho no podías ni ir al baño sin compañía, y ahora no puedes entrar en el baño cuando está dentro;  recuerdas tus dudas acerca de la socialización mientras le ves jugar y divertirse con sus amigos sin casi mirarte; llega el día en que te dice que ya no quiere más cuentos, que son para niños pequeños, o que ya no quiere dormir en tu cama porque como es mayor prefiere la suya... y te encuentras recorriendo el pasillo como hacías antaño, recordando lo mucho que te comías la cabeza, pensando en lo rápido que ha pasado todo. Entonces es cuando se te empañan los ojos por la nostalgia, y sientes esa punzada de orgullo porque has conseguido esa independencia que según los demás no llegaría nunca... y te encantaría volver a tener esas ojeras y ese dolor de espalda aunque solo fuera un minuto. Porque nunca le hiciste tanta falta como cuando te avasallaban a consejos y tu bebé solo necesitaba estar en tus brazos.

 

sábado, 21 de febrero de 2015

Ya duerme sola

Mi hija tiene una cama nueva, una cama de mayor, con una sábana violeta y un cojín de Minnie. Va encajada en un mueble a medida, una composición de estantes, puertas y cajones. Es un mueble blanco con los cantos en color fresa y los tiradores verde lima, sus colores favoritos; un mueble donde caben todos sus libros y juguetes. Le ha gustado tanto que nada más verlo ha decidido irse a dormir a su cama.
Sabía que tarde o temprano llegaría este momento, pero a decir verdad, me pilló desprevenida. Me lo imaginaba como una especie de transición, una sucesión de etapas, pero no, ha sido un salto hacia lo desconocido.
Me dijo toda ilusionada que esa noche dormiría en su habitación; al llegar la hora de dormir, se subió a la cama que hemos compartido desde que nació, y me pidió que la acompañara a su cuarto. Así lo hice, me tumbé con ella para que tomara teta y me planteaba saborear ese rato de complicidad. Sin embargo, apenas duró un minuto. Adiós mamá, si quieres puedes ir a la cama grande, me dijo. He aprendido a interpretar ese si quieres como una invitación a dejarles crecer y no atosigarles; hace unos años, oí esa misma expresión en boca de su hermano: mamá, si quieres puedes irte, ya me duermo yo solo.
Así que me fui, volví a mi habitación, a mi cama que hasta el día anterior había sido nuestra, y me pareció más grande y fría que nunca. Para que luego digan que la angustia de separación es típica de los bebés, acabo de experimentar un brote a mi edad.
Ella durmió del tirón, yo me desvelé unas cuantas veces; fui a verla tratando de no hacer ruido, me quedé en silencio al lado de su cama, oyendo su respiración pausada, viéndola dormir abrazada a un peluche. Por la mañana vino a verme y se acurrucó contra mí, me contó que en su cama nueva se duerme fenomenal y que a partir de ahora va a querer dormir en su cuarto todas las noches.
Así que ha llegado el momento de hacer balance, por lo menos en lo que al colecho se refiere. Han sido casi nueve años, primero con él, luego con ella, a veces con los dos. Es una experiencia que he vivido, disfrutado y saboreado durante casi una década.
Tengo la satisfacción de decir que ha durado todo lo que ellos han querido, y me alegro de que hayan conseguido encontrar la seguridad necesaria para dar ese paso; por otra parte, sé que lo echaré de menos.
Dicen que solo recordamos momentos, y esos momentos los voy a atesorar mientras viva: el olor de su pelo, esa mezcla a champú y sudor que no sé describir y para mí representa el olor de la felicidad, su sonrisa al despertar, el calor de su cuerpecito durmiendo a mi lado, hasta guardo un recuerdo cariñoso de las patadas en las costillas y los tirones de pelo al moverse.
También recuerdo esas advertencias, esas predicciones agoreras, esas preguntas incrédulas y esas frases hirientes. Otra vez, el tiempo me ha dado la razón, así que los opinólogos ya pueden ir poniéndose en fila para pedir disculpas.
Lo bueno de respetar el ritmo de los niños es que se acaba consiguiendo exactamente lo mismo que empleando otras técnicas, pero sin necesidad de sufrir durante el proceso. No es debilidad, no es miedo a imponerse, no es falta de límites: solo se trata de darles lo que necesitan, sabiendo que tarde o temprano pasarán a la siguiente fase.
Llevo ya unos cuantos años asesorando en Dormir sin llorar, y las preguntas sobre el colecho aparecen con cierta frecuencia. Por mi parte, está claro que cada uno tiene derecho a decidir cómo y dónde dormir, faltaría más, pero tengo la impresión de que el problema a menudo no es el colecho en si, sino la opinión del entorno. Son muchas más las mamás que dudan a la hora de hacerlo porque les han dicho alguna barbaridad al respecto que las que se sienten incómodas con ello.
Existen muchas maneras de motivar a un niño para que se "independice". A veces basta con redecorar un poco el cuarto, permitir que elija un papel pintado, comprar un juego de sábanas con sus personajes favoritos o colgar un cuadro nuevo; el orgullo de ser mayor suele hacer el resto.
Incluso si no se hace nada, como en mi caso (soy de lo más laxo que os podéis imaginar a la hora de propiciar este tipo de cambios), acabarán pidiendo con insistencia disponer de su propio espacio.
Así que si os encontráis en esa situación y os someten a presiones, que sepáis que no es cierto que nunca saldrán de vuestra cama, ni que dormirán con vosotros siendo adolescentes, ni que tendréis que acompañarles a la universidad o de luna de miel. Llegará el día en que querrán dormir solos, y puede que llegue antes de lo esperado: algunos se animan más pronto, otros tardan un tiempo más, pero todos los niños acaban por trasladarse a su habitación.
Por mi parte, me ha tocado oír unas cuantas frases poco acertadas a lo largo de estos años. Algunas bienintencionadas, procedentes de personas que a pesar de todo pretendían ayudarme; otras lanzadas como piedras por quienes querían agrandar su ego a base de destrozar el ajeno. A estos últimos, o quizás a todos ellos, les dedico esta imagen.
Pues eso, el tiempo me ha dado la razón, y cuando quieran, pueden venir a pedir disculpas.
Como dice mi amiga Mon, todo pasa y todo llega... y cuando pasa, se echa de menos.

martes, 3 de febrero de 2015

Víctimas de malos profesionales

La Lactancia Materna Prolongada está generando muchos ingresos en los Hospitales por desmedro. No es lo mismo dar pecho tres meses que darlo durante seis y no digamos nada si se prolonga por encima del año de vida. Por poder hacerse, puede hacerse. Pero ¿es bueno o malo para los niños? ¿Acaso un niño de dos años de edad medio desnutrido, con estigmas raquíticos y anémico, no es una "víctima" del actual dogmatismo? Y eso sin hablar de los complejos de Edipo severos que están aflorando ante amamantamientos tan prolongados. En contra de las Recomendaciones actuales, considero que en los países desarrollados el destete total o parcial debe hacerse a los cuatro meses de vida. A partir de ese momento llega la primera papilla de cereales y progresivamente de fruta, verduras etc. Si el destete es más tardío, casi siempre hay problemas con las papillas y eso conduce inevitablemente a carencias nutricionales y a convertir a esos niños en "victimas" del actual dogmatismo.

Semejante joya, por definirla de alguna manera, no merecería nada más que una sonrisa sarcástica y displicente si se tratara de la opinión de la suegra, del frutero o de la vecina del quinto. Sin embargo, estas palabras las vomita, perdón, escribe, José María González Cano, pediatra del Hospital General de Castellón; un profesional de la salud, un pediatra, un patólogo infantil.
A estas alturas, me atrevo a decir que he leído bastantes barbaridades, pero pocas veces me he topado con afirmaciones tan faltas de ética y de rigor, aderezadas para más inri con una buena dosis de arrogante paternalismo.
Vaya por delante que no he leído el libro, titulado Víctimas de la lactancia materna, ¡ni dogmatismos ni trincheras!, y para ser sincera, con esta introducción no lo compraría ni para calzar una mesa coja.
El tema de la lactancia, como no, levanta ampollas cada vez que se menciona.
Antes de que empiece el apedreo virtual, antes de que se abra el fuego y se dé comienzo a la ráfaga de acusaciones (talibana, radical, fanática, hay que respetar todas las posturas, cada madre es libre de decidir cómo alimentar a sus hijos, a mí me han criado a biberón y estoy perfectamente, etc), me gustaría dejar claras un par de cosas.
La indignación, la vergüenza, la decepción, la rabia, la irritación, la impotencia y el fastidio que ese párrafo me han producido no van dirigidos a las madres que no amamantan por la razón que sea, sino al autor del esperpento, y a sus numerosos congéneres que no vacilan a la hora de cargarse alegremente una lactancia, por ignorancia y desidia en el mejor de los casos, y por intereses económicos y falta de ética en el peor.
No es mi intención juzgar a nadie; debo admitir que en este aspecto, al igual que muchos otros, hay decisiones que no comparto, y me resulta bastante difícil respetar aquellas posturas que suponen un atropello a las necesidades y los derechos de los niños. Sin embargo, sería muy arriesgado y prepotente por mi parte dar por sentado que las madres que deciden no dar el pecho, o renunciar cuando se encuentran ante una dificultad, lo hacen movidas por el egoísmo y la superficialidad. Cada mamá es dueña de decidir dónde pone el límite, de velar por la salud de su bebé pero también por su propio bienestar emocional.
Hay ocasiones en las que el fin de una lactancia (sea prematuro o no, buscado o impuesto, voluntario o forzoso) genera profundas heridas emocionales. Lo sé porque he llevado esas heridas, han rasgado mi alma durante años.
He sido una de esas mamás que no pudo dar el pecho tras su primera maternidad, porque así me lo hicieron creer. Quien quiera leer toda la historia, puede hacerlo a través de este enlace. Sé muy bien lo que significa sentirte incompleta, menos madre, menos mujer, dudar de tu capacidad para alimentar a tu hijo, creerte dueña de un cuerpo imperfecto, inútil, incapaz de hacer lo que debería ser natural.
Lo sé porque he pasado un tiempo considerable llorando por mi fracaso, atormentada por recorrer una y otra vez el camino emprendido, para descubrir por qué, en qué momento mi cuerpo empezó a fallarle a mi hijo.
Aceptar todo esto y asumirlo como un castigo divino es una transición dolorosa; pero un par de años después llegó el despertar, y con él la información, el conocimiento y el poder. Descubrí que si bien la responsabilidad última del fracaso era mía, a mi vez había sido víctima de los consejos nocivos, sesgados y nefastos de un pediatra cuya opinión sobre lactancia era comparable a la de José María González.
Si me pusiera a recopilar las perlitas que salieron por la boca de mi ex pediatra en temas de lactancia, daría para otro libro. Me crucé con él hace no mucho por las calles de mi barrio, no me vio o más probablemente fingió no verme: digamos que no nos despedimos en buenos términos, y supongo que le habrán puesto al tanto de la reclamación que redacté en su día. Cuando vi a ese señor de apariencia afable, que agachó la cabeza al pasar delante mío, no supe si entrar a polemizar o pasar de largo. Por suerte o por desgracia, tomó la decisión por mí, pero los recuerdos empezaron a arremolinarse en mi cabeza. Volví a sentir la vieja desesperación, la sensación de impotencia mientras él, desde lo alto de su pedestal, me regalaba sus sabios consejos: nada de a demanda, el pecho cada tres horas; si no te sube la leche, ni te plantees insistir; las propiedades de la leche artificial son exactamente las mismas que las de la leche materna.

Por razones que hasta el día de hoy no soy capaz de explicarme, no cambié de pediatra cuando empecé a informarme y a abrir los ojos, y tampoco lo hice cuando volví a ser madre. Me dije que escucharía al pediatra en todo lo relacionado con la salud de mis hijos, pero la crianza era cosa mía y por tanto podía limitarme a desoír consejos no solicitados a ese respecto.
Me equivoqué, y mucho. Mi segunda lactancia también se hizo muy cuesta arriba al principio, y con las dificultades llegaron las críticas. Teniendo en cuenta los antecedentes, sabía que el pediatra no estaba a favor de la lactancia, pero no se me había ocurrido pensar que estaba rematadamente en contra: no solo no me ofreció la más mínima ayuda, sino que se dedicó a sabotear también ese intento desde el minuto uno. Llegó un momento en el que sentía algo parecido al pánico al pensar en la siguiente revisión: sabía que iba a pasar un mal rato, que intentaría por todos los medios forzarme a destetar. También era de los que opinaban que la lactancia más allá de los 6 meses causaba problemas de crecimiento y un sinfín de calamidades no mejor identificadas.
La gota que colmó el vaso llegó cuando mi hija cumplió los 4 meses, cuando este señor declaró que su ganancia de peso era "muy escasa" (800 gramos en un mes, totalmente aceptable según los baremos de la AEPED por lo que tengo entendido), que había que adoptar "medidas extremas" porque la niña estaba en el percentil no-sé-qué y le correspondía estar en el percentil no-sé-cuánto.
Las "medidas extremas" coincidían totalmente, como no, con el camino hacia la salvación que recomienda el Dr. González Cano: destete total e introducción de papilla de cereales (pero no una cualquiera, sino hecha con leche de inicio de una marca determinada y cereales también de una marca determinada, sí, la misma del calendario y de los folletos que exhibía en la sala de espera). Llegados a este punto, tuvimos un intercambio de opiniones bastante acalorado, él me dejó claro lo que pensaba de las talibanas de la teta y yo, de los pediatras caducos sin ganas de actualizarse.
Me marché de su consulta para no volver.
Todo sea dicho, no todos los pediatras son así. El que tengo actualmente jamás se ha metido en temas de crianza, más allá de lo estrictamente relacionado con higiene y seguridad, nunca ha intentado colarme sus opiniones y desde el principio me dejó claro que la fecha del destete es cosa mía. 
Sin embargo, me indigna sobremanera pensar en la gran cantidad de profesionales de la salud que siguen una política de acoso y derribo como la que padecí yo en su día. No hablo solo por mí, soy bastante activa en los foros y en las redes sociales, y me he topado con historias similares con cierta frecuencia.
Si esto es ser talibana, que me digan dónde recojo el burka, pero cada vez que oigo o leo odiseas de este tipo, me hierve la sangre. Este tipo de "profesionales" (nótese el entrecomillado) son una vergüenza para su colectivo: no por su desinformación, ni por su falta de ganas, ni por su prepotencia, ni siquiera por los intereses que los puedan estar moviendo. Es porque te hacen dudar, sentirte inútil, porque te arrebatan una experiencia dichosa sin pensárselo dos veces, porque provocan unas heridas que cuesta mucho cerrar, porque nos infantilizan, porque nos imponen sus opiniones personales (y sus neuras) como si fueran verdades científicas.
Para concluir, hay una petición en change.org para pedir la retirada del libro en cuestión (quien quiera firmarla, puede hacerlo a través de este enlace); personalmente, creo que de no ser posible su retirada, habría que poner en la portada una advertencia como en los paquetes de tabaco: las autoridades sanitarias advierten que poner en práctica estos consejos puede perjudicar seriamente la salud de su hijo.
 
 

miércoles, 14 de enero de 2015

La maternidad guerrera

Decía mi madre, que solo me había tenido a mí, que una segunda maternidad no puede ilusionarte tanto como la primera, pues cada etapa es una repetición de una ya vivida.
Cuando vi las rayas del positivo en el test de embarazo de mi hija, descubrí lo equivocada que había estado mi madre. Embarazarse y tener hijos es como enamorarse, puede ocurrir varias veces en la vida, pero cada ocasión trae consigo un torbellino de emociones nuevas.
Esos primeros momentos iban unidos a un miedo quizás infundado, pero comprensible (creo): unos meses antes había sufrido una pérdida, y la amenaza de volver a pasar por lo mismo empañó en cierto modo la alegría de saber que una nueva vida anidaba en mi interior.
Acomodar a mi hija recién nacida sobre mi pecho, observarla por primera vez, descubrirla tan parecida a su hermano y al mismo tiempo tan diferente me confirmó que era cierto lo que había oído decir, que el amor de una madre no se divide entre cada hijo que nace, sino que se multiplica.
En mi entrada anterior expliqué que mi hijo había sido mi despertar, me había descubierto un camino que no conocía y me había guiado a través de él; en cambio, mi segunda maternidad me cogía en cierto modo preparada: no solo era puro instinto, había tenido cuatro años para informarme, leer, aprender y saber hacia dónde iba.
Pensé que una segunda maternidad debía otorgar cierto status, el haber vivido ya esa experiencia, el demostrarle al resto del mundo que hasta el momento no lo había hecho tan mal me pondría a salvo de consejos y de opiniones no solicitadas.
Llevo puesto desde hace mucho lo que yo llamo mi traje de foca, es una alusión a mi sobrepeso, pero significa principalmente que todo me resbala. En realidad nunca me ha importado demasiado lo que los demás opinan de mí, desde pequeña he tenido claro que prefiero equivocarme pensando con mi propia cabeza que acertar por hacer caso a los demás. Sin embargo, cuando mi hijo mayor era bebé, lo que me pedía el cuerpo era radicalmente opuesto a lo que me aconsejaban los demás; y si bien prefería ser fiel a mi corazón que traicionar mi sentir, en ocasiones sentí una punzada de culpabilidad mientras me decía a lo mejor tienen razón y le malcrío, pero no lo puedo evitar.
El nacimiento de mi hija (y la información a la que tuve acceso durante ese intervalo) me reconciliaron con esos sentimientos. Con ella, fui consciente desde el primer día que no estaba siendo blanda ni sobreprotectora, que miles de años de evolución me habían llevado hasta ese punto y nada podría cambiarlo. Y sobre todo, estaba mi tribu de Dormir sin llorar, estaban mis autores, mis libros, mis constantes recordatorios de que lo que yo hacía tenía fundamento y base científica.
Sin embargo, a pesar de todo, seguía siendo el bicho raro, por dormir con mi hija igual que había hecho antes con su hermano, por dar teta más allá de lo que el entorno consideraba políticamente correcto (léase un par de meses), por no criar con azotes o castigos, por intentar huir de los chantajes, en resumen por no hacer el más mínimo caso a las presiones que recibía con cierta frecuencia.
Cuando tuve a mi hijo, al principio me limitaba a sonreír, asentir, agradecer, y a continuación seguir confiando en mi instinto; sin embargo, esta estrategia se tiene que haber confundido con una falta de argumentos, así que poco a poco, empecé a dejar claro que los argumentos los tenía, y a desgranarlos implacablemente, uno por uno.
Ha pasado mucho tiempo desde entonces, ya no estoy en guerra contra el mundo. He comprendido que no hay peor ciego que el que no quiere ver, y que no está en mi poder cambiar el mundo. A raíz del libro, hemos tenido la oportunidad de dar charlas al respecto, de conocer a mamás que se sienten inseguras y perdidas, prisioneras en un mundo inhóspito, presionadas y juzgadas, mamás que lo están pasando igual de mal que yo en los primeros tiempos. Cada vez que tiendo la mano a una de ellas, que contesto a una mamá ojerosa porque su bebé no duerme, que se me ocurre una respuesta ingeniosa para el opinólogo de turno, puede que la esté ayudando a ella, pero sobre todo me ayudo a mí misma, me recuerdo que no estoy sola, que en el mundo hay mucha gente que piensa como yo, es la verdadera esencia de la tribu.
Sobre todo, he aprendido a dejar de hacerme tantas preguntas: las respuestas se oyen mejor cuando se está en silencio.


jueves, 23 de octubre de 2014

Sobre empatía, destetes y juicios de valor

A lo largo de mi vida (tanto presencial como virtual) me he topado con cosas que han alterado mi percepción.
Cuando mi primera lactancia fracasó, todo el mundo se apresuró a decirme que no pasaba nada, que lo importante era que el bebé no pasara hambre (quien quiera saber más al respecto y leer mi historia, puede hacerlo a través de este enlace). Años después, lloré como una magdalena al leer Un regalo para toda la vida, porque vi que alguien finalmente ponía palabras a mis sentimientos.
Cuando me empeñé en sacar adelante la lactancia de mi hija, me acusaron de ser una inconsciente que prefería perjudicar a su bebé que pasarse al biberón.
¿Más historias?
Una chica pregunta en un grupo si es normal que un recién nacido solo se duerma al pecho y se siente atacada por el tono de las respuestas.
Otra decide destetar a un niño mayor y siente que cuestionan su decisión.
Una mamá explica entre lágrimas que dejó de dar el pecho a su hijo a los 4 meses por orden del médico que le recetó un antibiótico.
A otra, que está presenciando la conversación anterior y afirma encontrarse en una situación similar, se le explica que la grandísima mayoría de medicamentos son compatibles con la lactancia: se enfada, a ver si ahora sabemos más que los médicos.
Una señora decide no dar pecho a su bebé recién nacido y se siente juzgada y criticada por el personal del hospital donde ha dado a luz.
Otra decide no hacerlo porque tiene miedo a que un contacto tan íntimo con el bebé le provoque flashbacks del abuso sexual que sufrió en su infancia.
Una mamá explica que decidió destetar porque sufría una agitación del amamantamiento brutal y la criticaron por dejarlo después de haber llegado a este punto.
Y otra, cuenta que en el hospital dieron biberones a su bebé sin su consentimiento y cada vez que oían llorar al niño le ofrecían una "ayudita".
Son historias reales, de personas con nombres y apellidos, que se han cruzado conmigo de las formas más variadas. El denominador común no es la lactancia, sino la incomprensión que han percibido por parte de su entorno.
 
Vaya por delante que esta entrada no pretende ser la típica palmadita en la espalda al estilo todo es respetable y cada madre quiere lo mejor para su bebé. Cualquiera que me haya seguido de forma mínimamente asidua sabrá que suelo vapulear verbalmente esta forma de pensar con cierta frecuencia.
Pues no, simplemente no es igual dar el pecho que no darlo (y si queremos más ejemplos, tampoco es igual atenderle que dejarle llorar, acompañarlo en su evolución de sueño que adiestrarlo con métodos, negociar que imponer, tratarle con la dignidad que todo ser humano se merece que darle un azote, y muchos más).
Digamos que tiendo a ser bastante tajante en estos temas, porque a estas alturas ya no tengo ganas de limpiar conciencias, ni de tragar sapos para no ofender a interlocutores que no se preocupan lo más mínimo de no decir o hacer cosas ofensivas. Considero que todos tenemos el derecho de tomar nuestras decisiones, y la obligación de apechugar con las consecuencias que nuestras decisiones nos puedan acarrear.
Así que en realidad no soy capaz de empatizar con todas las mamás de los ejemplos que puse al principio. Con algunas sí, y no solo porque sus vivencias se parezcan a las mías, sino porque sus historias consiguen de algún modo encajar en mi propio molde ético; con otras no, y soy consciente de que es un aspecto que necesito trabajar.
Una cosa es la crianza ideal con la que soñábamos mientras nos crecía la barriga, y otra muy distinta la realidad, con la que a menudo nos hemos dado de bruces. Por otra parte, hay una diferencia fundamental entre fracasar en algo y no intentarlo siquiera, entre cometer un error por experiencia o falta de información y elegir conscientemente el camino equivocado, a sabiendas de que hay otros mejores, después de contar con una cantidad considerable de información.
Sin embargo, lo que tengo en común con todas esas mamás es la sensación de sentirme juzgada por un entorno que en ningún momento se molestó en profundizar en mis circunstancias antes de abrir la boca.
Noto a mi alrededor cierto afán por parecer mejores que el resto, por demostrar que yo crío mejor que mi cuñada o la vecina del quinto. Nos enzarzamos en debates sobre si será mejor cocinar comida sana y casera o tirar de congelados para tener así más tiempo para jugar, sobre si es más apegada una madre que da biberón pero no portea que una que usa pañales de tela pero sienta a sus hijos en la silla de pensar. Son comparaciones, a mi juicio, estúpidas.
He descubierto que la aventura de la maternidad no es una carrera de méritos para que nos den la medalla a la madre del año, sino una extraordinaria ocasión de crecimiento personal. Se trata de saber elegir un camino entre muchos otros, de elegirlo con el cerebro, el corazón y las entrañas; de saber encontrar información y ser capaces de procesarla, por mucho que hacerlo nos abra viejas heridas; de superar nuestros traumas y vencer nuestros propios demonios; de equivocarse, pedir perdón y rectificar.
Por otra parte, es un camino que a menudo debemos recorrer solas, no porque nadie nos acompañe, sino porque las personas que lo hacen piensan de forma distinta y no se resisten a hacérnoslo saber: aunque con la mejor de las intenciones, es bastante frecuente toparse con alguien que te explica por qué te estás equivocando, qué es lo que deberías hacer, cómo deberías sentirte, qué hizo esa persona en su día con sus hijos y por qué le funcionó también.

El problema es que con tanto afán por aconsejar, se nos olvida que la esencia del apoyo es precisamente esa, la de apoyar. A veces se aprecia más un abrazo que un largo resumen sacado de un libro.
Vivimos en una vorágine de consumismo, de materialismo, de autoproclamados gurús que prometen milagros de todo tipo, de métodos fantásticos que aseguran resultados sorprendentes. Y mientras nos dejamos deslumbrar por las luces y nos preguntamos si no será bueno encender también nuestra propia bombilla, no nos damos cuenta de que con tanto ajetreo, nos hemos dejado por el camino una cualidad fundamental: la capacidad de escuchar.
Creo que es justamente lo que necesitábamos las mamás de los ejemplos, lo que necesitaban incluso las que no entiendo, cuyas decisiones me chirrían, me sorprenden y en algunos casos hasta me indignan: que no nos dijeran lo que teníamos que hacer, ni nos hicieran saber si lo que finalmente hicimos estaba bien o mal. Quizás lo único que necesitábamos realmente era que alguien se hubiera sentado en frente y nos hubiera dicho: cuéntame qué te preocupa, y vamos a ver cómo lo solucionamos entre todos.

domingo, 5 de octubre de 2014

Doble rasero

Periódicamente, me topo con un artículo del estilo Cómo evitar que tu hijo se te suba a la chepa, o Cómo educar a tu hijo para que te respete, o al revés, Los 7 consejos que mandarán a tu hijo de cabeza al reformatorio, que viene a ser lo mismo, pero en clave irónica. Hace unos meses, escribí esta entrada en relación al decálogo del juez Calatayud, pero he podido comprobar que artículos, decálogos y consejos de ese estilo se encuentran por doquier.
Sirva de aviso que esto es un desahogo, un vapuleo verbal políticamente incorrecto.
Son artículos que varían en cuanto a la forma, a los detalles y a los matices, pero tienen un denominador común: achacan todos los males del mundo mundial al permisivismo de los padres, alertan que la única manera de criar niños que no se conviertan en indeseables es no hacerles caso, enseñarles que no son el centro del mundo, acostumbrarles a renunciar a sus deseos y demás lindezas.
Si bien estoy de acuerdo en que decir a todo que sí puede ser igual de contraproducente que decir a todo que no, este tipo de publicaciones me suelen dar escalofríos.
Para empezar, considero que un alarmante número de personas tiende a confundir permisivismo con pasotismo: a mi entender, ser permisivo es sinónimo de ser tolerante, lo cual no me parece en absoluto un defecto. Sin embargo, un mal entendido ejemplo de permisivismo es el de aquellos padres que dejan que sus hijos corran a sus anchas por un restaurante, molestando al resto de comensales y poniendo los dedos en platos ajenos. En realidad, en la mayoría de los casos (no pretendo generalizar, pero en los que conozco yo suele ser así), esos padres no están siendo permisivos, no permiten que sus hijos alboroten porque les parece bien, o les reconocen el derecho a ser niños, sino porque otras alternativas más razonables, como entretener a los niños, pedirles que se sienten (pero de buenas maneras, no repartiendo collejas, que a alguno se le ve venir) o llevarles a un sitio donde puedan estar a sus anchas no les suelen parecer igual de apetecibles. No es igual dejar que hagan algo porque te parece sensato, que hacerlo por no tener que despegar el culo de la silla, con perdón. Un día os contaré con más detalle por qué dejé de ir a comidas familiares.
Lo segundo, que un porcentaje igual de alarmante está dispuesto a aceptar que los tiranos, los monstruos, los delincuentes o simplemente las personas egoístas o despóticas lo son debido a la falta de límites en su infancia. Dan ganas de hacer una encuesta entre los presos de las cárceles, a ver cuántos de ellos consideran que se han saltado la ley porque sus padres les hicieron demasiado caso cuando eran pequeños.
Dicen que de todo hay en la viña del Señor, y posiblemente en esto también nos llevaríamos sorpresas, sin embargo me extraña que siempre se haga una asociación entre delincuencia y permisivismo y nadie la haga con los malos tratos.
Personajes históricos conocidos por su crueldad, como Hitler o Saddam Hussein, fueron sometidos a malos tratos durante su infancia; la grandísima mayoría de asesinos en serie también se vieron marcados por historias de abandono y abusos.
Tengo entendido que entre las características que definen a estos últimos, y que se conocen como tríada de Macdonald, no se enumera en ningún momento la falta de límites.
Pero está claro que cuando hablamos de niños "normales", las cosas cambian. Otro punto que me llama la atención, y que me parece importantísimo, es que estos artículos no especifican en ningún momento de qué edades estamos hablando. En mi humilde opinión, no es lo mismo escribir un artículo con consejos para niños de 7 años que para bebés de 6 meses. Lo más aterrador de todo, es que se recomienda ser rígidos, estrictos e inflexibles desde el primer día para que no nos crucen la cara al llegar a la adolescencia.
Por poner un ejemplo, uno de estos reveladores escritos (cito de memoria porque me da cierta pereza enlazar este tipo de literatura), recomienda con una pizca de sorna "apoyarle cuando interrumpe a los adultos para que le hagan caso", como medida para criar un ególatra insoportable.
Está claro que este problema es exclusivo de los niños de hoy, puesto que los educadísimos adultos que en su día fueron criados zapatilla en mano suelen ser un dechado de consideración y respeto, solo hay que ver cualquier tertulia televisiva para darse cuenta.
Estoy totalmente de acuerdo en que interrumpir a una persona que está hablando es de mala educación, pero que me explique el autor (o autora, ya no recuerdo) del despropósito de qué edades estamos hablando. Considero que un niño de 6 años puede aprender perfectamente a no interrumpir a los adultos (ni a otros niños, dicho sea de paso, pero se ve que es más importante respetar a los mayores que a la humanidad en general); es una sencilla lección que puede aprender en dos pasos: el primero, no interrumpirle a él, porque tienden a tratar a la sociedad del mismo modo en que se les trata a ellos, y el segundo, si aún así interrumpe, ir recordándole que hay que respetar el turno de palabra de todo el mundo, igual que los demás respetan el suyo. Eficacia garantizada, el mensaje acaba llegando.
Ahora, transmitir ese mensaje a un bebé que todavía no entiende de normas sociales me parece un disparate, y dejarle llorando y sufriendo para que aprenda que no es el centro del mundo roza la crueldad. A nadie se le ocurre obligar a un niño a conducir un coche para que de mayor le cueste menos sacarse el carnet, se supone que ciertas cosas llegan al madurar. Sin embargo, cuando hablamos de educación y respeto parece ser que la única manera de inculcar dichos valores sea acorralándoles a golpes de vara.
En realidad, lo que más me molesta de todos estos panfletos es el doble rasero. Podría entender, que no compartir, que algunas personas opinaran de esta manera si se aplicaran el cuento en su vida cotidiana. Pero me gustaría saber si los que se rasgan las vestiduras por la escasez de normas de la crianza moderna
Imagen encontrada en Facebook, desconozco su autoría.
siempre respetan el límite de velocidad en la autopista, ceden el asiento en el metro o en el autobús, nunca se han colado en el cine y si se encuentran con un billete falso lo llevan obedientemente a su sucursal bancaria para ser destruido, en vez de intentar encasquetárselo a algún incauto; si el día en que en su trabajo les niegan un ascenso para concedérselo al trepa del departamento cuyo único mérito consiste en hacerle la pelota al jefe, lo asumen de buena gana porque en la vida no se puede tener todo lo que uno quiere; si acostumbran a encajar desplantes y humillaciones con una sonrisa en la boca porque es bueno entrenar la tolerancia a la frustración; si cuando tienen un mal día y necesitan un abrazo les parecerá bien que su pareja les haga esperar porque está viendo la tele y al fin y al cabo, no son el centro del universo.
En realidad no se trata de ser autoritario o permisivo, sino de no hacerle a un niño lo que no le haríamos a un adulto. No se trata de no educar, sino de hacerlo con sentido común, que como dicen, es el menos común de los sentidos.
 
 

martes, 22 de julio de 2014

Envidia o compasión

Hace unos días tuve ocasión de ver un documental en YouTube que no me ha dejado indiferente. Se titula Amish: a secret life, y es un reportaje de aproximadamente una hora de duración acerca de la vida de una familia perteneciente a dicho grupo religioso. Adjunto el enlace al video por si a alguien le interesa verlo (lo lamento profundamente, pero no he conseguido encontrar una versión traducida y ni siquiera con subtítulos).
Para quien no quiera verlo, el documental analiza, a lo largo de varios meses, la vida diaria de una familia Amish compuesta por los padres y cuatro hijos (el quinto nace al final), además de recoger las opiniones de los padres, David y Miriam Lapp, acerca de su religión y del mundo que les rodea.
Vaya por delante que conocía muy poco acerca de los Amish, más o menos lo que vi en la película Witness, y tengo que admitir que después de ver el documental me siguen quedando muchas incógnitas. Sin embargo, me ha transmitido una serie de ideas, buenas y malas, que no consigo quitarme de la cabeza.
Me ha parecido curiosa la ingenuidad de David a la hora de responder a preguntas sobre planificación familiar (creo que no le acababa de quedar claro el concepto de buscar un bebé), incómoda la tranquilidad con la que Miriam acepta su rol de mujer sumisa y relegada al hogar, estridente el contraste entre los mensajes de paz y amor que pretenden transmitir y la escopeta que el niño mayor traslada a la nueva casa en ocasión de la mudanza.
Sobre todo, me ha parecido inaceptable la respuesta de Miriam cuando le preguntan por su postura acerca de la disciplina: contesta que según los preceptos bíblicos hay que recurrir a la vara y que ha podido observar muy buenos resultados; a continuación, aclara no haberla utilizado al disponer de su propia versión casera, una cuchara de palo en la que ha dibujado una sonrisa y a la que llama Smiley. Se la enseña a su hijo pequeño quien se apresura a agarrarse a su pierna pidiendo que no le pegue.
Dicho esto, la vida de esta familia está llena de detalles que me enternecen: los padres muestran en todo momento una actitud cariñosa y comprensiva hacia sus hijos (supongo que será cuando no los estén aterrorizando con el siniestro Smiley), disfrutan sinceramente del tiempo que pasan en familia, se les ve alegres y felices, conectados entre ellos, convencidos de ser ellos mismos y de su forma de vida.
Desde luego, si tuviera que vivir como ellos, me volvería loca al cabo de unos días. Pasar el resto de mi vida sin nevera o fregaplatos, no poder navegar por internet en los ratos libres, tener que coser mi propia ropa y renunciar a cualquier comodidad moderna para vivir como lo hacían sus fundadores hacia tres siglos se me haría insoportable. Además, no me considero una persona religiosa, las misas y demás servicios religiosos me aburren y cuando necesito respuestas tiendo a buscarlas en Google antes que en la Biblia.
Pero si intento ir más allá de las apariencias, tengo que admitir que he encontrado más aspectos positivos que negativos, y que probablemente son más las cosas que me unen a ellos que las que me separan. Miriam acuna a su hijo pequeño y le canta canciones, igual que he hecho yo con los míos: ella canta himnos religiosos y yo las canciones de mi infancia, pero la idea de fondo es la misma; sus niños ayudan con los preparativos cuando la congregación se reúne en su casa para rezar y los míos lo hacen cuando tenemos invitados a comer; ayudan a sus padres a recoger los huevos del gallinero y los míos colaboran a la hora de poner la lavadora; la niña se agarra a la pierna de su padre y él finge hacer un gran esfuerzo para caminar así, igual que mi marido viene haciendo desde hace años, sus respectivas sonrisas al llegar a casa de trabajar y ver a sus hijos son idénticas.
Lo que más envidia me da de esa familia es que se sienten parte de una comunidad, tienen a su alrededor a un grupo de personas que piensan y actúan de forma parecida. Es un detalle que me ha dejado un regusto amargo y me ha hecho entender hasta qué punto me siento sola a veces.
Echo en falta a una tribu, es algo que experimenté brevemente en ocasión de mi viaje a Italia, pero ha sido tan breve que casi parece un espejismo. Mis niños juegan alegres y despreocupados, corren descalzos igual que los de ellos, pero lo hacen en un pasillo, no en una granja rodeados de animales. No hay vecinos amables que les recuerden que no pueden alejarse solos, no pueden salir a una calle de cuatro carriles para jugar entre el tráfico.
Sobre todo, no hay tribu, no hay congregación, no hay grupo de personas remando en la misma dirección. Tenemos familia, y amigos, pero no somos parte de ninguna comunidad que nos ayude, apoye y aconseje: tenemos la suerte de vernos rodeados de personas que nos quieren, pero cada uno persigue sus propias quimeras, y a veces siento el dolor punzante de sentirme incomprendida, de no ser de ninguna parte, de tener que librar mis batallas en soledad porque mucha gente ni siquiera comprende mi necesidad de luchar.
No hay multitud de fieles que se reúnen en casa de uno o de otro, por turnos; a veces nos vemos con una familia, o dos, pero no siempre, porque tenemos que hacer hueco para todo el mundo y los planes no siempre salen como uno quiere.
Tengo a mi tribu virtual, mis amigas que me sostienen cuando flaqueo, que piensan igual que yo en muchos aspectos, con las que puedo hablar sin tapujos, pero a veces una conexión virtual no reemplaza un día en el zoo con los niños o un café entre risas viéndonos las caras.
Aquí no hay feligreses que entretengan a los niños cantando I'm in the Lord's army, están los que opinan que los niños deberían convertirse en muebles y no molestar, los que los dejan a su aire aunque destrocen la casa, los que se sienten en la obligación de decirles a los demás lo que tienen que hacer en vez de actuar ellos mismos, los que piensan de forma parecida y los que tienen unas ideas totalmente incompatibles con las mías. Somos partículas que se buscan, se encuentran, a veces se atraen y a veces se repelen pero nunca consiguen unirse para dar vida a algo nuevo.
Si habéis leído hasta aquí, os pido que no nos limitéis a leer. No suelo hacerlo, pero en esta ocasión me gustaría pediros que me dejarais vuestra opinión y empezar un debate. ¿Tenéis tribu? ¿Os sentís parte de un grupo? ¿Son paranoias mías o realmente la vida moderna nos hace muy, muy solos?
Estoy harta de pensar en la familia Amish y no saber si debería sentir envidia o compasión.


lunes, 28 de abril de 2014

Dormir sin llorar - El libro de la web

Una vez leí que para tener una vida plena hay que tener hijos, escribir un libro y plantar un árbol. A partir de ahora, puedo decir con orgullo que solo me queda el árbol.
El próximo 20 de mayo sale a la venta Dormir sin llorar - El libro de la web, del que soy coautora. Me gustaría presentarlo diciendo que es el mejor libro sobre sueño infantil jamás escrito, aunque para hacer honor a la verdad me veo obligada a hacer una serie de puntualizaciones.
He leído unos cuantos libros que tratan en parte o en su totalidad el sueño de los niños, y he hojeado
unos cuantos más; por lo general, hasta donde he podido comprobar, se dividen en dos categorías: unos explican cómo, cuánto y dónde debería dormir un bebé, hacen hincapié en la firmeza de los padres a la hora de conseguir el objetivo que se han planteado, recomiendan dejar llorar al bebé hasta que se acostumbre, no acudir, o no hacerlo hasta pasado un tiempo, si se despierta y así sucesivamente; otros muestran un enfoque más respetuoso, defienden que el sueño es un proceso evolutivo, explican que los despertares son normales, pero tienden a ser parcos en consejos a la hora de capear el temporal.
En Dormir sin llorar defendemos sin dudarlo esta última corriente, consideramos que dejar llorar a un bebé no es ético, ni efectivo, ni saludable; sin embargo, tantos años de experiencia foril, de dar y recibir consejos, nos han enseñado que no se trata simplemente de aguantar hasta que el sueño del niño empiece a parecerse al de un adulto. Es posible mejorar el sueño de todos, del bebé pero también de los padres, sin que nadie se resienta ni tenga que sufrir por ello.
Este libro es la culminación de un proyecto que empezó hace casi cuatro años, aunque por aquel entonces ni se nos pasaba por la cabeza la idea de escribir un libro sobre sueño infantil. Empezamos recopilando artículos para debatirlos, actualizar la Guía Dormir sin Llorar con la información que encontrábamos útil, y poco a poco fue tomando forma la idea de redactar un folleto con consejos respetuosos sobre sueño para irlo repartiendo en las maternidades, consultas de pediatría y grupos de apoyo. Una cosa fue llevando a la otra, y empezamos a barajar la idea de escribir un libro y autoeditarlo, hasta que la editorial Obstare decidió apostar por nosotras y hacerse cargo de la edición.
Esta es la historia "oficial" de nuestro libro, pero al mismo tiempo también es nuestra historia: una historia de noches en vela detrás de una pantalla, de un borrador en Google docs con notas en todos los colores del arco iris (cada una un color, para controlar los cambios), de capítulos escritos a una sola mano y con un bebé a la teta, de conversaciones y debates; es una historia de expectación, de superación, de ganas de hacer algo grande y de contribuir a cambiar el mundo. Es mi historia, es la historia de Rafi, de Mon, de Merche, de Bego, de Cristi y de Rosalina, una historia de madres, foreras y amigas. Gracias a todas por estos años, por lo que las palabras no pueden expresar.
Alea jacta est, y larga vida a Dormir sin llorar.

Contenido

Prólogo de Carlos González

CAPÍTULO 1- INFORMACIÓN GENERAL SOBRE EL SUEÑO DE LOS BEBÉS - El sueño normal del bebé y el bebé que duerme mal - ¿Por qué se despiertan los bebés? 
CAPÍTULO 2- ESTRATEGIAS BÁSICAS Y NECESARIAS PARA MEJORAR EL SUEÑO - El ambiente del sueño- Plan de siesta - Guardería - Viajes - La rutina de buenas noches
CAPÍTULO 3- BEBÉS DE 0 A 3 MESES - ¿Cómo duermen los recién nacidos? - ¿Qué el bebé se duerma sin ayuda?- Estrategias para dormir a un bebé de 0 a 3 meses - El colecho, una opción a tener en cuenta - El Síndrome de la Muerte Súbita del Lactante y el colecho - Otros problemas y otras soluciones - El bebé con cólicos - Técnica para envolver al bebé - El cólico y la falta de siestas - El cólico en bebés amamantados - Masajear al bebé - El descanso de la madre en el post-parto - Estadísticas - Plan de acción.
CAPÍTULO 4- BEBÉS DE 4 A 7 MESES- ¿Cómo duermen los bebés de 4 a 7 meses? - Crisis de crecimiento en bebés amamantados - Consejos básicos para el sueño - Identifica las señales de sueño del bebé - Dormirse en brazos - Dormirse con el chupete - Dormirse comiendo y despertarse para comer - ¿Cereales para dormir más y mejor? - Regreso al trabajo y cuidado por el papá u otras personas - Estadísticas - Plan de acción
CAPÍTULO 5- BEBÉS DE 8 A 12 MESES- ¿Cómo duermen los bebés de 8 a 12 meses? - La angustia de separación y el apego - ¿Cómo ayudar-(nos) a superarlas ?-  La salida de los dientes - La alimentación complementaria y su relación con el sueño - Nuevos hitos: aprender a sentarse, ponerse de pie y gatear - Sacarlo de la habitación de los padres - Descansar durante el día - Identifica las señales de sueño del bebé - Palabras mágicas - Dormirse en brazos - Dormirse con el chupete - Plan cambia-rutinas, dormirse comiendo o siendo mecido, etc. - Plan padre - Estrategias para madres que dan el pecho - Estadísticas - Plan de acción
CAPÍTULO 6- BEBÉS DE 1 A 2 AÑOS- ¿Cómo duermen los bebés de 1 a 2 años? - La angustia de separación - Salida de más dientes - Nuevos hitos: caminar, correr, hablar.. .- Las rabietas. - Consejos básicos para el sueño.- Alimentos que favorecen el sueño- Otros problemas, otras soluciones- Dormirse en brazos- Plan cambia-rutinas, dormirse comiendo o siendo mecido, etc -  Plan padre - Biberones nocturnos - Estrategias para madres que dan el pecho - Cambiarlo de habitación - Estadísticas - Plan de acción
CAPÍTULO 7- NIÑOS DE 2 A 3 AÑOS- ¿Cómo duermen los niños de 2 a 3 años? - Rabietas, los terribles dos- Miedos - Dejar los pañales - La siesta - Alimentos que favorecen el sueño - ¿Pesadillas o terrores nocturnos? - Plan padre - Biberones nocturnos - Estrategias para madres que dan el pecho - Dormir en su habitación y permanecer en ella - Estadísticas - Plan de acción
CAPÍTULO 8- NIÑOS DE MÁS DE 3 AÑOS- ¿Cómo duermen los niños de más de 3 años? - Miedos - El inicio del colegio - Consejos básicos para el sueño - Cenas para dormir - Malos sueños - Mojar la cama, enuresis nocturna - Celos de hermanos - Dormir en su habitación toda la noche - Dejar el chupete - Conclusiones - Plan de acción
CAPÍTULO 9- DORMIR A DOS O MÁS- Hermanos de diferente edad - Mellizos o gemelos
CAPÍTULO 10- MOLESTIAS QUE QUITAN EL SUEÑO- Gases y cólicos- Reflujo gastroesofágico - Parásitos intestinales.- Catarros, tos, mocos - Salida de los dientes - Dematitis atópica - Alergias alimentarias o intolerancias a alimentos - Apnea del sueño y ronquidos - Pesadillas y Terrores nocturnos.- Sonambulismo - Adormecimiento brusco.   
CAPÍTULO 11- FÁRMACOS Y OTRAS SUSTANCIAS- Suplementos de melatonina - Antihistamínicos - Homeopatía- Flores de Bach - Plantas medicinales.
CAPÍTULO 12- MITOS SOBRE EL SUEÑO DE LOS BEBÉS-¿No pasa nada porque llore? - ¿A partir de los 3 meses debería dormir del tirón? - ¿Es raro que no sepa dormirse solo?- ¿El colecho hace a los niños dependientes? - ¿Dormirá mejor si se cansa mucho durante el día? - ¿El sueño se recupera? - ¿El mal dormir se hereda?
CAPÍTULO 13- ¿POR QUÉ SIN LLORAR?- ¿Qué son los métodos de extinción?- ¿Cómo funcionan realmente los métodos de extinción? - ¿Por qué sin llorar? Porque Dormir Sin Llorar, funciona.


El libro ha sido publicado por la editorial Obstare, con ISBN 978-84-941016-7-0 y se puede comprar en la tienda online de Dormir sin llorar, en Casa del libro, FNAC y en tu librería favorita.
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