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viernes, 25 de enero de 2013

Transformación

El último día que fui a la oficina, el pelo me llegaba justo debajo de los hombros; a finales de verano, cuando me reincorpore al finalizar la excedencia, me rozará el trasero. A lo largo de estos dos años y medio he engordado lo que no está escrito, me depilo cuando me acuerdo y al mirarme al espejo veo arrugas y canas que antes no tenía: en resumen, me he embrutecido.
Nunca he sido una persona especialmente arreglada, he seguido modas y tendencias solo en contadísimas ocasiones, sin embargo en otro tiempo, en otra vida, solía salir a la calle con el bolso a juego con los zapatos, las uñas perfectamente pintadas y pendientes del mismo color que la ropa.
Ahora mi armario está compuesto, como mucho, por una docena de prendas que no conjuntan necesariamente entre sí: llevo años sin comprarme prácticamente nada, porque pensé que conseguiría perder peso, porque vivimos con un solo sueldo, porque tengo cosas más importantes en la cabeza. No necesito ponerme de punta en blanco para ir al parque o a la frutería, unas zapatillas o unas botas militares son el calzado más cómodo para perseguir a unos niños que corretean por la calle como potrillos, una simple coleta es suficiente para mantenerme el pelo alejado de la cara a pesar de no ser estéticamente muy atractiva y si no he tenido tiempo de pintarme las uñas, confío en que nadie se va a fijar.
Sin embargo, dentro de unos meses deberé salir de mi burbuja para volver a formar parte, digamos, del mundo real: no trabajo de cara al público, no se me exige una elegancia exquisita, pero tengo que ir mínimamente presentable, y me temo que el chándal no entra dentro de los atuendos que la empresa considera adecuados.
Poco a poco estoy empezando la transformación: trato desesperadamente de perder algo de peso (estoy a dieta día sí y día no, me cuesta horrores ponerme a ello), me hago una mascarilla una vez por semana y me he enganchado a tutoriales de youtube donde unas chicas se hacen unos peinados con una habilidad que nunca seré capaz de adquirir. En verano intentaré acabarla, aprovecharé las rebajas para conseguir algún chollo, iré a la peluquería para reducir mi melena a una longitud envidiable pero aceptable, me volveré a teñir y a maquillar con cierta regularidad. 
En realidad, espero con impaciencia la llegada del verano, pero por motivos completamente distintos: será el último verano que podré disfrutar enterito con mi marido y mis hijos; a partir del siguiente, tendremos que hacer malabares para compaginar las vacaciones escolares con nuestras respectivas obligaciones laborales, esforzarnos para cuadrar fechas y ver cómo nos organizamos para que los niños puedan disfrutar de sus vacaciones incluso en los días en que no nos podamos mover de casa.
El final del verano dará paso a muchos cambios, yo volveré a trabajar, mi hija empezará el colegio. El martes pasado fuimos a entregar el formulario de solicitud de plaza, y mientras lo firmaba me temblaba la mano: miro a mi niña y me doy cuenta de que ya no tengo bebé, ahora es una señorita que reclama su independencia, juega sola cuando quiere, elige y pela ella misma la mandarina que va a tomar de postre, viene corriendo a darme un abrazo o intenta trepar por la estantería para curiosear entre los libros y los juguetes de su hermano. Al mismo tiempo la veo tan pequeña, tan indefensa y me pregunto cómo reaccionará a esa repentina separación. Irá solo por la mañana, pero soy consciente de que es muy pronto y maldigo el sistema que hace posible una escolarización tan temprana.
De aquí a septiembre quedan casi ocho meses, tendrá tiempo de crecer y evolucionar; yo también, tendré tiempo de hacer cábalas, de hacerme a la idea, porque por desgracia no me queda más remedio, y no puedo arriesgarme a quedarme sin trabajo en los tiempos que corren.
De aquí a septiembre también hay tiempo suficiente para que maduren más proyectos, no digo más, pero a ver si el 2013 va a ser un año de transformación como promete.

lunes, 23 de mayo de 2011

La Madre Tierra

Hoy me he puesto a dieta, y espero que esta vez sirva para algo (aparte de para ponerme de mala leche). Hasta el momento presente, he tratado de autojustificarme diciendo que la lactancia ayuda a adelgazar (me apresuro a puntualizar que se tarda un poco porque después de 8 meses todavía no he visto los resultados),  y antes, cuando estaba embarazada, explicaba que tenía que comer por dos (como teoría ha sido desacreditada hace mucho tiempo, pero como excusa es una maravilla). Antes de eso, recurrí a otros pretextos que ahora ya no recuerdo, pero ya me ha llegado el momento de enfrentarme a la realidad.


Así que esta mañana tomé un opíparo desayuno compuesto por un café (a eso no renuncio), un yogur con cereales integrales y una pieza de fruta, y ahora mismo estoy mirando el reloj con impaciencia y calculando cuanto falta todavía para comer.
Earth with clouds, de idea go
http://www.freedigitalphotos.net
Llevo poniéndome a dieta desde que tengo memoria, o casi. Empecé en la primera adolescencia, alternando rachas en las que intentaba sobrevivir a base de lechuga (más por presión social que por convicción propia) con otras en las que engullía hamburguesas a pares. A pesar de todos mis esfuerzos, nunca he conseguido identificarme con las chicas de la tele que se entusiasman delante de un bol de copos de trigo integral o se comen una manzana con la misma fruición con la que yo ataco la comida de Navidad. Existe un grupo en facebook llamado "Abofetearía con panceta a las lerdas del anuncio de Special K". Por lo que a mí respecta, se salvan porque no tengo feis.
Mis personajes favoritos son más bien del estilo de la protagonista de Como agua para chocolate, que utilizaba la comida para canalizar sus sentimientos. En mi caso particular los resultados no son tan espectaculares, pero reconozco cierto efecto terapéutico al hecho de sentarme en el sofá con un bote de helado.
Y claro, estas cosas han acabado por pasarme factura. He tenido épocas en las que estaba moderadamente delgada y otras de sobrepeso, pero admito que la actual bate todos los records.
Curiosamente, ahora que es cuando peor estoy es cuando más a gusto me siento con mi cuerpo. Tengo cierto parecido con la Venus de Willendorf, me he convertido en la encarnación de la Madre Tierra, mis lorzas y mis estrías no son otra cosa que el recuerdo de mis batallas, la celebración de la perpetuación de la vida. Por desgracia, las tiendas de ropa no suelen entender la poética relación entre mi físico de matrona romana venida a menos y la energía positiva que gobierna todas las facetas de mi existencia, y me exigen que consiga embutirme en una talla 42 sin que revienten las costuras, o que me compre ropa de señora mayor, sin forma, de estampado decadente y de precio más elevado.
Casi que me quedo con la lechuga.