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jueves, 15 de diciembre de 2011

Ya es Navidad


Ya es Navidad, una de muchas. Cada vez que se acerca esta época del año no puedo evitar mirar hacia atrás, rememorar las Navidades que viví en el pasado.
Recuerdo las Navidades de mi infancia y acuden a mi mente las viejas imágenes que no se desdibujan a pesar del tiempo transcurrido: me veo a mí misma con la nariz pegada al escaparate de una juguetería, observando encandilada un tren de juguete que daba vueltas por un paisaje nevado, lo veía subir montañas y entrar en túneles. Mi padre coleccionaba trenes antes de que yo naciera, y la habitación que luego se convirtió en la mía era el santuario dedicado a su afición: a veces, ante mi insistencia, volvía a sacar los trenes y los raíles y a construir un circuito, no tan complejo como el de la juguetería, pero suficientemente fascinante para mis ojos de niña.
Christmas gift, de digitalart
http://www.freedigitalphotos.net
También recuerdo los olores de la comida, cocinada en cantidades industriales por mi madre y mi abuela: el pavo con una salsa que nunca me ha salido igual, el guiso de lentejas porque traían suerte, el zampone, un plato navideño típico del norte de Italia que consiste en una manita de cerdo rellena de carne picada y especiada (un auténtico ladrillo para el estómago que curiosamente de niña podía comer y de mayor me costaba digerir); el cosquilleo en la nariz producido por las burbujas del spumante (versión italiana del cava) en el que mojaba los dedos para brindar cuando era muy pequeña.
Luego crecí, mis recuerdos dejaron de estar tan ligados a los cinco sentidos y la Navidad perdió su encanto.
Años después, el mazazo: la muerte de mi madre en Nochevieja, mi determinación a no volver a celebrar el Año Nuevo nunca más; siguieron unas Navidades agridulces, en las que no sabía si alegrarme por ver a mi hijo disfrutar de ellas o entristecerme porque mi madre ya no lo podría ver.
Pero como siempre, como todo, no dejo nunca de aprender de mis niños. Ahora veo las Navidades a través de sus ojos y la magia ha vuelto con toda su fuerza.
Mi vida actual y mi vida pasada se juntaron hace un par de semanas mientras hacía el árbol con mis hijos, y le explicaba a mi hijo mayor, como mi madre me explicó a mí hace décadas, la historia de cada adorno que colocamos en él: la piña que ya tiene cien años, pues la heredamos de mi tatarabuela, el reno que siempre hay que poner cerca de una luz para que brillen los diminutos cristales con los que está hecho, las bolas de tela que yo me encargaba de colocar desde siempre porque no eran frágiles.
De camino a casa nos entretenemos viendo la tienda de disfraces de la esquina, donde está expuesto un muñeco vestido de ángel, y nos partimos de risa cada vez que lo vemos: a estas alturas, ya no sé si me río porque la cara del muñeco es bonita, fea o simplemente cómica, pero en cuanto lo veo me pongo de buen humor.
Mi hijo me ha obligado a poner el CD de villancicos en el coche: tengo una colección entera de canciones navideñas, en italiano, en castellano, y también en inglés, alemán y latín, y las cantamos todas, cuando no sabemos la letra o no entendemos el idioma nos lo inventamos y ya está. Mi niña, que todavía es pequeña para cantar, da palmas y baila al son de la música, y cuando paramos en un semáforo saluda a los artistas callejeros.
Mi niño ha escrito su carta a Papá Noel, una auténtica carta hecha a mano a lo largo de varios días, no solo una lista de la compra con los regalos que espera recibir.
Y mi padre ha prometido que volverá a sacar su tren para enseñárselo a sus nietos, y hasta permitirá que hagan chocar dos trenes, cosa que a mí no me dejó hacer nunca.
Por fin, es Navidad.

martes, 24 de mayo de 2011

El olor de la felicidad

Cuando pienso en mi infancia, recuerdo imágenes. Algunos recuerdos son buenos, otros malos, pero curiosamente casi todos van acompañados de un olor. Con el tiempo, he empezado a asociar distintos olores a recuerdos, y sentimientos.
Hacerse mayor huele a café. Hasta la fecha soy incapaz de preparar un café sin haberlo olido. Recuerdo mis primeros desayunos en la guardería, las galletas rectangulares que nunca conseguí encontrar, el tazón de leche tibia y azucarada que nos ponían delante. Luego una auxiliar decía chi desidera caffè alzi la mano (quien quiera café, que levante la mano), siempre la misma frase, y mi mano se levantaba al instante (odiaba la leche sola). Ahora me pregunto si era realmente café o algún tipo de sucedáneo. Supongo que hoy en día los padres pondrían el grito en el cielo si a una guardería pública se le ocurriera servir café a niños en edad preescolar. Pero eran otros tiempos, y en mi país la cultura del café es muy arraigada. De hecho, tengo recuerdos aún más tempranos ligados al café: mi madre y mi abuela sentadas en la cocina charlando y echando unas gotas de descafeinado a mi vaso de leche para que me lo tomara; mi otra abuela que compraba el café en grano y al peso, me dejaba molerlo con su molinillo y después lo preparaba.
Todavía recuerdo con añoranza esos momentos, el líquido tibio deslizándose por mi garganta mientras me sentía parte del mundo adulto al que quería pertenecer.
La libertad huele a hierba recién cortada. Mis abuelos paternos tenían una casita en un pequeño pueblo de montaña, delante de un prado y a un centenar de metros de un bosque. Por aquel entonces, yo veía los dibujos de Heidi y me empeñé en caminar descalza sobre la hierba. No fue el agradable paseo que yo imaginaba, la hierba pincha, en especial si los pies están acostumbrados a la ciudad y a unos zapatos cómodos. Pero decidí seguir por cabezonería a pesar del frío y de la incomodidad, y recorrí ese prado a lo largo y a lo ancho, para después tenderme sobre aquel lecho de hierba y empaparme de rocío.
El cariño huele a gasolina, y que conste que me encanta. Cada vez que me encuentro en una gasolinera, no puedo resistir la tentación de ponerme a "esnifar". Me recuerda tiempos pasados, los paseos en coche con mi padre los domingos. Mi padre tenía dos trabajos y prácticamente nada de tiempo libre, pero todos los domingos olvidaba el cansancio, el estrés, la necesidad de disciplina y las teorías pedagógicas que amargaron parte de mi infancia y me llevaba a echar gasolina. Ibamos a repostar a Eslovenia, por aquel entonces Yugoslavia, porque estaba cerca y la gasolina era mucho más barata que en Italia. El recorrido duraba media hora entre ida y vuelta, a veces algo más porque mi padre lo alargaba aposta, y escuchábamos la radio, polkas y mazurkas de las que nos reíamos pero que nos metían la alegría en el cuerpo, emitidas por cadenas cuyos nombres ya he olvidado y que probablemente han dejado de existir hace mucho.
La complicidad huele a chocolate, como los helados del bar donde me reunía con mi mejor amiga de entonces después de las clases. Allí probamos nuestra primera cerveza, que sorprendentemente nos sirvieron sin rechistar. No me gustó absolutamente nada, creo que a ella tampoco, nuestros paladares acostumbrados a zumos y refrescos rechazaban ese sabor tan fuerte. Pero fue nuestro rito de iniciación, nuestro ingreso temprano en la edad del pavo.
Sky blue flower, de Tina Phillips
http://www.freedigitalphotos.net
Hay olores que no asocio a ningún sentimiento en particular, pero prácticamente todos mis sentimientos y mis vivencias más sentidas van asociadas a un olor: la amistad huele a protector labial, la rebeldía huele a tabaco, el amor huele a rosas, la pasión huele a canela, el miedo huele a bilis, la soledad huele a albaricoque, la introspección huele a incienso, la muerte huele a alcánfor, la esperanza huele a cera.
Hasta hace relativamente poco, no habría sabido decir a qué huele la felicidad. Soy muy afortunada, porque soy y he sido feliz en muchas ocasiones, en muchos lugares y con muchas personas. He conseguido atrapar muchos momentos en mi recuerdo, no pude detener el tiempo pero consigo invocarlos cuando necesito ánimos en horas bajas.
Por fin un día conseguí ponerle aroma al sentimiento, y sentimiento al aroma. La felicidad huele igual que el pelo de un bebé, una mezcla de sudor y champú infantil que se fusiona con el perfume de su cuerpo y el de las personas que le quieren. Es el olor de los mimos, de las caricias, del amor más puro e incondicional que existe.
Me considero doblemente privilegiada, porque he conseguido experimentar la felicidad, y también olerla.