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lunes, 11 de junio de 2018

La tormenta

Hace tiempo que quería escribir esta entrada, de hecho hace tanto tiempo, y han pasado tantas cosas, que no sé ni por dónde empezar.
Si tuviera que retomarlo donde lo dejé, supongo que diría que mi vida transcurría como si estuviera navegando en una balsa sobre un mar en calma, dejándome mecer por las olas y arrullar por la plácida previsibilidad de mi existencia.
De repente, las nubes.
Todo empezó con un "bulto sospechoso" en la frente de mi padre, que resultó ser un carcinoma. Ingreso, operación, y cuando parecía que habíamos superado el bache, las nubes dieron paso a los rayos, los truenos y la tormenta.
El mismo día que le iban a dar el alta sufrió un ictus. De repente se puso rígido, mirándome fijamente; antes de que tuviera tiempo de reaccionar, se inclinó hacia adelante y se estrelló contra el suelo. A consecuencia de la caída, perdió la visión de un ojo. Los pocos días de estancia en el hospital previstos inicialmente se convirtieron en varias semanas. Un par de meses después, tuvieron que ingresarle de nuevo por un neumotórax (el segundo, ya sufrió uno en su hospitalización anterior).
En resumen, en los últimos meses he pasado más tiempo en un hospital que en cualquier otro sitio.
Ahora que las cosas van volviendo poco a poco a la normalidad, puedo echar la vista atrás y analizar lo ocurrido con más claridad y desde la distancia.
Durante las largas horas de espera, mientras fijaba la vista en el monitor que recogía las constantes vitales de mi padre, tan impredecibles como el rastro dejado por una serpiente loca, he tenido mucho tiempo para pensar, pero los pensamientos se agolpaban y enredaban en mi cabeza sin orden ni concierto.
Mi madre falleció hace muchos años, cuando estaba embarazada de mi primer hijo. Si bien un acontecimiento así suele resultar traumático en cualquier momento, supongo que lo fue aún más en una etapa en la que me sentía muy vulnerable. No recuerdo prácticamente nada de los dos meses que transcurrieron entre su muerte y el nacimiento de mi hijo, se han esfumado, deben estar almacenados en un lugar de mi mente al que ahora mismo no tengo acceso. Recuerdo esa punzada de tristeza que me invadía en algunos momentos, la sensación de no poder ser feliz nunca más. Y luego el paso del tiempo, ese tiempo que no lo cura todo pero te ayuda a poner las cosas en perspectiva. Supongo que no lo he superado, pero he aprendido a convivir con su ausencia.
En cambio, mi padre siempre había estado allí. Con sus manías y su mala leche, pero seguía siendo una presencia constante. Hace unos meses, cuando se desencadenó la tormenta, vi a la muerte tan cerca que me di cuenta de lo efímeras que son nuestras vidas.
Ahora que la tormenta se ha alejado y empieza a salir el sol, me doy cuenta de que todas estas sacudidas me han transformado.
La relación que tenía con mi padre ha cambiado de forma casi imperceptible. Las incomprensiones, los rencores y los malentendidos han pasado a un segundo plano, sin necesidad de reconciliaciones ni discursos profundos. Simplemente, ha desaparecido el peso de las palabras que en su día no nos atrevimos a decir. 

viernes, 10 de junio de 2016

Echando a volar

Hace mucho tiempo, casi en otra vida, me decían que era muy blanda.
Lo era porque no dejaba llorar a mis hijos, porque lamenté haber fracasado en la lactancia de mi hijo mayor, porque luché contra viento y marea para establecer la de la segunda, porque no les mandé a guardería, porque pedí una excedencia, porque me reduje la jornada, porque trataba de reconducir las rabietas en vez de ignorarlas, porque no creía (ni creo) en la obediencia ciega ni en la disciplina militar.
Me decían que era muy blanda, que iba a lo fácil, que criaría niños miedosos y sobreprotegidos que dormirían en mi cama hasta la mayoría de edad, que tenía que despegarles de mí lo antes posible para que volaran rápido.
A estas alturas, soy consciente de que todavía me queda mucho camino por recorrer, pero tras una década de maternidad creo poder hacer un poco de balance. Sinceramente, no sé si lo que he hecho ha sido lo fácil, o lo difícil. He intentado seguir mi instinto porque creo que es simplemente la manera más correcta de tratar a un niño, y si en algún momento he visto algún resultado, he intentado celebrarlo con asombro en vez de echarme flores. 
Hemos recorrido mucho camino, hemos dado un paso tras otro, alguno hacia adelante, y alguno hacia atrás, para qué negarlo. Hemos corrido con la rapidez del guepardo, avanzado a paso de tortuga, arrastrado como las serpientes, saltado como los canguros, y colgado de los árboles como los monos.
Y de repente, cuando menos te lo esperas, llega el día en que dejan de decir que eres blanda, porque se dan cuenta de que lo has hecho igual de bien, o igual de mal, que los que han optado por seguir la corriente mayoritaria.
Ha habido días en los que me sentía fuerte como una leona y otros en los que me derrumbaba y me sentía incapaz. He hecho tribu, he conocido a un montón de gente estupenda que me acompaña y me sostiene cuando tropiezo, he dicho las frases que juraría que no diría jamás (¡a que voy yo y lo encuentro! ¡En esta casa hay que seguir unas normas! ¡Porque es así, y punto!).
Y llega el momento en que los niños mimados, consentidos y sobreprotegidos a los que yo no dejaba crecer salen del cascarón y empiezan a explorar el mundo.
Así que sinceramente, no sé si lo que hice fue lo fácil. Ni lo sé, ni me importa, porque me doy cuenta de que lo realmente difícil llega ahora.
Imagen: Yggdrasil, autor desconocido
Ya no tengo bebés, ahora prefieren jugar con sus amigos, o juntos, que conmigo. Y ahora que puedo ir al baño sola y disfrutar de ese tan cacareado tiempo para mí, hay veces que no sé qué hacer con él.
Me despierto más tarde, pero con menos alegría, porque nadie se pone a saltar en la cama a deshoras.
Había conseguido aprenderme el nombre de todos sus personajes favoritos de los dibujos animados y ahora tengo que aprenderme el de los youtubers.
Sobre todo, ya no vivimos en un mundo donde las pupas se curan con un besito, por las noches no esperamos al mago de los sueños que nos llevará a su castillo mágico donde todo lo que imaginemos se convertirá en realidad y si hay regalos debajo del árbol sabemos que los han comprado mamá y papá.
Lo realmente difícil es decir pásalo bien en vez de ten cuidado.
No conocía esto en vez de me siento vieja.
Qué mayor te has hecho en vez de dónde está mi bebé.
Lo difícil es dejar atrás el cálido refugio de la infancia y embarcarte en nuevas etapas, sabiendo que ya no volverá.
De verdad, no sé si lo que he hecho ha sido lo fácil o lo difícil. Ni siquiera sé si ha sido lo mejor o lo peor.
Me dijeron que tenía que despegarles de mí para que volaran rápido. Les he dejado crecer y ahora vuelan alto.

lunes, 30 de marzo de 2015

Ya somos uno más

En realidad se veía venir, de hecho lo dejé caer hace un par de meses, en esta entrada. Mi hijo quería un gato, y yo estaba encantada de que quisiera uno.
Siempre me han gustado los animales, y siempre he pensado que las personas capaces de maltratarlos no tienen alma; en ese sentido, durante mis embarazos, cuando trataba de imaginar cómo serían mis hijos, pedía secretamente que fueran capaces de sentir empatía y cariño hacia cualquier ser vivo.
Puedo decir, por lo menos a día de hoy, que mis plegarias han sido escuchadas. Mi niña se desvive por cualquier animal que se encuentre por la calle o vea en un video; en una ocasión confundió a un bulldog francés con un cerdito, pero eso no le impidió hacerle mimos, y cuando le reviso la cabeza en busca de piojos me recuerda que, en caso de encontrar alguno, no debo matarlo, sino pedirle amablemente que vuelva a su casa con su papá y su mamá, que le estarán echando de menos.
Mi hijo mayor ha salido antitaurino y animalista a más no poder, así que cuando desveló su anhelo secreto de tener un gatito, empezamos a hablar de las responsabilidades que implica cuidar de una mascota. Entre los dos, buscamos y leímos artículos relacionados con cualquier aspecto del mundo felino, y al ver que tenía claro que se trataría de un nuevo miembro de la familia y no de un juguete, decidimos dar el siguiente paso.
Empecé a buscar protectoras, a mirar sus páginas web, a leer sus historias. A pesar de que considero que no hay que meter a los niños en una burbuja, que no les hace ningún bien mantenerles apartados de un entorno al que tarde o temprano tendrán que enfrentarse, las filtré para él: una de las mejores maneras de bucear en las profundidades de la maldad humana es leer las historias de animales abandonados.
Un día, mientras leíamos historias de gatos en busca de hogar, mi niño me preguntó por qué había tan pocos cachorros y tantos gatos adultos. No pude mentirle, no me quedó más remedio que explicarle que mucha gente está dispuesta a acoger una adorable bolita de pelo, pero a medida que crecen no es infrecuente que se cansen, cambien de idea y se deshagan del gato; y que generalmente la gente los busca pequeños, por eso a los gatos adultos les es difícil encontrar una segunda oportunidad.
Me dijo que a él no le importaba que fuera mayor, me pidió expresamente que buscáramos el que tuviera menos probabilidades de encontrar un hogar, que dijéramos que si no había nadie dispuesto a darle una oportunidad, pues nosotros sí.
Creo que un niño de 8 años (ahora 9) dispuesto a acoger un gato difícilmente adoptable para hacerle feliz está demostrando una empatía y una madurez impropias de su edad.
Finalmente, nos tocó convencer a papá de que estábamos hablando de añadir un gatito a la familia, no a un tigre salvaje, y cuando por fin lo logramos, hablamos con la protectora.
Así es como Nuri se unió a nuestra familia; hace algo más de un mes que está con nosotros, y hemos disfrutado de cada minuto. Es una gatita tierna y cariñosa, apareció abandonada en un campo con sus hermanos, y estuvo viviendo en una casa de acogida con una niña más o menos de la edad de mi hija y más gatos.
Nuri (fuego en arameo) pasó la primera media hora de su nueva vida en nuestra casa escondida en el transportín, asustada y sin querer salir. Me senté frente a ella, para que me viera, pero intentando no agobiarla; de vez en cuando metía la mano dentro del transportín para acariciarla. Ella se dejaba hacer, sin apartarse pero sin moverse; de repente, se dio la vuelta, se puso boca arriba y empezó a ronronear.
Cuando mi hijo y yo estábamos todavía barajando la posibilidad de adoptar a un gato, le dije que nosotros podíamos elegirlo, pero él a su vez nos tenía que elegir a nosotros. Creo que ese fue el momento en que Nuri me eligió, cuando me entregó su cariño y su confianza, y a partir de ese instante, todo fluyó.
Mis gamberros la quieren con locura, la miman a más no poder, en ocasiones se ponen pesados porque la despiertan cuando está durmiendo la siesta, pero creo que la atención y el cariño que derrochan hacia ella son suficientes para compensar.
Todavía no ha llegado el final de la historia: soy hija única y he querido tener más de un hijo, en mi infancia tuve gatos (primero una, y cuando murió, otro; la primera tras una batalla campal con mi padre, que se negaba en rotundo), pero el día de mañana no descarto adoptar un hermanito para Nuri. No ha llegado aún el momento, pero viendo lo que estoy disfrutando de este caos, esta alegre anarquía que no me deja dar ni un paso sin toparme con algún juguete, humano o felino, teniendo en cuenta que nunca he vivido con dos gatos a la vez pero estoy segurísima de que la experiencia merecerá la pena, quizás sea solo cuestión de tiempo antes de ampliar la familia otra vez.
 

martes, 22 de julio de 2014

Envidia o compasión

Hace unos días tuve ocasión de ver un documental en YouTube que no me ha dejado indiferente. Se titula Amish: a secret life, y es un reportaje de aproximadamente una hora de duración acerca de la vida de una familia perteneciente a dicho grupo religioso. Adjunto el enlace al video por si a alguien le interesa verlo (lo lamento profundamente, pero no he conseguido encontrar una versión traducida y ni siquiera con subtítulos).
Para quien no quiera verlo, el documental analiza, a lo largo de varios meses, la vida diaria de una familia Amish compuesta por los padres y cuatro hijos (el quinto nace al final), además de recoger las opiniones de los padres, David y Miriam Lapp, acerca de su religión y del mundo que les rodea.
Vaya por delante que conocía muy poco acerca de los Amish, más o menos lo que vi en la película Witness, y tengo que admitir que después de ver el documental me siguen quedando muchas incógnitas. Sin embargo, me ha transmitido una serie de ideas, buenas y malas, que no consigo quitarme de la cabeza.
Me ha parecido curiosa la ingenuidad de David a la hora de responder a preguntas sobre planificación familiar (creo que no le acababa de quedar claro el concepto de buscar un bebé), incómoda la tranquilidad con la que Miriam acepta su rol de mujer sumisa y relegada al hogar, estridente el contraste entre los mensajes de paz y amor que pretenden transmitir y la escopeta que el niño mayor traslada a la nueva casa en ocasión de la mudanza.
Sobre todo, me ha parecido inaceptable la respuesta de Miriam cuando le preguntan por su postura acerca de la disciplina: contesta que según los preceptos bíblicos hay que recurrir a la vara y que ha podido observar muy buenos resultados; a continuación, aclara no haberla utilizado al disponer de su propia versión casera, una cuchara de palo en la que ha dibujado una sonrisa y a la que llama Smiley. Se la enseña a su hijo pequeño quien se apresura a agarrarse a su pierna pidiendo que no le pegue.
Dicho esto, la vida de esta familia está llena de detalles que me enternecen: los padres muestran en todo momento una actitud cariñosa y comprensiva hacia sus hijos (supongo que será cuando no los estén aterrorizando con el siniestro Smiley), disfrutan sinceramente del tiempo que pasan en familia, se les ve alegres y felices, conectados entre ellos, convencidos de ser ellos mismos y de su forma de vida.
Desde luego, si tuviera que vivir como ellos, me volvería loca al cabo de unos días. Pasar el resto de mi vida sin nevera o fregaplatos, no poder navegar por internet en los ratos libres, tener que coser mi propia ropa y renunciar a cualquier comodidad moderna para vivir como lo hacían sus fundadores hacia tres siglos se me haría insoportable. Además, no me considero una persona religiosa, las misas y demás servicios religiosos me aburren y cuando necesito respuestas tiendo a buscarlas en Google antes que en la Biblia.
Pero si intento ir más allá de las apariencias, tengo que admitir que he encontrado más aspectos positivos que negativos, y que probablemente son más las cosas que me unen a ellos que las que me separan. Miriam acuna a su hijo pequeño y le canta canciones, igual que he hecho yo con los míos: ella canta himnos religiosos y yo las canciones de mi infancia, pero la idea de fondo es la misma; sus niños ayudan con los preparativos cuando la congregación se reúne en su casa para rezar y los míos lo hacen cuando tenemos invitados a comer; ayudan a sus padres a recoger los huevos del gallinero y los míos colaboran a la hora de poner la lavadora; la niña se agarra a la pierna de su padre y él finge hacer un gran esfuerzo para caminar así, igual que mi marido viene haciendo desde hace años, sus respectivas sonrisas al llegar a casa de trabajar y ver a sus hijos son idénticas.
Lo que más envidia me da de esa familia es que se sienten parte de una comunidad, tienen a su alrededor a un grupo de personas que piensan y actúan de forma parecida. Es un detalle que me ha dejado un regusto amargo y me ha hecho entender hasta qué punto me siento sola a veces.
Echo en falta a una tribu, es algo que experimenté brevemente en ocasión de mi viaje a Italia, pero ha sido tan breve que casi parece un espejismo. Mis niños juegan alegres y despreocupados, corren descalzos igual que los de ellos, pero lo hacen en un pasillo, no en una granja rodeados de animales. No hay vecinos amables que les recuerden que no pueden alejarse solos, no pueden salir a una calle de cuatro carriles para jugar entre el tráfico.
Sobre todo, no hay tribu, no hay congregación, no hay grupo de personas remando en la misma dirección. Tenemos familia, y amigos, pero no somos parte de ninguna comunidad que nos ayude, apoye y aconseje: tenemos la suerte de vernos rodeados de personas que nos quieren, pero cada uno persigue sus propias quimeras, y a veces siento el dolor punzante de sentirme incomprendida, de no ser de ninguna parte, de tener que librar mis batallas en soledad porque mucha gente ni siquiera comprende mi necesidad de luchar.
No hay multitud de fieles que se reúnen en casa de uno o de otro, por turnos; a veces nos vemos con una familia, o dos, pero no siempre, porque tenemos que hacer hueco para todo el mundo y los planes no siempre salen como uno quiere.
Tengo a mi tribu virtual, mis amigas que me sostienen cuando flaqueo, que piensan igual que yo en muchos aspectos, con las que puedo hablar sin tapujos, pero a veces una conexión virtual no reemplaza un día en el zoo con los niños o un café entre risas viéndonos las caras.
Aquí no hay feligreses que entretengan a los niños cantando I'm in the Lord's army, están los que opinan que los niños deberían convertirse en muebles y no molestar, los que los dejan a su aire aunque destrocen la casa, los que se sienten en la obligación de decirles a los demás lo que tienen que hacer en vez de actuar ellos mismos, los que piensan de forma parecida y los que tienen unas ideas totalmente incompatibles con las mías. Somos partículas que se buscan, se encuentran, a veces se atraen y a veces se repelen pero nunca consiguen unirse para dar vida a algo nuevo.
Si habéis leído hasta aquí, os pido que no nos limitéis a leer. No suelo hacerlo, pero en esta ocasión me gustaría pediros que me dejarais vuestra opinión y empezar un debate. ¿Tenéis tribu? ¿Os sentís parte de un grupo? ¿Son paranoias mías o realmente la vida moderna nos hace muy, muy solos?
Estoy harta de pensar en la familia Amish y no saber si debería sentir envidia o compasión.


jueves, 24 de abril de 2014

Regreso a mi tierra - Parte 2 (Criar en tribu)

Continuación de Regreso a mi tierra - Parte 1 (El viaje del corazón)

Este viaje me ha permitido regresar a mi tierra, a mis raíces, a mi corazón. Me he reencontrado con mis tíos y primos después de tantos años; en realidad, nunca perdimos el contacto, pero a pesar de que Facebook y Skype hacen que la comunicación sea más frecuente y fluida que antaño, no se puede comparar una relación virtual a la calidez de un abrazo.
A decir verdad, antes de la partida me asaltaron unas dudas: era la primera vez que mis hijos viajaban al extranjero, la primera vez que iban a encontrarse en persona con esa parte de la familia, y sinceramente no sabía cómo iban a reaccionar, cómo reaccionaríamos todos.
Mis tíos me lo pusieron increíblemente fácil, ya que nos dejaron claro desde el principio que el viaje sería a medida de niño, que mis hijos serían los que marcarían el ritmo y los adultos nos adaptaríamos a las necesidades de los peques.

Ha habido ocasiones en las que me he alegrado de criar relativamente sola, de ser autosuficiente, de no tener que delegar el cuidado de mis hijos más que en contadas ocasiones y por razones de fuerza mayor. Esta soledad me ha proporcionado una extraña independencia: puesto que nadie ha dormido jamás a mis hijos, no pueden decirme cómo debería dormirles, nadie les ha bañado así que no pueden opinar acerca del momento en que debo hacerlo o de los productos que debería emplear y así sucesivamente.
Digamos que estoy rodeada de buenas personas, pero en ocasiones su visión de la crianza difiere significativamente de la mía, con lo cual he llegado a la conclusión de que prefiero correr el riesgo de equivocarme con tal de poder pensar con mi propia cabeza.

Pero hacer un viaje en familia con niños implica automáticamente que al convivir varios días con otras personas, éstas acaben por intervenir de algún modo, a veces incluso con la mejor intención del mundo.
Otra vez más, la extraordinaria calidad humana de mis familiares (mi padre, mis tíos, mis primos y la avalancha de parientes políticos que conocimos los últimos días) ha conseguido disipar mis miedos. Me han hecho descubrir el verdadero significado de criar en tribu: no ha habido consejos no solicitados, ni interferencias, al contrario, he encontrado apoyo, cariño y comprensión en cualquier momento.
Fueran adónde fueran, mis hijos han encontrado en todo momento a alguien dispuesto a contarles historias, a jugar con ellos, a hacerles mimos y cosquillas, a cambiar los planes si estaban cansados, en resumen a tratar de convertir sus vacaciones de Pascua en un recuerdo inolvidable.
Este viaje me ha cambiado más de lo que pensaba, o quizás me ha descubierto facetas cuya existencia he ignorado hasta el momento; me ha dado la posibilidad de renacer.

 

martes, 22 de abril de 2014

Regreso a mi tierra - parte I (El viaje del corazón)

Acabamos de volver de unas vacaciones en Italia. Cada vez que he vuelto a mi país han resonado en mi cabeza las palabras que Alfredo, un personaje de Nuovo Cinema Paradiso, una de mis películas favoritas, dirige a Totò: le anima a marcharse del pueblo y a no mirar atrás, le explica que cuando uno vuelve al poco tiempo, lo encuentra todo cambiado, pero cuando regresa al cabo de muchos años, descubre que todo sigue igual.
Me marché, y volví casi todos los años, cada vez que las circunstancias y la economía me lo permitían; volví con mis padres, sola, con mi ex, con mi marido. Volví siempre que pude durante diez años; visité los lugares de mi infancia y comprobé que Alfredo tenía razón, el paso del tiempo había borrado muchos de los sitios donde anidaban mis recuerdos.
El bar de Giovanni donde iba a comprarme el helado los fines de semana ya no existía; tampoco quedaba rastro del taller de Aldo ni de la lechería de Gabriella. La papelería a la que iba con mis amigos al acabar el colegio seguía allí, pero había otro dependiente, ya no estaba ese simpático señor de pelo canoso al que comprábamos gominolas con sabor a limón y coca cola, a escondidas de nuestros padres que no querían que nos estropeásemos los dientes con esas porquerías; ya no podía pegar la nariz al escaparate de mi juguetería favorita, embobada ante el tren eléctrico que cruzaba ríos y montañas de cartón piedra, porque en su lugar una joyería exponía relojes y pulseras de precios astronómicos.
Sobre todo, en cada regreso, me asaltaban los recuerdos de los que ya no estaban conmigo: mi abuela, mi primo, mi tía, mi tía abuela, mi otra abuela nos fueron dejando; amigos de infancia que se marcharon a otros lugares por trabajo o por amor.
Cuando me preguntan de qué parte de Italia soy, me cuesta contestar. Yo nací en un sitio, mi padre era de otro, veraneábamos en un tercero, vivimos unos años en otro más, y en todos ellos dejé un trozo de mi corazón. Pertenezco a todos ellos, y a la vez a ninguno.
Pasaron los años y dejé de volver. Mi familia, mis amigos estaban esparcidos por toda la geografía y habría sido imposible ver a todos en un solo viaje; además, no me encontraba con ánimos para pasar unos días visitando ciudades a las que ya no reconocía, que habían sido mías pero me resultaban extrañas porque quizás nunca me habían pertenecido del todo.
Luego tuve a mis hijos y aplacé de nuevo la vuelta, me parecía muy complicado embarcarme en un viaje de tantos kilómetros con niños pequeños.
No volví a pensarlo hasta este año, cuando mi marido y yo logramos milagrosamente arañar unos días en Semana Santa, coincidiendo con las vacaciones escolares.
Pensé que, como en tantas otras ocasiones, acabaría por verlo todo a través de los ojos de mis niños, pero esta vez curiosamente no fue así.
El primer impacto fue inesperado, casi violento. Estaba en el bar del aeropuerto de Malpensa, a punto de pedir algo de beber para mi hijo, pero las palabras no acudían a mi boca. Mejor dicho, acudían pero no en el idioma correcto: tuve la desagradable sensación de ser extranjera en mi tierra. Duró apenas unos segundos, porque en cuanto empecé a oír mi idioma por todas partes, estos últimos veinte años lejos de mi país se borraron de un plumazo: recuperé mi acento castizo, volví a recordar un montón de expresiones que no he utilizado en dos décadas, me sentí de nuevo en casa.
A lo largo de esa semana, recorrimos más de mil kilómetros mi familia y yo, juntos con mi padre y mis tíos, nos reencontramos con parientes a los que no había visto en años, conocimos a otros que llegaron después.


Duomo de Milán
Visitamos los lugares de interés turístico, pero al mismo tiempo hicimos el viaje del corazón, ese recorrido paralelo que no aparece en ninguna guía pero tiene un significado especial: los lugares donde hemos dejado un trocito de nuestra alma. Mi padre nos contó historias de cuando era niño, nos enseñó la casa de la abuela, nos habló del manzano que crecía en el patio y de la estatua que se encontraba en un parque a poca distancia, a la que él llamaba l'uomo di ferro, el hombre de hierro, que tanto le asustaba de niño.
Volví a ver la casa de mi tía, sus estantes repletos de fotos de familia, cada una con su historia, a veces divertida y a veces trágica; mientras los niños jugaban en el jardín me quedé con ella en su cocina, hablando de todo y nada, esa misma cocina en la que años atrás preparó la piadina di crudo e rucola para mi marido y el suyo, que acababan de volver de ver un partido de fútbol en el campo.
Salí a la calle y descubrí que queda mucho más de lo que me he perdido. A veces las cosas cambian de forma pero el contenido permanece: un hombre con maletín y un traje de raso casi translúcido, un chico con la cara tatuada cruzándose fugazmente con una señora ataviada con estola de visón y tacones a la salida de la iglesia de San Babila, piezas distintas que forman el mismo mosaico de antaño.
Pude deleitarme de nuevo con un cappuccino como Dios manda, los chicles Big Babol con los que se pueden hacer pompas tan grandes que pringan la nariz, los escaparates con sus productos desplegados en perfecta armonía, los dependientes que nunca dejan de sonreír, los bocadillos que cuestan un despropósito, las revistas que hablan de famosos a los que ya apenas conozco pero conservan el mismo look de siempre.
Cuánta razón tenía Alfredo, he tenido que volver al cabo de muchos años para descubrir que todo sigue igual. La brecha ya se ha cerrado, porque yo también sigo siendo la misma.

Continuación: Regreso a mi tierra - parte 2 (Criar en tribu)

martes, 25 de septiembre de 2012

Las caras del mal

Esta entrada surge como reflexión tras la lectura de Cine, madres y psicópatas del fantástico blog lamamacorchea. Por otra parte, aviso que esta entrada es bastante cruda y contiene descripciones explícitas de maltrato infantil; si creéis que os pueda afectar, os ruego que no la leáis, o por lo menos, que lo hagáis con cuidado.

Nunca había pensado que un niño pudiera ser malo hasta que conocí a uno que lo era. Nunca pensé que un niño pudiera odiar de verdad hasta que empecé a odiarle.
A menudo utilizamos el término "malo" referido a un niño para decir inquieto, travieso o desobediente. Sin embargo, este niño no era nada de eso: era malo de verdad, en el sentido de maléfico, cruel, diabólico. En realidad, era un niño maltratado, pero por aquel entonces no lo sabía.
Pertenecía a mi círculo familiar lejano, con lo cual la interacción con él, si bien esporádica, se convertía en obligatoria en fechas señaladas. He sido testigo de primera mano de su maldad, y os puedo asegurar que desde la más tierna infancia este niño pareció disfrutar del sufrimiento ajeno: si se cruzaba con un gatito la emprendía a pedradas, si coincidía con un niño más pequeño le pegaba hasta hacerle llorar, si se encontraba a un animal en la carretera suplicaba a su padre que le atropellara con el coche, si jugaba con más niños su única diversión era intentar unir a los demás en contra de uno. Jamás he conocido a otra persona que se regocijara tanto ante la idea de causar o presenciar el dolor ajeno.
Los adultos solían reaccionar con una mezcla de estupefacción, indignación, irritación y aburrimiento. Algunas veces nos reñían a todos, porque no se atrevían a culpar abiertamente al hijo de otro, en ocasiones no entendían que los demás niños nos negáramos a jugar con semejante monstruo y trataban de presionarnos para que socializáramos.
Su vida, en apariencia, era de lo más normal: hijo único de padres de clase media (padre funcionario, madre ama de casa, típico en aquellos años), vivía en una casita con jardín, donde tenía una habitación no muy amplia pero bastante luminosa, correcta pero impersonal, con libros y juguetes alineados ordenadamente en los estantes.
Nunca vi a su madre levantarle la voz, ni mucho menos la mano. Su padre le gritó en algunas ocasiones (a mi modo de ver por minucias y no por cosas graves), pero aparte de eso, nunca vi nada fuera de lo normal.
Al llegar a la adolescencia, reivindiqué mi derecho a juntarme con quién me daba la gana en las reuniones familiares, o en su defecto a saltármelas directamente, y afortunadamente dejé de tener contacto con él.
Durante muchos años pensé que la maldad era algo innato: sin ir más lejos, yo misma había conocido a un niño auténticamente malo en mi infancia. Sin embargo, cuando ya era adulta, una persona de mi familia empezó a revelar detalles que hicieron que mi convicción, tan firmemente arraigada, se tambalease.
Esta persona abrió la caja de Pandora y me descubrió unos secretos de familia que hasta el momento habían permanecido celosamente guardados.
Por lo que me contó, no fue un niño deseado. En realidad, decir que no fue un niño deseado es un eufemismo. Por aquel entonces, el aborto era ilegal, y sus padres no tenían ni los contactos necesarios ni el dinero suficiente para llevarlo a cabo de forma clandestina, así que su madre intentó acabar con su embarazo de mil maneras posible: se fue a esquiar cuando el médico le mandó reposo, se tiró por las escaleras, se dio golpes en la barriga, pasaba horas tumbada boca abajo. Al que le recriminaba que tuviera tan poco cuidado llevando una vida en su interior, solía contestarle con una sonrisa: mejor perderlo ahora que después.
Cuando nació, mi familiar me contó que la madre experimentó desde el principio un rechazo profundo y visceral hacia él: en cuanto el bebé se ponía a llorar, pedía a gritos que se lo llevaran para no oírlo.
Por las noches, le encerraban en el baño para no oír su llanto; más adelante, aprendieron a hacerle callar añadiendo a la leche del biberón una cucharada sopera de un tranquilizante para adultos.
Sé de buena tinta que dos personas se pusieron en contacto con los servicios sociales en varias ocasiones: hubo una ronda de visitas con pediatras, neurólogos y asistentes sociales, pero la cosa no fue más allá.
Más adelante, cuando tenía rabietas sus padres le encerraban en su habitación, cerraban la llave y podían olvidarse de él durante una tarde entera. Con el tiempo, su habitación se convirtió en su universo, puesto que pasaba allí todo el día, al principio por obligación y luego por costumbre. Contaban que solo salía de allí para ir al colegio y para comer, y pasaba la totalidad de su tiempo libre encerrado entre esas cuatro paredes, sin hacer aparentemente nada, la mente perdida en a saber qué.
Imagino que solo fue cuestión de tiempo para que empezara a vomitar ese odio que le atenazaba las entrañas; debió ser duro ver como su madre se enternecía ante un perrito recién nacido, esa misma madre que le apartaba de su lado porque no le quería, no le había querido nunca. Ese afán por destruir la felicidad ajena encerraba una perversa lógica, buscaría el dolor ajeno tratando de atemperar el propio, intentaría borrar las risas de los demás para olvidarse de su propia infelicidad.
Después de estas revelaciones, ya no estoy tan segura de que la maldad sea algo innato.
Posiblemente, este niño nunca habría sido un dechado de empatía, pero quizás si hubiera nacido en un hogar diferente habría tenido alguna posibilidad.
Hace años que no sé nada de él, ni quiero saberlo, porque hay heridas que tardan en cerrarse. Lo último que me contaron es que trabajaba espóradicamente, seguía viviendo con sus padres, no se le conocían amigos ni pareja y pasaba la mayor parte de su tiempo libre dando paseos por el monte.
Lo más curioso es la lectura que ha hecho mucha gente de este caso: a este niño le han faltado unos azotes. Incluso después de ponerles al corriente acerca del maltrato infantil tan sutil y aún así brutal y continuado al que fue sometido prácticamente desde el día de su nacimiento, los hay que piensan que la vida tenía que haberle maltratado más.
Si lo hubieran hecho, me temo que le habrían convertido en una auténtica bomba de relojería.
El Dr. Spock dijo que unos insultos y humillaciones a diario eran más dañinos que unos azotes de vez en cuando; estoy de acuerdo en el sentido de que debemos cuidar muchísimo el lenguaje cuando hablamos o reprendemos a nuestros hijos para no herirles con unas palabras que en principio iban pensadas para educar. Sin embargo, esa frase ha sido tristemente enarbolada como bandera por una generación entera de padres que la han esgrimido como defensa a la hora de dar cachetes sin cargos de conciencia.
Personalmente, no cambiaría los azotes puntuales que recibí yo por la infranqueable prisión de indiferencia y desprecio en la que este niño se vio encerrado a lo largo de su vida. Sin embargo, de allí a decir que si nos hemos convertido en personas decentes y civilizadas gracias, y no a pesar de, los azotes recibidos durante la niñez, hay un trecho.
Siempre quise a mis padres, reconozco que se mostraron empáticos, dialogantes y cariñosos conmigo la mayor parte del tiempo; sin embargo, esos azotes puntuales los hicieron caer del pedestal, puesto que lo único que me enseñaron es que los adultos pueden permitirse el lujo de perder ese autocontrol que pretenden enseñarles a los niños.
Curiosamente, el niño más maltratado al que conocí jamás nunca recibió un cachete, por lo menos delante mío; sin embargo, eso solo demuestra que el mal tiene muchas caras.