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miércoles, 4 de diciembre de 2013

Odio a Caillou (y a su irritante mundo adultocéntrico)

Lo confieso, no soporto a Caillou. Será muy bonito y educativo y todo lo demás, pero no le aguanto: prefiero mil veces el universo eternamente blanco de Pocoyó, la risita forzada que cierra cada capítulo de Peppa Pig e incluso el inglés macarrónico y chapucero de Dora la Exploradora. De todas las series dirigidas al público en edad preescolar, Caillou sin duda se lleva la palma a la más infumable.
Por lo visto, no estoy sola: probad a poner "odio a Caillou" en google y encontraréis docenas de blogs y enlaces dedicados a vapulear verbalmente al susodicho. Algunos ofrecen teorías curiosas, como por ejemplo que Caillou es calvo porque tiene cáncer (hipótesis a mi entender bastante improbable, puesto que hasta donde yo sé, en ningún episodio se menciona la enfermedad), otros recopilan parodias de mejor o peor gusto, todos ellos coinciden en considerarlo insoportable.
Sin embargo, sus razones para encontrarlo detestable son diametralmente opuestas a las mías: la corriente mayoritaria opina que es todo demasiado perfecto y empalagoso, y que los maravillosos padres de Caillou nos desmerecen a los demás, a los padres normalitos que en ocasiones perdemos la paciencia y somos incapaces de enfrentarnos a la vida con semejante dosis de ingenio y creatividad.
La verdad es que no estoy de acuerdo para nada.
Quizás se deba a que descubrí a Caillou de la peor forma posible: nos obsequiaron con un DVD que contenía, entre otros, el episodio titulado Caillou tiene una pesadilla. Se trató de un regalo hecho sin duda con buena intención pero con mala sombra, un burdo intento de animar a mi hijo mayor, que por aquel entonces tendría la misma edad del protagonista y seguía durmiendo con nosotros, a "independizarse".
En dicho episodio podemos ver como Caillou, aterrorizado por una pesadilla, busca refugio en la cama de sus padres para ser inmediatamente devuelto a su habitación por su madre, que con su habitual, insulsa e irritante sonrisa le conmina a dormir en su cuarto "como un niño mayor".
Caillou sigue sin entender la determinación materna a dejarle solo (según la canción tiene "casi cuatro añitos", yo tengo diez veces su edad y para ser sincera, tampoco la entiendo), así que pide un vaso de agua, y después que le lea un cuento. Siempre sin perder la calma, su amorosa madre se niega a leérselo, porque "es muy tarde y es hora de dormir" y se marcha de la habitación sin pensárselo dos veces.
A continuación el gato Gilbert tira el agua al suelo, lo cual ocasiona una nueva llamada de Caillou a su madre, que se limita a secar el suelo para irse nuevamente.
Caillou sigue sin poder dormir y finalmente decide irse a la cama de sus padres, donde consigue por fin conciliar el sueño, aunque no durante mucho tiempo: su padre se despierta, le pregunta qué hace allí, y a continuación le explica que "en esta cama no pueden dormir 3 personas, y tu cama es perfecta para tu tamaño". (Mentira cochina, mi cama está diseñada para dos personas y en ella dormimos 3).
Esta vez es el padre quien le lleva de vuelta a su cuarto, haciendo (para variar) caso omiso de sus ruegos, y explicándole, eso sí, que la mejor manera de ahuyentar las pesadillas es pensando en cosas bonitas.
Como no puede dormirse, Caillou decide quedarse jugando, y despierta a su madre, que le vuelve a acostar (como no), no sin antes resolver la situación de forma magistral dándole la vuelta a la almohada para ponerla "del lado de los dulces sueños".
En mi opinión, el episodio que acabo de describir rezuma un adultocentrismo repugnante; mi hijo llegó a la conclusión de que habrían dormido todos mejor si los padres de Caillou le hubieran dejado dormir con ellos, pero es evidente que el mensaje que se pretende transmitir es el contrario.
A partir de entonces he ido cogiendo cada vez más tirria a los padres de Caillou: su madre es de una sosería inaguantable, siempre está demasiado ocupada para jugar con él, comete una negligencia gravísima al quedarse dormida en el porche (Caillou aprovecha la ocasión para darse una vuelta por el barrio y hace un montón de descubrimientos, no le atropella ningún coche ni le rapta un pederasta; una amable vecina le acompaña a su casa y se echa unas risas con la madre en vez de denunciarla a los servicios sociales) y cuando le pierde en el supermercado, le recibe con una amplia sonrisa en vez de estar al borde del colapso nervioso como cabría esperar en una persona normal.
El padre, otro sosaina, es una especie de Mac Gyver, pero más fondón, que arregla todos los desperfectos de la casa con una sonrisa y no pierde la calma ni siquiera cuando Caillou se queda encerrado en una habitación a oscuras.
Para rematar, la narradora aprovecha todas las pausas para rellenarlas con sandeces y obviedades del tipo A Caillou no le parecía divertido jugar sin hacer ruido, a Caillou le daba vergüenza haberse caído de la bicicleta mientras su papá le miraba, Caillou quería tener el cohete más rápido del mundo.
Se supone que los padres de Caillou hacen despliegue de una paciencia infinita, pero la verdad es que Caillou nunca tiene una auténtica rabieta: por ejemplo, pide unas galletas en el supermercado, su madre le dice que no porque después de cenar hay un postre especial, y Caillou no rechista. No sé los vuestros, pero los míos nunca se han dejado convencer tan fácilmente. Es bastante poco probable que un niño de cuatro años entienda que no puede tomarse unas galletas en este momento porque le darán un postre dentro de muchas horas.
Ni siquiera Rosie, la hermanita de Caillou, que deberá tener unos dos años y está por tanto en la edad rabietil por excelencia: basta con que su madre le proponga cualquier estupidez, como decorar una vela para el barco de Caillou, para que se olvide de que estaba disgustada por no poder ir con él. También me gustaría que alguien me explicara por qué le pone voz una señora mayor que intenta hablar como un bebé, y por qué tiene que torturar mis oídos con ese esperpéntico yo tambén cuando luego pronuncia correctamente su nombre, R incluída.
Detesto a Caillou porque bajo la pátina de armonía y amabilidad se esconde un mudo reproche: fíjate lo bueno que es Caillou, lo bien que se porta, lo rápido que se deja convencer, lo obediente que es. Caillou no se rebela, no se enfada, no desobedece, como mucho ofrece una débil oposición a los deseos paternos durante el tiempo estrictamente necesario para que sus odiosos padres maquinen una imaginativa manera de hacerle pasar por el aro.
Me dan una sensación parecida a los payasos, se supone que son agradables y divertidos pero los encuentro amenazadores y siniestros desde siempre, me recuerdan a John Wayne Gacy y al asesino de It.
Casi me parece más educativo el humor ácido de Bob Esponja, un entrañable perdedor capaz de reírse hasta de sus propias desgracias que el pluscuamperfecto microcosmo del insufrible niño calvo y su repelente familia.

lunes, 2 de septiembre de 2013

Con otros ojos

He encontrado esta joyita en Facebook, cortesía de uno de mis contactos:

Si os han enseñado a saludar al entrar,
si os han enseñado a tratar de usted a los adultos como forma de respeto,
si os han dicho que en los autobuses hay que ceder el sitio a las embarazadas y a las personas mayores,
si os han enseñado que hay que respetar los bienes comunes igual que los propios,
si os han enseñado que la honradez es una virtud y no un defecto,
si os han enseñado que el respeto que se muestra es respeto que se gana,
si os habéis criado con comida casera,
si habéis jugado en la calle durante horas,
si no teníais ropa de marca,
si vuestra casa no era a prueba de niño,
si os castigaban cuando os portabais mal,
si os han dado un azote de vez en cuando,
si teníais un televisor en blanco y negro y teníais que levantaros para cambiar de canal,
si las tiendas cerraban los domingos,
si habéis bebido agua del grifo,
si no hablabais inglés con 6 años y no teníais móvil con 9 pero sabíais lo que significaba ser educados,
¡compartid en vuestro muro y demostrad que habéis sobrevivido!

Técnicamente, puedo suscribirlo: me identifico con muchas cosas, he tenido una infancia así, me han enseñado todo eso, o por lo menos lo han intentado.
Mi primera impresión ha sido de rechazo, me ha molestado el tono autocomplaciente, la admiración no tan encubierta hacia una forma de crianza que ha causado bastante daño, el tufillo rancio que desprende la mal disimulada crítica hacia los jóvenes de hoy.
Por un momento, pensé en compartirlo en mi muro acompañado de un comentario irónico, he sobrevivido y casi no me han quedado secuelas, pero no sé si se habría captado la intención; con lo cual, me ha parecido mejor opción dedicarme a despellejar el texto en mi rinconcito virtual.
Lo he vuelto a leer con más atención y con cierta incredulidad, ya que la persona que lo ha compartido es de mi misma edad, por tanto esta perlita va dirigida a los de nuestra quinta.
Tengo que admitir que hasta agradezco este reconocimiento tardío, pues a estas alturas acabo de enterarme de que pertenezco a una generación de niños educados y respetuosos: no sé si el autor lo recordará, pero cuando éramos niños la opinión que los adultos tenían de nosotros era bien distinta, por aquel entonces nos consideraban una panda de mocosos malcriados, ruidosos y desagradecidos, hijos de unos padres blandengues y permisivos incapaces de imponernos una mínima disciplina.
Creo que el primer texto en el que se recoge una queja sobre los jóvenes que no respetan la autoridad se atribuye a Aristóteles: por desgracia, la falta de empatía y la incomprensión generacional perduran en el tiempo; lo que quizás me ha impactado ha sido descubrir que personas de mi edad opinan igual que lo hacían nuestros abuelos, y eso me hace sentirme terriblemente vieja.
No voy a entrar en el juego, no voy a achacar todos los males del mundo moderno a la falta de disciplina. Me sorprende la seguridad con la que el autor del texto habla de educación y respeto, como si fuéramos un dechado de virtud gracias a la mano dura.

Imagen: www.freedigitalphotos.net
Pues no, no lo somos, nos enseñaron a respetar a los que eran mayores que nosotros pero hoy en día no somos educados ni respetuosos en la forma de dirigirnos a la compañía de seguros, al panadero o al televendedor que nos ofrece algo que no necesitamos; nos han enseñado a ceder el asiento a los mayores y ahora no nos levantamos ni a tiros, esperando que lo haga alguien en nuestro lugar; nos han hablado de honestidad y honradez y solo hay que echar un vistazo a nuestro alrededor, desde la clase política hasta el simpático fontanero que sugiere no hacernos factura para ver lo hondo que ha calado el mensaje.
Será que las lecciones que perduran son las que se aprenden con amor y no con miedo.
Hemos crecido, hemos soñado con cambiar el mundo y hemos caído en el mismo error que ya cometieron nuestros padres, y sus padres antes que ellos, y así sucesivamente hasta formar una cadena infinita: preferimos no pensar que los niños y los jóvenes de hoy son un reflejo nuestro, es más tranquilizador aferrarnos a un pasado que nunca existió realmente, en vez de enfrentarnos a nuestras propias limitaciones.
Dentro de lo malo, a pesar del autoritarismo y de la rigidez con la que muchos fuimos educados, hay que decir que contábamos con una ventaja que los niños de hoy en día no tienen: a nosotros nos dejaron ser niños.
No necesitábamos ir a un restaurante con la consola o el DVD portátil, porque no existían, pero sobre todo porque no nos obligaban a aguantar una sobremesa interminable sin hacer ruido.
Podíamos pasarnos la tarde jugando porque no teníamos jornadas maratonianas ni nos asfixiaban con un sinfín de actividades extraescolares.
Si alguien llegaba al parque con un balón de fútbol los padres hacían de espectadores, o como mucho de árbitros, y disfrutaban viendo el partido en vez de enseñarnos las mejores tácticas para marcar más goles que el equipo contrario.
Nos enseñaban a jugar con nuestros amigos, no contra ellos, y si nos enfadábamos por perder nos recordaban que lo importante es participar en vez de apuntarnos a clases para mejorar nuestra técnica.
Nos dejaban jugar como nos daba la gana, sin instrucciones, ni normas ni intervenciones constantes.
No tuvimos las llaves de casa hasta la adolescencia porque cuando llegábamos del colegio siempre había alguien esperándonos.
Nos podíamos ir de vacaciones durante un mes entero, incluso sin ser ricos y si en casa entraba un solo sueldo.
Si nuestros padres se iban de viaje nos llevaban con ellos, porque por aquel entonces no se consideraba prioritario seguir haciendo vida de pareja.
Podíamos vivir, en vez de observar la vida a través de los barrotes de una jaula dorada.
Quizás deberíamos dejar de imponer límites y empezar a transmitir valores, deberíamos mirar a nuestros hijos y preguntarles qué necesitan en vez de tratar de darles lo que a nosotros nos ha faltado, a la vez que les quitamos su esencia y su libertad.
Sobre todo, deberíamos recordar que nosotros también hemos sido niños, en su día faltábamos el respeto a nuestros mayores, nos negábamos a ducharnos durante días, pasábamos fines de semana enteros viendo la tele en vez de hacer los deberes, nos manchábamos y ensuciábamos a más no poder, nos reíamos a carcajadas cuando debíamos guardar la compostura, nos aburríamos, desobedecíamos de mil maneras, veíamos dibujos violentos y nada educativos, mentíamos, pensábamos que los adultos eran una especie aparte, unos seres insufribles, incapaces de entendernos y de ponerse en nuestro lugar, y decidimos no ser como ellos cuando nos llegara el momento.
Empecemos por fin a mirar la infancia con otros ojos.

martes, 29 de mayo de 2012

Manda huevos

Recientemente, he podido leer en varios medios de comunicación las últimas declaraciones del Dr. Estivill en lo que a sueño se refiere. Me han producido la acostumbrada mezcla de indignación, resignación y asombro que suelo sentir cada vez que tengo la ocasión de oír o leer majaderías de semejante calibre.
La reciente publicación de ¡A dormir!, un refrito, perdón, reedición del más conocido Duérmete niño, ha servido como rampa de lanzamiento para una avalancha de declaraciones a cuál más - digamos - excéntrica.
Mi favorita se resume en que los fetos ya duermen solos antes de nacer, y es importante que los padres no les ayudemos a "desaprenderlo". Por desgracia, este genial descubrimiento merecedor del Nobel para la medicina llega con unos años de retraso, puesto que hace años que se sabe que los niños ya saben dormir antes de nacer. Sin embargo, el Dr. Estivill nos vuelve a deleitar con su facilidad para tergiversar la realidad ignorando los hechos que más le incomodan, y parece olvidar que los fetos duermen plácidamente acunados por el movimiento de la madre, mientras flotan apaciblemente en un mundo suspendido entre cielo y tierra. También parece pasar por alto el hecho de que los bebés que no desaprenden lo que aprendieron antes de nacer son los que necesitan dormirse en brazos, puesto que con ello intentan reproducir la sensación que experimentaron durante su vida intrauterina.
Por tanto, es mucho más fácil transmitir el mensaje opuesto, dar a entender que lo más natural es recrear la etapa fetal en una cuna fría, aséptica e impersonal, para que el niño aprenda a dormirse solo. Hace especial hincapié en la importancia de acostar al bebé despierto para "darle la oportunidad de dormirse solo", para que de este modo nuestros hijos puedan adquirir buenos hábitos.
A este respecto, me pregunto si el Dr. Estivill ha hecho la prueba con muñecos o con bebés humanos, puesto que hasta donde yo sé, estos últimos suelen llorar si se les deja solos; posiblemente, la importancia de dejar solo al bebé desde los primeros días de vida esté estrechamente vinculada a las ventas de sus libros, no vaya a ser que los padres consigan conectar con su instinto, acaben por descubrir que lo que tienen en brazos es un ser humano y no una cría de gremlin y decidan prescindir de manuales que animan a poner en práctica una desensibilización progresiva hacia las necesidades del bebé.
A estas alturas, la extensa bibliografía del Dr. Estivill ya cubre casi todas las fases vitales en cuanto a sueño: ya teníamos el Duérmete niño, que abarca desde el nacimiento hasta los 5 años; para los niños más mayores está Vamos a la cama, método Estivill para niños entre 5 y 13 años; los adultos podemos dejarnos guiar por Necesito dormir, Que no me quiten el sueño y El libro del buen dormir. Finalmente, gracias a ¡A dormir!, se ha podido reglamentar también la etapa fetal.
Sin embargo, todavía queda un resquicio que el Dr. Estivill todavía no ha aprovechado (aunque es posible que solo sea cuestión de tiempo): me refiero a la época de la concepción. Haciendo gala del ingenio y el sentido del humor que le caracteriza en la elección de sus títulos, la próxima publicación del Dr. Estivill podría ser Manda huevos: guía para enseñar a dormir a los espermatozoides.
A mi modo de ver, es perfecto: seguramente existe una teoría científica que demuestre que los espermatozoides que no duermen como deberían producen bebés incapaces de adquirir el correcto hábito de sueño, y por tanto es de vital importancia enseñarles a dormir antes de la fecundación. Y si dicha teoría no existe, pues se inventa (al igual que con los famosos estudios científicos que supuestamente alaban las bondades de su método, que el Dr. Estivill cita frecuentemente y misteriosamente no aparecen por ningún lado).
A continuación, solo habría que recurrir a alguna obviedad y convertirla en un descubrimiento de gran trascendencia, por ejemplo: se ha demostrado que las gallinas no sufren insomnio, no toman teta y no necesitan ser mecidas para dormir. Esto se debe a que sus huevos son empollados en el nido y aprenden buenos hábitos desde el principio, a diferencia de lo que ocurre con la raza humana que necesita una reeducación constante, porque los padres de hoy en día somos incapaces de hacer las cosas como Dios manda y necesitamos seguir a un gurú que nos enseñe a regular todas las facetas de nuestras vidas.
Yo lo digo en broma, pero no me extrañaría que alguien se lo tomara en serio.
Manda huevos, de verdad.

sábado, 19 de mayo de 2012

El método Maridill

Sex icon, de digitalart
http://www.freedigitalphotos.net
Empezó con una broma: una chica escribió en un foro que había inventado un novedoso método, de ahora en adelante conocido como El método Maridill, para enseñar a los maridos a mantener relaciones sexuales con una muñeca hinchable en vez de con su esposa, para no cohartar la independencia de esta última con inoportunas exigencias de "deberes conyugales". Ha tenido tan buena acogida que hasta se ha creado un blog, al que se puede acceder desde aquí.
Pienso que no es necesario aclarar que el método Maridill es una parodia de otro método de nombre parecido (que a su vez es un plagio de otro método similar popular en EEUU), que pretende enseñar a dormir a los niños.



Confieso que me apunté al vacile. Supongo que es una experiencia casi catártica, desvariar sobre algo tan incuestionablemente divertido crea una especie de camaradería con las personas con las que se comparte la broma. Si el método Estivill pretende que el niño encuentre consuelo en el muñeco Pepito, pues el método Maridill propone una muñeca hinchable para tal fin (a mi juicio, es extremadamente importante que sea la esposa la que elija la muñeca, en contra de la opinión del marido si hace falta, y le ponga un nombre insinuantemente sugerente, como Natasha o Samantha); si para "reeducar a un niño en el hábito de sueño" es importante dejarle en la habitación un poster, un móvil de cuna y un chupete, para reeducar a un marido en el hábito sexual harán falta como mínimo un par de revistas porno y un DVD para ver películas X (sobre el chupete, mejor no me pronuncio).
Hasta aquí llega la broma; para más vacile, estaros atentos a mi próxima entrada, o como suelen decir en la tele, stay tuned.
Ahora en serio: me hace gracia, pero al mismo tiempo me deja un sabor agridulce. Si El método Maridill se convirtiera en un libro, en el mejor de los casos solo encontraría hueco en la sección de humor. En el peor, el público se escandalizaría, se le consideraría un ataque hacia las personas aquejadas de problemas sexuales o se le acusaría de mofarse de la sagrada vida de pareja. Se apreciaría, o no, la ironía con la que se ha escrito, pero nadie lo tomaría en serio.
Sin embargo, las librerías están llenas de libros que proponen maltratar psicológicamente a los niños para que dejen dormir a sus padres (uno de ellos recientemente reeditado) y no solo no se retiran de la circulación, sino que nadie se inmuta, es más, se consideran teorías educativas dignas del más profundo respeto.
A nadie en su sano juicio se le ocurriría poner en práctica el método Maridill, porque renunciar a esa parcela de la vida en pareja caparía (nunca mejor dicho) una parte importante de la relación entre marido y mujer, pero muchos padres deciden aplicar el método Estivill, ya sea por decisión propia o por presión social, sin pararse a pensar que están sacrificando una de las partes más agradables de la maternidad y la paternidad en beneficio de una mal entendida autonomía.
Por lo que a mí respecta, al igual que me niego a maridilizar (o como se diga) también me niego a estivilizar: opino que la vida debería ser una fiesta para todos los sentidos, y cuanto más nos conectamos a ellos, más libres y auténticos nos sentiremos.
El que decida renunciar al sexo sus razones tendrá, pero a mi entender se está perdiendo algo que merece la pena.
Del mismo modo, el que nunca se haya dormido respirando el aroma del pelo de un bebé, no sabe realmente de qué va la vida.