lunes, 1 de septiembre de 2014

El hombre del cuchillo

Muy pocas personas conocen esta historia. No es plato de buen gusto y prefiero no hablar de ella si puedo evitarlo. Sin embargo, a raíz de una serie de artículos que encontré en las redes sociales me di cuenta de que esto pasa más a menudo de lo que parece, y que callarse solo sirve para perpetuar la cadena del silencio. Así que la voy a contar y a asumir todas las consecuencias; espero que se pueda sacar algo bueno de ella. 

Nuestra generación fue distinta a la de nuestras madres. A nosotras no nos dijeron que nos reserváramos para la noche de bodas, ni nos criaron para ser esposas sumisas y madres sacrificadas. Nos animaron a seguir estudiando, en ocasiones hasta nos presionaron para que lo hiciéramos, nos dijeron que podíamos ser lo que quisiéramos, nos alentaron a prepararnos y a buscar un trabajo cualificado que nos permitiera ser independientes. Pero a la vez que trataban de convertirnos en mujeres liberadas, capaces de hacer con nuestras vidas algo más que lo que el mundo se esperaba de nosotras, nuestras madres nos transmitían sin quererlo los tabús a los que habían permanecido encadenadas durante décadas.
Solo había que ver esa forzada naturalidad con la que trataban de hablarnos de sexo, ese tono aséptico y pseudo-científico que adoptaban a la hora de darnos explicaciones en materia.
Las mujeres de mi generación, o por lo menos las de mi entorno, aprendimos a agachar la cabeza si alguien nos piropeaba por la calle, porque no hacerlo habría podido considerarse una muestra de interés, nos alertaron contra el peligro de salir a la calle con ropa demasiado sugerente que habría podido atraer la atención de la gente equivocada, nos hicieron saber que hacer topless en la playa podía parecer un exhibicionismo innecesario.
Un día, cuando tenía nueve años, mi madre se quedó observándome. Tuvo que llegar a la conclusión de que mi cuerpo estaba cambiando más rápidamente de lo que le habría gustado; la verdad es que me desarrollé pronto y solía aparentar unos años más de los que tenía en realidad. Me dijo que a partir de ese momento tenía que andarme con cuidado, porque un hombre con un cuchillo habría podido raptarme, meterme en un portal y cortarme en trocitos.
De repente, mi mundo se pobló de extraños al acecho detrás de cada esquina, esperando la ocasión propicia para hacerme picadillo. Tardé bastante tiempo en dejar de mirar de reojo a cualquier desconocido con el que me cruzaba, para valorar las posibilidades que tenía de huir antes de que su cuchillo me alcanzara; tardé aún más en perdonar a mi madre por haberme infundido ese miedo absurdo e innecesario. Supongo que no se le ocurrió una manera mejor de alertarme contra algo que no se atrevía ni siquiera a nombrar.
Ningún loco me metió nunca en un portal mientras enarbolaba un cuchillo; pero aún así, sufrí abusos sexuales unos años después de haber oído esa aterradora advertencia.
El hombre del cuchillo no necesita recurrir a astucias o triquiñuelas para raptarnos, porque a menudo somos nosotros mismos los que le abrimos la puerta. A mi madre no se le había ocurrido pensar que la grandísima mayoría de agresores sexuales pertenecen al entorno de la víctima: no suelen ser desalmados que peinan la ciudad en busca de presas, sino más bien familiares, amigos, vecinos, personas a las que la víctima conoce, en las que confía y a las que quiere.
En mi caso, fue un profesor. Acabábamos de mudarnos a una ciudad nueva, me encontraba sola, aislada, asustada y llena de complejos; tengo que haber sido un blanco fácil. Había oído rumores, decían que el hombre en cuestión tenía fama de rarito, que animaba a los estudiantes a leer revistas pornográficas, que metía mano a las chicas, que a veces se llevaba a las alumnas del recreo o se ofrecía a darles clases de refuerzo individualizadas para abusar de ellas.
Pensé que era mentira hasta que lo sufrí en mis carnes, nunca mejor dicho.
En realidad no me pasó solo a mí, había seleccionado a otras tres chicas de la clase, pero por algún motivo, conmigo se obsesionó.
Me victimizaron en muchas ocasiones, y no me refiero solo al degenerado que se creía con derecho a hacer con mi cuerpo lo que le venía en gana, sino también a una sociedad hipócrita, puritana y mojigata que prefirió esconder la cabeza bajo la arena que reconocer su propia incapacidad de protegernos y mantenernos a salvo.
Fue mucho más cómodo pensar que estábamos exagerando, que no sabíamos distinguir un tocamiento de un gesto cariñoso y paternal, o una alusión sexual de una broma inocente. E incluso después, cuando quedó patente que algo grave estaba pasando, pareció más importante salvar la reputación de los que miraban hacia otro lado que nuestra sanidad mental.
En aquella época, solía pensar que habría preferido mil veces ser metida en un portal por ese amenazador extraño y su cuchillo que tener que sumirme a diario en esa degradación.
No fui a terapia ni recibí apoyo psicológico de ningún tipo. Quiero pensar que eran otros tiempos, que hoy en día se tomaría otro tipo de medidas, pero por aquel entonces la opinión general era dar carpetazo al asunto lo más rápido posible. Al profesor le abrieron un expediente, descubrí que no era el primero, pero no sirvió de nada ya que siguió en su puesto. A mí me cambiaron de instituto, se suponía que tenía que olvidar lo que pasó y seguir adelante con mi vida como si nada hubiera ocurrido.
Pero al hombre del cuchillo no se le puede olvidar, aparece a tu lado cada vez que te duchas, cuando te miras al espejo, cuando conoces a un chico que te gusta, cuando sales a dar una vuelta con una amiga. Está allí para recordarte que tu cuerpo no vale nada, que cualquiera puede hacer con él lo que le plazca, que eres menos que nadie, que no mereces ser nada más que un trozo de carne porque te han arrebatado el alma y nadie te va a querer.
Tenía 14 años cuando eso empezó, y 15 cuando acabó. Nunca llegué a ser una adolescente normal, como las que se ven en las películas, que se maquillan a escondidas, tratan de copiar la forma de vestir de las famosas, van a fiestas de pijamas o se pasan tardes enteras contándose chismes picantes.
El impacto psicológico de lo que me había ocurrido fue devastador. Yo era una niña herida, necesitada de que el mundo le dijera que no había sido culpa suya, y al mismo tiempo una mujer rebelde, conflictiva y promiscua. Dos mitades en eterna lucha entre sí, dos mitades que nunca llegaron a fusionarse ni a complementarse.
Me embarqué en una serie de relaciones autodestructivas; por un lado, huía despavorida del hombre del cuchillo, pero por otro le buscaba, le provocaba, quería que finalmente fuera a por mí y pusiera fin a todo aquello. Me engañaba pensando que no volvían a abusar de mí porque esta vez había elegido a mi verdugo.
A los 21 años conocí al que es ahora mi marido. Tuvo que aguantar muchos platos rotos porque mi tendencia era la de espantar a cualquiera que mostrase un interés genuino hacia mi persona. Sin embargo, supo esperar y permanecer a mi lado mientras poco a poco iba ganando mi confianza.
Y llegó el día en que se lo conté, lo del profesor y todo lo demás. No se aprovechó de mí, no lo puso en duda, no me juzgó, no buscó soluciones. Simplemente me escuchó y siguió a mi lado mientras vomitaba todo lo que llevaba años embotellando. Aquel día el hombre del cuchillo empezó a morir.

Han pasado muchos años, el hombre del cuchillo lleva mucho tiempo muerto y enterrado, y para ser sincera, con el tiempo he pensado en él cada vez menos.
Ahora está volviendo a mi mente porque tengo dos hijos que están creciendo, y tengo miedo de que algún día puedan estar en el punto de mira de un indeseable. Necesito ponerles en guardia, pero sin asustarles, tengo que infundirles esperanza, confianza, autoestima suficiente para que sepan que pueden acudir a mí, y que si se diera el caso, removeré Roma con Santiago para ponerles a salvo.
Conozco demasiado bien el sentimiento de vergüenza, de humillación, el miedo a que no te crean. Creo que la clave no radica en desconfiar de los demás, sino en confiar en uno mismo.

2 comentarios:

  1. No tengo palabras. Lo siento terriblemente Kim.

    ResponderEliminar
  2. Buff hija, qué decirte. ¿Cómo podemos prepararles? Muchas veces no nos damos cuenta y se insiste en que den un beso cuando no quieren "es que es tu tío, abuelo, primo... Sí es un tema delicado y complicado.
    Muchos besos Kim.

    ResponderEliminar