miércoles, 29 de agosto de 2012

El poder del mar

No sé si me habréis echado de menos, pero ya estoy de vuelta.
Durante estas semanas he cambiado la pantalla por la playa, y el sonido de las teclas por el ruido de las olas rompiéndose contra las rocas. He vuelto animada, contenta y con las pilas cargadas.
En parte, será por el mar. Nací en una ciudad de mar y en cierto modo lo llevo en la sangre: después de tantos años viviendo a cientos de kilómetros del mar, lo sigo echando de menos.
En realidad, la presencia del mar no ha sido el motor de mi infancia, nunca me puse el bañador para lanzarme al agua nada más despertarme: para ir a la playa teníamos que coger el autobús, y a mi madre le parecía bastante engorroso, con lo cual íbamos en contadas ocasiones y reservábamos el mes de julio para ir a una playa "seria". Aún así, cada vez que vuelvo a mi ciudad y respiro el olor del mar, ese aroma salado e inconfundible, me vienen a la mente viejos recuerdos: el puerto pesquero donde di mi primer paseo romántico con mi novio de entonces, las gaviotas que veía volar por el cielo cuando iba a casa de mi primo, la heladería a la que iba con mi mejor amiga desde la que se podía ver todo el golfo.
Hasta el día de hoy me emociono cada vez que veo el mar, me transmite tranquilidad y fuerza a la vez.

En cambio, mi marido y mis hijos han nacido lejos del mar y solo lo han tenido cerca en vacaciones, sin embargo a ellos también les encanta el agua y la disfrutan cada uno a su manera.
A pesar de haber nacido en una ciudad de mar, confieso que no sé nadar (si me lanzan al agua no me ahogo, pero solo consigo dominar el "estilo perro"), en cambio a mi marido le encanta y ha aprovechado las vacaciones para dar rienda suelta a su afición.
Mis niños parecían pececillos, se pasaban todo el día en remojo entre playa y piscina. Mi princesita ha demostrado ser extremadamente lanzada: no le da miedo tirarse al agua ni siquiera sin manguitos, le encantan las aguadillas, se ríe a carcajadas si acaba con la cabeza debajo del agua; su hermano, que a esa edad era algo más circunspecto y tenía cierto reparo a la hora de bañarse donde no hacía pie, se ha soltado por completo y no duda en tirarse por el tobogán o trampolín, le encanta bucear y llevar su propia estadística del tiempo que consigue permanecer sumergido y jugar a cualquier juego acuático que se le ocurra.
Estas semanas he podido disfrutar de mi familia como no lo había hecho en meses: hemos sido libres, felices y más unidos que nunca si cabe. He dejado de pensar en problemas e inconvenientes porque me he dado cuenta de que soy una privilegiada, porque tengo una familia que vale lo que no está escrito.
Así que aquí estoy, todavía un poco en las nubes gracias al poder del mar.
Tengo la casa hecha un desastre y no puedo conectarme tan a menudo como me gustaría, sin embargo he podido ver que en mi ausencia me han llegado premios, en concreto de La Gallina pintadita y de Lo que nadie me dijo. Os los agradezco de corazón y os prometo que en cuanto pueda les dedicaré una entrada para darles la importancia que se merecen, de momento aquí va mi agradecimiento por adelantado.
Gracias por estar allí, como siempre.

martes, 24 de julio de 2012

La princesita

Nunca me han gustado las princesas de los cuentos: cuando era niña, me parecían unos seres frívolos y pusilánimes que no hacían otra cosa que esperar cobardemente a que alguien las salvara en vez de luchar para cambiar su destino; de más mayor, aprendí a sustentar esa impresión con toda una serie de argumentos feministas; de las princesas de carne y hueso mejor no hablo, pues soy republicana hasta la médula.

Dicho esto, en mi casa tengo una princesita y se me cae la baba con ella.
Es una entrada que le debo desde hace mucho, puesto que objetivamente hablo más de su hermano que de ella. Los dos son hijos de mis entrañas, a los dos los crío del mismo modo, pero entre él y ella en ocasiones ha habido una diferencia de enfoque.
Con mi hijo mayor descubrí la maternidad, en algunas cosas pagué la novatada y aunque aprendí a escuchar a mi instinto, en ocasiones casi me sentí culpable por hacer caso omiso de los consejos ajenos que me cantaban las alabanzas del desapego para que no fuera malcriado.
Cuando la tuve a ella, no necesitaba enarbolar banderas, porque ya lo había hecho y todo mi entorno sabía, a esas alturas, de qué pie cojeo. Mi segunda maternidad fue más consciente, menos guerrera y más segura.
Una amiga me dijo una vez que con el segundo hijo no te emocionas tanto como el primero, porque se ha acabado la sorpresa, todo lo que te toca vivir ya lo has vivido con anterioridad.
En realidad, no estoy de acuerdo: cada embarazo es distinto, cada parto es distinto, cada bebé es distinto. Puedes repetir la experiencia varias veces y vivirla de forma diferente, igual que si te enamoras más de una vez a lo largo de tu vida: esas mariposas en el estómago no dejan de ser especiales porque ya las hayas experimentado en otra ocasión; la única diferencia es que a veces, cuando nos enamoramos de una persona adulta podemos equivocarnos, en cambio en el amor que se siente hacia un bebé no hay error posible.
Mi princesita nos tiene irremediablemente encandilados a todos desde el momento en que salió de mí.
Ha nacido rubia en una familia de castaños, y aunque es pronto para asegurarlo, también parece ser la única de la familia que no es zurda.
Como una princesita, es increíblemente coqueta, le encanta ponerse pulseras, collares, sombreros, gafas de sol y cualquier adorno que encuentre en mis cajones o en el armario; se los pone, se los quita y cuando está satisfecha con el resultado sale disparada hacia el espejo, se pavonea, se aplaude y dice ¡bapa! (guapa).
Lo primero que hace por las mañanas (después de ponerse fina de teta, quiero decir) es dirigirme una gran sonrisa y traerme sus zapatillas y una horquilla o goma de pelo para empezar el día arreglada.
Se puede decir que no habla, porque su vocabulario es bastante limitado, pero se hace entender perfectamente. Por lo que a mí respecta, nuestra comunicación es casi telepática: después de estar juntas todo el tiempo desde que nació, a veces nos entendemos sin necesidad de hablar.
Su hermano la adora, le presta sus juguetes, la vigila, la lleva de la mano, le enseña cosas, si le da una rabieta me ayuda a consolarla. Al principio, jugaban en la misma habitación, últimamente juegan juntos, interactúan de verdad.
Ella tiene una caja de juguetes, en parte suyos y en parte heredados, a los que habitualmente presta poca atención: le ha salido la vena imitadora y prefiere jugar con lo que juega su hermano, o ayudarme a mí con las tareas domésticas (limpia el polvo con una toallita, saca las cacerolas del cajón mientras yo cocino, me ayuda a quitar el fregaplatos - se ha cargado un par de platos en el intento, pero la intención es la que cuenta).
Estamos en etapa de rabietas y cuando se enfada llora, grita, chilla y se tira al suelo. Por mi parte, tengo clarísimo que mi hija no es "mala", ni "malcriada", ni es un "bicho". Admito que es extremadamente asertiva, y me alegro por ella, porque está demostrando con su ejemplo ser la némesis de las insípidas princesas de los cuentos.

viernes, 20 de julio de 2012

Premios a pares

Reconozco que últimamente tengo el blog un poco descuidado, por falta de tiempo y de inspiración. Sin embargo, acabo de descubrir que me han otorgado no un premio, sino dos, lo cual obviamente me produce doble alegría. Gracias como siempre por considerarme merecedora de ello.
En orden cronológico:

Premio Yo ♥ Portear


Me llega de la mano de Pilar, de Maternidad Continuum, y para recogerlo tengo que explicar por qué amo portear.
Para ser sincera, el porteo es algo que he descubierto en tiempos relativamente recientes. Cuando nació mi hijo mayor desconocía la existencia de una corriente llamada crianza con apego (lo más cercano al porteo que conocía era una mochila no ergonómica) así que, a falta de portabebé, le llevaba a brazo pelado adonde hiciera falta. Como os podéis imaginar, los agoreros de siempre vaticinaron en su día que mi hijo siempre querría ir en brazos, pero (para variar) no fue así. Dejó de "cangurear", como lo llamábamos, cuando estaba embarazada de su hermana, y desde entonces no lo ha vuelto a pedir, desatando en mí la acostumbrada mezcla de orgullo y nostalgia. Por cierto, parece mentira pero en ocasiones echo de menos esa complicidad que se creaba entre nosotros a pesar del dolor de espalda.
Con la peque sí que conocía los distintos portabebés, además había ido a talleres para comparar los diferentes tipos y aprender a utilizarlos. A pesar de ello, confieso que sigo siendo incapaz de anudarme un fular correctamente.
Respondiendo a la pregunta, amo portear porque me fascina la posibilidad de disfrutar de la cercanía de mi bebé y de tener las manos libres al mismo tiempo. El porteo permite cargarse de un plumazo esos consejos, tan bienintencionados como molestos, del estilo tiene que acostumbrarse a estar en la cuna para que tú puedas hacer tus cosas. Gracias al porteo, he podido hacer todas mis cosas sin que mi hija tuviera que pisar la cuna, las hemos hecho juntas desde que nació.
Ahora estamos en huelga de porteo, supongo que ir tan unida a mamá es incompatible con las necesidades de un terremotillo en constante evolución, sin embargo sigue siendo un bonito recuerdo y una herramienta que agradezco porque me facilitó mucho la vida en su momento.
Ha llegado la hora del reparto, y esta vez se lo concedo a:
Entre mimos y juguetes: no sé si al final portea o ha porteado, sé que la intención estaba allí. Pero se lo merece por el apego y el cariño que transmite, y porque si no me equivoco, necesita una inyección de moral.
Creciendo con David: porque no solo es una experta en portabebés, sino que los hace ella misma, y preciosos por lo que he podido comprobar.
Pegaditos crecemos mejor: porque me encanta la sensibilidad con la que expone los temas que trata y creo que merece un reconocimiento.

Premio osito

Me encantan los osos, cuando era pequeña mi peluche favorito era un oso, y curiosamente los peluches favoritos de mis hijos también son osos. Mi madre apodó a mi padre Bubu, como el oso amigo de Yogui, y Osito era el apodo con el que me dirigía a mi marido cuando éramos novios. En fin, los osos siempre han estado presentes en mi vida y ahora también lo serán en mi blog.
Este premio me lo concede Carmen de La gallina pintadita (¡gracias guapa!), y para recogerlo solo tengo que pasar el relevo a otros blogs, así que en esta ocasión agraciaré a los siguientes:
El método Maridill: por hacernos reflexionar a través de la ironía. Empezó como una broma y se ha convertido en mucho más.
Aprendiendo de Adrián y Gael: porque me encanta su sencillez y sensibilidad.
De repente mami: porque su hija y la mía tienen casi la misma edad, y me veo reflejada no solo en muchas de sus vivencias, sino en sus opiniones y sentimientos.

viernes, 6 de julio de 2012

El fin de una etapa

Llevo cerca de un mes queriendo escribir esta entrada, cerca de un mes rumiando y reflexionando sobre ella y varios días escribiéndola a trompicones por falta de tiempo.
El 22 de junio pasado, mi hijo mayor terminó el ciclo de Educación Infantil; una semana antes, asistí a su actuación de fin de curso y a su graduación.
De entrada, reconozco que no considero necesaria una ceremonia de graduación para niños tan pequeños, pero admito que cuando oí que le llamaban, le vi subir al escenario acompañado por la música de fondo, recibir su diploma y la enhorabuena de su profesora, no pude contener las lágrimas.
La ceremonia finalizó con un lanzamiento colectivo de babys, a falta de birretes, más música y baile, mientras yo asistia hipnotizada, derramando lágrimas saladas que no consiguieron aliviar esa mezcla de orgullo y tristeza que acompaña cada etapa que finaliza en lo que a mis hijos se refiere.
Estaba pensando en todo aquello cuando sobrevino el último día de colegio: por ser el último día, terminaron al mediodía; nos pidieron que les lleváramos con ropa playera, pues iban a celebrar la "fiesta del verano".
Ese día, durante todo el camino, no conseguí desprenderme de una extraña sensación de dejá-vu; por algún motivo, mi mente seguía reviviendo una y otra vez el primer día de colegio de mi niño, a la vez que me recordaba cuántas cosas habían pasado desde entonces, cuánto habíamos cambiado todos desde aquel primer día.
El día que mi niño inició su etapa escolar, recorría ese mismo camino cogido de mi mano, mientras no paraba de preguntarme a mí misma cómo iría todo. Los comentarios no solicitados que había tenido que escuchar durante tiempo revoloteaban a mi alrededor, como una molesta nube negra que no me abandonaba. Mi hijo no había ido a la guardería y esto, según algunos, era razón suficiente para que su adaptación al colegio fuera horrorosa; me perseguían relatos de niños que habían llorado durante meses y de profesoras que arrancaban a los pequeños de los brazos de sus madres.
En realidad, había pasado buena parte de ese verano intentando preparar psicológicamente a mi niño para el colegio. Juntos habíamos elegido su mochila, una mochila roja y negra de Rayo Mc Queen, la ropa que llevaría el primer día, habíamos jugado al colegio con muñecos y playmobils, le había explicado con la mayor objetividad posible en qué consistía el colegio, qué iba a hacer allí.
Aún así, durante el camino nos enfrascamos, los dos, en nuestros pensamientos. Mi niño entró contento, sin embargo, al ver llorar a muchos de sus compañeros, se asustó. Le había contado que algunos niños lloraban porque tenían miedo, pero mi explicación no le preparó para el impacto emocional de presenciarlo con sus propios ojos.
Me abrazó, nos abrazamos. Entré con él en clase, intenté ayudarle a que se familiarizara con el ambiente. Llegó su profesora y empezó a hablar con él, me pidió que me fuera, me explicó que tenía que confiar en ella, me prometió que no iba a dejarle llorar, que le consolaría y le cogería en brazos lo que hiciera falta.
Me fui de allí viendo como mi niño me seguía con la mirada, mientras unas silenciosas lágrimas acariciaban sus mejillas. Confieso que me fui de allí sintiéndome la peor madre del mundo.
Al abandonar el edificio, una especie de sexto sentido me dijo que todo iba bien, y si bien suelo tener cierta confianza en este tipo de cosas, al mismo tiempo necesitaba una confirmación.
Por la tarde, fui a recogerle con el corazón en un puño, mientras barajaba mentalmente todas las posibilidades así como las posibles soluciones.
Salió contento, me explicó que al principio se había asustado un poco pero que luego se había divertido. Le pregunté si quería volver y me dijo que sí.
Tres años y medio después le esperaba en el mismo lugar en el que le había visto salir el primer día; le vi correr y saltar en el patio, jugar con sus amigos, y cuando me vio vino corriendo hacia mí con una sonrisa en los labios. Me despedí de su profesora, mientras las lágrimas (de las dos) expresaban lo que las palabras no alcanzaban a decir.
Mi hijo emprendió el camino de vuelta llevando a su hermana de la mano, igual que tres años y medio antes yo le había llevado a él. Tenía ganas de reír y llorar a partes iguales. Ya en casa, le pedí que se pusiera el baby por última vez y le saqué una foto, recuerdo agridulce que me demuestra lo mayor que se está haciendo mi hijo y se convertirá para siempre en conmemoración del fin de una etapa.

viernes, 29 de junio de 2012

Por qué estoy en contra del método Estivill


La mayoría de los que me conocen, tanto personal como virtualmente, saben que estoy decididamente en contra del método Estivill y demás técnicas que proponen dejar llorar a los niños. Sin embargo, cuando hablamos del tema, no suelen pedirme argumentos para sustentar mi negativa: piensan directamente que carezco de ellos, o me atribuyen una serie de razones que poco tienen que ver con la realidad.
Puesto que hoy se celebra el Día Mundial del Sueño feliz, aprovecharé para aportar mi granito de arena, dejar claro que tengo argumentos (si no fuera una señora, diría también que los tengo bien puestos) y explicarlos a continuación para que queden claros.

No es que me dé pena: lógicamente, no me parece plato de buen gusto oír llorar a un bebé, sea cual sea el motivo. Sin embargo, suponer que estoy en contra del método Estivill solo porque me da pena la idea de oír llorar a mis hijos me parece de una simplonería sin precedentes. También me da pena que mis hijos lloren al ponerles una vacuna y aún así llevan puestas todas las del calendario: en este caso, porque considero que los beneficios de la vacuna superan con creces los posibles riesgos de no llevarla; en cambio, el método Estivill  beneficia al autor del libro y perjudica a todos los demás: a los niños, porque se les arrebata hasta la posibilidad de expresar su sufrimiento, y a los padres, porque de este modo renuncian para siempre a un vínculo que podía haber sido precioso. Y sí, se puede dar marcha atrás, se puede tratar de olvidar lo que ha sido y centrarse en lo que será, pero nunca jamás se podrá recuperar lo que pudo ser.
Imagen: cortesía de Pre Papá

No me da miedo que se hagan independientes: cada paso nuevo que dan me produce una mezcla de orgullo y nostalgia. Orgullo, porque veo que se están haciendo mayores; nostalgia, porque empiezo a añorar una etapa que se ha quedado definitivamente atrás. Sin embargo, el concepto de independencia que tengo yo difiere sustancialmente del de buena parte de mi entorno (estivilizadores convencidos en su mayoría). Ser independiente no significa dejar en paz a tus padres mientras se están tomando una cañita en el bar del parque, significa ser capaz de hacer cosas y de tomar decisiones razonadas sin necesidad de ayuda externa. Curiosamente, los que más fomentan la independencia infantil a la hora de dormir suelen dejar más bien poco margen a los niños para ejercerla en otras facetas de su vida. Como dije, no tengo miedo a que mis hijos se hagan independientes, pero tampoco tengo prisa por conseguirlo. La independencia llegará, pero suele venir de la mano de la seguridad, cuando no es así, a menudo no se trata de independencia, sino de resignación disimulada.

No me creo mejor madre que el resto: estoy harta de que tanta gente intente convertir esto en una carrera de méritos, y empiece a mezclar churras con merinas, a decidir si es peor dejar llorar a un bebé o no llevarle al parque, dejarle con la abuela para irse de viaje en pareja o permitir que coma bollería industrial. No me interesa ser mejor madre que mi cuñada o vecina, con lo cual considero que nadie tiene derecho a puntuarme en base a unos parámetros que yo no he elegido. Solo quiero ser la mejor madre para mis hijos, y desde luego seré mejor madre para ellos si atiendo sus necesidades que si las ignoro.

No funciona: el argumento principal de los que intentan meterme entre ceja y ceja un método que se puede clasificar de inhumano suele ser lo bien que funciona. El método Estivill no enseña a los niños a dormir, les enseña a no molestar a los padres. Una amiga me comentó que su hija puede tardar hasta dos horas en dormirse desde que la acuestan, pero lo hace en silencio y sin llamar a nadie (objetivo cumplido, nótese la ironía). Yo misma observé a un niño previamente estivilizado dar vueltas en la cama durante un tiempo considerable sin levantarse siquiera, mientras los adultos estábamos cenando en la habitación contigua. Es un método que funciona tan bien (otra vez, nótese la ironía) que hay que repetirlo varias veces porque falla más que una escopeta de feria: el mismo libro da a entender que es posible que haya que llevarlo a cabo en repetidas ocasiones.

El método Estivill deja secuelas: no me voy a extender mucho porque ya se ha hablado del tema largo y tendido. Deja muchas secuelas, y han sido demostradas en múltiples ocasiones por pediatras, psicólogos, psiquiatras, neurocientificos y demás personalidades destacadas. No me sirve el ejemplo del niño del vecino, al que le han hecho el método y es, según sus padres, más feliz que una perdiz: voy a probar a decir que el tabaco no hace daño, ya que mi abuela paterna fumó un paquete al día durante toda su vida, murió con 83 años y nunca cogió ni un catarro, a ver si cuela.

Esto no va de límites: dejar llorar a un bebé no tiene absolutamente nada que ver con las cacareadas normas de las que tanto se habla. Odio la palabra límites por lo que representa, pero admito que en mi casa los tenemos: sin embargo, son límites para todos, que consensuamos en la medida de lo posible y cuya razón de ser es la seguridad y la convivencia de todos los que vivimos en casa. Hacer sufrir a mis hijos por mi propia conveniencia me parece, como mínimo, bastante egoísta.

Llorarán muchas veces en la vida: es cierto, y por este motivo me parece absolutamente cruel e innecesario darles conscientemente más ocasiones para hacerlo. A este respecto, quiero dejar constancia de que el hecho de no dejar llorar a mis hijos no significa que no lloren nunca, porque lo hacen: lloran cuando les duele algo, si se caen y se hacen daño, si se les rompe un juguete, mi hijo mayor también llora si se ha peleado con su mejor amigo y mi hija últimamente llora porque le están saliendo las muelas. Sin embargo, no es comparable al método Estivill, porque cada vez que lloran lo hacen entre mis brazos, mientras les doy besos, les acaricio el pelo y si no puedo hacer más, les susurro lo mucho que lo siento y cómo me gustaría poder ayudarles. No lloran solos y abandonados en una cuna.

Tengo claras mis prioridades: en el momento en que decidí ser madre, supe que mi vida iba a cambiar. Esto no es una lucha de poder, pero si en algún momento hay un conflicto de intereses, lo lógico es que se sacrifique el adulto y no el bebé, que tiene menos herramientas emocionales para hacer frente a la situación.

Mis hijos no dormían del tirón: de hecho, mi niña todavía no lo hace. Es bastante común dar a entender que quien está en contra del método Estivill no sabe lo que es pasar una mala noche. Pues resulta que lo sé, sé lo que es despertarse varias veces en plena noche, pasear a oscuras cantando nanas mientras miras el reloj y recuerdas que todavía no has dormido y dentro de un par de horas te tienes que levantar, sé lo que es tomarse media docena de cafés para parecer personas, llevar corrector de ojeras a todas partes para que en el trabajo no se note tanto. Lo sé y no presumo de ello, lo que he hecho no es nada extraordinario, es simplemente lo normal, lo que me ha pedido el cuerpo. Me remito a lo que dije antes, tengo claras mis prioridades, y el bienestar emocional de mis hijos tiene preferencia respecto a mi derecho a descansar.

Cada niño tiene su ritmo: son seres humanos, no robots programables y por tanto no me sirven las estadísticas tendenciosas o directamente falsas que afirman que a partir de tal edad deberían dormir toda la noche. Solo se trata de confiar en su naturaleza, tarde o temprano acabarán por dormir del tirón (mi hijo lo hace, a pesar de las predicciones tremendistas que tuve que oír).

No soy ninguna mártir: no aplicar el método Estivill no significa renunciar a la vida de pareja o pasarse la noche dando vueltas por el pasillo. Se trata simplemente de acompañar al bebé, de tratar de conectar con él para poder entender sus necesidades y adelantarse a ellas siempre que sea posible, y mientras tanto, de ponerse la vida lo más fácil posible (el colecho no es una solución per se, pero ahorra desvelos y paseos nocturnos).

Con el tiempo, las noches se disfrutan: mi hijo mayor tardaba una eternidad en dormirse. Admito que a veces era cansado, hasta desesperante, porque ponía todo mi empeño en intentar relajarle y ocurría todo lo contrario, se activaba cada vez más. Pero a veces me olvidaba del reloj y del tiempo que llevaba intentando dormirle y simplemente trataba de conectar con él, intentaba emocionarme ante el cuento que le contaba, disfrutar de los sonidos, los olores de la habitación, jugar a las sombras chinas en las paredes del dormitorio, contestar a mil preguntas que de repente le venían a la cabeza. Cuando finalmente se dormía, me quedaba un rato tumbada a su lado mientras me invadía una indescriptible sensación de paz y felicidad. Verles dormidos me recuerda el grandísimo amor que siento hacia ellos.
Si les hubiera hecho el método Estivill, nos habríamos perdido todo esto.

No aplicar el método Estivill no deja ningún tipo de secuela: mi hijo mayor es la prueba viviente de ello. Tiene 6 años y no padece ninguno de los posible problemas o trastornos que se mencionan en el libro: no tiene insomnio (ni el que se define por malos hábitos adquiridos y que solo existe en la mente del Dr. Estivill y sus secuaces, ni el insomnio infantil de verdad, que existe pero no se cura dejando llorar al niño); tampoco tiene problemas de crecimiento, ni muestra dependencia excesiva (de hecho, la gente suele considerarle un niño muy independiente), ni problemas de relación de ningún tipo. Igual es pronto para hablar del fracaso escolar, teniendo en cuenta que acaba de terminar el ciclo de infantil, pero sus maestras me han hecho saber que se ha adaptado muy bien y que muestra interés en el trabajo de clase.
Por cierto, ahora duerme solo, en su habitación, no necesita que se le haga compañía hasta que se queda dormido, a veces ha dormido fuera de casa (porque él lo ha pedido) sin ningún problema. Los que me dijeron que nunca sería capaz de hacerlo por culpa de la sobreprotección materna ya pueden ir pidiendo disculpas.

Blogs que se han sumado al Día Mundial del Sueño Feliz:




martes, 26 de junio de 2012

29 de junio: Día Mundial del Sueño feliz




Día Mundial del Sueño feliz. Se trata básicamente de desmontar los mitos que rodean el método Estivill y de inundar masivamente el ciberespacio con mensajes a favor del sueño feliz.
Imagen: cortesía de Pre Papá
Me hago eco de una iniciativa que está corriendo como la pólvora a lo largo y a lo ancho de la blogosfera: el próximo día 29 de junio será el
A tal efecto, se han creado también un grupo y un evento en facebook para coordinar las acciones a realizar, que son las siguientes:

- Anunciar este evento en los blogs tan pronto como sea posible.
- Incluir en facebook mensajes, enlaces, artículos y estudios que pongan de manifiesto las consecuencias negativas de los métodos de adiestramiento para dormir
- En twitter, el próximo 29 de junio utilizar masivamente el hashtag #DesmontandoaEstivill, para conseguir que sea Trending Topic ese día.
- En los blogs, el próximo 29 de junio publicar una entrada contando nuestras opiniones acerca del método Estivill y nuestra experiencia de sueño feliz.




sábado, 23 de junio de 2012

Premio pirata

Me llena de orgullo y satisfacción que alguien pueda considerar este blog merecedor de un premio, pero el que se trate de un premio pirata lo hace aún más especial, puesto que el universo de los bucaneros es el tema prácticamente fijo de los cuentos para dormir que me invento para mi niño, y después de tanto tiempo relatando las aventuras del Pirata Tuerto y el Pirata Barbalarga, he acabado por cogerles cariño.
Volviendo al premio, me llega además por partida doble, y curiosamente me lo otorgan dos gallinas: la primera es Carmen, de La gallina pintadita. Aprovecho la ocasión para pedirle disculpas también desde aquí por el retraso en recogerlo (llevo una temporada que no tengo tiempo ni de respirar).
La segunda es Huevalda: ignoraba que tuviera un blog (cuando se entere me dará un picotazo), pero lo tiene, se llama Huevalda, la gallina indignada, he intentado hacerme seguidora suya pero al parecer no da opción a ello, así que he decidido añadirla a la lista de blogs que no quiero perderme.
Y como todo en la vida, las cosas se disfrutan más cuando se comparten, así que vamos a repartirlo a diestro y siniestro:
A Mon, de Entre mimos y juguetes, porque en calidad de madre de dos piratillas, le va a venir que ni pintado, y sobre todo por la sensibilidad y la pasión que pone en todo lo que hace.
A Merche, de Trasteando en casa, por la admiración y la envidia sana que siento ante su habilidad para las manualidades, pero sobre todo por su entusiasmo.
A Anuska, de La casita de Aroa, porque aunque parezca que últimamente la tengo un poco olvidada, en realidad nunca he dejado de seguirla y de apreciarla.