sábado, 10 de octubre de 2015

Meritene y maldades

Si algún día tu hijo te dice que eres una madre mala, es que eres muy buena, dicen en el más reciente anuncio de Meritene, último eslabón de una larga cadena de despropósitos patrocinados por Nestlé.
Como si no tuviéramos bastante con el de Pediasure, ese que explicaba que uno de cada dos niños se deja comida en el plato.
¿Por qué uno de cada dos niños se deja comida en el plato, mamá? preguntó mi hija.
Porque uno de cada dos padres les pone demasiada comida, contestó su hermano.
Por lo menos, el Pediasure intentaba enumerar las bondades de las verduras y el pescado a ritmo de música, pero este, directamente no hay por donde cogerlo.
Llego tarde, porque ya ha sido brillantemente desmontado en este artículo (entre otros) y a decir verdad, ni siquiera habría escrito esta entrada de no ser por los recuerdos que me ha traído a la cabeza.
Vaya por delante que no me considero un modelo a seguir en cuanto a nutrición infantil; es más, reconozco que en mi casa no siempre comemos las 5 raciones diarias de fruta y verdura, nuestro menú semanal puede no ser todo lo variado que recomiendan los nutricionistas, y si bien intentamos no comer porquerías a diario, de vez en cuando incorporamos algo de comida basura a nuestra dieta.
Pienso que una dieta variada debe ser precisamente así, variada, y por tanto de vez en cuando hay que hacer hueco también para los donuts y las patatas fritas; me parece peligroso abusar de las comidas malas, pero igual consideración me merece el prohibirlas tajantemente sin posibilidad de negociación. Que conste que lo digo como superviviente de terrorismo nutricional durante la infancia, me temo que gracias a ello me he quedado un poco tocada, incluso después de media vida sin haber vuelto a comer acelgas.
En otras palabras, admito que en mi casa no siempre comemos de manera ejemplar, pero por lo menos no se estila la costumbre de cebar a los niños con batidos y demás complementos innecesarios, ni mucho menos los hacemos comer bajo coacción.
Eso es lo que realmente me molesta del anuncio de Meritene. No es tanto que nos intenten vender como imprescindible un producto que es precisamente lo contrario, sino la manera en la que lo hacen. Es posible que a estas alturas me haya acostumbrado a las familias felices de los anuncios de la tele, esas familias rubias y sonrientes que siempre se levantan de buen humor y no pierden la alegría ni ante la mancha de tomate más resistente. Quizás por eso me ha chocado tanto la actitud de la madre del anuncio de Meritene. Es curioso que Nestlé haya intentado justificarse diciendo que su anuncio pretende ensalzar la paciencia y la perseverancia de las que hacen gala muchos padres a la hora de la comida; personalmente, por mucho que lo mire, esas virtudes no las veo por ningún lado, el comportamiento de la madre me parece más bien amenazador y chulesco.
El asombroso caso de la niña que comía brócoli sin necesidad de amenazas
Yo solía volver del colegio con el estómago encogido, preguntándome qué habría para comer; algunos menús anunciaban directamente una batalla campal. Así que perdonadme, pero me resulta mucho más fácil empatizar con el chico afectado por el  "síndrome del niño malcomedor" (palabro inventado por las multinacionales que fabrican suplementos, pero de gran impacto psicológico) que con esa madre, tan pacientemente autoritaria y tan amenazadoramente perseverante (¿es ironía o sarcasmo? preguntaría mi hijo. Un poco de cada, creo.)
Lo que más me repatea es la dichosa frase que abre esta entrada, si algún día tu hijo te dice que eres una madre mala, es que eres muy buena. Históricamente, se ha usado esa frase como justificación barata para tranquilizar conciencias, como autorización para cometer una ristra de barbaridades que nos pondrían los pelos como escarpias si la víctima - perdón, el objetivo, fuera un adulto en vez de un niño.
Mis hijos nunca me han dicho que soy una madre mala, así que probablemente para Nestlé y compañía, debo ser más mala que un dolor.
El anuncio es nuevo, pero hasta donde yo sé, el Meritene lleva ya unos cuantos años en comercio. Mi primer contacto con esta gama de complementos se produjo hará unos 6 años, cuando mi pediatra de entonces le diagnosticó a mi hijo el famoso síndrome del niño malcomedor. A decir verdad, mi niño era (y sigue siendo) muy alto y delgado, pero sinceramente su peso siempre ha estado dentro de las tablas; siempre le noté activo, curioso y despierto, con lo cual no me preocupaba excesivamente si se dejaba comida en el plato.
Pues nada, en una revisión este señor me vino a decir que el niño estaba "descompensado", me sometió a un interrogatorio en cuanto a nuestros hábitos alimenticios y al considerar "insuficientes" las cantidades que el niño acostumbraba a comer, intentó endiñarme un estimulante del apetito (sí, un medicamento, de esos que actúan sobre el cerebro). Digamos que la diplomacia no es mi fuerte, y le contesté a las claras que me negaba a drogar a mi hijo para que comiera. Entonces me propuso el dichoso Meritene, y cuando también me negué a eso, me jugó la carta del niño enfermo dejando caer la posibilidad de que mi hijo tuviera un trastorno metabólico. Allí me enfadé de verdad, y le dije que si consideraba que mi hijo pudiera tener algún problema de salud, ya podía mandarnos a hacer las pruebas que considerara oportunas para confirmar o desmentir su diagnóstico en vez de sugerirme cebarle como si fuera un pavo. Como era de esperar, reculó rápidamente y no nos mandó ninguna prueba, posiblemente el único problema era mi negativa a llenar los bolsillos de Nestlé.
Así que seguramente, para mi ex pediatra, era una madre mala; y posiblemente, para mi suegra, mi cuñada, la vecina del quinto, alguna mamá del parque y un largo etcétera, también.
Todo sea dicho, con mi hijo mayor pagué la novatada. Nunca le sometí a presión, ni me enfadé para que se acabara el plato como ocurre en los aterradores anuncios de Meritene (he descubierto que hay una serie entera, el tema es el mismo, la madre-sargento que coacciona al niño y este le espeta "eres muy mala", y a continuación viene la repelente frasecita limpia-conciencias), pero en mi fuero interno me sentía nerviosa e intranquila ante la posibilidad de que sufriera carencias.
Llegó un día en el que decidí olvidarme de la presión. No ocurrió ningún milagro, mi hijo no se zampó una sandía entera ni nada por el estilo; pero yo empecé a vivir un poco mejor, a confiar más en mí misma y en mi instinto. A día de hoy, en plena racha preadolescente, está desarrollando un apetito voraz. Quien le ha visto y quien le ve, desde luego no está mal para un niño "malcomedor".
Con mi hija no tuve que replantearme el tema de la presión, porque directamente no la hubo. Con mi facilidad habitual para hacer amigos, mandé a la porra a todo opinólogo, y dejé que ella misma se administrara y regulara. A día de hoy, no recuerdo que se haya negado a probar ningún alimento, come cantidades aceptables y su menú es muy, muy variado. Come hasta brócoli, pero sin necesidad de rodearla de juguetes para luego castigarla retirándoselos, como en el dichoso anuncio.
Así que habrá que darle la vuelta a la frase: si mis hijos dicen que soy buena, debo ser malísima. Y a mucha honra.

jueves, 17 de septiembre de 2015

Historias

El color favorito de mi hija es el amarillo. Dice que es el que más le gusta porque es el color del sol y de las flores. Tiene alma de artista y le encanta dibujar enormes soles y paisajes inundados de pintura amarilla. Observo maravillada como poco a poco va forjando su personalidad y definiendo sus gustos.
Hasta hace no mucho, su color favorito era el rosa. Personalmente, es un color que detesto, no por sexista sino porque me parece empalagoso. Para ser sincera, yo soy de esas mujeres tolerantes y conciliadoras que consideran que el sexismo se nota en otras cosas, y el rosa solo es un color; que es mejor comprar una Barbie cuando te la pide que tenerla suspirando por algo que para ella solo es un juguete. Soy de esas personas que piensan que la clave es lo que se vive en casa, como si el entorno y el resto del mundo no influyeran para nada.
Luego me topo con artículos como este y hago una cura de humildad. Me doy cuenta de hasta qué punto me he engañado a mí misma, lo equivocada que estoy cuando trato de pasar por alto las cadenas a las que nos han atado desde generaciones.
El problema no es el rosa, ni las princesas, ni las faldas de tul: el problema radica en la validación implícita que conllevan todas esas cosas.
Yo de niña encajaba perfectamente en la definición de marimacho: siempre llevaba pantalones, prefería los coches a las muñecas y en mi fuero interno, soñaba con ser un chico. Me ha costado años de introspección y de terapia entender que lo que anhelaba realmente no eran unos atributos de los que carecía, sino la libertad y la rebeldía que asociaba inconscientemente al género masculino.
Intentaron criarme para que fuera autónoma e independiente, una mujer moderna y liberada, de esas que anteponen el éxito y la realización personal al tradicional papel de esposa y madre abnegada. Dicen que la palabra convence, pero el ejemplo arrastra, y todo a mi alrededor parecía un constante recordatorio de cuál debía ser mi lugar en el mundo.
No jugué con Lego de color rosa, porque no los había, no llevaba peinados de princesa, porque mi madre consideraba más higiénico el pelo corto (lo llevo hasta la cintura desde la adolescencia: he sido autónoma, independiente e inmune a las opiniones ajenas como querían, pero no en las áreas previstas). Mi crianza fue bastante unisex dadas las circunstancias, pero las señales estaban allí, empezando por mi abuelo paterno que consideraba que una nieta jamás puede tener la misma importancia que un nieto varón, ya que este último garantiza la continuidad del apellido familiar, mientras que las mujeres es como si fueran "prestadas" ya que lo pierden al casarse. Ironías de la vida, gracias a la doble nacionalidad mis hijos conservan su preciado apellido en un respetable segundo lugar, mientras que mi primo y heredero del linaje familiar no ha tenido descendencia.
Crecí con un eterno sentimiento de inferioridad, con un afán constante de ganarme esa aprobación que los chicos de mi entorno recibían de forma natural. Dejé de ser niña el día que me vino la regla, cuando en ocasión de una cena familiar mi abuela, mi tía y demás familiares me prohibieron ir a jugar como había hecho hasta entonces, porque ya tenía edad para compartir sobremesa con el resto de mujeres.
A decir verdad, era todo bastante rancio y machista, cuando se acababa de cenar, los hombres iban al sofá, a la zona noble, se espatarraban viendo el fútbol o se ponían a charlar de cosas de hombres; las mujeres se encargaban de fregar y se quedaban de cháchara en la cocina. Sin embargo, clichés aparte, recuerdo con cariño aquellas sobremesas, y sobre todo las lecciones de vida que destilaban. Cada una de esas mujeres guardaba celosamente sus secretos, pero aprovechaba esos momentos en tribu para transmitirme las enseñanzas que consideraba más valiosas. Nunca hablaban de sus tabúes pero no tenían reparos a la hora de contar las intimidades de la vecina o de alguna conocida: ningún tema de conversación era considerado demasiado picante o escabroso, ni siquiera para mis jóvenes oídos. Al fin y al cabo, yo había nacido mujer y más me valía entender de qué iba el mundo; me decían que tuviera cuidado con los hombres, incluso a una edad en la que no me interesaban lo más mínimo, y al mismo tiempo daban a entender que el secreto del éxito era precisamente aprender a hacer eso como Dios manda.
Cada una de esas mujeres intentó transmitirme su experiencia y sabiduría, compartir conmigo historias vividas, leídas y oídas, historias que en ocasiones habían tenido lugar un siglo antes. Otra cosa no, pero las mujeres de mi familia tenían muy buena memoria, unida a la costumbre de contar una y otra vez las anécdotas destacables a la siguiente generación.
Desciendo de un largo linaje de mujeres muy distintas entre si en cuanto a experiencias y temperamento. Jóvenes y viejas, ricas y pobres, conformistas e irreverentes, cada una de esas vidas es un pedacito que llevo dentro. Ternura, comprensión, envidia, compasión, incredulidad, rabia, admiración, asombro: cada anécdota, cada historia es una pincelada fugaz en el lienzo de mi memoria. Hay colores vibrantes y otros sombríos, brochazos y trazos tan finos que apenas se ven.
Mujeres sometidas, que no supieron hacer con su vida otra cosa que lo que su entorno se esperaba de ellas, que soportaban estoicamente la ausencia de sus maridos y las habladurías de vecinos y familiares mientras se teñían las cejas con el hollín de la chimenea para aparentar ser más jóvenes; mujeres asustadas, tan desconectadas de si mismas que en el momento culminante podían preguntar al marido qué quería comer al día siguiente; mujeres derrotadas, que se refugiaban en el alcohol buscando una vía de escape; mujeres valientes, madres solteras que criaron con un amor sin límites a pesar del estigma social; pero también (y sobre todo) mujeres fuertes, decididas, valientes, que supieron vivir según los dictámenes de su corazón, mujeres que vivieron amores eternos, amores ilícitos, mujeres que trabajaron, amaron, suspiraron, lloraron, mujeres que supieron sacarle todo el jugo a la vida.
Su sangre corre por mis venas, y por la de mi hija. Algún día tendré que decidir si compartir o no esas historias con ellas; quizás hablarle de las cadenas que arrastramos todas la ayudará a romper las suyas. De momento, me conformo con verla pintar girasoles.


sábado, 18 de julio de 2015

Huracán

Un día cualquiera, hace ya unos años. Estaba en el supermercado con mi padre, ayudándole a guardar
la compra a la vez que intentaba vigilar a mi hija, que por aquel entonces era un bebé en plena etapa exploradora. De repente, calculé mal y un frasco de tomate frito se me escurrió y se estrelló contra el suelo.
Vi la escena a cámara lenta: el bote que se resbalaba, se caía irremediablemente hasta impactar contra el suelo y estallar como una bomba; el contenido, una marea roja, parodia de sangre, que empezaba a expanderse en todas direcciones.
Unos sentimientos que creía olvidados y solo habían permanecido enterrados y dormidos durante décadas afloraron a la superficie con la fuerza de un huracán: mi corazón se aceleró, los ojos se me llenaron de lágrimas y empecé a temblar mientras las palabras brotaban sin control. Lo siento, no quería, no volveré a hacerlo, juro que no volverá a pasar.
La cajera se apresuró a buscar una fregona con la que limpiar el estropicio; fue a por otro frasco y santas pascuas. Ya en la calle, seguía disculpándome con mi padre cuando me cortó en seco diciéndome que son cosas que pasan, y que no tenía importancia.
No encontré el valor necesario para preguntarle por qué antaño la tenía.
A mí me pegaron lo normal.
 

sábado, 4 de julio de 2015

Todo pasa y todo llega

Hace tiempo que no escribo, y no solo por falta de tiempo. Cuando empecé este blog, decidí que sería un reflejo de mí, un púlpito virtual donde expresar (y a veces escupir) mis pensamientos y reflexiones; pero en realidad, la gran mayoría de mis entradas hablan de maternidad y crianza.
Quizás, más que de maternidad, de la transformación que la maternidad ha operado en mí, de cómo he derribado barreras y cambiado mis prioridades.
Sobre todo, este blog ha sido el reflejo del camino que he emprendido, una pequeña muestra de mi aprendizaje, mis dudas, mis sentimientos, un homenaje a mi tribu que me acompaña y me sostiene cuando flaqueo. Cada entrada es una piedra miliar que he colocado en el camino, que me recuerda de dónde vengo y hasta dónde he llegado.
A menudo, le robo a Mon su frase favorita, todo pasa y todo llega, y no sé por qué, pero esa frase me hace pensar en un río, en dejarme llevar, dejar fluir. Sin embargo, a veces no basta con seguir la corriente, hay que ponerse a remar, y sobre todo, decidir en qué dirección vamos a hacerlo, y cuánto esfuerzo vamos a invertir.
En realidad, no ha pasado nada, por lo menos nada grave, solo ha sido una sucesión de pequeñas señales, detalles que me hacen replantearme una serie de cosas.
En resumen, mi hijo mayor ya no es un niño; ya lo sabía, lo veía venir, pero el plácido fluir del río no me había preparado para la tormenta hormonal que se avecina a pasos agigantados.
Empecé a notarlo hace un par de meses, cuando tuvimos que comprar una camisa para que fuera con cierta decencia a las comuniones a las que había sido invitado; las camisas nunca han sido sus prendas favoritas, y hace tiempo habíamos acordado que las reservaríamos para las ocasiones especiales. En cambio ese día le sorprendí pavoneándose delante del espejo del probador, camisa por dentro, camisa por fuera, manos en los bolsillos, intentando aparentar más años de los que tiene. Unos días más tarde me dijo que las camisas no le disgustan, pero las prefiere llevar abiertas, y que quedarían incluso mejor con un colgante de surfista (si alguien sabe lo que es un colgante de surfista, le ruego me ilumine al respecto).
A partir de entonces, los cambios han llegado con rapidez; o quizás ya habían llegado pero acabo de empezar a fijarme en ellos. Juguetes que considera demasiado infantiles amontonados en los estantes, programas que hasta hace nada le encantaban y ahora le aburren dejan paso a otro tipo de contenidos, hasta la relación con su hermana ha sufrido un cambio, esa dualidad hecha de complicidad y rivalidad que compartían hasta ahora está dando paso a una actitud más madura, una mezcla de paciencia, condescendencia y paternalismo. Siguen jugando juntos, se ríen, se quieren y se pelean como siempre, pero él ya está en otro nivel.
Su imagen, que hasta ahora le era casi indiferente, está empezando a cobrar cada vez más importancia: ya no elige su ropa en base a la estética o a la comodidad, sino también en base a la reacción que puedan suscitar en los demás. Mi niño, que ya no es tan niño, empieza a buscar su lugar en el mundo, está debatiéndose entre la tranquilidad que proporciona el conformismo y la aceptación social y la descarga de adrenalina producida por la rebeldía.
No ha llegado todavía a la adolescencia, y puede que ni siquiera a la pubertad, pero está cogiendo impulso para pegar el salto. Él también lo sabe, no lo expresa con palabras porque quizás ni siquiera es consciente de ello, pero lo veo por la impaciencia con la que está esperando los cambios, cuando me pregunta si ya le está cambiando la voz, cuando se mira al espejo a ver si ya le ha salido la nuez, cuando se inspecciona las piernas a ver si ya tiene pelos.
A veces me cuesta conectar con él, hablar como hacíamos antes. Ya no es un niño, es un chico que necesita sus ratos de soledad, su parcela privada, está empezando a adoptar esa actitud de sentirse solo contra el mundo, que a menudo expresa con esas hipérboles al estilo siempre criticáis todo lo que hago.
Nos hemos propuesto reservarnos un ratito los dos solos, una vez por semana. Papá se queda con la peque y él yo aprovechamos para estar juntos y "hacer cosas". Vamos a desayunar o a dar un paseo, y hablamos. Hablamos de todo, de videojuegos, de la gata, de sus amigos, de cosas cotidianas, de mis preocupaciones y de las suyas. Allí es cuando el río vuelve a fluir, cuando por fin la corriente nos da un descanso y disfrutamos del frescor del agua. Sacamos mucho más jugo a ese momento que compartimos que si nos sentáramos a la mesa con aire serio para mantener conversaciones importantes.
Luego echo la vista atrás y casi me da la risa cuando recuerdo las predicciones agoreras de los que decían que sería un niño inseguro y miedoso: el niño que nunca dormiría solo porque su padre y yo le hacíamos dependiente ahora pide que dejemos la puerta entrecerrada; es el mismo al que diagnosticaron en su día el síndrome del niño malcomedor y ahora engulle raciones de adultos.
A veces me pregunto si el río no es en realidad una montaña rusa, si todo lo que hemos pasado hasta ahora no habrá sido la cuesta y ahora caeremos en picado. Estoy emocionada a la vez que asustada, porque me faltan referencias; hay mucha información sobre crianza respetuosa en lo que a bebés se refiere, pero si busco recursos sobre gestión de conflictos con niños más mayores o (pre)adolescentes, todo lo que encuentro son límites y disciplina. Eso cuando no me topo con el clásico ya verás o con el machismo recalcitrante de no te quejes, las chicas dan más problemas.
Necesito a mi tribu, necesito hacer piña con las que estéis igual... un nuevo camino se extiende ante mí y no sé muy bien por dónde tirar. Dentro de poco, tendremos que hablar de sexualidad, de alcohol, de drogas, de los peligros de internet, de cómo integrarse y ser aceptado sin por ello renunciar a ser uno mismo, tendré que estar a su lado cuando se enamore, cuando le rompan el corazón, cuando salga con sus amigos y vuelva a las tantas. Tengo que encontrar el término medio entre respetar su forma de ser y evitar que se descarrile, protegerle sin asfixiarle, acompañarle sin espiarle.
Nadie ha dicho que esto fuera fácil. Aunque estoy segura de que merece la pena.
 

miércoles, 20 de mayo de 2015

Consejos para dormir a un bebé


La imagen que aparece a la izquierda de este texto forma parte de una serie de "recomendaciones" que un centro de salud entrega a las mamás que acuden con sus bebés a la revisión de los 4 meses. No es mía, ha llegado a mí a través de las redes sociales.
Hay tantas cosas que me enfadan que ni siquiera sé por cuál empezar. Me molesta el tono alarmista ("si no lo has hecho ya, es el momento"), me disgusta la rigidez ("el niño debe asociar el sueño con unas rutinas"), me enfurece el cinismo final ("si el niño llora, déjale cada vez más tiempo hasta que vayas a consolarlo"). Lo peor quizás es que estas recomendaciones (entiéndase como eufemismo) provienen de un centro de salud, es decir de un equipo médico que técnicamente se encarga de velar por la salud de los bebés.
Vaya por delante que no tengo absolutamente nada en contra de los pediatras. Es más, la mayoría de los que he conocido destacan por su profesionalidad y empatía. Sin ir más lejos, ni a mi pediatra actual ni a la enfermera se les ha ocurrido jamás decirme cómo, dónde o con quién tenían que dormir mis hijos; se han limitado a recalcar que los despertares son normales, que no hay que preocuparse y que si el bebé se despierta llorando, es importante tratar de descubrir la causa. Pero en tantos años de andadura por el foro de Dormir sin llorar he podido leer unos cuantos disparates que no me han dejado indiferente: el más curioso, uno que "recetó" un exorcismo o una limpieza espiritual para tratar los terrores nocturnos; más frecuentes, los que recomiendan destetar para que duerma mejor, sacar al bebé de la cama o dejarle llorar. En otras palabras, el panfleto que decora mi entrada de hoy no parece ser un caso aislado.
Me da rabia, porque seguramente esas mamás ya habrán oído alguna recomendación similar: muchas personas que han criado hijos hace algunas décadas tienden a dar consejos en esa línea. Sin embargo, el hecho que lo recomienden en un centro de salud, que lo diga un médico, que lleva bata blanca, ha estudiado y por tanto, sabe, lo hace más grave todavía. Opino que lo que diga el médico en temas de salud va a misa; ahora, si habla de crianza, su opinión tiene la misma validez que si me hablara de política o de cocina: es decir ninguna, o mucha, en función de lo mucho o poco que se ajuste a mi propio enfoque.
Admito que ese folleto no dice nada que no se oiga o lea por doquier; también soy consciente de que quien esté determinado a dejar llorar a su bebé lo hará, sin tener en cuenta las recomendaciones en contra; quien no quiera dejarle llorar no lo hará, sin importarles lo que ponga esa hoja o cualquier otra. Sin embargo, entre ambas posturas existe una inmensa zona gris, formada por padres que dudan, que no quieren hacerlo pero no saben si así se equivocan, o que sienten la tentación de probar pero no saben qué consecuencias pueda tener: ellos (y sus bebés) son las verdaderas víctimas de esas teorías, porque a veces unas recomendaciones tan contundentes, sin bibliografía ni ciencia que sirva de soporte, pero pronunciadas con la seguridad y la firmeza de los que saben, pueden borrar de un plumazo las resistencias y los intentos de buscar soluciones que sean del agrado de toda la familia.
Desde que lo vimos, en Dormir sin llorar empezamos a darle forma a la idea de crear nuestra propia versión. No somos expertas, no somos médicos ni profesionales, ni científicas ni académicas, no somos nada más que madres; al mismo tiempo, no somos nada menos que madres, y puede que por ello entendamos mejor que nadie los quebraderos de cabeza que sufren muchas mamás primerizas, la sensación de soledad y de indefensión.
No nos gustan los métodos, ni los gurús del sueño que proliferan como setas, ni las recetas rígidas de obligado cumplimiento. Cada niño es un mundo, cada familia debe encontrar su propio camino hacia la felicidad, no existen fórmulas mágicas; sin embargo, existen pautas que pueden tranquilizar, que pueden ayudar a dar un pequeño paso hasta la solución. Existen manos que guían y voces que consuelan.
Así que no hay método, no hay truco. La ciencia de Dormir sin llorar equivale a conectar con el bebé, tratar de entender sus necesidades y adelantarse a ellas en la medida de lo posible. Implica olvidarse de las horas que faltan para levantarse, centrarse en el momento presente y no en la lavadora sin poner. Significa abrazar, besar, mimar, querer, alimentar, hablar, escuchar, cantar, contar, esperar, compartir, soñar.
Para quitar el mal sabor de boca que deja la hojita del centro de salud, un regalo: otra serie de recomendaciones para dormir bebés, esta vez las nuestras. Lo podéis difundir, descargar, imprimir, regalar a la suegra, al frutero, a la mamá del parque o a quien opine sin venir a cuento, y como no, entregar en la próxima revisión si en algún momento os dicen que habrá que dejarle llorar.

jueves, 30 de abril de 2015

El día de mañana

Detesto las opiniones no solicitadas. Mi padre suele decir que tenemos la obligación de escuchar un consejo y el derecho a tenerlo en cuenta o a hacer lo que nos da la gana, sin embargo el hecho de tener un bebé parece dar carta blanca al entorno en general a la hora de opinar y en especial, de explicarte lo mal que estás haciendo esto o lo otro.
Todo el mundo parece ser experto en bebés, ya sea porque ha estudiado algo relacionado con la infancia, porque ha tenido hijos antes que tú, o ha tenido más, o cree que los está criando mejor que tú, o ha leído más libros sobre el tema, o simplemente se siente con derecho a opinar.
Al principio, mi estrategia consistía básicamente en sonreír, asentir, dar las gracias y una vez sola y tranquila, decidir si el consejo era válido y sensato o si merecía acabar en mi papelera mental. Con el tiempo, me di cuenta de que eso equivalía a colgarme un cartel que dijera "tengo un bebé, vía libre para opinar", y que algunos se tomaban mi silencio como una falta de argumentos y una invitación a criticar mi manera de ejercer la maternidad.
Así que poco a poco empecé a rebatir, por un sinfín de razones: porque descubrí el foro, y con él la capacidad de poner nombre a lo que estaba haciendo, porque empecé a empoderarme el día en que reparé por primera vez en que era nada más que una mamá, pero al mismo tiempo nada menos que su mamá, porque me harté de las ganas de aleccionar de algunos, porque decidí poner fin a las críticas y dejar claro que hacía lo que hacía porque estaba convencida de que era lo mejor, porque sabía que existía información y bibliografía al respecto, que a mi entender superaba con creces esa pedagogía basada en siempre se ha hecho así.
Nunca me interesó entrar en el famoso debate del malamadrismo, me parece una pérdida de tiempo. No tengo alma de gurú y no me interesa arrastrar a nadie por el camino de la rectitud, digamos que me limito a marcar los límites de mi territorio y a repeler las interferencias.
Si hay una cosa que me ha enseñado la etapa maternal, es que el tiempo pasa y no vuelve. Con todos mis respetos para quienes defiendan ese enfoque, he llegado a la conclusión de que es una soberana tontería ese afán de independizarlos antes de tiempo. Aborrezco todos esos artículos que nos alertan en contra de los peligros del exceso de cariño, huyo de todos esos expertos que nos aleccionan acerca de la importancia de no ceder nunca a las demandas del bebé, o a la necesidad de ponerles una rutina desde el primer día de vida para que esté acostumbrado a ella cuando llegue a la adolescencia.  A la gente le gusta mucho alarmar acerca de las terribles consecuencias del apego, te cuentan que como le metas en tu cama nunca le sacarás de ella, que si no le ignoras cuando tiene una rabieta se convertirá en un tirano, que si no le das un azote cuando es pequeño ya te lo dará él cuando sea mayor, que si no le obligas a comer nunca se acostumbrará a comer de todo, que si no le destetas le provocarás un complejo de Edipo como una catedral y tendrá que ir de cabeza al psicólogo. En resumen, que si no haces lo que te dice el experto de turno, y no lo que te dice el instinto, atraerás sobre tu cabeza, y la de tus hijos, las mayores calamidades.
A estas alturas, ya tengo claro que el camino está hecho de etapas. Y en contra de todo lo que suelen decir, los niños tienen suficiente capacidad para madurar y llegar al siguiente punto si les acompañamos hasta que estén listos para dar ese paso.
Mis niños ya no son bebés, y en cierto modo ahora me encuentro al otro lado, corro el riesgo de asumir el papel de opinóloga, de convertirme en esa madre experimentada con el deber moral de hacer ver la luz a las primerizas. En realidad, el único consejo que doy a las embarazadas y a las madres recientes es no hacer caso a los consejos. A ninguno: pararse a escuchar a una misma y tratar de conectar con el bebé vale por miles de opiniones de expertos.
Al mismo tiempo, no consigo librarme del todo de esa actitud paternalista, porque miro a una mamá primeriza, angustiada y preocupada por las opiniones que está escuchando por doquier, y me recuerdo a mí misma, una leona que rugía para proteger a sus cachorros de ese batiburrillo de información discordante.
Así que en realidad sí que hay moraleja, sí que hay lección aprendida. Y si se me permite dar una opinión no solicitada, por si beneficia a alguien, le diría: no tengas prisa en llegar a la meta, disfruta del camino. Tarde o temprano, el día de mañana llegará.
De repente llega un día en que descubres que necesita que estés cerca pero ya no hace falta que le pasees en brazos para dormir; poco a poco deja de engancharse a la teta como si no hubiera un mañana para limitarse a un chupito rápido antes de darse la vuelta; de repente deja de tener rabietas porque entiende que hay mejores maneras de expresar una necesidad que tirándose al suelo; queda atrás la angustia de separación y el dormitorio se llena de monstruos al acecho a los que hay que dar caza para que pueda descansar; de un día para otro, decide probar un bocado de ese plato que siempre se había negado a oler siquiera; te das cuenta de que hasta hace no mucho no podías ni ir al baño sin compañía, y ahora no puedes entrar en el baño cuando está dentro;  recuerdas tus dudas acerca de la socialización mientras le ves jugar y divertirse con sus amigos sin casi mirarte; llega el día en que te dice que ya no quiere más cuentos, que son para niños pequeños, o que ya no quiere dormir en tu cama porque como es mayor prefiere la suya... y te encuentras recorriendo el pasillo como hacías antaño, recordando lo mucho que te comías la cabeza, pensando en lo rápido que ha pasado todo. Entonces es cuando se te empañan los ojos por la nostalgia, y sientes esa punzada de orgullo porque has conseguido esa independencia que según los demás no llegaría nunca... y te encantaría volver a tener esas ojeras y ese dolor de espalda aunque solo fuera un minuto. Porque nunca le hiciste tanta falta como cuando te avasallaban a consejos y tu bebé solo necesitaba estar en tus brazos.