domingo, 30 de agosto de 2015
sábado, 18 de julio de 2015
Huracán
Un día cualquiera, hace ya unos años. Estaba en el supermercado con mi padre, ayudándole a guardar
la compra a la vez que intentaba vigilar a mi hija, que por aquel entonces era un bebé en plena etapa exploradora. De repente, calculé mal y un frasco de tomate frito se me escurrió y se estrelló contra el suelo.
Vi la escena a cámara lenta: el bote que se resbalaba, se caía irremediablemente hasta impactar contra el suelo y estallar como una bomba; el contenido, una marea roja, parodia de sangre, que empezaba a expanderse en todas direcciones.
Unos sentimientos que creía olvidados y solo habían permanecido enterrados y dormidos durante décadas afloraron a la superficie con la fuerza de un huracán: mi corazón se aceleró, los ojos se me llenaron de lágrimas y empecé a temblar mientras las palabras brotaban sin control. Lo siento, no quería, no volveré a hacerlo, juro que no volverá a pasar.
La cajera se apresuró a buscar una fregona con la que limpiar el estropicio; fue a por otro frasco y santas pascuas. Ya en la calle, seguía disculpándome con mi padre cuando me cortó en seco diciéndome que son cosas que pasan, y que no tenía importancia.
No encontré el valor necesario para preguntarle por qué antaño la tenía.
A mí me pegaron lo normal.
la compra a la vez que intentaba vigilar a mi hija, que por aquel entonces era un bebé en plena etapa exploradora. De repente, calculé mal y un frasco de tomate frito se me escurrió y se estrelló contra el suelo.

Unos sentimientos que creía olvidados y solo habían permanecido enterrados y dormidos durante décadas afloraron a la superficie con la fuerza de un huracán: mi corazón se aceleró, los ojos se me llenaron de lágrimas y empecé a temblar mientras las palabras brotaban sin control. Lo siento, no quería, no volveré a hacerlo, juro que no volverá a pasar.
La cajera se apresuró a buscar una fregona con la que limpiar el estropicio; fue a por otro frasco y santas pascuas. Ya en la calle, seguía disculpándome con mi padre cuando me cortó en seco diciéndome que son cosas que pasan, y que no tenía importancia.
No encontré el valor necesario para preguntarle por qué antaño la tenía.
A mí me pegaron lo normal.
sábado, 4 de julio de 2015
Todo pasa y todo llega
Hace tiempo que no escribo, y no solo por falta de tiempo. Cuando empecé este blog, decidí que sería un reflejo de mí, un púlpito virtual donde expresar (y a veces escupir) mis pensamientos y reflexiones; pero en realidad, la gran mayoría de mis entradas hablan de maternidad y crianza.
Quizás, más que de maternidad, de la transformación que la maternidad ha operado en mí, de cómo he derribado barreras y cambiado mis prioridades.
Sobre todo, este blog ha sido el reflejo del camino que he emprendido, una pequeña muestra de mi aprendizaje, mis dudas, mis sentimientos, un homenaje a mi tribu que me acompaña y me sostiene cuando flaqueo. Cada entrada es una piedra miliar que he colocado en el camino, que me recuerda de dónde vengo y hasta dónde he llegado.
A menudo, le robo a Mon su frase favorita, todo pasa y todo llega, y no sé por qué, pero esa frase me hace pensar en un río, en dejarme llevar, dejar fluir. Sin embargo, a veces no basta con seguir la corriente, hay que ponerse a remar, y sobre todo, decidir en qué dirección vamos a hacerlo, y cuánto esfuerzo vamos a invertir.
En realidad, no ha pasado nada, por lo menos nada grave, solo ha sido una sucesión de pequeñas señales, detalles que me hacen replantearme una serie de cosas.
En resumen, mi hijo mayor ya no es un niño; ya lo sabía, lo veía venir, pero el plácido fluir del río no me había preparado para la tormenta hormonal que se avecina a pasos agigantados.
Empecé a notarlo hace un par de meses, cuando tuvimos que comprar una camisa para que fuera con cierta decencia a las comuniones a las que había sido invitado; las camisas nunca han sido sus prendas favoritas, y hace tiempo habíamos acordado que las reservaríamos para las ocasiones especiales. En cambio ese día le sorprendí pavoneándose delante del espejo del probador, camisa por dentro, camisa por fuera, manos en los bolsillos, intentando aparentar más años de los que tiene. Unos días más tarde me dijo que las camisas no le disgustan, pero las prefiere llevar abiertas, y que quedarían incluso mejor con un colgante de surfista (si alguien sabe lo que es un colgante de surfista, le ruego me ilumine al respecto).
A partir de entonces, los cambios han llegado con rapidez; o quizás ya habían llegado pero acabo de empezar a fijarme en ellos. Juguetes que considera demasiado infantiles amontonados en los estantes, programas que hasta hace nada le encantaban y ahora le aburren dejan paso a otro tipo de contenidos, hasta la relación con su hermana ha sufrido un cambio, esa dualidad hecha de complicidad y rivalidad que compartían hasta ahora está dando paso a una actitud más madura, una mezcla de paciencia, condescendencia y paternalismo. Siguen jugando juntos, se ríen, se quieren y se pelean como siempre, pero él ya está en otro nivel.
Su imagen, que hasta ahora le era casi indiferente, está empezando a cobrar cada vez más importancia: ya no elige su ropa en base a la estética o a la comodidad, sino también en base a la reacción que puedan suscitar en los demás. Mi niño, que ya no es tan niño, empieza a buscar su lugar en el mundo, está debatiéndose entre la tranquilidad que proporciona el conformismo y la aceptación social y la descarga de adrenalina producida por la rebeldía.
No ha llegado todavía a la adolescencia, y puede que ni siquiera a la pubertad, pero está cogiendo impulso para pegar el salto. Él también lo sabe, no lo expresa con palabras porque quizás ni siquiera es consciente de ello, pero lo veo por la impaciencia con la que está esperando los cambios, cuando me pregunta si ya le está cambiando la voz, cuando se mira al espejo a ver si ya le ha salido la nuez, cuando se inspecciona las piernas a ver si ya tiene pelos.
A veces me cuesta conectar con él, hablar como hacíamos antes. Ya no es un niño, es un chico que necesita sus ratos de soledad, su parcela privada, está empezando a adoptar esa actitud de sentirse solo contra el mundo, que a menudo expresa con esas hipérboles al estilo siempre criticáis todo lo que hago.
Nos hemos propuesto reservarnos un ratito los dos solos, una vez por semana. Papá se queda con la peque y él yo aprovechamos para estar juntos y "hacer cosas". Vamos a desayunar o a dar un paseo, y hablamos. Hablamos de todo, de videojuegos, de la gata, de sus amigos, de cosas cotidianas, de mis preocupaciones y de las suyas. Allí es cuando el río vuelve a fluir, cuando por fin la corriente nos da un descanso y disfrutamos del frescor del agua. Sacamos mucho más jugo a ese momento que compartimos que si nos sentáramos a la mesa con aire serio para mantener conversaciones importantes.
Luego echo la vista atrás y casi me da la risa cuando recuerdo las predicciones agoreras de los que decían que sería un niño inseguro y miedoso: el niño que nunca dormiría solo porque su padre y yo le hacíamos dependiente ahora pide que dejemos la puerta entrecerrada; es el mismo al que diagnosticaron en su día el síndrome del niño malcomedor y ahora engulle raciones de adultos.
A veces me pregunto si el río no es en realidad una montaña rusa, si todo lo que hemos pasado hasta ahora no habrá sido la cuesta y ahora caeremos en picado. Estoy emocionada a la vez que asustada, porque me faltan referencias; hay mucha información sobre crianza respetuosa en lo que a bebés se refiere, pero si busco recursos sobre gestión de conflictos con niños más mayores o (pre)adolescentes, todo lo que encuentro son límites y disciplina. Eso cuando no me topo con el clásico ya verás o con el machismo recalcitrante de no te quejes, las chicas dan más problemas.
Necesito a mi tribu, necesito hacer piña con las que estéis igual... un nuevo camino se extiende ante mí y no sé muy bien por dónde tirar. Dentro de poco, tendremos que hablar de sexualidad, de alcohol, de drogas, de los peligros de internet, de cómo integrarse y ser aceptado sin por ello renunciar a ser uno mismo, tendré que estar a su lado cuando se enamore, cuando le rompan el corazón, cuando salga con sus amigos y vuelva a las tantas. Tengo que encontrar el término medio entre respetar su forma de ser y evitar que se descarrile, protegerle sin asfixiarle, acompañarle sin espiarle.
Nadie ha dicho que esto fuera fácil. Aunque estoy segura de que merece la pena.
miércoles, 20 de mayo de 2015
Consejos para dormir a un bebé

Hay tantas cosas que me enfadan que ni siquiera sé por cuál empezar. Me molesta el tono alarmista ("si no lo has hecho ya, es el momento"), me disgusta la rigidez ("el niño debe asociar el sueño con unas rutinas"), me enfurece el cinismo final ("si el niño llora, déjale cada vez más tiempo hasta que vayas a consolarlo"). Lo peor quizás es que estas recomendaciones (entiéndase como eufemismo) provienen de un centro de salud, es decir de un equipo médico que técnicamente se encarga de velar por la salud de los bebés.
Vaya por delante que no tengo absolutamente nada en contra de los pediatras. Es más, la mayoría de los que he conocido destacan por su profesionalidad y empatía. Sin ir más lejos, ni a mi pediatra actual ni a la enfermera se les ha ocurrido jamás decirme cómo, dónde o con quién tenían que dormir mis hijos; se han limitado a recalcar que los despertares son normales, que no hay que preocuparse y que si el bebé se despierta llorando, es importante tratar de descubrir la causa. Pero en tantos años de andadura por el foro de Dormir sin llorar he podido leer unos cuantos disparates que no me han dejado indiferente: el más curioso, uno que "recetó" un exorcismo o una limpieza espiritual para tratar los terrores nocturnos; más frecuentes, los que recomiendan destetar para que duerma mejor, sacar al bebé de la cama o dejarle llorar. En otras palabras, el panfleto que decora mi entrada de hoy no parece ser un caso aislado.
Me da rabia, porque seguramente esas mamás ya habrán oído alguna recomendación similar: muchas personas que han criado hijos hace algunas décadas tienden a dar consejos en esa línea. Sin embargo, el hecho que lo recomienden en un centro de salud, que lo diga un médico, que lleva bata blanca, ha estudiado y por tanto, sabe, lo hace más grave todavía. Opino que lo que diga el médico en temas de salud va a misa; ahora, si habla de crianza, su opinión tiene la misma validez que si me hablara de política o de cocina: es decir ninguna, o mucha, en función de lo mucho o poco que se ajuste a mi propio enfoque.
Admito que ese folleto no dice nada que no se oiga o lea por doquier; también soy consciente de que quien esté determinado a dejar llorar a su bebé lo hará, sin tener en cuenta las recomendaciones en contra; quien no quiera dejarle llorar no lo hará, sin importarles lo que ponga esa hoja o cualquier otra. Sin embargo, entre ambas posturas existe una inmensa zona gris, formada por padres que dudan, que no quieren hacerlo pero no saben si así se equivocan, o que sienten la tentación de probar pero no saben qué consecuencias pueda tener: ellos (y sus bebés) son las verdaderas víctimas de esas teorías, porque a veces unas recomendaciones tan contundentes, sin bibliografía ni ciencia que sirva de soporte, pero pronunciadas con la seguridad y la firmeza de los que saben, pueden borrar de un plumazo las resistencias y los intentos de buscar soluciones que sean del agrado de toda la familia.
Desde que lo vimos, en Dormir sin llorar empezamos a darle forma a la idea de crear nuestra propia versión. No somos expertas, no somos médicos ni profesionales, ni científicas ni académicas, no somos nada más que madres; al mismo tiempo, no somos nada menos que madres, y puede que por ello entendamos mejor que nadie los quebraderos de cabeza que sufren muchas mamás primerizas, la sensación de soledad y de indefensión.
No nos gustan los métodos, ni los gurús del sueño que proliferan como setas, ni las recetas rígidas de obligado cumplimiento. Cada niño es un mundo, cada familia debe encontrar su propio camino hacia la felicidad, no existen fórmulas mágicas; sin embargo, existen pautas que pueden tranquilizar, que pueden ayudar a dar un pequeño paso hasta la solución. Existen manos que guían y voces que consuelan.

Para quitar el mal sabor de boca que deja la hojita del centro de salud, un regalo: otra serie de recomendaciones para dormir bebés, esta vez las nuestras. Lo podéis difundir, descargar, imprimir, regalar a la suegra, al frutero, a la mamá del parque o a quien opine sin venir a cuento, y como no, entregar en la próxima revisión si en algún momento os dicen que habrá que dejarle llorar.
jueves, 30 de abril de 2015
El día de mañana
Detesto las opiniones no solicitadas. Mi padre suele decir que tenemos la obligación de escuchar un consejo y el derecho a tenerlo en cuenta o a hacer lo que nos da la gana, sin embargo el hecho de tener un bebé parece dar carta blanca al entorno en general a la hora de opinar y en especial, de explicarte lo mal que estás haciendo esto o lo otro.
Todo el mundo parece ser experto en bebés, ya sea porque ha estudiado algo relacionado con la infancia, porque ha tenido hijos antes que tú, o ha tenido más, o cree que los está criando mejor que tú, o ha leído más libros sobre el tema, o simplemente se siente con derecho a opinar.
Todo el mundo parece ser experto en bebés, ya sea porque ha estudiado algo relacionado con la infancia, porque ha tenido hijos antes que tú, o ha tenido más, o cree que los está criando mejor que tú, o ha leído más libros sobre el tema, o simplemente se siente con derecho a opinar.
Al principio, mi estrategia consistía básicamente en sonreír, asentir, dar las gracias y una vez sola y tranquila, decidir si el consejo era válido y sensato o si merecía acabar en mi papelera mental. Con el tiempo, me di cuenta de que eso equivalía a colgarme un cartel que dijera "tengo un bebé, vía libre para opinar", y que algunos se tomaban mi silencio como una falta de argumentos y una invitación a criticar mi manera de ejercer la maternidad.
Así que poco a poco empecé a rebatir, por un sinfín de razones: porque descubrí el foro, y con él la capacidad de poner nombre a lo que estaba haciendo, porque empecé a empoderarme el día en que reparé por primera vez en que era nada más que una mamá, pero al mismo tiempo nada menos que su mamá, porque me harté de las ganas de aleccionar de algunos, porque decidí poner fin a las críticas y dejar claro que hacía lo que hacía porque estaba convencida de que era lo mejor, porque sabía que existía información y bibliografía al respecto, que a mi entender superaba con creces esa pedagogía basada en siempre se ha hecho así.
Así que poco a poco empecé a rebatir, por un sinfín de razones: porque descubrí el foro, y con él la capacidad de poner nombre a lo que estaba haciendo, porque empecé a empoderarme el día en que reparé por primera vez en que era nada más que una mamá, pero al mismo tiempo nada menos que su mamá, porque me harté de las ganas de aleccionar de algunos, porque decidí poner fin a las críticas y dejar claro que hacía lo que hacía porque estaba convencida de que era lo mejor, porque sabía que existía información y bibliografía al respecto, que a mi entender superaba con creces esa pedagogía basada en siempre se ha hecho así.
Nunca me interesó entrar en el famoso debate del malamadrismo, me parece una pérdida de tiempo. No tengo alma de gurú y no me interesa arrastrar a nadie por el camino de la rectitud, digamos que me limito a marcar los límites de mi territorio y a repeler las interferencias.
Si hay una cosa que me ha enseñado la etapa maternal, es que el tiempo pasa y no vuelve. Con todos mis respetos para quienes defiendan ese enfoque, he llegado a la conclusión de que es una soberana tontería ese afán de independizarlos antes de tiempo. Aborrezco todos esos artículos que nos alertan en contra de los peligros del exceso de cariño, huyo de todos esos expertos que nos aleccionan acerca de la importancia de no ceder nunca a las demandas del bebé, o a la necesidad de ponerles una rutina desde el primer día de vida para que esté acostumbrado a ella cuando llegue a la adolescencia. A la gente le gusta mucho alarmar acerca de las terribles consecuencias del apego, te cuentan que como le metas en tu cama nunca le sacarás de ella, que si no le ignoras cuando tiene una rabieta se convertirá en un tirano, que si no le das un azote cuando es pequeño ya te lo dará él cuando sea mayor, que si no le obligas a comer nunca se acostumbrará a comer de todo, que si no le destetas le provocarás un complejo de Edipo como una catedral y tendrá que ir de cabeza al psicólogo. En resumen, que si no haces lo que te dice el experto de turno, y no lo que te dice el instinto, atraerás sobre tu cabeza, y la de tus hijos, las mayores calamidades.
A estas alturas, ya tengo claro que el camino está hecho de etapas. Y en contra de todo lo que suelen decir, los niños tienen suficiente capacidad para madurar y llegar al siguiente punto si les acompañamos hasta que estén listos para dar ese paso.
Mis niños ya no son bebés, y en cierto modo ahora me encuentro al otro lado, corro el riesgo de asumir el papel de opinóloga, de convertirme en esa madre experimentada con el deber moral de hacer ver la luz a las primerizas. En realidad, el único consejo que doy a las embarazadas y a las madres recientes es no hacer caso a los consejos. A ninguno: pararse a escuchar a una misma y tratar de conectar con el bebé vale por miles de opiniones de expertos.
Al mismo tiempo, no consigo librarme del todo de esa actitud paternalista, porque miro a una mamá primeriza, angustiada y preocupada por las opiniones que está escuchando por doquier, y me recuerdo a mí misma, una leona que rugía para proteger a sus cachorros de ese batiburrillo de información discordante.
Así que en realidad sí que hay moraleja, sí que hay lección aprendida. Y si se me permite dar una opinión no solicitada, por si beneficia a alguien, le diría: no tengas prisa en llegar a la meta, disfruta del camino. Tarde o temprano, el día de mañana llegará.
De repente llega un día en que descubres que necesita que estés cerca pero ya no hace falta que le pasees en brazos para dormir; poco a poco deja de engancharse a la teta como si no hubiera un mañana para limitarse a un chupito rápido antes de darse la vuelta; de repente deja de tener rabietas porque entiende que hay mejores maneras de expresar una necesidad que tirándose al suelo; queda atrás la angustia de separación y el dormitorio se llena de monstruos al acecho a los que hay que dar caza para que pueda descansar; de un día para otro, decide probar un bocado de ese plato que siempre se había negado a oler siquiera; te das cuenta de que hasta hace no mucho no podías ni ir al baño sin compañía, y ahora no puedes entrar en el baño cuando está dentro; recuerdas tus dudas acerca de la socialización mientras le ves jugar y divertirse con sus amigos sin casi mirarte; llega el día en que te dice que ya no quiere más cuentos, que son para niños pequeños, o que ya no quiere dormir en tu cama porque como es mayor prefiere la suya... y te encuentras recorriendo el pasillo como hacías antaño, recordando lo mucho que te comías la cabeza, pensando en lo rápido que ha pasado todo. Entonces es cuando se te empañan los ojos por la nostalgia, y sientes esa punzada de orgullo porque has conseguido esa independencia que según los demás no llegaría nunca... y te encantaría volver a tener esas ojeras y ese dolor de espalda aunque solo fuera un minuto. Porque nunca le hiciste tanta falta como cuando te avasallaban a consejos y tu bebé solo necesitaba estar en tus brazos.
Si hay una cosa que me ha enseñado la etapa maternal, es que el tiempo pasa y no vuelve. Con todos mis respetos para quienes defiendan ese enfoque, he llegado a la conclusión de que es una soberana tontería ese afán de independizarlos antes de tiempo. Aborrezco todos esos artículos que nos alertan en contra de los peligros del exceso de cariño, huyo de todos esos expertos que nos aleccionan acerca de la importancia de no ceder nunca a las demandas del bebé, o a la necesidad de ponerles una rutina desde el primer día de vida para que esté acostumbrado a ella cuando llegue a la adolescencia. A la gente le gusta mucho alarmar acerca de las terribles consecuencias del apego, te cuentan que como le metas en tu cama nunca le sacarás de ella, que si no le ignoras cuando tiene una rabieta se convertirá en un tirano, que si no le das un azote cuando es pequeño ya te lo dará él cuando sea mayor, que si no le obligas a comer nunca se acostumbrará a comer de todo, que si no le destetas le provocarás un complejo de Edipo como una catedral y tendrá que ir de cabeza al psicólogo. En resumen, que si no haces lo que te dice el experto de turno, y no lo que te dice el instinto, atraerás sobre tu cabeza, y la de tus hijos, las mayores calamidades.
A estas alturas, ya tengo claro que el camino está hecho de etapas. Y en contra de todo lo que suelen decir, los niños tienen suficiente capacidad para madurar y llegar al siguiente punto si les acompañamos hasta que estén listos para dar ese paso.
Mis niños ya no son bebés, y en cierto modo ahora me encuentro al otro lado, corro el riesgo de asumir el papel de opinóloga, de convertirme en esa madre experimentada con el deber moral de hacer ver la luz a las primerizas. En realidad, el único consejo que doy a las embarazadas y a las madres recientes es no hacer caso a los consejos. A ninguno: pararse a escuchar a una misma y tratar de conectar con el bebé vale por miles de opiniones de expertos.
Al mismo tiempo, no consigo librarme del todo de esa actitud paternalista, porque miro a una mamá primeriza, angustiada y preocupada por las opiniones que está escuchando por doquier, y me recuerdo a mí misma, una leona que rugía para proteger a sus cachorros de ese batiburrillo de información discordante.

De repente llega un día en que descubres que necesita que estés cerca pero ya no hace falta que le pasees en brazos para dormir; poco a poco deja de engancharse a la teta como si no hubiera un mañana para limitarse a un chupito rápido antes de darse la vuelta; de repente deja de tener rabietas porque entiende que hay mejores maneras de expresar una necesidad que tirándose al suelo; queda atrás la angustia de separación y el dormitorio se llena de monstruos al acecho a los que hay que dar caza para que pueda descansar; de un día para otro, decide probar un bocado de ese plato que siempre se había negado a oler siquiera; te das cuenta de que hasta hace no mucho no podías ni ir al baño sin compañía, y ahora no puedes entrar en el baño cuando está dentro; recuerdas tus dudas acerca de la socialización mientras le ves jugar y divertirse con sus amigos sin casi mirarte; llega el día en que te dice que ya no quiere más cuentos, que son para niños pequeños, o que ya no quiere dormir en tu cama porque como es mayor prefiere la suya... y te encuentras recorriendo el pasillo como hacías antaño, recordando lo mucho que te comías la cabeza, pensando en lo rápido que ha pasado todo. Entonces es cuando se te empañan los ojos por la nostalgia, y sientes esa punzada de orgullo porque has conseguido esa independencia que según los demás no llegaría nunca... y te encantaría volver a tener esas ojeras y ese dolor de espalda aunque solo fuera un minuto. Porque nunca le hiciste tanta falta como cuando te avasallaban a consejos y tu bebé solo necesitaba estar en tus brazos.
lunes, 30 de marzo de 2015
Ya somos uno más
En realidad se veía venir, de hecho lo dejé caer hace un par de meses, en esta entrada. Mi hijo quería un gato, y yo estaba encantada de que quisiera uno.
Siempre me han gustado los animales, y siempre he pensado que las personas capaces de maltratarlos no tienen alma; en ese sentido, durante mis embarazos, cuando trataba de imaginar cómo serían mis hijos, pedía secretamente que fueran capaces de sentir empatía y cariño hacia cualquier ser vivo.
Puedo decir, por lo menos a día de hoy, que mis plegarias han sido escuchadas. Mi niña se desvive por cualquier animal que se encuentre por la calle o vea en un video; en una ocasión confundió a un bulldog francés con un cerdito, pero eso no le impidió hacerle mimos, y cuando le reviso la cabeza en busca de piojos me recuerda que, en caso de encontrar alguno, no debo matarlo, sino pedirle amablemente que vuelva a su casa con su papá y su mamá, que le estarán echando de menos.
Mi hijo mayor ha salido antitaurino y animalista a más no poder, así que cuando desveló su anhelo secreto de tener un gatito, empezamos a hablar de las responsabilidades que implica cuidar de una mascota. Entre los dos, buscamos y leímos artículos relacionados con cualquier aspecto del mundo felino, y al ver que tenía claro que se trataría de un nuevo miembro de la familia y no de un juguete, decidimos dar el siguiente paso.
Empecé a buscar protectoras, a mirar sus páginas web, a leer sus historias. A pesar de que considero que no hay que meter a los niños en una burbuja, que no les hace ningún bien mantenerles apartados de un entorno al que tarde o temprano tendrán que enfrentarse, las filtré para él: una de las mejores maneras de bucear en las profundidades de la maldad humana es leer las historias de animales abandonados.
Un día, mientras leíamos historias de gatos en busca de hogar, mi niño me preguntó por qué había tan pocos cachorros y tantos gatos adultos. No pude mentirle, no me quedó más remedio que explicarle que mucha gente está dispuesta a acoger una adorable bolita de pelo, pero a medida que crecen no es infrecuente que se cansen, cambien de idea y se deshagan del gato; y que generalmente la gente los busca pequeños, por eso a los gatos adultos les es difícil encontrar una segunda oportunidad.
Me dijo que a él no le importaba que fuera mayor, me pidió expresamente que buscáramos el que tuviera menos probabilidades de encontrar un hogar, que dijéramos que si no había nadie dispuesto a darle una oportunidad, pues nosotros sí.
Creo que un niño de 8 años (ahora 9) dispuesto a acoger un gato difícilmente adoptable para hacerle feliz está demostrando una empatía y una madurez impropias de su edad.
Finalmente, nos tocó convencer a papá de que estábamos hablando de añadir un gatito a la familia, no a un tigre salvaje, y cuando por fin lo logramos, hablamos con la protectora.
Así es como Nuri se unió a nuestra familia; hace algo más de un mes que está con nosotros, y hemos disfrutado de cada minuto. Es una gatita tierna y cariñosa, apareció abandonada en un campo con sus hermanos, y estuvo viviendo en una casa de acogida con una niña más o menos de la edad de mi hija y más gatos.
Nuri (fuego en arameo) pasó la primera media hora de su nueva vida en nuestra casa escondida en el transportín, asustada y sin querer salir. Me senté frente a ella, para que me viera, pero intentando no agobiarla; de vez en cuando metía la mano dentro del transportín para acariciarla. Ella se dejaba hacer, sin apartarse pero sin moverse; de repente, se dio la vuelta, se puso boca arriba y empezó a ronronear.
Cuando mi hijo y yo estábamos todavía barajando la posibilidad de adoptar a un gato, le dije que nosotros podíamos elegirlo, pero él a su vez nos tenía que elegir a nosotros. Creo que ese fue el momento en que Nuri me eligió, cuando me entregó su cariño y su confianza, y a partir de ese instante, todo fluyó.
Mis gamberros la quieren con locura, la miman a más no poder, en ocasiones se ponen pesados porque la despiertan cuando está durmiendo la siesta, pero creo que la atención y el cariño que derrochan hacia ella son suficientes para compensar.
Todavía no ha llegado el final de la historia: soy hija única y he querido tener más de un hijo, en mi infancia tuve gatos (primero una, y cuando murió, otro; la primera tras una batalla campal con mi padre, que se negaba en rotundo), pero el día de mañana no descarto adoptar un hermanito para Nuri. No ha llegado aún el momento, pero viendo lo que estoy disfrutando de este caos, esta alegre anarquía que no me deja dar ni un paso sin toparme con algún juguete, humano o felino, teniendo en cuenta que nunca he vivido con dos gatos a la vez pero estoy segurísima de que la experiencia merecerá la pena, quizás sea solo cuestión de tiempo antes de ampliar la familia otra vez.
lunes, 16 de marzo de 2015
Suscribirse a:
Entradas (Atom)