jueves, 23 de octubre de 2014

Sobre empatía, destetes y juicios de valor

A lo largo de mi vida (tanto presencial como virtual) me he topado con cosas que han alterado mi percepción.
Cuando mi primera lactancia fracasó, todo el mundo se apresuró a decirme que no pasaba nada, que lo importante era que el bebé no pasara hambre (quien quiera saber más al respecto y leer mi historia, puede hacerlo a través de este enlace). Años después, lloré como una magdalena al leer Un regalo para toda la vida, porque vi que alguien finalmente ponía palabras a mis sentimientos.
Cuando me empeñé en sacar adelante la lactancia de mi hija, me acusaron de ser una inconsciente que prefería perjudicar a su bebé que pasarse al biberón.
¿Más historias?
Una chica pregunta en un grupo si es normal que un recién nacido solo se duerma al pecho y se siente atacada por el tono de las respuestas.
Otra decide destetar a un niño mayor y siente que cuestionan su decisión.
Una mamá explica entre lágrimas que dejó de dar el pecho a su hijo a los 4 meses por orden del médico que le recetó un antibiótico.
A otra, que está presenciando la conversación anterior y afirma encontrarse en una situación similar, se le explica que la grandísima mayoría de medicamentos son compatibles con la lactancia: se enfada, a ver si ahora sabemos más que los médicos.
Una señora decide no dar pecho a su bebé recién nacido y se siente juzgada y criticada por el personal del hospital donde ha dado a luz.
Otra decide no hacerlo porque tiene miedo a que un contacto tan íntimo con el bebé le provoque flashbacks del abuso sexual que sufrió en su infancia.
Una mamá explica que decidió destetar porque sufría una agitación del amamantamiento brutal y la criticaron por dejarlo después de haber llegado a este punto.
Y otra, cuenta que en el hospital dieron biberones a su bebé sin su consentimiento y cada vez que oían llorar al niño le ofrecían una "ayudita".
Son historias reales, de personas con nombres y apellidos, que se han cruzado conmigo de las formas más variadas. El denominador común no es la lactancia, sino la incomprensión que han percibido por parte de su entorno.
 
Vaya por delante que esta entrada no pretende ser la típica palmadita en la espalda al estilo todo es respetable y cada madre quiere lo mejor para su bebé. Cualquiera que me haya seguido de forma mínimamente asidua sabrá que suelo vapulear verbalmente esta forma de pensar con cierta frecuencia.
Pues no, simplemente no es igual dar el pecho que no darlo (y si queremos más ejemplos, tampoco es igual atenderle que dejarle llorar, acompañarlo en su evolución de sueño que adiestrarlo con métodos, negociar que imponer, tratarle con la dignidad que todo ser humano se merece que darle un azote, y muchos más).
Digamos que tiendo a ser bastante tajante en estos temas, porque a estas alturas ya no tengo ganas de limpiar conciencias, ni de tragar sapos para no ofender a interlocutores que no se preocupan lo más mínimo de no decir o hacer cosas ofensivas. Considero que todos tenemos el derecho de tomar nuestras decisiones, y la obligación de apechugar con las consecuencias que nuestras decisiones nos puedan acarrear.
Así que en realidad no soy capaz de empatizar con todas las mamás de los ejemplos que puse al principio. Con algunas sí, y no solo porque sus vivencias se parezcan a las mías, sino porque sus historias consiguen de algún modo encajar en mi propio molde ético; con otras no, y soy consciente de que es un aspecto que necesito trabajar.
Una cosa es la crianza ideal con la que soñábamos mientras nos crecía la barriga, y otra muy distinta la realidad, con la que a menudo nos hemos dado de bruces. Por otra parte, hay una diferencia fundamental entre fracasar en algo y no intentarlo siquiera, entre cometer un error por experiencia o falta de información y elegir conscientemente el camino equivocado, a sabiendas de que hay otros mejores, después de contar con una cantidad considerable de información.
Sin embargo, lo que tengo en común con todas esas mamás es la sensación de sentirme juzgada por un entorno que en ningún momento se molestó en profundizar en mis circunstancias antes de abrir la boca.
Noto a mi alrededor cierto afán por parecer mejores que el resto, por demostrar que yo crío mejor que mi cuñada o la vecina del quinto. Nos enzarzamos en debates sobre si será mejor cocinar comida sana y casera o tirar de congelados para tener así más tiempo para jugar, sobre si es más apegada una madre que da biberón pero no portea que una que usa pañales de tela pero sienta a sus hijos en la silla de pensar. Son comparaciones, a mi juicio, estúpidas.
He descubierto que la aventura de la maternidad no es una carrera de méritos para que nos den la medalla a la madre del año, sino una extraordinaria ocasión de crecimiento personal. Se trata de saber elegir un camino entre muchos otros, de elegirlo con el cerebro, el corazón y las entrañas; de saber encontrar información y ser capaces de procesarla, por mucho que hacerlo nos abra viejas heridas; de superar nuestros traumas y vencer nuestros propios demonios; de equivocarse, pedir perdón y rectificar.
Por otra parte, es un camino que a menudo debemos recorrer solas, no porque nadie nos acompañe, sino porque las personas que lo hacen piensan de forma distinta y no se resisten a hacérnoslo saber: aunque con la mejor de las intenciones, es bastante frecuente toparse con alguien que te explica por qué te estás equivocando, qué es lo que deberías hacer, cómo deberías sentirte, qué hizo esa persona en su día con sus hijos y por qué le funcionó también.

El problema es que con tanto afán por aconsejar, se nos olvida que la esencia del apoyo es precisamente esa, la de apoyar. A veces se aprecia más un abrazo que un largo resumen sacado de un libro.
Vivimos en una vorágine de consumismo, de materialismo, de autoproclamados gurús que prometen milagros de todo tipo, de métodos fantásticos que aseguran resultados sorprendentes. Y mientras nos dejamos deslumbrar por las luces y nos preguntamos si no será bueno encender también nuestra propia bombilla, no nos damos cuenta de que con tanto ajetreo, nos hemos dejado por el camino una cualidad fundamental: la capacidad de escuchar.
Creo que es justamente lo que necesitábamos las mamás de los ejemplos, lo que necesitaban incluso las que no entiendo, cuyas decisiones me chirrían, me sorprenden y en algunos casos hasta me indignan: que no nos dijeran lo que teníamos que hacer, ni nos hicieran saber si lo que finalmente hicimos estaba bien o mal. Quizás lo único que necesitábamos realmente era que alguien se hubiera sentado en frente y nos hubiera dicho: cuéntame qué te preocupa, y vamos a ver cómo lo solucionamos entre todos.

1 comentario:

  1. Uf, qué te digo Además de que me ha gustado muchísimo tu reflexión. Me has dejado un poco sin palabras
    Un beso

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