En mi tierra no es costumbre poner pendientes a las niñas al poco de nacer. Algunos lo hacen, pero son minoría, y por lo general se considera chocante ver a un bebé con las orejas perforadas.

Yo decidí que quería los míos en quinto de primaria. Tras un tiempo prudencial de súplicas, ruegos y protestas por mi parte, mi madre accedió a llevarme a que me perforaran las orejas. Se encargó de ello una amiga suya, que trabajaba en el hospital y que le había asegurado que lo haría con mayores garantías y medidas higiénicas que las que solían adoptar en farmacias y joyerías.
Permanecí quieta, en silencio y sin moverme, mientras la aguja penetraba lentamente en mi carne, sin más anestesia que mi propia determinación a convertir en real el aspecto que hasta ese momento solo existía en mi cabeza. La amiga de mi madre aseguró que había que hacerlo despacio para que el agujero no quedara torcido; en su momento, me pareció un suplicio interminable, pero la emoción de mirarme de reojo en los escaparates para ver brillar a mis nuevos pendientes ayudó en gran medida a compensar el mal trago. Sin embargo, mi alegría fue de corta duración: eran los Ochenta, la modificación corporal todavía no había llegado a las grandes masas, lo más parecido a un piercing que el ciudadano común podía ver eran unas fotos de los grupos punk que utilizaban imperdibles para atravesarse las mejillas.
Lo políticamente correcto era llevar un pendiente en cada oreja; dos se consideraba atrevido y tres era casi impensable. Mi madre, que había acabado por claudicar cuando le pedí agujerearme las orejas por primera vez, en esta ocasión se negó en rotundo. Pero eran mis orejas, y tenía claro que ni las súplicas ni las amenazas podrían conmigo. Así que seguí perforándome las orejas, a veces a escondidas, a veces desafiando a mi madre a impedírmelo. Cada agujero que llevo (y tengo muchos) simboliza una batalla que he conseguido ganar.
A día de hoy, mi hija no lleva pendientes. No quise imponerle mis gustos estéticos del mismo modo en que mi madre trataba de imponerme los suyos.
Mi marido en cambio era partidario de ponerle pendientes a la niña, esgrimía toda esa retahíla de razones que he oído cientos de veces y que nunca han logrado convencerme del todo: porque de bebés no les duele, porque le ahorras el trago de ponérselos más adelante, porque quedan muy bonitos, para que no la confundan con un niño.
Finalmente, le propuse aparcar el tema hasta que naciera la niña y tomar una decisión entonces. Esperé a que naciera, a que su padre la cogiera en brazos por primera vez, a que se le empezara a caer la baba con su hija y entonces le dije: mira qué orejitas tiene... ¿qué, se las perforamos?
Total, que decidimos no hacérselos, y me reafirmo en que fue buena decisión. Hay gente que "como no lleva pendientes" la confunde con un niño, aunque lleve un vestido o vaya de rosa o con coletas, pero es un mal menor.
En su día, me planteé que el día que quisiera ponerse pendientes se lo permitiría, que la llevaría yo misma a ponérselos; pero claro, pensaba que ese día le llegaría con 6-7 años, no ahora.
Sin embargo, lleva una racha en la que me pide que le ponga pendientes con cierta insistencia. Le encantan, se pone los míos delante de las orejas y se pavonea ante el espejo, pone pinzas de la ropa en las orejas de los peluches, me cuenta lo bonitos que son los pendientes de sus amigas...
Lo cual me hace replantearme mi supuesta apertura mental: le he descrito el proceso con pelos y señales, le he explicado que duele, que hay que hacer unas curas, que no podrá cambiarse ni quitarse los pendientes durante un tiempo. Me estoy dando cuenta de que no soy objetiva, no le hablo de ventajas y desventajas, le cuento lo malo esperando que tome la decisión de aplazar la experiencia unos años más.
Y me vienen a la cabeza todas las discusiones y broncas que tuve en el pasado por el mismo motivo. Recuerdo al personaje de una novela de Amy Tan que decía que había criado a su hija de forma completamente opuesta a como la criaron a ella para que fuera una persona distinta, y la hija acabó teniendo exactamente los mismos miedos y repitiendo exactamente los mismos errores.
Lo políticamente correcto era llevar un pendiente en cada oreja; dos se consideraba atrevido y tres era casi impensable. Mi madre, que había acabado por claudicar cuando le pedí agujerearme las orejas por primera vez, en esta ocasión se negó en rotundo. Pero eran mis orejas, y tenía claro que ni las súplicas ni las amenazas podrían conmigo. Así que seguí perforándome las orejas, a veces a escondidas, a veces desafiando a mi madre a impedírmelo. Cada agujero que llevo (y tengo muchos) simboliza una batalla que he conseguido ganar.
A día de hoy, mi hija no lleva pendientes. No quise imponerle mis gustos estéticos del mismo modo en que mi madre trataba de imponerme los suyos.
Mi marido en cambio era partidario de ponerle pendientes a la niña, esgrimía toda esa retahíla de razones que he oído cientos de veces y que nunca han logrado convencerme del todo: porque de bebés no les duele, porque le ahorras el trago de ponérselos más adelante, porque quedan muy bonitos, para que no la confundan con un niño.
Finalmente, le propuse aparcar el tema hasta que naciera la niña y tomar una decisión entonces. Esperé a que naciera, a que su padre la cogiera en brazos por primera vez, a que se le empezara a caer la baba con su hija y entonces le dije: mira qué orejitas tiene... ¿qué, se las perforamos?
Total, que decidimos no hacérselos, y me reafirmo en que fue buena decisión. Hay gente que "como no lleva pendientes" la confunde con un niño, aunque lleve un vestido o vaya de rosa o con coletas, pero es un mal menor.
En su día, me planteé que el día que quisiera ponerse pendientes se lo permitiría, que la llevaría yo misma a ponérselos; pero claro, pensaba que ese día le llegaría con 6-7 años, no ahora.
Sin embargo, lleva una racha en la que me pide que le ponga pendientes con cierta insistencia. Le encantan, se pone los míos delante de las orejas y se pavonea ante el espejo, pone pinzas de la ropa en las orejas de los peluches, me cuenta lo bonitos que son los pendientes de sus amigas...
Lo cual me hace replantearme mi supuesta apertura mental: le he descrito el proceso con pelos y señales, le he explicado que duele, que hay que hacer unas curas, que no podrá cambiarse ni quitarse los pendientes durante un tiempo. Me estoy dando cuenta de que no soy objetiva, no le hablo de ventajas y desventajas, le cuento lo malo esperando que tome la decisión de aplazar la experiencia unos años más.
Y me vienen a la cabeza todas las discusiones y broncas que tuve en el pasado por el mismo motivo. Recuerdo al personaje de una novela de Amy Tan que decía que había criado a su hija de forma completamente opuesta a como la criaron a ella para que fuera una persona distinta, y la hija acabó teniendo exactamente los mismos miedos y repitiendo exactamente los mismos errores.