miércoles, 3 de abril de 2013

Niñas-esposas

Desde que soy madre no he vuelto a ver el telediario con los mismos ojos.
Siempre me han afectado las noticias relacionadas con los abusos a la infancia: sin embargo, hace años me decía que si el destino hubiera decidido ser menos benévolo y más caprichoso conmigo, yo habría podido ser uno de esos niños; ahora me digo que cualquiera de esos niños habría podido ser uno de mis hijos, lo cual cambia radicalmente el enfoque.
He podido ver recientemente un reportaje, realizado por la fotógrafa americana Stephanie Sinclair, llamado Child brides (literalmente niñas-esposas) y traducido al español como Matrimonios forzados, (traducción chapucera donde las haya, pues obvia la edad de las novias, tema principal del reportaje), que se puede visualizar a través de este enlace.
Hace años que me considero familiarizada con el tema: desde niña oí decir a mi madre y a mi tía que mi bisabuela se había casado a los 15 años con un hombre mucho mayor que ella, un hombre al que no amaba y apenas conocía; lo hizo para huir de los malos tratos de una madrastra que no tenía nada que envidiar a la de la Cenicienta. Diez años más tarde había dado a luz a seis hijos, dos de los cuales no consiguieron sobrevivir a una infancia llena de privaciones, y pasaba sus días atrapada en una casa minúscula, prisionera de un marido alcohólico y violento y de una vida que en cierto modo había elegido, pero no previsto.
La que fue la vida cotidiana de mi bisabuela sigue siendo moneda corriente en muchos países y en muchas culturas.
Al pensar en matrimonios concertados me venían a la mente retazos de noticias que había visto, oído o leído acerca de esos enlaces que se llevan a cabo en la India y alrededores de forma clandestina en la oscuridad de la noche: niños y niñas, en algunos casos de la edad de mis hijos, vestidos y maquillados como adultos, protagonistas de una ceremonia que no alcanzan a entender.
La buena noticia es que a esa edad, el matrimonio solo tiene un valor simbólico; a la novia se le permite seguir viviendo con su familia, disfrutar de su infancia durante unos años más: la enviarán a la casa del marido cuando llegue a la pubertad, con suerte incluso más tarde, al finalizar sus estudios.
La mala es que a partir de entonces su vida, y la de su marido, quedan indisolublemente ligadas a una persona a la que no han escogido.
Más recientemente he descubierto que existen tradiciones mucho más siniestras y escalofriantes en lo que a matrimonios infantiles se refieren: en la tradición hindú los contrayentes suelen ser de edades parecidas, en cambio en algunas zonas de Africa y Oriente Medio (entre otros), algunas familias casan a sus hijas con hombres que les doblan o triplican la edad.
En algunos casos, se trata de niñas de 8, 10 años, niñas que ven como se les arrebata su infancia de un día para otro, niñas obligadas a convertirse en esposas, amas de casa y madres antes de tiempo. Lo habitual es que el marido se comprometa a no mantener relaciones sexuales con su esposa hasta pasado un tiempo, pero tengo entendido que tampoco es infrecuente que el día después de la boda la familia exhiba orgullosamente una sábana ensangrentada, gráfica muestra de la virtud de la novia y de la virilidad del marido.
Siempre pienso que detrás de los números, las estadísticas y los artículos hay personas reales que viven y sufren; quizás el reportaje de Stephanie Sinclair me impactó tanto porque sus fotos consiguieron ponerles cara a una realidad que hasta entonces solo había podido rozar.
(c) 2005 Stephanie Sinclair
http://www.stephaniesinclair.com
Son imágenes que me han parecido de una belleza sobrecogedora, a pesar de la crudeza de la tragedia que retratan. De todas ellas, la que más me ha impresionado es la que he puesto aquí a la derecha. Por lo que he podido averiguar, la niña se llama Ghulam Haider y tiene 11 años; el hombre sentado a su lado es su futuro marido, se supone que tiene 40, aunque parece bastante más mayor. La foto ha sido tomada el día de su fiesta de compromiso según algunas fuentes, el día de su boda según otras; todas ellas coinciden en que era la primera vez que la niña veía al hombre que pronto sería dueño de su destino. Tanto la jovencísima esposa como su prometido residen en un pueblo rural de la provincia de Ghor, en Afganistán.
He ido a buscar la provincia de Ghor (o Gaur) en Google Maps, y no hay nada: ninguna ciudad, ninguna carretera, solo una infinita sucesión de montañas aterciopeladas, interrumpida de vez en cuando por un puñado de casas comunicadas entre si por senderos difícilmente transitables.
Ninguna oportunidad para Ghulam, que soñaba con ser maestra pero tuvo que dejar la escuela en cuanto le anunciaron su compromiso, ni para ninguna de las demás chicas obligadas a casarse antes de tiempo, en su aldea y en otras latitudes. Dicen que su padre, de 32 años (ojo al dato, 8 menos que su yerno) declaró que se vio obligado a casarla tan pronto debido a la situación de extrema pobreza que atravesaba la familia. De la madre no hablan, posiblemente no tenga voz y voto, y con toda probabilidad contrajo matrimonio a una edad parecida (echando cuentas, el padre tuvo a Ghulam con 21 años y según la tradición la madre debería ser más joven).
Lo que más me estremece de la foto es la historia que se desprende de ella y que no queda reflejada en las crónicas. El marido mira a la cámara con expresión indescifrable, su cara parece esculpida en piedra, resultado de una vida que para él tampoco habrá sido fácil. Un hombre de 40 años es considerado joven en nuestra sociedad, en cambio este señor parece un abuelo, un hombre derrotado que intenta agarrarse a su juventud perdida casándose con una niña que tiene edad para ser su hija.
Para él parece un día normal, de hecho lleva la ropa de todos los días, un pantalón manchado, un turbante viejo. A ella la han vestido para la ocasión, el vestido y el velo son nuevos, tienen que haber supuesto un esfuerzo económico importante para su familia. La fotógrafa le preguntó cómo se sentía y ella contestó que qué se suponía que debía sentir si no conocía a ese hombre.
Sin embargo, su mirada lo dice todo.

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