jueves, 13 de septiembre de 2012

Maestros

Mi hijo ha vuelto al cole el lunes pasado. En este caso, la vuelta ha implicado muchos cambios: cambio de ciclo (empezamos primaria), de centro, de compañeros, de profesores.
Me he decidido a escribir esta entrada porque la vuelta al cole es un tema bastante popular por estas fechas; algunas experiencias son buenas, pero otras por desgracia son todo lo contrario. Me han contado, y he leído, historias que me han puesto los pelos como escarpias: niños que lloran desconsolados mientras la maestra los arranca de los brazos de sus madres, que se encuentran perdidos en un ambiente extraño sin que los consuelen (ya se sabe, "hacen teatro"), obligados a permanecer sentados durante horas, a hacer ejercicios que no comprenden ni les gustan. Son auténticas historias de terror, que dicen mucho acerca de nuestro sistema escolar y también acerca de muchos educadores; historias en ocasiones (las menos, todo hay que decirlo) contadas con inexplicable orgullo por unos padres que se vanaglorian de la oportunidad que tiene su retoño de "fortalecerse" a base de llantos; la mayoría de las veces, historias llenas de lágrimas, las de los hijos y las de unos padres que se torturan por dentro, que se debaten entre la obligación de llevar a sus niños a un sitio donde no son felices y la imposibilidad de cambiarlos de entorno.
Mi propia etapa escolar no ha sido demasiado exitosa que digamos: en el mismo momento en que pisé un aula, me etiquetaron de "problema de actitud", y el resto es historia.
Sin embargo, desde que mi niño está escolarizado he podido comprobar que existen excepciones, sigue habiendo personas que sienten auténtica pasión por lo que hacen, y que me devuelven la fe en la posibilidad de cambio.
El lunes pasado, mientras esperaba con mi niño a que le llamaran para subir a clase y me seguía preguntando si la decisión de cambiarle de colegio se demostraría acertada, vi a una maestra pasando lista para agrupar a cada niño con la clase que le correspondía. De repente, la maestra levantó la vista y se percató de que una niña estaba llorando: dejó a un lado la lista, se acercó a la niña, la abrazó, la consoló y habló con ella hasta que consiguió tranquilizarla, y después, con la niña de la mano, retomó la lista donde la había dejado.
Mi hijo llegó tarde a clase el primer día, pero hizo su entrada de la mano de esa maestra; supe que estaba en buenas manos.
Volví a ver a esa maestra el mismo día, a la salida; en esa ocasión, se le acercaron dos chicos que acababan de terminar su primer día en el instituto: habían ido a buscarla para contarle qué tal les había ido.
Ese mismo día conocí también a la maestra de mi hijo. No pude hablar mucho con ella, pues había muchos padres esperando con impaciencia el parte del día, pero la conversación que mantuvimos me impresionó, y para bien. Me explicó que a pesar de que solo mantendrán el horario reducido la primera semana, calculan que el período de adaptación durará alrededor de un mes; durante ese tiempo, lo que les interesa es que los niños se vayan familiarizando con el ambiente, que se conozcan entre si y hagan amistad, que se acostumbren a sus maestros y a sus nuevas asignaturas, en otras palabras que se sientan a gusto.
Hoy mi niño me presentó a su profesor de historia. Ayer volvió fascinado de su primera clase de dicha asignatura, maravillado por la explicación del maestro acerca de la evolución del tiempo. Le pregunté por curiosidad cómo era el maestro, y me contestó que es viejo, y le falta un diente.
Sentí cierta curiosidad (y una ligera señal de alarma por si ese "anciano" resultaba ser un señor de mi generación) hacia ese preceptor desdentado, y hoy pude satisfacerla.
Mi autoestima está a salvo, porque el maestro es mayor; yo no le definiría viejo, es más joven que mi padre, aunque tiene claramente unos cuantos años más que yo. También es cierto que le falta un diente, aunque hay que mirar con detenimiento para darse cuenta (mi hijo es muy observador en lo que a piezas dentales se refiere). Tiene un nombre curioso, de esos que ya casi no se oyen, y cuando le vi me recordó a un abuelo: pero no a uno de esos abuelos modernos que se blanquean los dientes y se broncean en viajes al Caribe organizados por el Imserso para vivir una segunda (o tercera) juventud, sino a un abuelo de antaño, de los que olían a tabaco de pipa y se afeitaban con brocha y cuchilla, abuelos que nos dejaban sorber la espuma de la cerveza, nos contaban historias de tiempos pasados, nunca nos levantaban la voz, abuelos a los que solíamos hacer caso porque les teníamos cariño, y no miedo.
Ese abuelo de nombre peculiar, que hacía gala de esa elegancia trasnochada que las personas de su generación consideran una forma de cortesía, me explicó lo que iban a hacer a lo largo del año, me comentó que a los niños de esa edad no se les puede ni debe pedir que estudien, pero se les puede pedir que aprendan, y por ese motivo el aprendizaje tiene que resultarles interesante y divertido. Mientras me hablaba, desprendía un optimismo contagioso que me hizo entender la fascinación que debió sentir mi hijo en su clase.
De camino a casa, le pregunté a mi niño qué había hecho hoy, y me contestó que habían jugado al juego de los globos: cada niño escribió su nombre en un globo y luego lo soltó en el patio. Pensé en esos globos levantándose en el aire impulsados por el viento: uno de ellos lleva el nombre de mi hijo, sus esperanzas e ilusiones. Ese globo estará volando por el cielo, buscando su camino; mi niño, prisionero de un sistema caduco, anacrónico y a menudo decepcionante, tendrá que plantearse muchas preguntas y encontrar las respuestas; pero las personas que le flanquean me están demostrando que creen en lo que hacen, y eso alivia un poco la congoja que siento ahora mismo.

7 comentarios:

  1. Que entrada más preciosíma. Me apena tanto lo que estos días viven algunos niños y con ellos sus padres.
    Un beso

    ResponderEliminar
  2. Kim te he compartido.... no había opción.... tenía que hacerlo.

    http://entremimosyjuguetes.blogspot.com.es/2012/09/maestros-de-kim.html

    ResponderEliminar
  3. Preciosa y tristemente real...
    Un abrazo enorme

    ResponderEliminar
  4. Me alegro muchísimo que se hayan disipado los temores. Al final tu instinto te ha dado la razón.

    ResponderEliminar