miércoles, 22 de junio de 2011

Buenas noches

Mis padres no me leían cuentos antes de ir a dormir, ni me acompañaban para ayudarme a conciliar el sueño: tenía que aprender a dormirme sola, se suponía que era bueno para mi independencia, así que les daba un beso de buenas noches y me iba a la cama. Nunca me detuve a pensar si me hubiera gustado tener alguna rutina de buenas noches, y como no podía echar de menos algo que nunca había experimentado, lo asumí con naturalidad.
Aurora borealis, de nixxphotography
http://www.freedigitalphotos.net
Sin embargo, nunca he sido capaz de quedarme dormida sin más, así que me inventaba cuentos para dormir. Cuando veía sombras moviéndose en la oscuridad, o escuchaba ruidos que me aterraban, trataba de reconducirlos a algo conocido y por tanto tranquilizador. Cuando no me acechaba ningún peligro imaginario, me imaginaba historias rocambolescas, situaciones estrambóticas en las que yo era la protagonista y la heroína de turno. Quizás fuera mi forma de procesar los acontecimientos del día, de reparar de algún modo las pequeñas y grandes injusticias que a veces me tocaba sufrir.
Mantuve esa costumbre durante muchos años, era mi manera de contar ovejas. Conseguí dejarla de lado cuando la cambié por una sesión de mimos con mi marido, porque me resultó más agradable quedarme en silencio abrazándole y notando como se me cerraban los ojos al entrar lentamente en estado de somnolencia. El amor es el mejor narcótico que existe.
Ahora que soy madre, duermo a mis hijos todas las noches. Hubo un tiempo en que lo hacía porque necesitaban sentirse acompañados; pero hace mucho que ese tiempo ha quedado atrás, ahora lo hago simplemente porque todos lo disfrutamos. Suelo dormir a ambos a la vez, la pequeña se me duerme en la teta, y al mayor le cuento historias, las mismas historias raras que antaño inventaba para mí misma, pero adaptadas a la fantasía de un niño de cinco años. Imaginamos cuentos sobre ruidos cuando oímos alguno, convertimos los acontecimientos del día en un relato de aventuras, inventamos historias de fantasmas ridículos que no espantan a nadie para ahuyentar los miedos y llenamos la habitación de seres fantásticos que los demás nunca podrán ver.
Soy incapaz de leerle un libro por la noche, me es incómodo leer con un bebé mamando, pero sobre todo, mi imaginación no se deja someter por el yugo de las palabras escritas, así que esa parte se la dejo a papá, que imita las voces mucho mejor que yo y sabe hacer comentarios graciosos que a mí no se me ocurren.
Lo mío es el reino de la fantasía, ir fabulando sobre la marcha, inventarme cuentos que se puedan medir (los cortos solo llegan hasta el garaje, los más largos llegan hasta China).
Después, cuando se duermen, permanezco inmóvil durante unos minutos, saboreando ese momento tan especial, escuchando sus respiraciones pausadas mientras les abrazo. Los caballeros, magos, piratas, dragones, exploradores y animales que hemos conjurado se difuminan y se escabullen para esconderse en el saco de los cuentos, y solo queda una oscuridad cálida y envolvente.
Para contar un cuento, solo hay que poner palabras a los sueños.

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