miércoles, 14 de enero de 2015

La maternidad guerrera

Decía mi madre, que solo me había tenido a mí, que una segunda maternidad no puede ilusionarte tanto como la primera, pues cada etapa es una repetición de una ya vivida.
Cuando vi las rayas del positivo en el test de embarazo de mi hija, descubrí lo equivocada que había estado mi madre. Embarazarse y tener hijos es como enamorarse, puede ocurrir varias veces en la vida, pero cada ocasión trae consigo un torbellino de emociones nuevas.
Esos primeros momentos iban unidos a un miedo quizás infundado, pero comprensible (creo): unos meses antes había sufrido una pérdida, y la amenaza de volver a pasar por lo mismo empañó en cierto modo la alegría de saber que una nueva vida anidaba en mi interior.
Acomodar a mi hija recién nacida sobre mi pecho, observarla por primera vez, descubrirla tan parecida a su hermano y al mismo tiempo tan diferente me confirmó que era cierto lo que había oído decir, que el amor de una madre no se divide entre cada hijo que nace, sino que se multiplica.
En mi entrada anterior expliqué que mi hijo había sido mi despertar, me había descubierto un camino que no conocía y me había guiado a través de él; en cambio, mi segunda maternidad me cogía en cierto modo preparada: no solo era puro instinto, había tenido cuatro años para informarme, leer, aprender y saber hacia dónde iba.
Pensé que una segunda maternidad debía otorgar cierto status, el haber vivido ya esa experiencia, el demostrarle al resto del mundo que hasta el momento no lo había hecho tan mal me pondría a salvo de consejos y de opiniones no solicitadas.
Llevo puesto desde hace mucho lo que yo llamo mi traje de foca, es una alusión a mi sobrepeso, pero significa principalmente que todo me resbala. En realidad nunca me ha importado demasiado lo que los demás opinan de mí, desde pequeña he tenido claro que prefiero equivocarme pensando con mi propia cabeza que acertar por hacer caso a los demás. Sin embargo, cuando mi hijo mayor era bebé, lo que me pedía el cuerpo era radicalmente opuesto a lo que me aconsejaban los demás; y si bien prefería ser fiel a mi corazón que traicionar mi sentir, en ocasiones sentí una punzada de culpabilidad mientras me decía a lo mejor tienen razón y le malcrío, pero no lo puedo evitar.
El nacimiento de mi hija (y la información a la que tuve acceso durante ese intervalo) me reconciliaron con esos sentimientos. Con ella, fui consciente desde el primer día que no estaba siendo blanda ni sobreprotectora, que miles de años de evolución me habían llevado hasta ese punto y nada podría cambiarlo. Y sobre todo, estaba mi tribu de Dormir sin llorar, estaban mis autores, mis libros, mis constantes recordatorios de que lo que yo hacía tenía fundamento y base científica.
Sin embargo, a pesar de todo, seguía siendo el bicho raro, por dormir con mi hija igual que había hecho antes con su hermano, por dar teta más allá de lo que el entorno consideraba políticamente correcto (léase un par de meses), por no criar con azotes o castigos, por intentar huir de los chantajes, en resumen por no hacer el más mínimo caso a las presiones que recibía con cierta frecuencia.
Cuando tuve a mi hijo, al principio me limitaba a sonreír, asentir, agradecer, y a continuación seguir confiando en mi instinto; sin embargo, esta estrategia se tiene que haber confundido con una falta de argumentos, así que poco a poco, empecé a dejar claro que los argumentos los tenía, y a desgranarlos implacablemente, uno por uno.
Ha pasado mucho tiempo desde entonces, ya no estoy en guerra contra el mundo. He comprendido que no hay peor ciego que el que no quiere ver, y que no está en mi poder cambiar el mundo. A raíz del libro, hemos tenido la oportunidad de dar charlas al respecto, de conocer a mamás que se sienten inseguras y perdidas, prisioneras en un mundo inhóspito, presionadas y juzgadas, mamás que lo están pasando igual de mal que yo en los primeros tiempos. Cada vez que tiendo la mano a una de ellas, que contesto a una mamá ojerosa porque su bebé no duerme, que se me ocurre una respuesta ingeniosa para el opinólogo de turno, puede que la esté ayudando a ella, pero sobre todo me ayudo a mí misma, me recuerdo que no estoy sola, que en el mundo hay mucha gente que piensa como yo, es la verdadera esencia de la tribu.
Sobre todo, he aprendido a dejar de hacerme tantas preguntas: las respuestas se oyen mejor cuando se está en silencio.


martes, 6 de enero de 2015

El despertar

Cuando nació mi hijo mayor, uno de los primeros pensamientos que pasó por mi cabeza fue que en ese momento éramos los padres perfectos, ya que no nos había dado tiempo todavía a cometer ningún error. En realidad, ya habíamos cometido unos cuantos sin darnos cuenta.
Me había pasado los últimos dos meses de embarazo inmersa en una dicotomía emocional, tratando de superar la pérdida de mi madre y de alegrarme al mismo tiempo por mi embarazo. Daba bandazos para conciliar a la vez mi nueva condición de huérfana y la de futura madre, me sentía mal por mi madre cuando me encontraba feliz y mal por mi hijo cuando me echaba a llorar. Solo conseguí aliviar mi dolor anestesiándome emocionalmente, dejé de hacerme preguntas para las que no tenía respuesta y me centré en buscar las respuestas fáciles.
Mi casa se llenó de revistas de bebés que comparaban varios modelos de trona para explicarte cuál era el mejor, que llenaban sus páginas de enlaces patrocinados, atractivos y coloridos, pero huecos al mismo tiempo.
Esa oda al materialismo pareció llenar mi vacío, y me apresuré a comprar hasta el chisme más inútil para que a mi hijo no le faltara de nada. Nunca me paré a pensar que lo único que podía necesitar era yo.
Seguí viviendo en mi nube, con las emociones taponadas por ese frenesí consumista, hasta que llegó el momento del parto. Momento ansiado y temido al mismo tiempo, anticipado y vivido en mi cabeza una infinidad de veces, mientras los relatos de terror de amigas y familiares resonaban en mis oídos.
Sin embargo, el destino me regaló un parto rápido, inesperado, casi animal que me reconcilió con esa naturaleza que parecía haber olvidado.
Una contracción brutal, que me parte en dos, nada más llegar a la habitación. Le sigue otra, y otra más, con una frecuencia y una intensidad alarmantes. Todo el mundo decía que las primeras eran espaciadas y flojas. Camino de un lado a otro, es lo que más alivia el dolor, y después de 45 minutos rompo aguas en medio de la habitación. Aguas claras, límpidas, un manantial que me prepara para dar vida. Me bajan al paritorio, técnicamente para ponerme un antibiótico, pero por lo visto ya estoy dilatada y llega el ginecólogo corriendo. Empujo, me rajan, sale el bebé. No tengo tiempo de verlo porque se lo lleva el pediatra, me cosen y me suben a la habitación.
Estoy a punto de ver a mi hijo por primera vez, me acerco a la cuna en la que una enfermera le ha depositado y me doy cuenta de que en esa estampa hay algo que no encaja: su sitio no es esa cuna, su sitio está entre mis brazos. Nunca he cogido en brazos a un bebé, cuando me visualizaba haciéndolo sentía un miedo atroz a hacerle daño; pero alguna fuerza hasta entonces desconocida guía mis manos. Cojo a mi bebé y le acurruco contra mi pecho. Se acomoda, plácidamente dormido.
Mi instinto, largamente negado, se despierta y empieza a rugir con la fuerza de un león. Soy madre, a partir de ese momento en mi vida hay un antes y un después.
Siempre pienso que el destino ha sido benévolo permitiendo que mi hijo naciese de madrugada: ese pequeño detalle nos regaló unas horas de soledad y de vínculo. En mi ignorancia, pensaba que un nacimiento era una ocasión para celebrar, para llenar la habitación de visitas. Esperar a dar la noticia en horario laboral fue una de las mejores decisiones que pudimos tomar.
Unas horas después, la habitación se llenó de gente deseosa de darme consejos y de explicarme lo mal que lo estaba haciendo; afortunadamente, llegaron demasiado tarde para poder acallar mi instinto.
No sabía nada, no había leído nada digno de mención, conocía al dedillo los distintos modelos de cochecitos y la mejor técnica para bañar a un recién nacido, pero no sabía nada de apego, de los efectos de la separación madre-bebé, no tenía ni idea de lo que era un parto respetado ni de muchas otras cosas. Mi hijo me lo enseñó todo, me descubrió un mundo nuevo, me abrió un camino por el que seguimos avanzando hasta el día de hoy. He tropezado muchas veces y me he vuelto a levantar, he cometido los errores que acabo de describir y unos cuantos más. Pero no he vuelto a silenciar mi instinto: en el momento en que cogí a mi hijo en brazos dejé de oír consejos y empecé a escucharme a mí misma.

martes, 16 de diciembre de 2014

La otra carta (y las nuestras)

Confieso que soy fan de Ikea desde hace muchos años. A pesar de las críticas que oigo y leo periódicamente acerca de estas tiendas, tengo que decir que los muebles que he comprado allí se han demostrado extraordinariamente resistentes hasta la fecha (incluso con dos niños), y visualmente tan atractivos como muchos de los que se venden en tiendas de renombre a un precio muy superior. Me encanta el recorrido obligado, el tener que pasearme por toda la tienda aunque solo necesite una alfombrilla para el baño: me apasiona la decoración y no puedo más que disfrutar de esos ambientes tan bien recreados, esos textiles tan sabiamente conjuntados. Me gusta tanto Ikea que casi les perdono tener que memorizar un sinfín de referencias para buscarlas luego en el almacén y cargar palés que pesan una riñonada.
Me gusta aún más desde que hace unos días vi por primera vez su anuncio de Navidad titulado La otra carta: no me considero de lágrima fácil, pero no conseguí verlo sin inmutarme. Es un anuncio sencillo (que no simple), que no nos descubre nada nuevo pero nos redescubre cosas que a menudo pasamos por alto o tratamos de olvidar conscientemente.
Decidí hacer la prueba de la otra carta con mis polluelos, y preguntarles, por separado, qué tienen pensado pedir a Papá Noel (en mi casa lo celebramos todo, Papá Noel, los Reyes Magos y hasta la Befana, pero siento especial cariño por el entrañable gordito de barba blanca, así que él es el que trae los regalos importantes).
Como era de esperar, me enumeraron los juguetes que les gustaría recibir. Y a continuación, quise saber qué nos pedirían a su padre y a mí, mientras me disponía a tomar nota mental de mis fallos y mis limitaciones.
Curiosamente, ninguno de los dos pidió más tiempo, más paciencia o más atención. Mi niña, tras pensárselo un rato, dijo que nos pediría lo mismo que a Papá Noel, y ante mi cara de sorpresa me explicó que así tendría antes sus regalos, sin tener que esperar hasta el día de Navidad.
Mi hijo me dijo que a su padre y a mí nos pediría un gato: no le parecía sensato pedírselo a Papá Noel porque podría caerse del trineo. Unos días más tarde volví a sacar el tema, y me explicó que le gustan mucho los animales, en especial los gatos, y que si tuviéramos uno seríamos todos más felices, tanto nosotros como el gato.
Me quedé enternecida y asombrada por la lucidez de su razonamiento. Mi hijo es de principios firmes, su sentido de la justicia es bastante arraigado, puede llegar a ser cabezón y no se amedrenta cuando tiene claro su propósito. En este sentido me recuerda a mí cuando tenía su edad, y por ese motivo me enorgullece y me preocupa a partes iguales; sin embargo, yo era una rebelde con y sin causa, en perenne lucha contra el resto del mundo, en cambio el posee una paciencia y una sensibilidad que yo desconocía. Estoy totalmente segura de que es completamente capaz de hacer feliz a un gato o a cualquier ser vivo que cruce el umbral de nuestra casa.
En realidad el gato no sería nuestra primera mascota, puesto que ya tenemos a Tiny el caracol.
Como dijo mi niño en su momento, es muy gratificante salvar una vida (aunque se trate de la de un caracol). Tiny se incorporó a nuestra familia en verano, cuando un pescadero lo sacó de una cesta y se lo regaló a mis hijos. Para ser exactos, les regaló dos, uno para cada uno, pero el otro ya estaba muerto, o no sobrevivió el camino a casa, y aunque quede muy mal decirlo, ha sido mejor así teniendo en cuenta que una pareja de caracoles puede llegar a poner hasta un centenar de huevos de una sentada.
Al descubrir que los caracoles son hermafroditas, mi hijo decidió que el nuestro tendría un nombre unisex, y finalmente optó por Tiny, que significa pequeño en inglés. A decir verdad, de pequeño solo tiene el nombre: hemos calculado que cuando está completamente estirado debe medir unos 8 cm de punta a punta, sin ser experta creo que es un tamaño bastante respetable para un caracol. Vive en nuestra cocina, dentro de un tupper que mi marido ha agujereado pacientemente para que pueda respirar; se alimenta de lechuga y manzana; mis niños juegan con él a diario, lo sacan para que "haga deporte", procuran que su comida esté siempre fresca y que no le dé demasiado el sol. Una vez me dijo mi hijo que el destino de Tiny era con toda probabilidad el de acabar en una cazuela, pero ahora puede estar tranquilo y pasar el resto de sus días comiendo lechuga y casi me hizo sentir orgullosa por haberle dado un futuro.
El otro día, cuando hice la prueba de la otra carta, pregunté a mi niño, como en el anuncio, qué opción elegiría si solo pudiera pedir una cosa. Sin dudarlo un instante, eligió el gato.
En cuanto a mí, en mi carta solo pido más años a la vida, para poder estar a su lado y verles cumplir sus sueños.
 

martes, 25 de noviembre de 2014

Día internacional contra la violencia de género

Elena no parecía encajar en ninguno de los clichés que la gente tiende a asociar a las víctimas de violencia de género. Era la mayor de tres hermanas, nació en una familia de clase media, tuvo una infancia feliz, ningún trauma, ninguna experiencia negativa que la marcara. Tenía muy buena relación con sus padres y se sentía muy unida a sus hermanas, en especial a la mediana; sacaba buenas notas, le gustaba la música pop, tocaba el piano bastante bien, solía llevar unos pendientes en forma de corazón, estaba constantemente a dieta porque tenía tendencia a engordar y disfrutaba hojeando las revistas de moda. Siempre fue una chica normal, hasta que le conoció a él.
A decir verdad, él tampoco encajaba en ningún cliché. Los que le conocían decían que tenía un aspecto agradable, incluso atractivo, tenía estudios universitarios, un trabajo estable, un grupo de amigos a los que conocía desde la infancia, una conversación amena y cierto sentido del humor.
Nadie sabía con exactitud cuándo, cómo y por qué Elena acabó atrapada en la espiral de la violencia; a lo mejor, ella tampoco lo sabía. Creo que no fue un vendaval que destrozó su vida de la noche a la mañana, sino una marea insidiosa que subió lentamente hasta alejarla de todo lo conocido y convertirla en la sombra de sí misma.
Hay muchas lagunas en su historia, muchos secretos, muchas verdades no dichas. Familiares y amigos intentaron juntar retazos de información con la esperanza de juntar las piezas del puzle, pero aún así la imagen final es incompleta.
Al principio parecían felices, tenían intereses comunes, salían a menudo, se llevaban bien, empezaron a ahorrar para irse a vivir juntos. Poco a poco, las primeras señales de alarma empezaron a saltar. Unos celos injustificados que siempre desembocaban en pelea, una retahíla de insultos durante una discusión, un cenicero estrellado contra el suelo en un momento de rabia, un portazo, un empujón, la primera bofetada seguida de unas lágrimas de arrepentimiento, la promesa de no repetirlo nunca jamás.
La familia de Elena intentó apartarla de él en un sinfín de ocasiones, pero ella terminó alejándose de todos. La despidieron del trabajo por sus repetidas ausencias y a partir de aquel día se quedó recluida en su casa, encerrándose durante días cuando el maquillaje no lograba disimular las marcas, alejada de todo y de todos, presa del miedo. Miedo a que él no viniera, miedo a que viniera, miedo a oír la llave girar dentro de la cerradura, miedo a no saber si aquel día recibiría un beso o una paliza.
Fue hospitalizada en dos ocasiones, dijo que había tenido un accidente doméstico y se negó a denunciar a pesar de que el equipo médico que la atendió la animara a hacerlo.
Le dejó varias veces, pero por alguna razón que ni siquiera ella era capaz de explicar, se dejaba cautivar por sus muestras de arrepentimiento y acababa volviendo con él.
Después de su segunda hospitalización, decidió dejarle definitivamente. Sacó sus cosas del piso que compartía con él y se mudó a casa de su hermana.
Él vino a buscarla unos días después, con lágrimas en los ojos y sus eternas promesas de cambio en los labios. Al principio, Elena no quiso saber nada de él, pero tras unas semanas de declaraciones, regalos y planes de futuro, accedió a intentarlo de nuevo. A él, le dejó claro que sería su última oportunidad.
Lo fue. Unos días más tarde, Elena se convirtió en la víctima nº 47 de violencia de género de aquel año. Así la describieron los periódicos que le dedicaron unas pocas líneas, un suceso como muchos otros, una mujer presuntamente asesinada por su pareja.
Su familia se despidió de ella con una frase que quisieron incluir también en la esquela: por fin a salvo.
 
Dedicado a Elena, que sigue viviendo en el recuerdo de sus seres queridos, a todas las víctimas de violencia de género y a todas las que sufren en silencio. No suelo rezar, pero he encendido una vela blanca, espero que su luz os acompañe y os guíe.
 
25 de noviembre, Día internacional contra la violencia de género.

martes, 11 de noviembre de 2014

Presentación y taller de sueño infantil en Madrid

 
 
El próximo sábado 22 de noviembre a las 11:30 presentaré Dormir sin llorar - El libro de la web en La cocinita de Chamberí. Tendremos además un taller de sueño infantil, en el que hablaremos del sueño de los bebés, las temáticas más recurrentes así como posibles pautas y soluciones.
La entrada es gratuita, pero se ruega reservar plaza con antelación a través del enlace http://www.lacocinita.es/BookingRetrieve.aspx?ID=67777.
Por lo demás, solo me queda deciros que no es la primera presentación a la que participo, pero es la primera de la que me encargo yo sola, así que espero estar a la altura.
¡¡Un beso muy fuerte y nos vemos!!

jueves, 23 de octubre de 2014

Sobre empatía, destetes y juicios de valor

A lo largo de mi vida (tanto presencial como virtual) me he topado con cosas que han alterado mi percepción.
Cuando mi primera lactancia fracasó, todo el mundo se apresuró a decirme que no pasaba nada, que lo importante era que el bebé no pasara hambre (quien quiera saber más al respecto y leer mi historia, puede hacerlo a través de este enlace). Años después, lloré como una magdalena al leer Un regalo para toda la vida, porque vi que alguien finalmente ponía palabras a mis sentimientos.
Cuando me empeñé en sacar adelante la lactancia de mi hija, me acusaron de ser una inconsciente que prefería perjudicar a su bebé que pasarse al biberón.
¿Más historias?
Una chica pregunta en un grupo si es normal que un recién nacido solo se duerma al pecho y se siente atacada por el tono de las respuestas.
Otra decide destetar a un niño mayor y siente que cuestionan su decisión.
Una mamá explica entre lágrimas que dejó de dar el pecho a su hijo a los 4 meses por orden del médico que le recetó un antibiótico.
A otra, que está presenciando la conversación anterior y afirma encontrarse en una situación similar, se le explica que la grandísima mayoría de medicamentos son compatibles con la lactancia: se enfada, a ver si ahora sabemos más que los médicos.
Una señora decide no dar pecho a su bebé recién nacido y se siente juzgada y criticada por el personal del hospital donde ha dado a luz.
Otra decide no hacerlo porque tiene miedo a que un contacto tan íntimo con el bebé le provoque flashbacks del abuso sexual que sufrió en su infancia.
Una mamá explica que decidió destetar porque sufría una agitación del amamantamiento brutal y la criticaron por dejarlo después de haber llegado a este punto.
Y otra, cuenta que en el hospital dieron biberones a su bebé sin su consentimiento y cada vez que oían llorar al niño le ofrecían una "ayudita".
Son historias reales, de personas con nombres y apellidos, que se han cruzado conmigo de las formas más variadas. El denominador común no es la lactancia, sino la incomprensión que han percibido por parte de su entorno.
 
Vaya por delante que esta entrada no pretende ser la típica palmadita en la espalda al estilo todo es respetable y cada madre quiere lo mejor para su bebé. Cualquiera que me haya seguido de forma mínimamente asidua sabrá que suelo vapulear verbalmente esta forma de pensar con cierta frecuencia.
Pues no, simplemente no es igual dar el pecho que no darlo (y si queremos más ejemplos, tampoco es igual atenderle que dejarle llorar, acompañarlo en su evolución de sueño que adiestrarlo con métodos, negociar que imponer, tratarle con la dignidad que todo ser humano se merece que darle un azote, y muchos más).
Digamos que tiendo a ser bastante tajante en estos temas, porque a estas alturas ya no tengo ganas de limpiar conciencias, ni de tragar sapos para no ofender a interlocutores que no se preocupan lo más mínimo de no decir o hacer cosas ofensivas. Considero que todos tenemos el derecho de tomar nuestras decisiones, y la obligación de apechugar con las consecuencias que nuestras decisiones nos puedan acarrear.
Así que en realidad no soy capaz de empatizar con todas las mamás de los ejemplos que puse al principio. Con algunas sí, y no solo porque sus vivencias se parezcan a las mías, sino porque sus historias consiguen de algún modo encajar en mi propio molde ético; con otras no, y soy consciente de que es un aspecto que necesito trabajar.
Una cosa es la crianza ideal con la que soñábamos mientras nos crecía la barriga, y otra muy distinta la realidad, con la que a menudo nos hemos dado de bruces. Por otra parte, hay una diferencia fundamental entre fracasar en algo y no intentarlo siquiera, entre cometer un error por experiencia o falta de información y elegir conscientemente el camino equivocado, a sabiendas de que hay otros mejores, después de contar con una cantidad considerable de información.
Sin embargo, lo que tengo en común con todas esas mamás es la sensación de sentirme juzgada por un entorno que en ningún momento se molestó en profundizar en mis circunstancias antes de abrir la boca.
Noto a mi alrededor cierto afán por parecer mejores que el resto, por demostrar que yo crío mejor que mi cuñada o la vecina del quinto. Nos enzarzamos en debates sobre si será mejor cocinar comida sana y casera o tirar de congelados para tener así más tiempo para jugar, sobre si es más apegada una madre que da biberón pero no portea que una que usa pañales de tela pero sienta a sus hijos en la silla de pensar. Son comparaciones, a mi juicio, estúpidas.
He descubierto que la aventura de la maternidad no es una carrera de méritos para que nos den la medalla a la madre del año, sino una extraordinaria ocasión de crecimiento personal. Se trata de saber elegir un camino entre muchos otros, de elegirlo con el cerebro, el corazón y las entrañas; de saber encontrar información y ser capaces de procesarla, por mucho que hacerlo nos abra viejas heridas; de superar nuestros traumas y vencer nuestros propios demonios; de equivocarse, pedir perdón y rectificar.
Por otra parte, es un camino que a menudo debemos recorrer solas, no porque nadie nos acompañe, sino porque las personas que lo hacen piensan de forma distinta y no se resisten a hacérnoslo saber: aunque con la mejor de las intenciones, es bastante frecuente toparse con alguien que te explica por qué te estás equivocando, qué es lo que deberías hacer, cómo deberías sentirte, qué hizo esa persona en su día con sus hijos y por qué le funcionó también.

El problema es que con tanto afán por aconsejar, se nos olvida que la esencia del apoyo es precisamente esa, la de apoyar. A veces se aprecia más un abrazo que un largo resumen sacado de un libro.
Vivimos en una vorágine de consumismo, de materialismo, de autoproclamados gurús que prometen milagros de todo tipo, de métodos fantásticos que aseguran resultados sorprendentes. Y mientras nos dejamos deslumbrar por las luces y nos preguntamos si no será bueno encender también nuestra propia bombilla, no nos damos cuenta de que con tanto ajetreo, nos hemos dejado por el camino una cualidad fundamental: la capacidad de escuchar.
Creo que es justamente lo que necesitábamos las mamás de los ejemplos, lo que necesitaban incluso las que no entiendo, cuyas decisiones me chirrían, me sorprenden y en algunos casos hasta me indignan: que no nos dijeran lo que teníamos que hacer, ni nos hicieran saber si lo que finalmente hicimos estaba bien o mal. Quizás lo único que necesitábamos realmente era que alguien se hubiera sentado en frente y nos hubiera dicho: cuéntame qué te preocupa, y vamos a ver cómo lo solucionamos entre todos.

domingo, 5 de octubre de 2014

Doble rasero

Periódicamente, me topo con un artículo del estilo Cómo evitar que tu hijo se te suba a la chepa, o Cómo educar a tu hijo para que te respete, o al revés, Los 7 consejos que mandarán a tu hijo de cabeza al reformatorio, que viene a ser lo mismo, pero en clave irónica. Hace unos meses, escribí esta entrada en relación al decálogo del juez Calatayud, pero he podido comprobar que artículos, decálogos y consejos de ese estilo se encuentran por doquier.
Sirva de aviso que esto es un desahogo, un vapuleo verbal políticamente incorrecto.
Son artículos que varían en cuanto a la forma, a los detalles y a los matices, pero tienen un denominador común: achacan todos los males del mundo mundial al permisivismo de los padres, alertan que la única manera de criar niños que no se conviertan en indeseables es no hacerles caso, enseñarles que no son el centro del mundo, acostumbrarles a renunciar a sus deseos y demás lindezas.
Si bien estoy de acuerdo en que decir a todo que sí puede ser igual de contraproducente que decir a todo que no, este tipo de publicaciones me suelen dar escalofríos.
Para empezar, considero que un alarmante número de personas tiende a confundir permisivismo con pasotismo: a mi entender, ser permisivo es sinónimo de ser tolerante, lo cual no me parece en absoluto un defecto. Sin embargo, un mal entendido ejemplo de permisivismo es el de aquellos padres que dejan que sus hijos corran a sus anchas por un restaurante, molestando al resto de comensales y poniendo los dedos en platos ajenos. En realidad, en la mayoría de los casos (no pretendo generalizar, pero en los que conozco yo suele ser así), esos padres no están siendo permisivos, no permiten que sus hijos alboroten porque les parece bien, o les reconocen el derecho a ser niños, sino porque otras alternativas más razonables, como entretener a los niños, pedirles que se sienten (pero de buenas maneras, no repartiendo collejas, que a alguno se le ve venir) o llevarles a un sitio donde puedan estar a sus anchas no les suelen parecer igual de apetecibles. No es igual dejar que hagan algo porque te parece sensato, que hacerlo por no tener que despegar el culo de la silla, con perdón. Un día os contaré con más detalle por qué dejé de ir a comidas familiares.
Lo segundo, que un porcentaje igual de alarmante está dispuesto a aceptar que los tiranos, los monstruos, los delincuentes o simplemente las personas egoístas o despóticas lo son debido a la falta de límites en su infancia. Dan ganas de hacer una encuesta entre los presos de las cárceles, a ver cuántos de ellos consideran que se han saltado la ley porque sus padres les hicieron demasiado caso cuando eran pequeños.
Dicen que de todo hay en la viña del Señor, y posiblemente en esto también nos llevaríamos sorpresas, sin embargo me extraña que siempre se haga una asociación entre delincuencia y permisivismo y nadie la haga con los malos tratos.
Personajes históricos conocidos por su crueldad, como Hitler o Saddam Hussein, fueron sometidos a malos tratos durante su infancia; la grandísima mayoría de asesinos en serie también se vieron marcados por historias de abandono y abusos.
Tengo entendido que entre las características que definen a estos últimos, y que se conocen como tríada de Macdonald, no se enumera en ningún momento la falta de límites.
Pero está claro que cuando hablamos de niños "normales", las cosas cambian. Otro punto que me llama la atención, y que me parece importantísimo, es que estos artículos no especifican en ningún momento de qué edades estamos hablando. En mi humilde opinión, no es lo mismo escribir un artículo con consejos para niños de 7 años que para bebés de 6 meses. Lo más aterrador de todo, es que se recomienda ser rígidos, estrictos e inflexibles desde el primer día para que no nos crucen la cara al llegar a la adolescencia.
Por poner un ejemplo, uno de estos reveladores escritos (cito de memoria porque me da cierta pereza enlazar este tipo de literatura), recomienda con una pizca de sorna "apoyarle cuando interrumpe a los adultos para que le hagan caso", como medida para criar un ególatra insoportable.
Está claro que este problema es exclusivo de los niños de hoy, puesto que los educadísimos adultos que en su día fueron criados zapatilla en mano suelen ser un dechado de consideración y respeto, solo hay que ver cualquier tertulia televisiva para darse cuenta.
Estoy totalmente de acuerdo en que interrumpir a una persona que está hablando es de mala educación, pero que me explique el autor (o autora, ya no recuerdo) del despropósito de qué edades estamos hablando. Considero que un niño de 6 años puede aprender perfectamente a no interrumpir a los adultos (ni a otros niños, dicho sea de paso, pero se ve que es más importante respetar a los mayores que a la humanidad en general); es una sencilla lección que puede aprender en dos pasos: el primero, no interrumpirle a él, porque tienden a tratar a la sociedad del mismo modo en que se les trata a ellos, y el segundo, si aún así interrumpe, ir recordándole que hay que respetar el turno de palabra de todo el mundo, igual que los demás respetan el suyo. Eficacia garantizada, el mensaje acaba llegando.
Ahora, transmitir ese mensaje a un bebé que todavía no entiende de normas sociales me parece un disparate, y dejarle llorando y sufriendo para que aprenda que no es el centro del mundo roza la crueldad. A nadie se le ocurre obligar a un niño a conducir un coche para que de mayor le cueste menos sacarse el carnet, se supone que ciertas cosas llegan al madurar. Sin embargo, cuando hablamos de educación y respeto parece ser que la única manera de inculcar dichos valores sea acorralándoles a golpes de vara.
En realidad, lo que más me molesta de todos estos panfletos es el doble rasero. Podría entender, que no compartir, que algunas personas opinaran de esta manera si se aplicaran el cuento en su vida cotidiana. Pero me gustaría saber si los que se rasgan las vestiduras por la escasez de normas de la crianza moderna
Imagen encontrada en Facebook, desconozco su autoría.
siempre respetan el límite de velocidad en la autopista, ceden el asiento en el metro o en el autobús, nunca se han colado en el cine y si se encuentran con un billete falso lo llevan obedientemente a su sucursal bancaria para ser destruido, en vez de intentar encasquetárselo a algún incauto; si el día en que en su trabajo les niegan un ascenso para concedérselo al trepa del departamento cuyo único mérito consiste en hacerle la pelota al jefe, lo asumen de buena gana porque en la vida no se puede tener todo lo que uno quiere; si acostumbran a encajar desplantes y humillaciones con una sonrisa en la boca porque es bueno entrenar la tolerancia a la frustración; si cuando tienen un mal día y necesitan un abrazo les parecerá bien que su pareja les haga esperar porque está viendo la tele y al fin y al cabo, no son el centro del universo.
En realidad no se trata de ser autoritario o permisivo, sino de no hacerle a un niño lo que no le haríamos a un adulto. No se trata de no educar, sino de hacerlo con sentido común, que como dicen, es el menos común de los sentidos.