miércoles, 9 de octubre de 2013

Obediencia no, gracias

Por mucho que me canten las alabanzas de la obediencia, no me logran convencer. El mismo concepto de obediencia va de la mano de la autoridad, la disciplina y demás teorías rancias; si bien reconozco que una pizquita de todo eso puede ser necesaria de vez en cuanto, aborrezco soberanamente que estos conceptos se utilicen de forma tendenciosa para confundir adiestrar con educar.
Hablemos claro, admito que a veces me desespera tener que estar repitiendo una y otra vez algo que para mí es obvio sin que me hagan caso; sin embargo, puestos a elegir entre extremos, prefiero mil veces el pensamiento crítico que la obediencia ciega. El primero puede ser cansado, pero la segunda desde luego es peligrosa.
A mi entender, la obediencia está reñida con la autonomía, la individualidad, la libertad, el razonamiento lógico y la espontaneidad, conceptos que tengo en gran estima. El problema de obedecer no está en hacer lo que te manden, que en ocasiones, admitámoslo, es deseable y necesario, sino en hacerlo sin rechistar, sin cuestionar, sin hacer preguntas o sin esperar respuestas.
En temas de crianza (y en realidad, en muchos otros también) me parece importantísimo mantener cierta coherencia; pienso también que lo que sembramos hoy lo recogeremos mañana.
Por este motivo me parece absurdo criar niños sumisos y esperar que el día de mañana se conviertan en adolescentes asertivos, acostumbrarles a hacer todo lo que queremos y extrañarnos cuando en el futuro hagan todo lo que les digan sus amigos, impedirles que decidan por si mismos y quejarnos cuando nos demos cuenta de que no tienen personalidad propia.
Lo malo de la desobediencia (o mejor dicho, de la no-obediencia) es lo infinitamente cansado que resulta a veces tener que estar explicando algo que para nosotros resulta obvio; pero creo que lo bueno radica justamente en esa negativa, ese no que tanto nos persigue en algunas etapas. Me desespera oír ese no en respuesta a algo que para mí es muy importante, pero al mismo tiempo me alegro mucho, muchísimo de que mis hijos sean capaces de decirlo. Detrás de cada no suele haber un motivo, depende de nosotros llevarles de la mano para ir más allá, superar el porque no y el no quiero y ayudarles a analizar sus propios motivos, a hacerse preguntas y a buscar sus respuestas, a razonar, a dialogar, a negociar, a ceder, a darse cuenta de si realmente es importante no obedecer en esta ocasión o si merece la pena capitular; sobre todo,  a entender que su no en ocasiones no podrá ser atendido pero siempre será escuchado.
Habrá momentos en la vida de mis hijos en los que se enfrentarán a situaciones de este tipo, habrá ocasiones en las que se sientan presionados para hacer algo que no quieren, y cuando eso ocurra, bienvenido sea este entrenamiento, que tengan bien claro que no pasa nada por decir no, y que las personas que te quieren seguirán queriéndote incluso si no haces lo que te piden.
Para los detractores, cuando hablo de desobediencia, o de no-obediencia, no me refiero a permitir que salgan a la calle en manga corta en invierno o que prendan fuego a la alfombra del salón para experimentar; lo que quiero decir es que me parece más constructivo explicar, razonar y hablar de las consecuencias que limitarme a imponer mi voluntad y a convertirlo todo en una estéril lucha de poder. La verdad es que la mayoría de los conflictos (por lo menos en mi casa, y en unas cuantas otras que conozco) no suelen deberse a situaciones extremas como los ejemplos que he puesto, sino pequeños matices como jugar un poco más, no recoger, vestirse con una ropa determinada o querer ir al parque aunque lleva, situaciones que en su mayoría se pueden reconducir llegando a un acuerdo sin necesidad de recurrir a la tan cacareada disciplina.
Lo he dicho mil veces y no me cansaré de repetirlo, la disciplina es buena para los soldados, pero el mundo lo cambian los pensadores.

lunes, 2 de septiembre de 2013

Con otros ojos

He encontrado esta joyita en Facebook, cortesía de uno de mis contactos:

Si os han enseñado a saludar al entrar,
si os han enseñado a tratar de usted a los adultos como forma de respeto,
si os han dicho que en los autobuses hay que ceder el sitio a las embarazadas y a las personas mayores,
si os han enseñado que hay que respetar los bienes comunes igual que los propios,
si os han enseñado que la honradez es una virtud y no un defecto,
si os han enseñado que el respeto que se muestra es respeto que se gana,
si os habéis criado con comida casera,
si habéis jugado en la calle durante horas,
si no teníais ropa de marca,
si vuestra casa no era a prueba de niño,
si os castigaban cuando os portabais mal,
si os han dado un azote de vez en cuando,
si teníais un televisor en blanco y negro y teníais que levantaros para cambiar de canal,
si las tiendas cerraban los domingos,
si habéis bebido agua del grifo,
si no hablabais inglés con 6 años y no teníais móvil con 9 pero sabíais lo que significaba ser educados,
¡compartid en vuestro muro y demostrad que habéis sobrevivido!

Técnicamente, puedo suscribirlo: me identifico con muchas cosas, he tenido una infancia así, me han enseñado todo eso, o por lo menos lo han intentado.
Mi primera impresión ha sido de rechazo, me ha molestado el tono autocomplaciente, la admiración no tan encubierta hacia una forma de crianza que ha causado bastante daño, el tufillo rancio que desprende la mal disimulada crítica hacia los jóvenes de hoy.
Por un momento, pensé en compartirlo en mi muro acompañado de un comentario irónico, he sobrevivido y casi no me han quedado secuelas, pero no sé si se habría captado la intención; con lo cual, me ha parecido mejor opción dedicarme a despellejar el texto en mi rinconcito virtual.
Lo he vuelto a leer con más atención y con cierta incredulidad, ya que la persona que lo ha compartido es de mi misma edad, por tanto esta perlita va dirigida a los de nuestra quinta.
Tengo que admitir que hasta agradezco este reconocimiento tardío, pues a estas alturas acabo de enterarme de que pertenezco a una generación de niños educados y respetuosos: no sé si el autor lo recordará, pero cuando éramos niños la opinión que los adultos tenían de nosotros era bien distinta, por aquel entonces nos consideraban una panda de mocosos malcriados, ruidosos y desagradecidos, hijos de unos padres blandengues y permisivos incapaces de imponernos una mínima disciplina.
Creo que el primer texto en el que se recoge una queja sobre los jóvenes que no respetan la autoridad se atribuye a Aristóteles: por desgracia, la falta de empatía y la incomprensión generacional perduran en el tiempo; lo que quizás me ha impactado ha sido descubrir que personas de mi edad opinan igual que lo hacían nuestros abuelos, y eso me hace sentirme terriblemente vieja.
No voy a entrar en el juego, no voy a achacar todos los males del mundo moderno a la falta de disciplina. Me sorprende la seguridad con la que el autor del texto habla de educación y respeto, como si fuéramos un dechado de virtud gracias a la mano dura.

Imagen: www.freedigitalphotos.net
Pues no, no lo somos, nos enseñaron a respetar a los que eran mayores que nosotros pero hoy en día no somos educados ni respetuosos en la forma de dirigirnos a la compañía de seguros, al panadero o al televendedor que nos ofrece algo que no necesitamos; nos han enseñado a ceder el asiento a los mayores y ahora no nos levantamos ni a tiros, esperando que lo haga alguien en nuestro lugar; nos han hablado de honestidad y honradez y solo hay que echar un vistazo a nuestro alrededor, desde la clase política hasta el simpático fontanero que sugiere no hacernos factura para ver lo hondo que ha calado el mensaje.
Será que las lecciones que perduran son las que se aprenden con amor y no con miedo.
Hemos crecido, hemos soñado con cambiar el mundo y hemos caído en el mismo error que ya cometieron nuestros padres, y sus padres antes que ellos, y así sucesivamente hasta formar una cadena infinita: preferimos no pensar que los niños y los jóvenes de hoy son un reflejo nuestro, es más tranquilizador aferrarnos a un pasado que nunca existió realmente, en vez de enfrentarnos a nuestras propias limitaciones.
Dentro de lo malo, a pesar del autoritarismo y de la rigidez con la que muchos fuimos educados, hay que decir que contábamos con una ventaja que los niños de hoy en día no tienen: a nosotros nos dejaron ser niños.
No necesitábamos ir a un restaurante con la consola o el DVD portátil, porque no existían, pero sobre todo porque no nos obligaban a aguantar una sobremesa interminable sin hacer ruido.
Podíamos pasarnos la tarde jugando porque no teníamos jornadas maratonianas ni nos asfixiaban con un sinfín de actividades extraescolares.
Si alguien llegaba al parque con un balón de fútbol los padres hacían de espectadores, o como mucho de árbitros, y disfrutaban viendo el partido en vez de enseñarnos las mejores tácticas para marcar más goles que el equipo contrario.
Nos enseñaban a jugar con nuestros amigos, no contra ellos, y si nos enfadábamos por perder nos recordaban que lo importante es participar en vez de apuntarnos a clases para mejorar nuestra técnica.
Nos dejaban jugar como nos daba la gana, sin instrucciones, ni normas ni intervenciones constantes.
No tuvimos las llaves de casa hasta la adolescencia porque cuando llegábamos del colegio siempre había alguien esperándonos.
Nos podíamos ir de vacaciones durante un mes entero, incluso sin ser ricos y si en casa entraba un solo sueldo.
Si nuestros padres se iban de viaje nos llevaban con ellos, porque por aquel entonces no se consideraba prioritario seguir haciendo vida de pareja.
Podíamos vivir, en vez de observar la vida a través de los barrotes de una jaula dorada.
Quizás deberíamos dejar de imponer límites y empezar a transmitir valores, deberíamos mirar a nuestros hijos y preguntarles qué necesitan en vez de tratar de darles lo que a nosotros nos ha faltado, a la vez que les quitamos su esencia y su libertad.
Sobre todo, deberíamos recordar que nosotros también hemos sido niños, en su día faltábamos el respeto a nuestros mayores, nos negábamos a ducharnos durante días, pasábamos fines de semana enteros viendo la tele en vez de hacer los deberes, nos manchábamos y ensuciábamos a más no poder, nos reíamos a carcajadas cuando debíamos guardar la compostura, nos aburríamos, desobedecíamos de mil maneras, veíamos dibujos violentos y nada educativos, mentíamos, pensábamos que los adultos eran una especie aparte, unos seres insufribles, incapaces de entendernos y de ponerse en nuestro lugar, y decidimos no ser como ellos cuando nos llegara el momento.
Empecemos por fin a mirar la infancia con otros ojos.

viernes, 30 de agosto de 2013

La madre que soy, la niña que fui

Regreso nuevamente después de otra larga ausencia; de momento, estoy todavía acostumbrándome a la vida cotidiana después de casi un mes de playa.
Este año nos ha acompañado mi padre durante unos días: por primera vez ha podido jugar con sus nietos en un entorno distinto al habitual, y mis niños han tenido la oportunidad de divertirse con su abuelo durante días enteros.
A pesar de los achaques y los problemas de salud, mi padre no ha tenido reparo a la hora de hacer castillos de arena o de nadar en la piscina con ellos; en cuanto a mí, verle tan conectado, tan relajado con sus nietos me ha provocado una extraña dicotomía: la madre que soy se alegra de ver cómo quiere a mis hijos, pero la niña que fui, y que todavía dormita en algún lugar de mi mente lo ve de forma más confusa.
Ante todo, quiero dejar claro que no he tenido una infancia especialmente desgraciada o traumática; a mis ojos, éramos una familia normal, increíblemente envidiables en algunos aspectos y terriblemente disfuncionales en otros. A ojos de la corriente mayoritaria, la educación que yo recibí es considerada hasta la fecha un ejemplo de sensatez y de sentido común: cariño y diálogo en los buenos momentos, control, disciplina, autoritarismo y alguna que otra bofetada en los malos.
Mis padres me han querido con locura y creo sinceramente que han hecho lo que creían mejor; por desgracia, me temo que en ocasiones se dejaron llevar por el miedo a que me torciera o saliera mal, como si mi personalidad y mi forma de ser fueran el resultado de la educación recibida, y no supieron, o no se atrevieron a reaccionar ante los desafío de otra manera que no fuera con mano dura.
Son historias viejas de años, y aún así me han marcado profundamente. Hace no mucho estaba en el supermercado con mi padre y mi hija, ayudando a mi padre a guardar la compra; por un despiste, se me escapó de las manos un bote de tomate frito que se estrelló contra el suelo. No sé qué me pasó, por qué se me cruzaron los cables de esa manera, pero me sorprendí oyéndome decir una y otra vez, como si fuera un mantra, lo siento, no quería hacerlo, no volveré a hacerlo, no volverá a pasar.
Mi relación con mi padre es buena, pero a veces nos topamos con un enredón de palabras no dichas y disculpas no formuladas. Durante estas vacaciones, la madre que soy respiró aliviada al verle observar una rabieta de mi niña con cariño y paciencia, mientras la niña que fui recordaba las veces que había llorado lágrimas amargas, sintiéndose ignorada y humillada en la soledad de su habitación.
Una mancha en el mantel ahora es simplemente eso, una mancha en el mantel, una ínfima molestia que dejará de serlo después de la próxima colada: ya no es una tragedia de proporciones apocalípticas, pero la niña que fui no entiende que algo que ahora tiene tan poca importancia pareciera un asunto de estado.
Crecí pensando que era mala, me convertí en una adolescente rebelde, indomable y con tendencias autodestructivas, conocí a mi marido y senté cabeza, y cuando me convertí en madre descubrí que había sido una niña perfectamente normal.
La niña que fui sigue esperando una rectificación, no exactamente una disculpa, pero una admisión de que algunas cosas se habrían podido hacer de otra manera. La niña que fui recuerda lo que era y añora lo que pudo ser. A veces odio a esa niña, me amarga más de un rato agradable; en otras ocasiones, trato de comprenderla como nadie la comprendió jamás, intento hallar la llave de su corazón para que deje atrás el rencor y el dolor, para que por fin pueda volar libre.

sábado, 29 de junio de 2013

Que le den al "todo vale"

El 29 de junio se celebra el Día mundial del sueño feliz, y lo voy a celebrar con una entrada dedicada al sueño infantil.
Es un tema que parece estar de moda, dada la cantidad de autoproclamados gurús y expertos que van surgiendo por doquier, cada uno con sus teorías, opiniones o evidencias.
Creo que cualquiera que haya leído un par de entradas de este blog habrá entendido que le tengo declarada la guerra al método Estivill y afines; me parece que es un tema actual, de hecho, cada vez que he escrito unas líneas dándole caña al "metodito" las lecturas han subido como la espuma. Sin embargo, en esta ocasión no voy a hablar de esa corriente, sino de otra, puede que más sutil pero igual de dañina.
No sé si tiene nombre oficial, al desconocerlo la he bautizado el "todo vale". Sus adalides no se deciden por ninguna postura definida, van dando bandazos de un lado a otro con el objetivo de caer bien a todo el mundo, de captar el mayor número posible de seguidores o clientes con independencia de su forma de pensar.
A efectos prácticos se suele traducir en un cúmulo de disparates, como por ejemplo dar por hecho que todos los padres quieren lo mejor para sus hijos, y por tanto es igual de respetable dejarles llorar que atenderles; que el sueño es un proceso evolutivo, pero el bebé tiene que adquirir una serie de hábitos para dormir de forma correcta; que cada niño es distinto y lo que funciona con uno no funcionará con otro, pero hay que acostarles en la cuna despiertos para que se duerman solos y así sucesivamente.
Admito que nunca me han gustado las medias tintas, pero haciéndome un poco de terapia tengo que confesar que tengo tanta manía a este afán de quedar bien y de darlo todo por bueno porque en mi infancia fui una víctima del "todo vale".
Mi madre decía que dormí mi primera noche del tirón a los tres años y medio. Según las circunstancias y el humor del momento, este suceso se convertía en una simpática anécdota a compartir durante la sobremesa de una comida familiar (ahora os vais a reír un rato con esto), un velado reproche (fíjate lo mal que lo pasé) o directamente una maldición encubierta (ya verás como te toque uno igual).
Entre el pediatra que les decía que no debían dejarme llorar pero tenían que sacarme de su habitación lo antes posible, el libro del Dr. Spock que consideraba el colecho una perversión sexual y los consejos agoreros de amigos y vecinos, a mis padres les tuvo que costar horrores capear el temporal durante esos tres años y medio.
Para tener a todos contentos, me acostaban despierta en mi cuna y en mi habitación, y si me despertaba mi madre acudía a calmarme, sin sacarme de la cuna y por supuesto sin llevarme a su cama, si yo me negaba a dormir ella tampoco dormía.
Me contó que le pidió al pediatra que me diera algún medicamento para dormir (tengo entendido que en aquellos años no se andaban con chiquitas, recetaban tranquilizantes para adultos en dosis reducidas) y el médico dijo que ni hablar, que eso podía ser muy peligroso y no iba a poner en riesgo mi salud; visto así, se lo agradezco, pero a decir verdad, tampoco aportó ninguna idea más allá de tener paciencia.
De aquella época me han quedado algunos flashbacks, con el tiempo he llegado a dudar de si se trata de recuerdos reales o si de algún modo los he implantado en mi memoria al empezar a bucear más profundamente en el mundo del sueño infantil. Sea como sea, me veo a mí misma de pie en esa cuna, agarrada a los barrotes, llorando a pleno pulmón mientras unas sombras amenazadoras se ciernen sobre mí. No recuerdo nada más, no sé cuánto tiempo tardaban mis padres en acudir o qué hacían. Lo único que la huella del tiempo no ha conseguido borrar es ese fotograma, una niña pequeña llorando de pie en la cuna.
Sabiendo lo que ahora sé, algo me dice que no quería estar sola, y que todos nos habríamos ahorrado un montón de noches insomnes si mis padres hubieran hecho caso a su instinto y no al pediatra o al Dr. Spock.
Cuando nació mi hijo, tenía el listón tan sumamente bajo en lo que a sueño se refería que casi di saltos de alegría al descubrir que no tenía que pasarme las noches de pie. Hay que decir que dormía con nosotros, pero por aquel entonces curiosamente no lo relacioné, ni lo consideré una circunstancia digna de mención.
También hay que decir que la maldición no se cumplió, porque mi hijo por lo general no se despertaba excesivamente, su "problema", si así lo queremos llamar, era que podía tardar una eternidad para dormirse.
En cuanto a mi niña, no sé si será como era yo a su edad, pero es posible que haya cierto parecido. Hasta el año y pico se dormía en cinco minutos a lo sumo, pero se despertaba, en media, cada dos horas. Ahora que le falta poco para cumplir los tres me ha regalado alguna que otra noche del tirón, pero lo habitual es que se despierte una o dos veces.
Se vuelve a dormir con la teta, lo cual nos anestesia al instante a las dos y prácticamente ni nos enteramos, pero supongo que de haber aplicado los consejos que el pediatra dio a mi madre, a estas alturas estaría para el arrastre.
Y aún así hay quien se empeña en intentar demostrar lo perjudicial que es pasar la noche lo más decentemente posible en vez de complicarse la vida para forzar la máquina, en tratar de convencernos que es mejor arruinarnos el presente para evitar unas hipotéticas secuelas futuras, en hacernos ver que hay que buscar un término medio cuando en este extremo se está estupendamente.
Pues así de claro, que le den al "todo vale", con lo a gusto que me siento yo en mi rinconcito radical.

viernes, 21 de junio de 2013

La sombra del destete

En realidad era un virus, pero no lo supe hasta hoy.
El lunes pasado, mi niña dejó de pedir y de tomar pecho de manera abrupta e inexplicable. Si le ofrecía, se acercaba a la teta y le hacía mimos, pero a continuación me decía "teti, no" y la volvía a guardar.
No mamó nada por la mañana, ni por la tarde; por la noche lo intentó, pero se desenganchó tras unos segundos. Se despertó llorando en medio de la noche, incapaz de volverse a dormir mamando y también de dormirse de otro modo. Tras un tiempo que me pareció interminable, y mucho sufrimiento por parte de ambas, acabó quedándose dormida con mimos y besos, y cuando lo hizo me quedé a su lado luchando contra las lágrimas.
Por primera vez en casi tres años, me planteé seriamente la posibilidad de que mi hija se destetara y tuve que admitir que no estaba, no estoy preparada para ello.
Las pocas veces que pensé en el destete, me lo imaginé como algo progresivo, una reducción paulatina de tomas hasta eliminarlas por completo, nunca creí que pudiera dejar de mamar sin más de forma tan inesperada y repentina.
Empecé a buscar información sobre destetes y huelgas de lactancia, pero la leía de forma distraída y sin apenas prestar interés, porque más que la teoría, lo que me importaba realmente era saber cómo acabaría lo nuestro.
Fueron momentos muy angustiosos que no pude compartir con nadie: de habérselo contado a mi entorno, probablemente me habrían dicho que ya era hora. Acudí a mi tribu virtual sabiendo que me entenderían, que no me juzgarían, que posiblemente intentarían hacerme ver lo positivo de la situación, pero sin presionarme, acompañándome en mi duelo.
Mi único consuelo habría sido decirme a mí misma que nuestra lactancia había durado todo lo que ella había querido; pero no paraba de darle vueltas a esa coletilla de "hasta que la madre y el niño quieran", me la repetía una y otra vez como si fuera un mantra, hasta llegar a la conclusión de que es prácticamente imposible conseguir un destete de mutuo acuerdo: el destete se suele producir cuando una de las dos partes decide unilateralmente poner fin a la lactancia, y a la otra no le queda más remedio que acatar una decisión impuesta.
Hace mucho que me he prometido a mí misma que no voy a forzar ni a inducir el destete en ningún momento: será mi niña la que decida dar ese paso cuando se sienta preparada para ello. Dejaré que elija cuándo y cómo hacerlo, lo único que espero es que lo haga de forma progresiva, para que me dé tiempo a mentalizarme, a aceptar la nueva realidad.
De momento, lo del lunes ha sido una falsa alarma: la pobre está con mocos y dolor de garganta, creo que no mamaba porque le costaba respirar. La noche del martes, tras unas cuantas vueltas en la cama sin conseguir encontrar una postura cómoda, se enganchó casi por arte de magia y recuperó con creces todo lo que no había mamado durante ese día y el anterior.
Ahora estamos intentando capear los últimos coletazos del virus, así que por lo menos de momento, tras superar el primer gran susto después de la relatación, parece que tengamos teta para rato.

lunes, 3 de junio de 2013

Gotas de amor

Mi amiga Mon está empezando una recopilación de relatos sobre lactancia para su blog, y me ha pedido que participe.
En el pasado escribí largo y tendido sobre mi lactancia, el fracaso con mi hijo mayor, los comienzos duros con mi hija, la relactación, la victoria final (victoria con todas las letras, porque así la siento), así que pensé que estaba todo dicho, pero me equivocaba: todavía quedaba por relatar el día a día, la calma después de la tormenta, el triunfo después de las adversidades. Ad astra per aspera, hasta las estrellas a través de las dificultades: es una frase que me ha reconfortado en muchas etapas de mi vida, hasta convertirse en parte de mí. La llevo tatuada, en el cuerpo y en el alma.

Gotas de amor


Es una noche cualquiera. Tumbada en la cama con mi hija acurrucada contra mi pecho, disfruto por un instante de este momento de paz interior. Está profundamente dormida, hace rato que ha dejado de mamar, pero descansa con la cabeza apoyada en su teti, como suele llamarla, con una manita sujeta a mi escote.

Este instante, tan cotidiano y al mismo tiempo tan especial, forma parte de nuestras vidas desde hace mucho tiempo; sin embargo, si echo la vista atrás recuerdo que hubo un tiempo en el que me habría parecido imposible llegar hasta aquí.

Nuestros comienzos fueron muy duros, empezamos con lactancia diferida, luego mixta, sin parar de peregrinar por consultas de especialistas y grupos de apoyo de vario tipo en búsqueda de una ayuda, una solución.

Hay lactancias que son un camino de rosas, y otras que requieren subir a la cima de una montaña. Hubo una época en que me pregunté qué había hecho para ser castigada con la segunda, pero eso fue hace mucho tiempo: he llegado a la cima de la montaña, pero sobre todo he llegado a quererla, porque es mi montaña, me estuvo esperando durante todo este tiempo aunque no lo supiera, y quizás, si no hubiera tenido que subir, hoy en día no disfrutaría tanto del paisaje.

Ya no hay reivindicación, ni rabia, ya no discuto con nadie que ponga en tela de juicio mi decisión de amamantar ni me torturo por lo que fue o lo que habría podido ser. Ahora sé que mi cuerpo está capacitado para alimentar a mi hija, que mis tetas son perfectas, a pesar de las estrías, porque de ellas brotan gotas de amor.

Cada toma es un momento íntimo, mágico, especial: intercambiamos miradas que expresan lo que las palabras no alcanzan a decir, mientras disfrutamos de la cima de nuestra montaña, del camino que hemos recorrido y del que nos queda por recorrer.
Nada dura para siempre, y algún día ella decidirá ponerle fin; entonces bajaremos de la montaña y al echar la vista atrás intentaré retener las lágrimas mientras la grabo a fuego en mi corazón.

jueves, 30 de mayo de 2013

Redecorando mi vida

Estoy de vuelta, tras un paréntesis más largo de lo que pretendía; durante este tiempo, me he planteado muchas veces volver a escribir y no lo he hecho por varias razones: por falta de tiempo, de inspiración, por cansancio, por encontrarme sumergida en un proyecto del que hablaré a su debido tiempo.
El guiño al viejo anuncio de Ikea se debe a que últimamente ando bastante ocupada porque me he planteado reformar un poco la casa. Las obras no han empezado todavía, y puede que ni siquiera empiecen hasta dentro de un tiempo, pero por ahora estoy contactando con varias empresas y comparando presupuestos.
No es que mi casa se caiga a trozos, pero le hace falta un lavado de cara: las paredes necesitan un repaso después de tantos años de balonazos, "frenadas" con las manos y expresiones artísticas infantiles de vario tipo; la habitación desde la que escribo es muy pequeña y prácticamente solo cabe el escritorio y una estantería, me gustaría ampliarla un poco para añadirle una pequeña zona de estar, con un sofá cama por si alguien se queda a dormir algún día; mi hija también va necesitando un dormitorio en condiciones, no para dormir sola (no tenemos ninguna prisa, ni ella ni nadie) sino para tener su propio espacio; el suelo también se está empezando a levantar, cortesía de la bicicleta, las motos y demás vehículos.
A veces pienso que si nos tocara el gordo de la lotería compraríamos un ático con piscina y nos olvidaríamos de todo; pero luego pienso que incluso en ese caso no me gustaría marcharme de aquí, porque con todos sus defectos, es y seguirá siendo mi casa.
Es una casa bastante grande, quizás más grande de lo que realmente necesitemos; se la compramos en su día a unos señores que la habían recibido en herencia y estaban muy deseosos de deshacerse de ella. No fue precisamente barata, pero el precio que pagamos por ella estaba bastante por debajo de lo que se estilaba en aquellos tiempos.
La decoración es algo que siempre me ha gustado, desde la primera vez que cayó en mis manos, por casualidad, una revista de ese tipo: me quedé embelesada mirando fotos de mansiones que nunca me podré permitir, cocinas del tamaño de mi salón y luz que entra a raudales hasta por la ventana del baño. Hasta la fecha, sigo asombrándome ante el atino que demuestran algunos a la hora de encontrar textiles que combinan perfectamente con la alfombra y la vajilla.
En realidad, mi casa dista bastante de ser una casa de revista; en su momento, se convirtió en una casa a medida de bebé. Ahora, ya no necesito tapar enchufes ni forrar esquinas, porque ya superamos esa etapa, pero mi salón sigue siendo de estilo minimalista-barroco: minimalista en la parte inferior, porque escasean los adornos que se puedan romper y los muebles con los que se pueda tropezar, y barroco en la parte superior, en cuyos estantes se amontona todo lo que quité de abajo.
Admito que además de la necesidad objetiva de ofrecer una vivienda presentable a la vista de los invitados, está mi propio deseo de que mi casa cambie conmigo. Sigo evolucionando y transformándome, cada vez me siento peor por fuera pero mejor por dentro, y puede que necesite que mi hogar se vuelva a convertir en reflejo de mí.
A mi niño le encantan la ciencia ficción, el espacio, la astronomía y la saga de Star Wars: me gustaría sorprenderle con una habitación espacial, ponerle una cenefa de papel pintado que reproduzca el universo, o pintarle un mural que simule el espacio.
Mi niña todavía no tiene gustos claros; en cuanto a mí, me gustaría que tuviera una habitación bonita y acogedora sin caer en la tentación de abusar del rosa y llenarlo todo de motivos princesiles, más empalagosos que el algodón de azúcar.
El pasillo es lo que tengo más claro: un buen empapelado lavable y resistente que aguante carros y carretas en la parte inferior y pintura plástica de la buena en la superior.
Mañana tengo la última visita para medir y mirar; después seguiré esperando los presupuestos, que van llegándome con desesperante lentitud y tras compararlos iremos decidiendo.
Hay más cosas, más temas y más novedades, que iré contando en las próximas entradas. Esta vez no volveré a tardar tanto: no sé si habéis echado de menos mi blog, pero yo sí, y me alegro de estar de vuelta.