lunes, 2 de septiembre de 2013

Con otros ojos

He encontrado esta joyita en Facebook, cortesía de uno de mis contactos:

Si os han enseñado a saludar al entrar,
si os han enseñado a tratar de usted a los adultos como forma de respeto,
si os han dicho que en los autobuses hay que ceder el sitio a las embarazadas y a las personas mayores,
si os han enseñado que hay que respetar los bienes comunes igual que los propios,
si os han enseñado que la honradez es una virtud y no un defecto,
si os han enseñado que el respeto que se muestra es respeto que se gana,
si os habéis criado con comida casera,
si habéis jugado en la calle durante horas,
si no teníais ropa de marca,
si vuestra casa no era a prueba de niño,
si os castigaban cuando os portabais mal,
si os han dado un azote de vez en cuando,
si teníais un televisor en blanco y negro y teníais que levantaros para cambiar de canal,
si las tiendas cerraban los domingos,
si habéis bebido agua del grifo,
si no hablabais inglés con 6 años y no teníais móvil con 9 pero sabíais lo que significaba ser educados,
¡compartid en vuestro muro y demostrad que habéis sobrevivido!

Técnicamente, puedo suscribirlo: me identifico con muchas cosas, he tenido una infancia así, me han enseñado todo eso, o por lo menos lo han intentado.
Mi primera impresión ha sido de rechazo, me ha molestado el tono autocomplaciente, la admiración no tan encubierta hacia una forma de crianza que ha causado bastante daño, el tufillo rancio que desprende la mal disimulada crítica hacia los jóvenes de hoy.
Por un momento, pensé en compartirlo en mi muro acompañado de un comentario irónico, he sobrevivido y casi no me han quedado secuelas, pero no sé si se habría captado la intención; con lo cual, me ha parecido mejor opción dedicarme a despellejar el texto en mi rinconcito virtual.
Lo he vuelto a leer con más atención y con cierta incredulidad, ya que la persona que lo ha compartido es de mi misma edad, por tanto esta perlita va dirigida a los de nuestra quinta.
Tengo que admitir que hasta agradezco este reconocimiento tardío, pues a estas alturas acabo de enterarme de que pertenezco a una generación de niños educados y respetuosos: no sé si el autor lo recordará, pero cuando éramos niños la opinión que los adultos tenían de nosotros era bien distinta, por aquel entonces nos consideraban una panda de mocosos malcriados, ruidosos y desagradecidos, hijos de unos padres blandengues y permisivos incapaces de imponernos una mínima disciplina.
Creo que el primer texto en el que se recoge una queja sobre los jóvenes que no respetan la autoridad se atribuye a Aristóteles: por desgracia, la falta de empatía y la incomprensión generacional perduran en el tiempo; lo que quizás me ha impactado ha sido descubrir que personas de mi edad opinan igual que lo hacían nuestros abuelos, y eso me hace sentirme terriblemente vieja.
No voy a entrar en el juego, no voy a achacar todos los males del mundo moderno a la falta de disciplina. Me sorprende la seguridad con la que el autor del texto habla de educación y respeto, como si fuéramos un dechado de virtud gracias a la mano dura.

Imagen: www.freedigitalphotos.net
Pues no, no lo somos, nos enseñaron a respetar a los que eran mayores que nosotros pero hoy en día no somos educados ni respetuosos en la forma de dirigirnos a la compañía de seguros, al panadero o al televendedor que nos ofrece algo que no necesitamos; nos han enseñado a ceder el asiento a los mayores y ahora no nos levantamos ni a tiros, esperando que lo haga alguien en nuestro lugar; nos han hablado de honestidad y honradez y solo hay que echar un vistazo a nuestro alrededor, desde la clase política hasta el simpático fontanero que sugiere no hacernos factura para ver lo hondo que ha calado el mensaje.
Será que las lecciones que perduran son las que se aprenden con amor y no con miedo.
Hemos crecido, hemos soñado con cambiar el mundo y hemos caído en el mismo error que ya cometieron nuestros padres, y sus padres antes que ellos, y así sucesivamente hasta formar una cadena infinita: preferimos no pensar que los niños y los jóvenes de hoy son un reflejo nuestro, es más tranquilizador aferrarnos a un pasado que nunca existió realmente, en vez de enfrentarnos a nuestras propias limitaciones.
Dentro de lo malo, a pesar del autoritarismo y de la rigidez con la que muchos fuimos educados, hay que decir que contábamos con una ventaja que los niños de hoy en día no tienen: a nosotros nos dejaron ser niños.
No necesitábamos ir a un restaurante con la consola o el DVD portátil, porque no existían, pero sobre todo porque no nos obligaban a aguantar una sobremesa interminable sin hacer ruido.
Podíamos pasarnos la tarde jugando porque no teníamos jornadas maratonianas ni nos asfixiaban con un sinfín de actividades extraescolares.
Si alguien llegaba al parque con un balón de fútbol los padres hacían de espectadores, o como mucho de árbitros, y disfrutaban viendo el partido en vez de enseñarnos las mejores tácticas para marcar más goles que el equipo contrario.
Nos enseñaban a jugar con nuestros amigos, no contra ellos, y si nos enfadábamos por perder nos recordaban que lo importante es participar en vez de apuntarnos a clases para mejorar nuestra técnica.
Nos dejaban jugar como nos daba la gana, sin instrucciones, ni normas ni intervenciones constantes.
No tuvimos las llaves de casa hasta la adolescencia porque cuando llegábamos del colegio siempre había alguien esperándonos.
Nos podíamos ir de vacaciones durante un mes entero, incluso sin ser ricos y si en casa entraba un solo sueldo.
Si nuestros padres se iban de viaje nos llevaban con ellos, porque por aquel entonces no se consideraba prioritario seguir haciendo vida de pareja.
Podíamos vivir, en vez de observar la vida a través de los barrotes de una jaula dorada.
Quizás deberíamos dejar de imponer límites y empezar a transmitir valores, deberíamos mirar a nuestros hijos y preguntarles qué necesitan en vez de tratar de darles lo que a nosotros nos ha faltado, a la vez que les quitamos su esencia y su libertad.
Sobre todo, deberíamos recordar que nosotros también hemos sido niños, en su día faltábamos el respeto a nuestros mayores, nos negábamos a ducharnos durante días, pasábamos fines de semana enteros viendo la tele en vez de hacer los deberes, nos manchábamos y ensuciábamos a más no poder, nos reíamos a carcajadas cuando debíamos guardar la compostura, nos aburríamos, desobedecíamos de mil maneras, veíamos dibujos violentos y nada educativos, mentíamos, pensábamos que los adultos eran una especie aparte, unos seres insufribles, incapaces de entendernos y de ponerse en nuestro lugar, y decidimos no ser como ellos cuando nos llegara el momento.
Empecemos por fin a mirar la infancia con otros ojos.

viernes, 30 de agosto de 2013

La madre que soy, la niña que fui

Regreso nuevamente después de otra larga ausencia; de momento, estoy todavía acostumbrándome a la vida cotidiana después de casi un mes de playa.
Este año nos ha acompañado mi padre durante unos días: por primera vez ha podido jugar con sus nietos en un entorno distinto al habitual, y mis niños han tenido la oportunidad de divertirse con su abuelo durante días enteros.
A pesar de los achaques y los problemas de salud, mi padre no ha tenido reparo a la hora de hacer castillos de arena o de nadar en la piscina con ellos; en cuanto a mí, verle tan conectado, tan relajado con sus nietos me ha provocado una extraña dicotomía: la madre que soy se alegra de ver cómo quiere a mis hijos, pero la niña que fui, y que todavía dormita en algún lugar de mi mente lo ve de forma más confusa.
Ante todo, quiero dejar claro que no he tenido una infancia especialmente desgraciada o traumática; a mis ojos, éramos una familia normal, increíblemente envidiables en algunos aspectos y terriblemente disfuncionales en otros. A ojos de la corriente mayoritaria, la educación que yo recibí es considerada hasta la fecha un ejemplo de sensatez y de sentido común: cariño y diálogo en los buenos momentos, control, disciplina, autoritarismo y alguna que otra bofetada en los malos.
Mis padres me han querido con locura y creo sinceramente que han hecho lo que creían mejor; por desgracia, me temo que en ocasiones se dejaron llevar por el miedo a que me torciera o saliera mal, como si mi personalidad y mi forma de ser fueran el resultado de la educación recibida, y no supieron, o no se atrevieron a reaccionar ante los desafío de otra manera que no fuera con mano dura.
Son historias viejas de años, y aún así me han marcado profundamente. Hace no mucho estaba en el supermercado con mi padre y mi hija, ayudando a mi padre a guardar la compra; por un despiste, se me escapó de las manos un bote de tomate frito que se estrelló contra el suelo. No sé qué me pasó, por qué se me cruzaron los cables de esa manera, pero me sorprendí oyéndome decir una y otra vez, como si fuera un mantra, lo siento, no quería hacerlo, no volveré a hacerlo, no volverá a pasar.
Mi relación con mi padre es buena, pero a veces nos topamos con un enredón de palabras no dichas y disculpas no formuladas. Durante estas vacaciones, la madre que soy respiró aliviada al verle observar una rabieta de mi niña con cariño y paciencia, mientras la niña que fui recordaba las veces que había llorado lágrimas amargas, sintiéndose ignorada y humillada en la soledad de su habitación.
Una mancha en el mantel ahora es simplemente eso, una mancha en el mantel, una ínfima molestia que dejará de serlo después de la próxima colada: ya no es una tragedia de proporciones apocalípticas, pero la niña que fui no entiende que algo que ahora tiene tan poca importancia pareciera un asunto de estado.
Crecí pensando que era mala, me convertí en una adolescente rebelde, indomable y con tendencias autodestructivas, conocí a mi marido y senté cabeza, y cuando me convertí en madre descubrí que había sido una niña perfectamente normal.
La niña que fui sigue esperando una rectificación, no exactamente una disculpa, pero una admisión de que algunas cosas se habrían podido hacer de otra manera. La niña que fui recuerda lo que era y añora lo que pudo ser. A veces odio a esa niña, me amarga más de un rato agradable; en otras ocasiones, trato de comprenderla como nadie la comprendió jamás, intento hallar la llave de su corazón para que deje atrás el rencor y el dolor, para que por fin pueda volar libre.

sábado, 29 de junio de 2013

Que le den al "todo vale"

El 29 de junio se celebra el Día mundial del sueño feliz, y lo voy a celebrar con una entrada dedicada al sueño infantil.
Es un tema que parece estar de moda, dada la cantidad de autoproclamados gurús y expertos que van surgiendo por doquier, cada uno con sus teorías, opiniones o evidencias.
Creo que cualquiera que haya leído un par de entradas de este blog habrá entendido que le tengo declarada la guerra al método Estivill y afines; me parece que es un tema actual, de hecho, cada vez que he escrito unas líneas dándole caña al "metodito" las lecturas han subido como la espuma. Sin embargo, en esta ocasión no voy a hablar de esa corriente, sino de otra, puede que más sutil pero igual de dañina.
No sé si tiene nombre oficial, al desconocerlo la he bautizado el "todo vale". Sus adalides no se deciden por ninguna postura definida, van dando bandazos de un lado a otro con el objetivo de caer bien a todo el mundo, de captar el mayor número posible de seguidores o clientes con independencia de su forma de pensar.
A efectos prácticos se suele traducir en un cúmulo de disparates, como por ejemplo dar por hecho que todos los padres quieren lo mejor para sus hijos, y por tanto es igual de respetable dejarles llorar que atenderles; que el sueño es un proceso evolutivo, pero el bebé tiene que adquirir una serie de hábitos para dormir de forma correcta; que cada niño es distinto y lo que funciona con uno no funcionará con otro, pero hay que acostarles en la cuna despiertos para que se duerman solos y así sucesivamente.
Admito que nunca me han gustado las medias tintas, pero haciéndome un poco de terapia tengo que confesar que tengo tanta manía a este afán de quedar bien y de darlo todo por bueno porque en mi infancia fui una víctima del "todo vale".
Mi madre decía que dormí mi primera noche del tirón a los tres años y medio. Según las circunstancias y el humor del momento, este suceso se convertía en una simpática anécdota a compartir durante la sobremesa de una comida familiar (ahora os vais a reír un rato con esto), un velado reproche (fíjate lo mal que lo pasé) o directamente una maldición encubierta (ya verás como te toque uno igual).
Entre el pediatra que les decía que no debían dejarme llorar pero tenían que sacarme de su habitación lo antes posible, el libro del Dr. Spock que consideraba el colecho una perversión sexual y los consejos agoreros de amigos y vecinos, a mis padres les tuvo que costar horrores capear el temporal durante esos tres años y medio.
Para tener a todos contentos, me acostaban despierta en mi cuna y en mi habitación, y si me despertaba mi madre acudía a calmarme, sin sacarme de la cuna y por supuesto sin llevarme a su cama, si yo me negaba a dormir ella tampoco dormía.
Me contó que le pidió al pediatra que me diera algún medicamento para dormir (tengo entendido que en aquellos años no se andaban con chiquitas, recetaban tranquilizantes para adultos en dosis reducidas) y el médico dijo que ni hablar, que eso podía ser muy peligroso y no iba a poner en riesgo mi salud; visto así, se lo agradezco, pero a decir verdad, tampoco aportó ninguna idea más allá de tener paciencia.
De aquella época me han quedado algunos flashbacks, con el tiempo he llegado a dudar de si se trata de recuerdos reales o si de algún modo los he implantado en mi memoria al empezar a bucear más profundamente en el mundo del sueño infantil. Sea como sea, me veo a mí misma de pie en esa cuna, agarrada a los barrotes, llorando a pleno pulmón mientras unas sombras amenazadoras se ciernen sobre mí. No recuerdo nada más, no sé cuánto tiempo tardaban mis padres en acudir o qué hacían. Lo único que la huella del tiempo no ha conseguido borrar es ese fotograma, una niña pequeña llorando de pie en la cuna.
Sabiendo lo que ahora sé, algo me dice que no quería estar sola, y que todos nos habríamos ahorrado un montón de noches insomnes si mis padres hubieran hecho caso a su instinto y no al pediatra o al Dr. Spock.
Cuando nació mi hijo, tenía el listón tan sumamente bajo en lo que a sueño se refería que casi di saltos de alegría al descubrir que no tenía que pasarme las noches de pie. Hay que decir que dormía con nosotros, pero por aquel entonces curiosamente no lo relacioné, ni lo consideré una circunstancia digna de mención.
También hay que decir que la maldición no se cumplió, porque mi hijo por lo general no se despertaba excesivamente, su "problema", si así lo queremos llamar, era que podía tardar una eternidad para dormirse.
En cuanto a mi niña, no sé si será como era yo a su edad, pero es posible que haya cierto parecido. Hasta el año y pico se dormía en cinco minutos a lo sumo, pero se despertaba, en media, cada dos horas. Ahora que le falta poco para cumplir los tres me ha regalado alguna que otra noche del tirón, pero lo habitual es que se despierte una o dos veces.
Se vuelve a dormir con la teta, lo cual nos anestesia al instante a las dos y prácticamente ni nos enteramos, pero supongo que de haber aplicado los consejos que el pediatra dio a mi madre, a estas alturas estaría para el arrastre.
Y aún así hay quien se empeña en intentar demostrar lo perjudicial que es pasar la noche lo más decentemente posible en vez de complicarse la vida para forzar la máquina, en tratar de convencernos que es mejor arruinarnos el presente para evitar unas hipotéticas secuelas futuras, en hacernos ver que hay que buscar un término medio cuando en este extremo se está estupendamente.
Pues así de claro, que le den al "todo vale", con lo a gusto que me siento yo en mi rinconcito radical.

viernes, 21 de junio de 2013

La sombra del destete

En realidad era un virus, pero no lo supe hasta hoy.
El lunes pasado, mi niña dejó de pedir y de tomar pecho de manera abrupta e inexplicable. Si le ofrecía, se acercaba a la teta y le hacía mimos, pero a continuación me decía "teti, no" y la volvía a guardar.
No mamó nada por la mañana, ni por la tarde; por la noche lo intentó, pero se desenganchó tras unos segundos. Se despertó llorando en medio de la noche, incapaz de volverse a dormir mamando y también de dormirse de otro modo. Tras un tiempo que me pareció interminable, y mucho sufrimiento por parte de ambas, acabó quedándose dormida con mimos y besos, y cuando lo hizo me quedé a su lado luchando contra las lágrimas.
Por primera vez en casi tres años, me planteé seriamente la posibilidad de que mi hija se destetara y tuve que admitir que no estaba, no estoy preparada para ello.
Las pocas veces que pensé en el destete, me lo imaginé como algo progresivo, una reducción paulatina de tomas hasta eliminarlas por completo, nunca creí que pudiera dejar de mamar sin más de forma tan inesperada y repentina.
Empecé a buscar información sobre destetes y huelgas de lactancia, pero la leía de forma distraída y sin apenas prestar interés, porque más que la teoría, lo que me importaba realmente era saber cómo acabaría lo nuestro.
Fueron momentos muy angustiosos que no pude compartir con nadie: de habérselo contado a mi entorno, probablemente me habrían dicho que ya era hora. Acudí a mi tribu virtual sabiendo que me entenderían, que no me juzgarían, que posiblemente intentarían hacerme ver lo positivo de la situación, pero sin presionarme, acompañándome en mi duelo.
Mi único consuelo habría sido decirme a mí misma que nuestra lactancia había durado todo lo que ella había querido; pero no paraba de darle vueltas a esa coletilla de "hasta que la madre y el niño quieran", me la repetía una y otra vez como si fuera un mantra, hasta llegar a la conclusión de que es prácticamente imposible conseguir un destete de mutuo acuerdo: el destete se suele producir cuando una de las dos partes decide unilateralmente poner fin a la lactancia, y a la otra no le queda más remedio que acatar una decisión impuesta.
Hace mucho que me he prometido a mí misma que no voy a forzar ni a inducir el destete en ningún momento: será mi niña la que decida dar ese paso cuando se sienta preparada para ello. Dejaré que elija cuándo y cómo hacerlo, lo único que espero es que lo haga de forma progresiva, para que me dé tiempo a mentalizarme, a aceptar la nueva realidad.
De momento, lo del lunes ha sido una falsa alarma: la pobre está con mocos y dolor de garganta, creo que no mamaba porque le costaba respirar. La noche del martes, tras unas cuantas vueltas en la cama sin conseguir encontrar una postura cómoda, se enganchó casi por arte de magia y recuperó con creces todo lo que no había mamado durante ese día y el anterior.
Ahora estamos intentando capear los últimos coletazos del virus, así que por lo menos de momento, tras superar el primer gran susto después de la relatación, parece que tengamos teta para rato.

lunes, 3 de junio de 2013

Gotas de amor

Mi amiga Mon está empezando una recopilación de relatos sobre lactancia para su blog, y me ha pedido que participe.
En el pasado escribí largo y tendido sobre mi lactancia, el fracaso con mi hijo mayor, los comienzos duros con mi hija, la relactación, la victoria final (victoria con todas las letras, porque así la siento), así que pensé que estaba todo dicho, pero me equivocaba: todavía quedaba por relatar el día a día, la calma después de la tormenta, el triunfo después de las adversidades. Ad astra per aspera, hasta las estrellas a través de las dificultades: es una frase que me ha reconfortado en muchas etapas de mi vida, hasta convertirse en parte de mí. La llevo tatuada, en el cuerpo y en el alma.

Gotas de amor


Es una noche cualquiera. Tumbada en la cama con mi hija acurrucada contra mi pecho, disfruto por un instante de este momento de paz interior. Está profundamente dormida, hace rato que ha dejado de mamar, pero descansa con la cabeza apoyada en su teti, como suele llamarla, con una manita sujeta a mi escote.

Este instante, tan cotidiano y al mismo tiempo tan especial, forma parte de nuestras vidas desde hace mucho tiempo; sin embargo, si echo la vista atrás recuerdo que hubo un tiempo en el que me habría parecido imposible llegar hasta aquí.

Nuestros comienzos fueron muy duros, empezamos con lactancia diferida, luego mixta, sin parar de peregrinar por consultas de especialistas y grupos de apoyo de vario tipo en búsqueda de una ayuda, una solución.

Hay lactancias que son un camino de rosas, y otras que requieren subir a la cima de una montaña. Hubo una época en que me pregunté qué había hecho para ser castigada con la segunda, pero eso fue hace mucho tiempo: he llegado a la cima de la montaña, pero sobre todo he llegado a quererla, porque es mi montaña, me estuvo esperando durante todo este tiempo aunque no lo supiera, y quizás, si no hubiera tenido que subir, hoy en día no disfrutaría tanto del paisaje.

Ya no hay reivindicación, ni rabia, ya no discuto con nadie que ponga en tela de juicio mi decisión de amamantar ni me torturo por lo que fue o lo que habría podido ser. Ahora sé que mi cuerpo está capacitado para alimentar a mi hija, que mis tetas son perfectas, a pesar de las estrías, porque de ellas brotan gotas de amor.

Cada toma es un momento íntimo, mágico, especial: intercambiamos miradas que expresan lo que las palabras no alcanzan a decir, mientras disfrutamos de la cima de nuestra montaña, del camino que hemos recorrido y del que nos queda por recorrer.
Nada dura para siempre, y algún día ella decidirá ponerle fin; entonces bajaremos de la montaña y al echar la vista atrás intentaré retener las lágrimas mientras la grabo a fuego en mi corazón.

jueves, 30 de mayo de 2013

Redecorando mi vida

Estoy de vuelta, tras un paréntesis más largo de lo que pretendía; durante este tiempo, me he planteado muchas veces volver a escribir y no lo he hecho por varias razones: por falta de tiempo, de inspiración, por cansancio, por encontrarme sumergida en un proyecto del que hablaré a su debido tiempo.
El guiño al viejo anuncio de Ikea se debe a que últimamente ando bastante ocupada porque me he planteado reformar un poco la casa. Las obras no han empezado todavía, y puede que ni siquiera empiecen hasta dentro de un tiempo, pero por ahora estoy contactando con varias empresas y comparando presupuestos.
No es que mi casa se caiga a trozos, pero le hace falta un lavado de cara: las paredes necesitan un repaso después de tantos años de balonazos, "frenadas" con las manos y expresiones artísticas infantiles de vario tipo; la habitación desde la que escribo es muy pequeña y prácticamente solo cabe el escritorio y una estantería, me gustaría ampliarla un poco para añadirle una pequeña zona de estar, con un sofá cama por si alguien se queda a dormir algún día; mi hija también va necesitando un dormitorio en condiciones, no para dormir sola (no tenemos ninguna prisa, ni ella ni nadie) sino para tener su propio espacio; el suelo también se está empezando a levantar, cortesía de la bicicleta, las motos y demás vehículos.
A veces pienso que si nos tocara el gordo de la lotería compraríamos un ático con piscina y nos olvidaríamos de todo; pero luego pienso que incluso en ese caso no me gustaría marcharme de aquí, porque con todos sus defectos, es y seguirá siendo mi casa.
Es una casa bastante grande, quizás más grande de lo que realmente necesitemos; se la compramos en su día a unos señores que la habían recibido en herencia y estaban muy deseosos de deshacerse de ella. No fue precisamente barata, pero el precio que pagamos por ella estaba bastante por debajo de lo que se estilaba en aquellos tiempos.
La decoración es algo que siempre me ha gustado, desde la primera vez que cayó en mis manos, por casualidad, una revista de ese tipo: me quedé embelesada mirando fotos de mansiones que nunca me podré permitir, cocinas del tamaño de mi salón y luz que entra a raudales hasta por la ventana del baño. Hasta la fecha, sigo asombrándome ante el atino que demuestran algunos a la hora de encontrar textiles que combinan perfectamente con la alfombra y la vajilla.
En realidad, mi casa dista bastante de ser una casa de revista; en su momento, se convirtió en una casa a medida de bebé. Ahora, ya no necesito tapar enchufes ni forrar esquinas, porque ya superamos esa etapa, pero mi salón sigue siendo de estilo minimalista-barroco: minimalista en la parte inferior, porque escasean los adornos que se puedan romper y los muebles con los que se pueda tropezar, y barroco en la parte superior, en cuyos estantes se amontona todo lo que quité de abajo.
Admito que además de la necesidad objetiva de ofrecer una vivienda presentable a la vista de los invitados, está mi propio deseo de que mi casa cambie conmigo. Sigo evolucionando y transformándome, cada vez me siento peor por fuera pero mejor por dentro, y puede que necesite que mi hogar se vuelva a convertir en reflejo de mí.
A mi niño le encantan la ciencia ficción, el espacio, la astronomía y la saga de Star Wars: me gustaría sorprenderle con una habitación espacial, ponerle una cenefa de papel pintado que reproduzca el universo, o pintarle un mural que simule el espacio.
Mi niña todavía no tiene gustos claros; en cuanto a mí, me gustaría que tuviera una habitación bonita y acogedora sin caer en la tentación de abusar del rosa y llenarlo todo de motivos princesiles, más empalagosos que el algodón de azúcar.
El pasillo es lo que tengo más claro: un buen empapelado lavable y resistente que aguante carros y carretas en la parte inferior y pintura plástica de la buena en la superior.
Mañana tengo la última visita para medir y mirar; después seguiré esperando los presupuestos, que van llegándome con desesperante lentitud y tras compararlos iremos decidiendo.
Hay más cosas, más temas y más novedades, que iré contando en las próximas entradas. Esta vez no volveré a tardar tanto: no sé si habéis echado de menos mi blog, pero yo sí, y me alegro de estar de vuelta.

viernes, 12 de abril de 2013

Desmontando al juez Calatayud

Recientemente ha llegado a mi facebook un "decálogo", supuestamente escrito por el juez de menores Emilio Calatayud, en el que se recomiendan los pasos a seguir para convertir a tu hijo en un delincuente juvenil.
No pretendo analizar ni criticar su labor como juez, sin embargo creo que este señor (al igual que muchos otros que se convierten en personajes mediáticos) ha cometido el error de difundir sus opiniones e idiosincrasias personales disfrazándolas de consejos de experto, amén de que una persona que afirma públicamente que confundir un cachete con maltrato es una tontería está incitando públicamente a cometer un delito, ni más ni menos que si un economista dijera que es una tontería confundir la sustracción de una cartera con un robo.
No soy experta en leyes, ni psicóloga, pero en mi opinión, la práctica totalidad de los menores delincuentes tiene que haber sufrido algún tipo de abuso o carencia en su infancia: obviamente, no se trata de utilizar este argumento para justificar las conductas delictivas, pero el primer paso para erradicarlas debería ser tratar de entender por qué se producen, y corregir los factores que las han hecho posibles.
Supongo que esta teoría no vende, o por lo menos el juez Calatayud prefiere aportar un enfoque - a mi juicio - más demagógico y simplón.
A continuación os detallo el famoso decálogo: en cursiva, los consejos del insigne juez, seguidos por mis propias opiniones, lógicamente igual de rebatibles que las de cualquiera.
Imagen: Gavel, de Salvatore Vuono
www.freedigitalphotos.net
1. Comience desde la infancia dando a su hijo todo lo que pida. Así crecerá convencido de queel mundo entero le pertenece.
Si por "darle todo lo que pida" entendemos sobrecargar al niño de caprichos materiales, estoy de acuerdo: el materialismo desenfrenado me parece peligroso. Más peligroso aún me parece comprarle un juguete a un niño para suplir la falta de tiempo, o de ganas. Un niño pequeño no suele desear cosas materiales, lo que desea es cariño, atención, dedicación y tiempo: si no los recibe, es posible que con el tiempo intente compensar esa carencia acumulando pertenencias de forma casi compulsiva. El error es que tendemos a pensar que esos niños han sido excesivamente mimados y que su problema es que nunca se les ha negado nada, cuando en realidad se trata de todo lo contrario.
Cuando yo era niña, mi padre tenía dos trabajos, uno de lunes a viernes y otro de fines de semana y festivos. No culpo a mi padre por hacerlo, ni a mi madre por permitirlo, pues intentaron de buena fe darme lo que les había faltado en su infancia; de lo que sí les culpo es de no haberme escuchado. He perdido la cuenta de las veces que tuve que oír que gracias a ese segundo trabajo mis padres podían pagar mi ortodoncia, las clases de inglés o el viaje anual; del mismo modo que he perdido la cuenta de las veces que les contesté que habría renunciado encantada a todos esos lujos a cambio de poder contar con la presencia de mi padre en la comida de Navidad o en la función del colegio. Incluso acabé por hacer lo que suelen hacer los niños en ese tipo de situación, es decir, romper mi hucha y llevarle a mi padre el puñado de moneditas que había conseguido ahorrar para que se las quedara y me ofreciera a cambio su tiempo; huelga decir que no sirvió de nada.
Mi padre acabó dejando el segundo trabajo cuando yo tenía 14 años, demasiado tarde para disfrutar de una sesión de mimos los fines de semana, una guerra de cosquillas o una simple tarde en el parque.
Los juguetes, los regalos, los caprichos pueden esperar; por desgracia, el tiempo perdido no volverá nunca.

2. Reídle todas sus groserías, tonterías y salidas de tono: así crecerá convencido de que es muy gracioso y no entenderá cuando en el colegio le llamen la atención por los mismos hechos.
Las groserías, tonterías y salidas de tono no suelen ser comportamientos innatos; quiero pensar que si un niño ha adquirido esas costumbres en edad preescolar, será porque las ha visto y oído en algún sitio, presumiblemente en casa, en boca de sus padres o de quienes se encargan de educarle. Sería más lógico decir que los niños suelen aprender de lo que ven, y alertar a continuación a los adultos a intentar cuidar, en la medida de lo posible, sus formas y su lenguaje; pero parece que el juez Calatayud considera más efectivo reñir o castigar a un niño por hacer lo mismo que otros hacen a su alrededor.

3. No le déis ninguna formación espiritual: ¡ya la escogerá él cuando sea mayor!
Por lo que he podido leer, D. Emilio Calatayud es una persona de profundas convicciones religiosas, y posiblemente ha elegido la palabra "espiritual" por considerarla políticamente más correcta y aceptada por un público más amplio que si hubiera dicho "católica". A mi entender, viene a significar lo mismo, por lo menos si nos regimos por lo que declara en las entrevistas (a saber, que los valores de la religión católica son "muy buenos", que si la Iglesia - entendida como institución - ha logrado sobrevivir durante 20 siglos "por algo será" y que le preocupa el laicismo imperante en la sociedad contemporánea).
Para añadirle un toque de humor, supongo que su defensa del cachete será el equivalente terrenal de la recomendación evangélica de ofrecer la otra mejilla.
Ahora en serio, y sin ánimos de ofender las creencias de quiénes me puedan estar leyendo, no entiendo qué problema hay en cuestionar las cosas: al contrario, a mí me parece una actitud sana, señal de pensamiento crítico.
Si yo le digo a mis hijos que yo creo en tal cosa, y que ellos tienen que creer en lo mismo porque es la única manera correcta de ver la vida, me temo que no les estoy formando espiritualmente, más bien les estaré adoctrinando. Cuando una dictadura (ya sea de corte político o religioso) adopta una única línea de pensamiento nos parece un intolerable atropello de los derechos humanos; en cambio, si los afectados son niños, es un bonito ejemplo de "formación espiritual".

4. Nunca le digáis que lo que hace está mal: podría adquirir complejos de culpabilidad y vivir frustrado; primero creerá que le tienen manía y más tarde se convencerá de que la culpa es de la sociedad.
En realidad, con este punto estoy de acuerdo en parte. Educar implica necesariamente corregir las conductas inadecuadas; sin embargo, el tema de la frustración me chirría bastante, porque suele conllevar la idea de que es buenísimo que los niños aprendan a tolerar la frustración, y por tanto debemos propiciar esas ocasiones, imponiéndoles límites caprichosos, absurdos y arbitrarios.

5. Recoged todo lo que vaya dejando tirado: así crecerá pensando que todo el mundo está a su servicio; su madre la primera.
Es más probable que un niño aprenda a ser ordenado si sus padres también lo son; exigirle que su habitación esté impecablemente recogida cuando la nuestra es todo lo contrario se me antoja un poco incongruente.

6. Dejadle ver y leer todo: limpiad con detergente, que desinfecta, la vajilla en la que come, pero dejad que su espíritu se recree con cualquier porquería. Pronto dejará de tener criterio recto.
Sinceramente, esta frase me produce urticaria, me ha recordado la novela 1984 de George Orwell.
He sufrido un exceso de autoridad durante mi infancia, y más adelante las secuelas del mismo, y aún así puedo decir que mis padres nunca jamás censuraron lo que veía y leía. Es una actitud bastante contraproducente, pues la mejor manera de tener un "criterio recto" es comprobando que existen muchas formas de pensar, y quedarnos con lo bueno que pueda haber en cada una de ellas a la vez que deshechamos lo malo.
He sido lectora empedernida durante mi infancia y mi adolescencia, y en mis manos ha caído absolutamente de todo, desde el Mein Kampf de Hitler hasta el mismísimo Kama Sutra (dicho sea de paso, nunca he sido neonazi a pesar de que semejante lectura podía haberme alejado de la rectitud moral; en cuanto al Kama Sutra, os diré que las famosas posturas ocupan un par de páginas a lo sumo, por lo demás se le puede considerar un manual de buenos modales). Si nos imponen "desde arriba" nuestras lecturas y aficiones, nos prohíben lo normal, es probable que caigamos en la anormalidad.

7. Padre y madre discutid delante de él: así se irá acostumbrando, y cuando la familia esté ya destrozada lo encontrará de lo más normal, no se dará ni cuenta.
Si bien no me parece acertado recurrir a la agresividad verbal delante de los niños (ni detrás), considero que la familia somos todos, y una discusión constructiva y pacífica no tiene por qué llevar al destrozo.
Un matrimonio puede fracasar por las razones más variadas, y creo que un niño ya tiene bastante con intentar superar la separación de sus padres como para culparle por su forma de ver la situación.

8. Dadle todo el dinero que quiera: así crecerá pensando que para disponer de dinero no hace falta trabajar, basta con pedir.
Dados los tiempos que corren, para muchos padres será materialmente imposible darles a sus hijos todo el dinero que quiera.

9. Que todos sus deseos estén satisfechos al instante: comer, beber, divertirse,…¡de otro modo podría acabar siendo un frustrado!
Pues yo cuando tengo sed voy a por agua; cuando tengo hambre, pico algo aunque no sea la hora establecida. Pero yo soy mayor de edad, si no lo fuera, habría que emplear un doble rasero.

10. Dadle siempre la razón: son los profesores, la gente, las leyes… quiénes la tienen tomada con él.
Otra frase que se las trae... No se trata de dar la razón ni de quitarla, sino de analizar la situación de forma objetiva. Si el día de mañana uno de mis hijos tiene un conflicto con un adulto y considero que no tiene razón, así se lo haré saber a todas las partes implicadas: opino que lo importante no es no equivocarse sino ser capaces de recapacitar y rectificar cuando eso ocurre. Lo que no voy a hacer es quedarme callada ante una injusticia por miedo a "desautorizar" al adulto de turno, concepto que por desgracia está muy de moda.
Un niño acostumbrado a ser regañado cada vez que le lleva la contraria a un adulto acabará por perder la confianza en sus progenitores y no acudirá a ellos ni siquiera en casos graves, como puede ser por ejemplo un abuso sexual, porque pensará de entrada que sus padres no le defenderán. Puede parecer descabellado pero os aseguro que no me lo invento.

“Y cuando su hijo sea ya un delincuente, proclamad que nunca pudisteis hacer nada por él”.
Sin comentarios.