miércoles, 20 de mayo de 2015

Consejos para dormir a un bebé


La imagen que aparece a la izquierda de este texto forma parte de una serie de "recomendaciones" que un centro de salud entrega a las mamás que acuden con sus bebés a la revisión de los 4 meses. No es mía, ha llegado a mí a través de las redes sociales.
Hay tantas cosas que me enfadan que ni siquiera sé por cuál empezar. Me molesta el tono alarmista ("si no lo has hecho ya, es el momento"), me disgusta la rigidez ("el niño debe asociar el sueño con unas rutinas"), me enfurece el cinismo final ("si el niño llora, déjale cada vez más tiempo hasta que vayas a consolarlo"). Lo peor quizás es que estas recomendaciones (entiéndase como eufemismo) provienen de un centro de salud, es decir de un equipo médico que técnicamente se encarga de velar por la salud de los bebés.
Vaya por delante que no tengo absolutamente nada en contra de los pediatras. Es más, la mayoría de los que he conocido destacan por su profesionalidad y empatía. Sin ir más lejos, ni a mi pediatra actual ni a la enfermera se les ha ocurrido jamás decirme cómo, dónde o con quién tenían que dormir mis hijos; se han limitado a recalcar que los despertares son normales, que no hay que preocuparse y que si el bebé se despierta llorando, es importante tratar de descubrir la causa. Pero en tantos años de andadura por el foro de Dormir sin llorar he podido leer unos cuantos disparates que no me han dejado indiferente: el más curioso, uno que "recetó" un exorcismo o una limpieza espiritual para tratar los terrores nocturnos; más frecuentes, los que recomiendan destetar para que duerma mejor, sacar al bebé de la cama o dejarle llorar. En otras palabras, el panfleto que decora mi entrada de hoy no parece ser un caso aislado.
Me da rabia, porque seguramente esas mamás ya habrán oído alguna recomendación similar: muchas personas que han criado hijos hace algunas décadas tienden a dar consejos en esa línea. Sin embargo, el hecho que lo recomienden en un centro de salud, que lo diga un médico, que lleva bata blanca, ha estudiado y por tanto, sabe, lo hace más grave todavía. Opino que lo que diga el médico en temas de salud va a misa; ahora, si habla de crianza, su opinión tiene la misma validez que si me hablara de política o de cocina: es decir ninguna, o mucha, en función de lo mucho o poco que se ajuste a mi propio enfoque.
Admito que ese folleto no dice nada que no se oiga o lea por doquier; también soy consciente de que quien esté determinado a dejar llorar a su bebé lo hará, sin tener en cuenta las recomendaciones en contra; quien no quiera dejarle llorar no lo hará, sin importarles lo que ponga esa hoja o cualquier otra. Sin embargo, entre ambas posturas existe una inmensa zona gris, formada por padres que dudan, que no quieren hacerlo pero no saben si así se equivocan, o que sienten la tentación de probar pero no saben qué consecuencias pueda tener: ellos (y sus bebés) son las verdaderas víctimas de esas teorías, porque a veces unas recomendaciones tan contundentes, sin bibliografía ni ciencia que sirva de soporte, pero pronunciadas con la seguridad y la firmeza de los que saben, pueden borrar de un plumazo las resistencias y los intentos de buscar soluciones que sean del agrado de toda la familia.
Desde que lo vimos, en Dormir sin llorar empezamos a darle forma a la idea de crear nuestra propia versión. No somos expertas, no somos médicos ni profesionales, ni científicas ni académicas, no somos nada más que madres; al mismo tiempo, no somos nada menos que madres, y puede que por ello entendamos mejor que nadie los quebraderos de cabeza que sufren muchas mamás primerizas, la sensación de soledad y de indefensión.
No nos gustan los métodos, ni los gurús del sueño que proliferan como setas, ni las recetas rígidas de obligado cumplimiento. Cada niño es un mundo, cada familia debe encontrar su propio camino hacia la felicidad, no existen fórmulas mágicas; sin embargo, existen pautas que pueden tranquilizar, que pueden ayudar a dar un pequeño paso hasta la solución. Existen manos que guían y voces que consuelan.
Así que no hay método, no hay truco. La ciencia de Dormir sin llorar equivale a conectar con el bebé, tratar de entender sus necesidades y adelantarse a ellas en la medida de lo posible. Implica olvidarse de las horas que faltan para levantarse, centrarse en el momento presente y no en la lavadora sin poner. Significa abrazar, besar, mimar, querer, alimentar, hablar, escuchar, cantar, contar, esperar, compartir, soñar.
Para quitar el mal sabor de boca que deja la hojita del centro de salud, un regalo: otra serie de recomendaciones para dormir bebés, esta vez las nuestras. Lo podéis difundir, descargar, imprimir, regalar a la suegra, al frutero, a la mamá del parque o a quien opine sin venir a cuento, y como no, entregar en la próxima revisión si en algún momento os dicen que habrá que dejarle llorar.

jueves, 30 de abril de 2015

El día de mañana

Detesto las opiniones no solicitadas. Mi padre suele decir que tenemos la obligación de escuchar un consejo y el derecho a tenerlo en cuenta o a hacer lo que nos da la gana, sin embargo el hecho de tener un bebé parece dar carta blanca al entorno en general a la hora de opinar y en especial, de explicarte lo mal que estás haciendo esto o lo otro.
Todo el mundo parece ser experto en bebés, ya sea porque ha estudiado algo relacionado con la infancia, porque ha tenido hijos antes que tú, o ha tenido más, o cree que los está criando mejor que tú, o ha leído más libros sobre el tema, o simplemente se siente con derecho a opinar.
Al principio, mi estrategia consistía básicamente en sonreír, asentir, dar las gracias y una vez sola y tranquila, decidir si el consejo era válido y sensato o si merecía acabar en mi papelera mental. Con el tiempo, me di cuenta de que eso equivalía a colgarme un cartel que dijera "tengo un bebé, vía libre para opinar", y que algunos se tomaban mi silencio como una falta de argumentos y una invitación a criticar mi manera de ejercer la maternidad.
Así que poco a poco empecé a rebatir, por un sinfín de razones: porque descubrí el foro, y con él la capacidad de poner nombre a lo que estaba haciendo, porque empecé a empoderarme el día en que reparé por primera vez en que era nada más que una mamá, pero al mismo tiempo nada menos que su mamá, porque me harté de las ganas de aleccionar de algunos, porque decidí poner fin a las críticas y dejar claro que hacía lo que hacía porque estaba convencida de que era lo mejor, porque sabía que existía información y bibliografía al respecto, que a mi entender superaba con creces esa pedagogía basada en siempre se ha hecho así.
Nunca me interesó entrar en el famoso debate del malamadrismo, me parece una pérdida de tiempo. No tengo alma de gurú y no me interesa arrastrar a nadie por el camino de la rectitud, digamos que me limito a marcar los límites de mi territorio y a repeler las interferencias.
Si hay una cosa que me ha enseñado la etapa maternal, es que el tiempo pasa y no vuelve. Con todos mis respetos para quienes defiendan ese enfoque, he llegado a la conclusión de que es una soberana tontería ese afán de independizarlos antes de tiempo. Aborrezco todos esos artículos que nos alertan en contra de los peligros del exceso de cariño, huyo de todos esos expertos que nos aleccionan acerca de la importancia de no ceder nunca a las demandas del bebé, o a la necesidad de ponerles una rutina desde el primer día de vida para que esté acostumbrado a ella cuando llegue a la adolescencia.  A la gente le gusta mucho alarmar acerca de las terribles consecuencias del apego, te cuentan que como le metas en tu cama nunca le sacarás de ella, que si no le ignoras cuando tiene una rabieta se convertirá en un tirano, que si no le das un azote cuando es pequeño ya te lo dará él cuando sea mayor, que si no le obligas a comer nunca se acostumbrará a comer de todo, que si no le destetas le provocarás un complejo de Edipo como una catedral y tendrá que ir de cabeza al psicólogo. En resumen, que si no haces lo que te dice el experto de turno, y no lo que te dice el instinto, atraerás sobre tu cabeza, y la de tus hijos, las mayores calamidades.
A estas alturas, ya tengo claro que el camino está hecho de etapas. Y en contra de todo lo que suelen decir, los niños tienen suficiente capacidad para madurar y llegar al siguiente punto si les acompañamos hasta que estén listos para dar ese paso.
Mis niños ya no son bebés, y en cierto modo ahora me encuentro al otro lado, corro el riesgo de asumir el papel de opinóloga, de convertirme en esa madre experimentada con el deber moral de hacer ver la luz a las primerizas. En realidad, el único consejo que doy a las embarazadas y a las madres recientes es no hacer caso a los consejos. A ninguno: pararse a escuchar a una misma y tratar de conectar con el bebé vale por miles de opiniones de expertos.
Al mismo tiempo, no consigo librarme del todo de esa actitud paternalista, porque miro a una mamá primeriza, angustiada y preocupada por las opiniones que está escuchando por doquier, y me recuerdo a mí misma, una leona que rugía para proteger a sus cachorros de ese batiburrillo de información discordante.
Así que en realidad sí que hay moraleja, sí que hay lección aprendida. Y si se me permite dar una opinión no solicitada, por si beneficia a alguien, le diría: no tengas prisa en llegar a la meta, disfruta del camino. Tarde o temprano, el día de mañana llegará.
De repente llega un día en que descubres que necesita que estés cerca pero ya no hace falta que le pasees en brazos para dormir; poco a poco deja de engancharse a la teta como si no hubiera un mañana para limitarse a un chupito rápido antes de darse la vuelta; de repente deja de tener rabietas porque entiende que hay mejores maneras de expresar una necesidad que tirándose al suelo; queda atrás la angustia de separación y el dormitorio se llena de monstruos al acecho a los que hay que dar caza para que pueda descansar; de un día para otro, decide probar un bocado de ese plato que siempre se había negado a oler siquiera; te das cuenta de que hasta hace no mucho no podías ni ir al baño sin compañía, y ahora no puedes entrar en el baño cuando está dentro;  recuerdas tus dudas acerca de la socialización mientras le ves jugar y divertirse con sus amigos sin casi mirarte; llega el día en que te dice que ya no quiere más cuentos, que son para niños pequeños, o que ya no quiere dormir en tu cama porque como es mayor prefiere la suya... y te encuentras recorriendo el pasillo como hacías antaño, recordando lo mucho que te comías la cabeza, pensando en lo rápido que ha pasado todo. Entonces es cuando se te empañan los ojos por la nostalgia, y sientes esa punzada de orgullo porque has conseguido esa independencia que según los demás no llegaría nunca... y te encantaría volver a tener esas ojeras y ese dolor de espalda aunque solo fuera un minuto. Porque nunca le hiciste tanta falta como cuando te avasallaban a consejos y tu bebé solo necesitaba estar en tus brazos.

 

lunes, 30 de marzo de 2015

Ya somos uno más

En realidad se veía venir, de hecho lo dejé caer hace un par de meses, en esta entrada. Mi hijo quería un gato, y yo estaba encantada de que quisiera uno.
Siempre me han gustado los animales, y siempre he pensado que las personas capaces de maltratarlos no tienen alma; en ese sentido, durante mis embarazos, cuando trataba de imaginar cómo serían mis hijos, pedía secretamente que fueran capaces de sentir empatía y cariño hacia cualquier ser vivo.
Puedo decir, por lo menos a día de hoy, que mis plegarias han sido escuchadas. Mi niña se desvive por cualquier animal que se encuentre por la calle o vea en un video; en una ocasión confundió a un bulldog francés con un cerdito, pero eso no le impidió hacerle mimos, y cuando le reviso la cabeza en busca de piojos me recuerda que, en caso de encontrar alguno, no debo matarlo, sino pedirle amablemente que vuelva a su casa con su papá y su mamá, que le estarán echando de menos.
Mi hijo mayor ha salido antitaurino y animalista a más no poder, así que cuando desveló su anhelo secreto de tener un gatito, empezamos a hablar de las responsabilidades que implica cuidar de una mascota. Entre los dos, buscamos y leímos artículos relacionados con cualquier aspecto del mundo felino, y al ver que tenía claro que se trataría de un nuevo miembro de la familia y no de un juguete, decidimos dar el siguiente paso.
Empecé a buscar protectoras, a mirar sus páginas web, a leer sus historias. A pesar de que considero que no hay que meter a los niños en una burbuja, que no les hace ningún bien mantenerles apartados de un entorno al que tarde o temprano tendrán que enfrentarse, las filtré para él: una de las mejores maneras de bucear en las profundidades de la maldad humana es leer las historias de animales abandonados.
Un día, mientras leíamos historias de gatos en busca de hogar, mi niño me preguntó por qué había tan pocos cachorros y tantos gatos adultos. No pude mentirle, no me quedó más remedio que explicarle que mucha gente está dispuesta a acoger una adorable bolita de pelo, pero a medida que crecen no es infrecuente que se cansen, cambien de idea y se deshagan del gato; y que generalmente la gente los busca pequeños, por eso a los gatos adultos les es difícil encontrar una segunda oportunidad.
Me dijo que a él no le importaba que fuera mayor, me pidió expresamente que buscáramos el que tuviera menos probabilidades de encontrar un hogar, que dijéramos que si no había nadie dispuesto a darle una oportunidad, pues nosotros sí.
Creo que un niño de 8 años (ahora 9) dispuesto a acoger un gato difícilmente adoptable para hacerle feliz está demostrando una empatía y una madurez impropias de su edad.
Finalmente, nos tocó convencer a papá de que estábamos hablando de añadir un gatito a la familia, no a un tigre salvaje, y cuando por fin lo logramos, hablamos con la protectora.
Así es como Nuri se unió a nuestra familia; hace algo más de un mes que está con nosotros, y hemos disfrutado de cada minuto. Es una gatita tierna y cariñosa, apareció abandonada en un campo con sus hermanos, y estuvo viviendo en una casa de acogida con una niña más o menos de la edad de mi hija y más gatos.
Nuri (fuego en arameo) pasó la primera media hora de su nueva vida en nuestra casa escondida en el transportín, asustada y sin querer salir. Me senté frente a ella, para que me viera, pero intentando no agobiarla; de vez en cuando metía la mano dentro del transportín para acariciarla. Ella se dejaba hacer, sin apartarse pero sin moverse; de repente, se dio la vuelta, se puso boca arriba y empezó a ronronear.
Cuando mi hijo y yo estábamos todavía barajando la posibilidad de adoptar a un gato, le dije que nosotros podíamos elegirlo, pero él a su vez nos tenía que elegir a nosotros. Creo que ese fue el momento en que Nuri me eligió, cuando me entregó su cariño y su confianza, y a partir de ese instante, todo fluyó.
Mis gamberros la quieren con locura, la miman a más no poder, en ocasiones se ponen pesados porque la despiertan cuando está durmiendo la siesta, pero creo que la atención y el cariño que derrochan hacia ella son suficientes para compensar.
Todavía no ha llegado el final de la historia: soy hija única y he querido tener más de un hijo, en mi infancia tuve gatos (primero una, y cuando murió, otro; la primera tras una batalla campal con mi padre, que se negaba en rotundo), pero el día de mañana no descarto adoptar un hermanito para Nuri. No ha llegado aún el momento, pero viendo lo que estoy disfrutando de este caos, esta alegre anarquía que no me deja dar ni un paso sin toparme con algún juguete, humano o felino, teniendo en cuenta que nunca he vivido con dos gatos a la vez pero estoy segurísima de que la experiencia merecerá la pena, quizás sea solo cuestión de tiempo antes de ampliar la familia otra vez.
 

viernes, 27 de febrero de 2015

La tribu

Ya he tenido suficiente,
necesito alguien que comprenda
que estoy sola en medio de un montón de gente
Qué puedo hacer

Quiero vivir, quiero gritar,
quiero sentir el universo sobre mí
Quiero correr en libertad,
quiero llorar de felicidad
Quiero vivir, quiero sentir el universo sobre mí
Como un naufrago en el mar, quiero encontrar mi sitio
Sólo encontrar mi sitio
 


 
 
Estas palabras pertenecen a la canción de Amaral titulada El universo sobre mí, y explican perfectamente cómo me sentí muchas veces cuando me convertí en madre. Sola en medio de un montón de gente, nadando contracorriente, diciéndome a mí misma viendo lo que se considera normal, me alegro de ser rara, pero al mismo tiempo sufriendo la gélida caricia de la incomprensión.
Creo que hoy en día el hecho de tener un hijo parece dar vía libre a las opiniones no solicitadas: recuerdo todas aquellas visitas congregadas alrededor de mi cama de hospital explicándome lo mal que lo estaba haciendo; esas charlas vacías con las mamás del parque, esas que tienen bebés que duermen solos desde temprana edad, se salen de todas las curvas de los percentiles, dejan el pañal con 18 meses sin un solo escape y nunca jamás tienen una rabieta, reflejo de la excelente educación que les brindan sus padres; esas críticas bienintencionadas y con intención de ayudar de amigos y familiares, que se consideran con derecho a aleccionar por el simple hecho de haber tenido más hijos, o haberlos tenido hace unas cuantas décadas, o que sin haberlos tenido siquiera piensan que es su deber imponerte su punto de vista basado en "lo que siempre se ha hecho"; esas dudas que corroen, ¿será normal? ¿lo estaré haciendo bien?, dudas que no me atrevía a preguntar en la mayoría de los casos.
Ser madre supuso un antes y un después en mi vida, pero también me ayudó a darme cuenta de lo sola que estaba, solo éramos mi marido y yo, dos náufragos abrazados que intentaban ver más allá del horizonte.
Sé que no es totalmente cierto, pero en esos primeros tiempos sentía que no tenía a nadie: mi madre había muerto, mis abuelas y mi tía también, la familia política no compartía mi visión de la maternidad, mis amigas sin hijos iban a otro rumbo y a mis amigas con hijos les notaba una pizca de cariñosa condescendencia.
Dos años más tarde, me encontraba desesperada por un supuesto problema de sueño de mi hijo; en realidad, no era un problema propiamente dicho: simplemente, el niño no dormía como se suponía que debía hacerlo, me decían que tenía el famoso "insomnio infantil por hábitos incorrectos" por mi culpa, y que tenía que "curarle" dejándole llorar.
Esa noche, me senté frente al ordenador y tecleé por primera vez las palabras que cambiaron mi vida: Dormir sin llorar. Así fue como encontré el foro, mientras dejaba escapar un suspiro de alivio al darme cuenta de que, al fin y al cabo, mi hijo era perfectamente normal.
Tras un tiempo prudencial leyendo en la sombra, decidí publicar tímidamente mi primera consulta. Unas horas más tarde, recibí una respuesta. Para ser sincera, no recuerdo exactamente qué me dijo, porque lo que realmente me llegó iba más allá de las palabras: una persona que no me conocía de nada había dedicado unos minutos de su valioso tiempo a escribirme unas líneas con el único objetivo de hacer que me sintiera mejor. Había tendido un puente entre su mundo y el mío, me había ofrecido una mano amiga a la cual agarrarme para dar el salto a una nueva dimensión.
Esa es la esencia de los foros, las webs, las redes sociales, los grupos de whatsapp. Una tribu virtual, a menudo desperdigada a lo largo y a lo ancho del globo, personas que en ocasiones están a miles de kilómetros de distancia y a las que notamos más cercana que el vecino de abajo. El anonimato de los nicks, la pantalla que sirve de barrera a menudo hacen que nos abramos más, y acabemos contando a una mamá desconocida lo que no nos atrevemos a compartir con la cuñada.
Hemos perdido el espíritu de la tribu, nos pasamos la vida compitiendo y hemos olvidado lo que significa cooperar, estamos demasiado ocupados para pararnos a escuchar, para dar un simple abrazo a quien lo necesita. Vivimos enlatados, al lado de vecinos de los que no sabemos nada excepto unas pocas frases captadas a través de la pared. Nuestros niños son solo nuestros, de unos padres que en ocasiones tienen que hacer malabares para poder dedicarles el tiempo que se merecen y compatibilizarlo con el trabajo y con un sinfín de obligaciones. Ya no son de todos como antaño; no me refiero a esa nostalgia rancia y retrógrada de quien añora los tiempos en los que se podía dar un coscorrón al niño del vecino sin que te denunciaran por maltrato infantil, sino al sentimiento de responsabilidad colectiva, a la obligación moral de no permitir que un niño se extravíe, a no mirar hacia otro lado si se pone a jugar con una botella de cristal.
Ese espíritu lo estamos recuperando, está a un clic de ratón de distancia. Puedo exponer algo que me preocupa y en algún momento alguien al otro lado encontrará unas palabras para mí; puedo intentar ayudar a mi vez a alguien que lo necesita. Pero me gustaría tener a mi tribu cerca, lo bastante cerca para poder dar y recibir achuchones en los momentos de bajón, para preguntarles por sus revisiones médicas y las tutorías en el colegio sin tener que tirar de nuevas tecnologías; en Dormir sin llorar solíamos bromear con comprar una isla polinesia como hizo Marlon Brando y montar allí una comuna de crianza con apego. Si algún día se tercia, contad conmigo.
Para terminar, un abrazo enorme a todas las personas que forman parte de mi tribu: no os voy a nombrar porque no quiero cometer el imperdonable error de olvidarme de alguien, pero sabéis quiénes soy. Gracias a vuestro apoyo, ya no me siento sola en medio de un montón de gente.

sábado, 21 de febrero de 2015

Ya duerme sola

Mi hija tiene una cama nueva, una cama de mayor, con una sábana violeta y un cojín de Minnie. Va encajada en un mueble a medida, una composición de estantes, puertas y cajones. Es un mueble blanco con los cantos en color fresa y los tiradores verde lima, sus colores favoritos; un mueble donde caben todos sus libros y juguetes. Le ha gustado tanto que nada más verlo ha decidido irse a dormir a su cama.
Sabía que tarde o temprano llegaría este momento, pero a decir verdad, me pilló desprevenida. Me lo imaginaba como una especie de transición, una sucesión de etapas, pero no, ha sido un salto hacia lo desconocido.
Me dijo toda ilusionada que esa noche dormiría en su habitación; al llegar la hora de dormir, se subió a la cama que hemos compartido desde que nació, y me pidió que la acompañara a su cuarto. Así lo hice, me tumbé con ella para que tomara teta y me planteaba saborear ese rato de complicidad. Sin embargo, apenas duró un minuto. Adiós mamá, si quieres puedes ir a la cama grande, me dijo. He aprendido a interpretar ese si quieres como una invitación a dejarles crecer y no atosigarles; hace unos años, oí esa misma expresión en boca de su hermano: mamá, si quieres puedes irte, ya me duermo yo solo.
Así que me fui, volví a mi habitación, a mi cama que hasta el día anterior había sido nuestra, y me pareció más grande y fría que nunca. Para que luego digan que la angustia de separación es típica de los bebés, acabo de experimentar un brote a mi edad.
Ella durmió del tirón, yo me desvelé unas cuantas veces; fui a verla tratando de no hacer ruido, me quedé en silencio al lado de su cama, oyendo su respiración pausada, viéndola dormir abrazada a un peluche. Por la mañana vino a verme y se acurrucó contra mí, me contó que en su cama nueva se duerme fenomenal y que a partir de ahora va a querer dormir en su cuarto todas las noches.
Así que ha llegado el momento de hacer balance, por lo menos en lo que al colecho se refiere. Han sido casi nueve años, primero con él, luego con ella, a veces con los dos. Es una experiencia que he vivido, disfrutado y saboreado durante casi una década.
Tengo la satisfacción de decir que ha durado todo lo que ellos han querido, y me alegro de que hayan conseguido encontrar la seguridad necesaria para dar ese paso; por otra parte, sé que lo echaré de menos.
Dicen que solo recordamos momentos, y esos momentos los voy a atesorar mientras viva: el olor de su pelo, esa mezcla a champú y sudor que no sé describir y para mí representa el olor de la felicidad, su sonrisa al despertar, el calor de su cuerpecito durmiendo a mi lado, hasta guardo un recuerdo cariñoso de las patadas en las costillas y los tirones de pelo al moverse.
También recuerdo esas advertencias, esas predicciones agoreras, esas preguntas incrédulas y esas frases hirientes. Otra vez, el tiempo me ha dado la razón, así que los opinólogos ya pueden ir poniéndose en fila para pedir disculpas.
Lo bueno de respetar el ritmo de los niños es que se acaba consiguiendo exactamente lo mismo que empleando otras técnicas, pero sin necesidad de sufrir durante el proceso. No es debilidad, no es miedo a imponerse, no es falta de límites: solo se trata de darles lo que necesitan, sabiendo que tarde o temprano pasarán a la siguiente fase.
Llevo ya unos cuantos años asesorando en Dormir sin llorar, y las preguntas sobre el colecho aparecen con cierta frecuencia. Por mi parte, está claro que cada uno tiene derecho a decidir cómo y dónde dormir, faltaría más, pero tengo la impresión de que el problema a menudo no es el colecho en si, sino la opinión del entorno. Son muchas más las mamás que dudan a la hora de hacerlo porque les han dicho alguna barbaridad al respecto que las que se sienten incómodas con ello.
Existen muchas maneras de motivar a un niño para que se "independice". A veces basta con redecorar un poco el cuarto, permitir que elija un papel pintado, comprar un juego de sábanas con sus personajes favoritos o colgar un cuadro nuevo; el orgullo de ser mayor suele hacer el resto.
Incluso si no se hace nada, como en mi caso (soy de lo más laxo que os podéis imaginar a la hora de propiciar este tipo de cambios), acabarán pidiendo con insistencia disponer de su propio espacio.
Así que si os encontráis en esa situación y os someten a presiones, que sepáis que no es cierto que nunca saldrán de vuestra cama, ni que dormirán con vosotros siendo adolescentes, ni que tendréis que acompañarles a la universidad o de luna de miel. Llegará el día en que querrán dormir solos, y puede que llegue antes de lo esperado: algunos se animan más pronto, otros tardan un tiempo más, pero todos los niños acaban por trasladarse a su habitación.
Por mi parte, me ha tocado oír unas cuantas frases poco acertadas a lo largo de estos años. Algunas bienintencionadas, procedentes de personas que a pesar de todo pretendían ayudarme; otras lanzadas como piedras por quienes querían agrandar su ego a base de destrozar el ajeno. A estos últimos, o quizás a todos ellos, les dedico esta imagen.
Pues eso, el tiempo me ha dado la razón, y cuando quieran, pueden venir a pedir disculpas.
Como dice mi amiga Mon, todo pasa y todo llega... y cuando pasa, se echa de menos.

martes, 3 de febrero de 2015

Víctimas de malos profesionales

La Lactancia Materna Prolongada está generando muchos ingresos en los Hospitales por desmedro. No es lo mismo dar pecho tres meses que darlo durante seis y no digamos nada si se prolonga por encima del año de vida. Por poder hacerse, puede hacerse. Pero ¿es bueno o malo para los niños? ¿Acaso un niño de dos años de edad medio desnutrido, con estigmas raquíticos y anémico, no es una "víctima" del actual dogmatismo? Y eso sin hablar de los complejos de Edipo severos que están aflorando ante amamantamientos tan prolongados. En contra de las Recomendaciones actuales, considero que en los países desarrollados el destete total o parcial debe hacerse a los cuatro meses de vida. A partir de ese momento llega la primera papilla de cereales y progresivamente de fruta, verduras etc. Si el destete es más tardío, casi siempre hay problemas con las papillas y eso conduce inevitablemente a carencias nutricionales y a convertir a esos niños en "victimas" del actual dogmatismo.

Semejante joya, por definirla de alguna manera, no merecería nada más que una sonrisa sarcástica y displicente si se tratara de la opinión de la suegra, del frutero o de la vecina del quinto. Sin embargo, estas palabras las vomita, perdón, escribe, José María González Cano, pediatra del Hospital General de Castellón; un profesional de la salud, un pediatra, un patólogo infantil.
A estas alturas, me atrevo a decir que he leído bastantes barbaridades, pero pocas veces me he topado con afirmaciones tan faltas de ética y de rigor, aderezadas para más inri con una buena dosis de arrogante paternalismo.
Vaya por delante que no he leído el libro, titulado Víctimas de la lactancia materna, ¡ni dogmatismos ni trincheras!, y para ser sincera, con esta introducción no lo compraría ni para calzar una mesa coja.
El tema de la lactancia, como no, levanta ampollas cada vez que se menciona.
Antes de que empiece el apedreo virtual, antes de que se abra el fuego y se dé comienzo a la ráfaga de acusaciones (talibana, radical, fanática, hay que respetar todas las posturas, cada madre es libre de decidir cómo alimentar a sus hijos, a mí me han criado a biberón y estoy perfectamente, etc), me gustaría dejar claras un par de cosas.
La indignación, la vergüenza, la decepción, la rabia, la irritación, la impotencia y el fastidio que ese párrafo me han producido no van dirigidos a las madres que no amamantan por la razón que sea, sino al autor del esperpento, y a sus numerosos congéneres que no vacilan a la hora de cargarse alegremente una lactancia, por ignorancia y desidia en el mejor de los casos, y por intereses económicos y falta de ética en el peor.
No es mi intención juzgar a nadie; debo admitir que en este aspecto, al igual que muchos otros, hay decisiones que no comparto, y me resulta bastante difícil respetar aquellas posturas que suponen un atropello a las necesidades y los derechos de los niños. Sin embargo, sería muy arriesgado y prepotente por mi parte dar por sentado que las madres que deciden no dar el pecho, o renunciar cuando se encuentran ante una dificultad, lo hacen movidas por el egoísmo y la superficialidad. Cada mamá es dueña de decidir dónde pone el límite, de velar por la salud de su bebé pero también por su propio bienestar emocional.
Hay ocasiones en las que el fin de una lactancia (sea prematuro o no, buscado o impuesto, voluntario o forzoso) genera profundas heridas emocionales. Lo sé porque he llevado esas heridas, han rasgado mi alma durante años.
He sido una de esas mamás que no pudo dar el pecho tras su primera maternidad, porque así me lo hicieron creer. Quien quiera leer toda la historia, puede hacerlo a través de este enlace. Sé muy bien lo que significa sentirte incompleta, menos madre, menos mujer, dudar de tu capacidad para alimentar a tu hijo, creerte dueña de un cuerpo imperfecto, inútil, incapaz de hacer lo que debería ser natural.
Lo sé porque he pasado un tiempo considerable llorando por mi fracaso, atormentada por recorrer una y otra vez el camino emprendido, para descubrir por qué, en qué momento mi cuerpo empezó a fallarle a mi hijo.
Aceptar todo esto y asumirlo como un castigo divino es una transición dolorosa; pero un par de años después llegó el despertar, y con él la información, el conocimiento y el poder. Descubrí que si bien la responsabilidad última del fracaso era mía, a mi vez había sido víctima de los consejos nocivos, sesgados y nefastos de un pediatra cuya opinión sobre lactancia era comparable a la de José María González.
Si me pusiera a recopilar las perlitas que salieron por la boca de mi ex pediatra en temas de lactancia, daría para otro libro. Me crucé con él hace no mucho por las calles de mi barrio, no me vio o más probablemente fingió no verme: digamos que no nos despedimos en buenos términos, y supongo que le habrán puesto al tanto de la reclamación que redacté en su día. Cuando vi a ese señor de apariencia afable, que agachó la cabeza al pasar delante mío, no supe si entrar a polemizar o pasar de largo. Por suerte o por desgracia, tomó la decisión por mí, pero los recuerdos empezaron a arremolinarse en mi cabeza. Volví a sentir la vieja desesperación, la sensación de impotencia mientras él, desde lo alto de su pedestal, me regalaba sus sabios consejos: nada de a demanda, el pecho cada tres horas; si no te sube la leche, ni te plantees insistir; las propiedades de la leche artificial son exactamente las mismas que las de la leche materna.

Por razones que hasta el día de hoy no soy capaz de explicarme, no cambié de pediatra cuando empecé a informarme y a abrir los ojos, y tampoco lo hice cuando volví a ser madre. Me dije que escucharía al pediatra en todo lo relacionado con la salud de mis hijos, pero la crianza era cosa mía y por tanto podía limitarme a desoír consejos no solicitados a ese respecto.
Me equivoqué, y mucho. Mi segunda lactancia también se hizo muy cuesta arriba al principio, y con las dificultades llegaron las críticas. Teniendo en cuenta los antecedentes, sabía que el pediatra no estaba a favor de la lactancia, pero no se me había ocurrido pensar que estaba rematadamente en contra: no solo no me ofreció la más mínima ayuda, sino que se dedicó a sabotear también ese intento desde el minuto uno. Llegó un momento en el que sentía algo parecido al pánico al pensar en la siguiente revisión: sabía que iba a pasar un mal rato, que intentaría por todos los medios forzarme a destetar. También era de los que opinaban que la lactancia más allá de los 6 meses causaba problemas de crecimiento y un sinfín de calamidades no mejor identificadas.
La gota que colmó el vaso llegó cuando mi hija cumplió los 4 meses, cuando este señor declaró que su ganancia de peso era "muy escasa" (800 gramos en un mes, totalmente aceptable según los baremos de la AEPED por lo que tengo entendido), que había que adoptar "medidas extremas" porque la niña estaba en el percentil no-sé-qué y le correspondía estar en el percentil no-sé-cuánto.
Las "medidas extremas" coincidían totalmente, como no, con el camino hacia la salvación que recomienda el Dr. González Cano: destete total e introducción de papilla de cereales (pero no una cualquiera, sino hecha con leche de inicio de una marca determinada y cereales también de una marca determinada, sí, la misma del calendario y de los folletos que exhibía en la sala de espera). Llegados a este punto, tuvimos un intercambio de opiniones bastante acalorado, él me dejó claro lo que pensaba de las talibanas de la teta y yo, de los pediatras caducos sin ganas de actualizarse.
Me marché de su consulta para no volver.
Todo sea dicho, no todos los pediatras son así. El que tengo actualmente jamás se ha metido en temas de crianza, más allá de lo estrictamente relacionado con higiene y seguridad, nunca ha intentado colarme sus opiniones y desde el principio me dejó claro que la fecha del destete es cosa mía. 
Sin embargo, me indigna sobremanera pensar en la gran cantidad de profesionales de la salud que siguen una política de acoso y derribo como la que padecí yo en su día. No hablo solo por mí, soy bastante activa en los foros y en las redes sociales, y me he topado con historias similares con cierta frecuencia.
Si esto es ser talibana, que me digan dónde recojo el burka, pero cada vez que oigo o leo odiseas de este tipo, me hierve la sangre. Este tipo de "profesionales" (nótese el entrecomillado) son una vergüenza para su colectivo: no por su desinformación, ni por su falta de ganas, ni por su prepotencia, ni siquiera por los intereses que los puedan estar moviendo. Es porque te hacen dudar, sentirte inútil, porque te arrebatan una experiencia dichosa sin pensárselo dos veces, porque provocan unas heridas que cuesta mucho cerrar, porque nos infantilizan, porque nos imponen sus opiniones personales (y sus neuras) como si fueran verdades científicas.
Para concluir, hay una petición en change.org para pedir la retirada del libro en cuestión (quien quiera firmarla, puede hacerlo a través de este enlace); personalmente, creo que de no ser posible su retirada, habría que poner en la portada una advertencia como en los paquetes de tabaco: las autoridades sanitarias advierten que poner en práctica estos consejos puede perjudicar seriamente la salud de su hijo.