lunes, 30 de marzo de 2015

Ya somos uno más

En realidad se veía venir, de hecho lo dejé caer hace un par de meses, en esta entrada. Mi hijo quería un gato, y yo estaba encantada de que quisiera uno.
Siempre me han gustado los animales, y siempre he pensado que las personas capaces de maltratarlos no tienen alma; en ese sentido, durante mis embarazos, cuando trataba de imaginar cómo serían mis hijos, pedía secretamente que fueran capaces de sentir empatía y cariño hacia cualquier ser vivo.
Puedo decir, por lo menos a día de hoy, que mis plegarias han sido escuchadas. Mi niña se desvive por cualquier animal que se encuentre por la calle o vea en un video; en una ocasión confundió a un bulldog francés con un cerdito, pero eso no le impidió hacerle mimos, y cuando le reviso la cabeza en busca de piojos me recuerda que, en caso de encontrar alguno, no debo matarlo, sino pedirle amablemente que vuelva a su casa con su papá y su mamá, que le estarán echando de menos.
Mi hijo mayor ha salido antitaurino y animalista a más no poder, así que cuando desveló su anhelo secreto de tener un gatito, empezamos a hablar de las responsabilidades que implica cuidar de una mascota. Entre los dos, buscamos y leímos artículos relacionados con cualquier aspecto del mundo felino, y al ver que tenía claro que se trataría de un nuevo miembro de la familia y no de un juguete, decidimos dar el siguiente paso.
Empecé a buscar protectoras, a mirar sus páginas web, a leer sus historias. A pesar de que considero que no hay que meter a los niños en una burbuja, que no les hace ningún bien mantenerles apartados de un entorno al que tarde o temprano tendrán que enfrentarse, las filtré para él: una de las mejores maneras de bucear en las profundidades de la maldad humana es leer las historias de animales abandonados.
Un día, mientras leíamos historias de gatos en busca de hogar, mi niño me preguntó por qué había tan pocos cachorros y tantos gatos adultos. No pude mentirle, no me quedó más remedio que explicarle que mucha gente está dispuesta a acoger una adorable bolita de pelo, pero a medida que crecen no es infrecuente que se cansen, cambien de idea y se deshagan del gato; y que generalmente la gente los busca pequeños, por eso a los gatos adultos les es difícil encontrar una segunda oportunidad.
Me dijo que a él no le importaba que fuera mayor, me pidió expresamente que buscáramos el que tuviera menos probabilidades de encontrar un hogar, que dijéramos que si no había nadie dispuesto a darle una oportunidad, pues nosotros sí.
Creo que un niño de 8 años (ahora 9) dispuesto a acoger un gato difícilmente adoptable para hacerle feliz está demostrando una empatía y una madurez impropias de su edad.
Finalmente, nos tocó convencer a papá de que estábamos hablando de añadir un gatito a la familia, no a un tigre salvaje, y cuando por fin lo logramos, hablamos con la protectora.
Así es como Nuri se unió a nuestra familia; hace algo más de un mes que está con nosotros, y hemos disfrutado de cada minuto. Es una gatita tierna y cariñosa, apareció abandonada en un campo con sus hermanos, y estuvo viviendo en una casa de acogida con una niña más o menos de la edad de mi hija y más gatos.
Nuri (fuego en arameo) pasó la primera media hora de su nueva vida en nuestra casa escondida en el transportín, asustada y sin querer salir. Me senté frente a ella, para que me viera, pero intentando no agobiarla; de vez en cuando metía la mano dentro del transportín para acariciarla. Ella se dejaba hacer, sin apartarse pero sin moverse; de repente, se dio la vuelta, se puso boca arriba y empezó a ronronear.
Cuando mi hijo y yo estábamos todavía barajando la posibilidad de adoptar a un gato, le dije que nosotros podíamos elegirlo, pero él a su vez nos tenía que elegir a nosotros. Creo que ese fue el momento en que Nuri me eligió, cuando me entregó su cariño y su confianza, y a partir de ese instante, todo fluyó.
Mis gamberros la quieren con locura, la miman a más no poder, en ocasiones se ponen pesados porque la despiertan cuando está durmiendo la siesta, pero creo que la atención y el cariño que derrochan hacia ella son suficientes para compensar.
Todavía no ha llegado el final de la historia: soy hija única y he querido tener más de un hijo, en mi infancia tuve gatos (primero una, y cuando murió, otro; la primera tras una batalla campal con mi padre, que se negaba en rotundo), pero el día de mañana no descarto adoptar un hermanito para Nuri. No ha llegado aún el momento, pero viendo lo que estoy disfrutando de este caos, esta alegre anarquía que no me deja dar ni un paso sin toparme con algún juguete, humano o felino, teniendo en cuenta que nunca he vivido con dos gatos a la vez pero estoy segurísima de que la experiencia merecerá la pena, quizás sea solo cuestión de tiempo antes de ampliar la familia otra vez.
 

viernes, 27 de febrero de 2015

La tribu

Ya he tenido suficiente,
necesito alguien que comprenda
que estoy sola en medio de un montón de gente
Qué puedo hacer

Quiero vivir, quiero gritar,
quiero sentir el universo sobre mí
Quiero correr en libertad,
quiero llorar de felicidad
Quiero vivir, quiero sentir el universo sobre mí
Como un naufrago en el mar, quiero encontrar mi sitio
Sólo encontrar mi sitio
 


 
 
Estas palabras pertenecen a la canción de Amaral titulada El universo sobre mí, y explican perfectamente cómo me sentí muchas veces cuando me convertí en madre. Sola en medio de un montón de gente, nadando contracorriente, diciéndome a mí misma viendo lo que se considera normal, me alegro de ser rara, pero al mismo tiempo sufriendo la gélida caricia de la incomprensión.
Creo que hoy en día el hecho de tener un hijo parece dar vía libre a las opiniones no solicitadas: recuerdo todas aquellas visitas congregadas alrededor de mi cama de hospital explicándome lo mal que lo estaba haciendo; esas charlas vacías con las mamás del parque, esas que tienen bebés que duermen solos desde temprana edad, se salen de todas las curvas de los percentiles, dejan el pañal con 18 meses sin un solo escape y nunca jamás tienen una rabieta, reflejo de la excelente educación que les brindan sus padres; esas críticas bienintencionadas y con intención de ayudar de amigos y familiares, que se consideran con derecho a aleccionar por el simple hecho de haber tenido más hijos, o haberlos tenido hace unas cuantas décadas, o que sin haberlos tenido siquiera piensan que es su deber imponerte su punto de vista basado en "lo que siempre se ha hecho"; esas dudas que corroen, ¿será normal? ¿lo estaré haciendo bien?, dudas que no me atrevía a preguntar en la mayoría de los casos.
Ser madre supuso un antes y un después en mi vida, pero también me ayudó a darme cuenta de lo sola que estaba, solo éramos mi marido y yo, dos náufragos abrazados que intentaban ver más allá del horizonte.
Sé que no es totalmente cierto, pero en esos primeros tiempos sentía que no tenía a nadie: mi madre había muerto, mis abuelas y mi tía también, la familia política no compartía mi visión de la maternidad, mis amigas sin hijos iban a otro rumbo y a mis amigas con hijos les notaba una pizca de cariñosa condescendencia.
Dos años más tarde, me encontraba desesperada por un supuesto problema de sueño de mi hijo; en realidad, no era un problema propiamente dicho: simplemente, el niño no dormía como se suponía que debía hacerlo, me decían que tenía el famoso "insomnio infantil por hábitos incorrectos" por mi culpa, y que tenía que "curarle" dejándole llorar.
Esa noche, me senté frente al ordenador y tecleé por primera vez las palabras que cambiaron mi vida: Dormir sin llorar. Así fue como encontré el foro, mientras dejaba escapar un suspiro de alivio al darme cuenta de que, al fin y al cabo, mi hijo era perfectamente normal.
Tras un tiempo prudencial leyendo en la sombra, decidí publicar tímidamente mi primera consulta. Unas horas más tarde, recibí una respuesta. Para ser sincera, no recuerdo exactamente qué me dijo, porque lo que realmente me llegó iba más allá de las palabras: una persona que no me conocía de nada había dedicado unos minutos de su valioso tiempo a escribirme unas líneas con el único objetivo de hacer que me sintiera mejor. Había tendido un puente entre su mundo y el mío, me había ofrecido una mano amiga a la cual agarrarme para dar el salto a una nueva dimensión.
Esa es la esencia de los foros, las webs, las redes sociales, los grupos de whatsapp. Una tribu virtual, a menudo desperdigada a lo largo y a lo ancho del globo, personas que en ocasiones están a miles de kilómetros de distancia y a las que notamos más cercana que el vecino de abajo. El anonimato de los nicks, la pantalla que sirve de barrera a menudo hacen que nos abramos más, y acabemos contando a una mamá desconocida lo que no nos atrevemos a compartir con la cuñada.
Hemos perdido el espíritu de la tribu, nos pasamos la vida compitiendo y hemos olvidado lo que significa cooperar, estamos demasiado ocupados para pararnos a escuchar, para dar un simple abrazo a quien lo necesita. Vivimos enlatados, al lado de vecinos de los que no sabemos nada excepto unas pocas frases captadas a través de la pared. Nuestros niños son solo nuestros, de unos padres que en ocasiones tienen que hacer malabares para poder dedicarles el tiempo que se merecen y compatibilizarlo con el trabajo y con un sinfín de obligaciones. Ya no son de todos como antaño; no me refiero a esa nostalgia rancia y retrógrada de quien añora los tiempos en los que se podía dar un coscorrón al niño del vecino sin que te denunciaran por maltrato infantil, sino al sentimiento de responsabilidad colectiva, a la obligación moral de no permitir que un niño se extravíe, a no mirar hacia otro lado si se pone a jugar con una botella de cristal.
Ese espíritu lo estamos recuperando, está a un clic de ratón de distancia. Puedo exponer algo que me preocupa y en algún momento alguien al otro lado encontrará unas palabras para mí; puedo intentar ayudar a mi vez a alguien que lo necesita. Pero me gustaría tener a mi tribu cerca, lo bastante cerca para poder dar y recibir achuchones en los momentos de bajón, para preguntarles por sus revisiones médicas y las tutorías en el colegio sin tener que tirar de nuevas tecnologías; en Dormir sin llorar solíamos bromear con comprar una isla polinesia como hizo Marlon Brando y montar allí una comuna de crianza con apego. Si algún día se tercia, contad conmigo.
Para terminar, un abrazo enorme a todas las personas que forman parte de mi tribu: no os voy a nombrar porque no quiero cometer el imperdonable error de olvidarme de alguien, pero sabéis quiénes soy. Gracias a vuestro apoyo, ya no me siento sola en medio de un montón de gente.

sábado, 21 de febrero de 2015

Ya duerme sola

Mi hija tiene una cama nueva, una cama de mayor, con una sábana violeta y un cojín de Minnie. Va encajada en un mueble a medida, una composición de estantes, puertas y cajones. Es un mueble blanco con los cantos en color fresa y los tiradores verde lima, sus colores favoritos; un mueble donde caben todos sus libros y juguetes. Le ha gustado tanto que nada más verlo ha decidido irse a dormir a su cama.
Sabía que tarde o temprano llegaría este momento, pero a decir verdad, me pilló desprevenida. Me lo imaginaba como una especie de transición, una sucesión de etapas, pero no, ha sido un salto hacia lo desconocido.
Me dijo toda ilusionada que esa noche dormiría en su habitación; al llegar la hora de dormir, se subió a la cama que hemos compartido desde que nació, y me pidió que la acompañara a su cuarto. Así lo hice, me tumbé con ella para que tomara teta y me planteaba saborear ese rato de complicidad. Sin embargo, apenas duró un minuto. Adiós mamá, si quieres puedes ir a la cama grande, me dijo. He aprendido a interpretar ese si quieres como una invitación a dejarles crecer y no atosigarles; hace unos años, oí esa misma expresión en boca de su hermano: mamá, si quieres puedes irte, ya me duermo yo solo.
Así que me fui, volví a mi habitación, a mi cama que hasta el día anterior había sido nuestra, y me pareció más grande y fría que nunca. Para que luego digan que la angustia de separación es típica de los bebés, acabo de experimentar un brote a mi edad.
Ella durmió del tirón, yo me desvelé unas cuantas veces; fui a verla tratando de no hacer ruido, me quedé en silencio al lado de su cama, oyendo su respiración pausada, viéndola dormir abrazada a un peluche. Por la mañana vino a verme y se acurrucó contra mí, me contó que en su cama nueva se duerme fenomenal y que a partir de ahora va a querer dormir en su cuarto todas las noches.
Así que ha llegado el momento de hacer balance, por lo menos en lo que al colecho se refiere. Han sido casi nueve años, primero con él, luego con ella, a veces con los dos. Es una experiencia que he vivido, disfrutado y saboreado durante casi una década.
Tengo la satisfacción de decir que ha durado todo lo que ellos han querido, y me alegro de que hayan conseguido encontrar la seguridad necesaria para dar ese paso; por otra parte, sé que lo echaré de menos.
Dicen que solo recordamos momentos, y esos momentos los voy a atesorar mientras viva: el olor de su pelo, esa mezcla a champú y sudor que no sé describir y para mí representa el olor de la felicidad, su sonrisa al despertar, el calor de su cuerpecito durmiendo a mi lado, hasta guardo un recuerdo cariñoso de las patadas en las costillas y los tirones de pelo al moverse.
También recuerdo esas advertencias, esas predicciones agoreras, esas preguntas incrédulas y esas frases hirientes. Otra vez, el tiempo me ha dado la razón, así que los opinólogos ya pueden ir poniéndose en fila para pedir disculpas.
Lo bueno de respetar el ritmo de los niños es que se acaba consiguiendo exactamente lo mismo que empleando otras técnicas, pero sin necesidad de sufrir durante el proceso. No es debilidad, no es miedo a imponerse, no es falta de límites: solo se trata de darles lo que necesitan, sabiendo que tarde o temprano pasarán a la siguiente fase.
Llevo ya unos cuantos años asesorando en Dormir sin llorar, y las preguntas sobre el colecho aparecen con cierta frecuencia. Por mi parte, está claro que cada uno tiene derecho a decidir cómo y dónde dormir, faltaría más, pero tengo la impresión de que el problema a menudo no es el colecho en si, sino la opinión del entorno. Son muchas más las mamás que dudan a la hora de hacerlo porque les han dicho alguna barbaridad al respecto que las que se sienten incómodas con ello.
Existen muchas maneras de motivar a un niño para que se "independice". A veces basta con redecorar un poco el cuarto, permitir que elija un papel pintado, comprar un juego de sábanas con sus personajes favoritos o colgar un cuadro nuevo; el orgullo de ser mayor suele hacer el resto.
Incluso si no se hace nada, como en mi caso (soy de lo más laxo que os podéis imaginar a la hora de propiciar este tipo de cambios), acabarán pidiendo con insistencia disponer de su propio espacio.
Así que si os encontráis en esa situación y os someten a presiones, que sepáis que no es cierto que nunca saldrán de vuestra cama, ni que dormirán con vosotros siendo adolescentes, ni que tendréis que acompañarles a la universidad o de luna de miel. Llegará el día en que querrán dormir solos, y puede que llegue antes de lo esperado: algunos se animan más pronto, otros tardan un tiempo más, pero todos los niños acaban por trasladarse a su habitación.
Por mi parte, me ha tocado oír unas cuantas frases poco acertadas a lo largo de estos años. Algunas bienintencionadas, procedentes de personas que a pesar de todo pretendían ayudarme; otras lanzadas como piedras por quienes querían agrandar su ego a base de destrozar el ajeno. A estos últimos, o quizás a todos ellos, les dedico esta imagen.
Pues eso, el tiempo me ha dado la razón, y cuando quieran, pueden venir a pedir disculpas.
Como dice mi amiga Mon, todo pasa y todo llega... y cuando pasa, se echa de menos.

martes, 3 de febrero de 2015

Víctimas de malos profesionales

La Lactancia Materna Prolongada está generando muchos ingresos en los Hospitales por desmedro. No es lo mismo dar pecho tres meses que darlo durante seis y no digamos nada si se prolonga por encima del año de vida. Por poder hacerse, puede hacerse. Pero ¿es bueno o malo para los niños? ¿Acaso un niño de dos años de edad medio desnutrido, con estigmas raquíticos y anémico, no es una "víctima" del actual dogmatismo? Y eso sin hablar de los complejos de Edipo severos que están aflorando ante amamantamientos tan prolongados. En contra de las Recomendaciones actuales, considero que en los países desarrollados el destete total o parcial debe hacerse a los cuatro meses de vida. A partir de ese momento llega la primera papilla de cereales y progresivamente de fruta, verduras etc. Si el destete es más tardío, casi siempre hay problemas con las papillas y eso conduce inevitablemente a carencias nutricionales y a convertir a esos niños en "victimas" del actual dogmatismo.

Semejante joya, por definirla de alguna manera, no merecería nada más que una sonrisa sarcástica y displicente si se tratara de la opinión de la suegra, del frutero o de la vecina del quinto. Sin embargo, estas palabras las vomita, perdón, escribe, José María González Cano, pediatra del Hospital General de Castellón; un profesional de la salud, un pediatra, un patólogo infantil.
A estas alturas, me atrevo a decir que he leído bastantes barbaridades, pero pocas veces me he topado con afirmaciones tan faltas de ética y de rigor, aderezadas para más inri con una buena dosis de arrogante paternalismo.
Vaya por delante que no he leído el libro, titulado Víctimas de la lactancia materna, ¡ni dogmatismos ni trincheras!, y para ser sincera, con esta introducción no lo compraría ni para calzar una mesa coja.
El tema de la lactancia, como no, levanta ampollas cada vez que se menciona.
Antes de que empiece el apedreo virtual, antes de que se abra el fuego y se dé comienzo a la ráfaga de acusaciones (talibana, radical, fanática, hay que respetar todas las posturas, cada madre es libre de decidir cómo alimentar a sus hijos, a mí me han criado a biberón y estoy perfectamente, etc), me gustaría dejar claras un par de cosas.
La indignación, la vergüenza, la decepción, la rabia, la irritación, la impotencia y el fastidio que ese párrafo me han producido no van dirigidos a las madres que no amamantan por la razón que sea, sino al autor del esperpento, y a sus numerosos congéneres que no vacilan a la hora de cargarse alegremente una lactancia, por ignorancia y desidia en el mejor de los casos, y por intereses económicos y falta de ética en el peor.
No es mi intención juzgar a nadie; debo admitir que en este aspecto, al igual que muchos otros, hay decisiones que no comparto, y me resulta bastante difícil respetar aquellas posturas que suponen un atropello a las necesidades y los derechos de los niños. Sin embargo, sería muy arriesgado y prepotente por mi parte dar por sentado que las madres que deciden no dar el pecho, o renunciar cuando se encuentran ante una dificultad, lo hacen movidas por el egoísmo y la superficialidad. Cada mamá es dueña de decidir dónde pone el límite, de velar por la salud de su bebé pero también por su propio bienestar emocional.
Hay ocasiones en las que el fin de una lactancia (sea prematuro o no, buscado o impuesto, voluntario o forzoso) genera profundas heridas emocionales. Lo sé porque he llevado esas heridas, han rasgado mi alma durante años.
He sido una de esas mamás que no pudo dar el pecho tras su primera maternidad, porque así me lo hicieron creer. Quien quiera leer toda la historia, puede hacerlo a través de este enlace. Sé muy bien lo que significa sentirte incompleta, menos madre, menos mujer, dudar de tu capacidad para alimentar a tu hijo, creerte dueña de un cuerpo imperfecto, inútil, incapaz de hacer lo que debería ser natural.
Lo sé porque he pasado un tiempo considerable llorando por mi fracaso, atormentada por recorrer una y otra vez el camino emprendido, para descubrir por qué, en qué momento mi cuerpo empezó a fallarle a mi hijo.
Aceptar todo esto y asumirlo como un castigo divino es una transición dolorosa; pero un par de años después llegó el despertar, y con él la información, el conocimiento y el poder. Descubrí que si bien la responsabilidad última del fracaso era mía, a mi vez había sido víctima de los consejos nocivos, sesgados y nefastos de un pediatra cuya opinión sobre lactancia era comparable a la de José María González.
Si me pusiera a recopilar las perlitas que salieron por la boca de mi ex pediatra en temas de lactancia, daría para otro libro. Me crucé con él hace no mucho por las calles de mi barrio, no me vio o más probablemente fingió no verme: digamos que no nos despedimos en buenos términos, y supongo que le habrán puesto al tanto de la reclamación que redacté en su día. Cuando vi a ese señor de apariencia afable, que agachó la cabeza al pasar delante mío, no supe si entrar a polemizar o pasar de largo. Por suerte o por desgracia, tomó la decisión por mí, pero los recuerdos empezaron a arremolinarse en mi cabeza. Volví a sentir la vieja desesperación, la sensación de impotencia mientras él, desde lo alto de su pedestal, me regalaba sus sabios consejos: nada de a demanda, el pecho cada tres horas; si no te sube la leche, ni te plantees insistir; las propiedades de la leche artificial son exactamente las mismas que las de la leche materna.

Por razones que hasta el día de hoy no soy capaz de explicarme, no cambié de pediatra cuando empecé a informarme y a abrir los ojos, y tampoco lo hice cuando volví a ser madre. Me dije que escucharía al pediatra en todo lo relacionado con la salud de mis hijos, pero la crianza era cosa mía y por tanto podía limitarme a desoír consejos no solicitados a ese respecto.
Me equivoqué, y mucho. Mi segunda lactancia también se hizo muy cuesta arriba al principio, y con las dificultades llegaron las críticas. Teniendo en cuenta los antecedentes, sabía que el pediatra no estaba a favor de la lactancia, pero no se me había ocurrido pensar que estaba rematadamente en contra: no solo no me ofreció la más mínima ayuda, sino que se dedicó a sabotear también ese intento desde el minuto uno. Llegó un momento en el que sentía algo parecido al pánico al pensar en la siguiente revisión: sabía que iba a pasar un mal rato, que intentaría por todos los medios forzarme a destetar. También era de los que opinaban que la lactancia más allá de los 6 meses causaba problemas de crecimiento y un sinfín de calamidades no mejor identificadas.
La gota que colmó el vaso llegó cuando mi hija cumplió los 4 meses, cuando este señor declaró que su ganancia de peso era "muy escasa" (800 gramos en un mes, totalmente aceptable según los baremos de la AEPED por lo que tengo entendido), que había que adoptar "medidas extremas" porque la niña estaba en el percentil no-sé-qué y le correspondía estar en el percentil no-sé-cuánto.
Las "medidas extremas" coincidían totalmente, como no, con el camino hacia la salvación que recomienda el Dr. González Cano: destete total e introducción de papilla de cereales (pero no una cualquiera, sino hecha con leche de inicio de una marca determinada y cereales también de una marca determinada, sí, la misma del calendario y de los folletos que exhibía en la sala de espera). Llegados a este punto, tuvimos un intercambio de opiniones bastante acalorado, él me dejó claro lo que pensaba de las talibanas de la teta y yo, de los pediatras caducos sin ganas de actualizarse.
Me marché de su consulta para no volver.
Todo sea dicho, no todos los pediatras son así. El que tengo actualmente jamás se ha metido en temas de crianza, más allá de lo estrictamente relacionado con higiene y seguridad, nunca ha intentado colarme sus opiniones y desde el principio me dejó claro que la fecha del destete es cosa mía. 
Sin embargo, me indigna sobremanera pensar en la gran cantidad de profesionales de la salud que siguen una política de acoso y derribo como la que padecí yo en su día. No hablo solo por mí, soy bastante activa en los foros y en las redes sociales, y me he topado con historias similares con cierta frecuencia.
Si esto es ser talibana, que me digan dónde recojo el burka, pero cada vez que oigo o leo odiseas de este tipo, me hierve la sangre. Este tipo de "profesionales" (nótese el entrecomillado) son una vergüenza para su colectivo: no por su desinformación, ni por su falta de ganas, ni por su prepotencia, ni siquiera por los intereses que los puedan estar moviendo. Es porque te hacen dudar, sentirte inútil, porque te arrebatan una experiencia dichosa sin pensárselo dos veces, porque provocan unas heridas que cuesta mucho cerrar, porque nos infantilizan, porque nos imponen sus opiniones personales (y sus neuras) como si fueran verdades científicas.
Para concluir, hay una petición en change.org para pedir la retirada del libro en cuestión (quien quiera firmarla, puede hacerlo a través de este enlace); personalmente, creo que de no ser posible su retirada, habría que poner en la portada una advertencia como en los paquetes de tabaco: las autoridades sanitarias advierten que poner en práctica estos consejos puede perjudicar seriamente la salud de su hijo.
 
 

miércoles, 14 de enero de 2015

La maternidad guerrera

Decía mi madre, que solo me había tenido a mí, que una segunda maternidad no puede ilusionarte tanto como la primera, pues cada etapa es una repetición de una ya vivida.
Cuando vi las rayas del positivo en el test de embarazo de mi hija, descubrí lo equivocada que había estado mi madre. Embarazarse y tener hijos es como enamorarse, puede ocurrir varias veces en la vida, pero cada ocasión trae consigo un torbellino de emociones nuevas.
Esos primeros momentos iban unidos a un miedo quizás infundado, pero comprensible (creo): unos meses antes había sufrido una pérdida, y la amenaza de volver a pasar por lo mismo empañó en cierto modo la alegría de saber que una nueva vida anidaba en mi interior.
Acomodar a mi hija recién nacida sobre mi pecho, observarla por primera vez, descubrirla tan parecida a su hermano y al mismo tiempo tan diferente me confirmó que era cierto lo que había oído decir, que el amor de una madre no se divide entre cada hijo que nace, sino que se multiplica.
En mi entrada anterior expliqué que mi hijo había sido mi despertar, me había descubierto un camino que no conocía y me había guiado a través de él; en cambio, mi segunda maternidad me cogía en cierto modo preparada: no solo era puro instinto, había tenido cuatro años para informarme, leer, aprender y saber hacia dónde iba.
Pensé que una segunda maternidad debía otorgar cierto status, el haber vivido ya esa experiencia, el demostrarle al resto del mundo que hasta el momento no lo había hecho tan mal me pondría a salvo de consejos y de opiniones no solicitadas.
Llevo puesto desde hace mucho lo que yo llamo mi traje de foca, es una alusión a mi sobrepeso, pero significa principalmente que todo me resbala. En realidad nunca me ha importado demasiado lo que los demás opinan de mí, desde pequeña he tenido claro que prefiero equivocarme pensando con mi propia cabeza que acertar por hacer caso a los demás. Sin embargo, cuando mi hijo mayor era bebé, lo que me pedía el cuerpo era radicalmente opuesto a lo que me aconsejaban los demás; y si bien prefería ser fiel a mi corazón que traicionar mi sentir, en ocasiones sentí una punzada de culpabilidad mientras me decía a lo mejor tienen razón y le malcrío, pero no lo puedo evitar.
El nacimiento de mi hija (y la información a la que tuve acceso durante ese intervalo) me reconciliaron con esos sentimientos. Con ella, fui consciente desde el primer día que no estaba siendo blanda ni sobreprotectora, que miles de años de evolución me habían llevado hasta ese punto y nada podría cambiarlo. Y sobre todo, estaba mi tribu de Dormir sin llorar, estaban mis autores, mis libros, mis constantes recordatorios de que lo que yo hacía tenía fundamento y base científica.
Sin embargo, a pesar de todo, seguía siendo el bicho raro, por dormir con mi hija igual que había hecho antes con su hermano, por dar teta más allá de lo que el entorno consideraba políticamente correcto (léase un par de meses), por no criar con azotes o castigos, por intentar huir de los chantajes, en resumen por no hacer el más mínimo caso a las presiones que recibía con cierta frecuencia.
Cuando tuve a mi hijo, al principio me limitaba a sonreír, asentir, agradecer, y a continuación seguir confiando en mi instinto; sin embargo, esta estrategia se tiene que haber confundido con una falta de argumentos, así que poco a poco, empecé a dejar claro que los argumentos los tenía, y a desgranarlos implacablemente, uno por uno.
Ha pasado mucho tiempo desde entonces, ya no estoy en guerra contra el mundo. He comprendido que no hay peor ciego que el que no quiere ver, y que no está en mi poder cambiar el mundo. A raíz del libro, hemos tenido la oportunidad de dar charlas al respecto, de conocer a mamás que se sienten inseguras y perdidas, prisioneras en un mundo inhóspito, presionadas y juzgadas, mamás que lo están pasando igual de mal que yo en los primeros tiempos. Cada vez que tiendo la mano a una de ellas, que contesto a una mamá ojerosa porque su bebé no duerme, que se me ocurre una respuesta ingeniosa para el opinólogo de turno, puede que la esté ayudando a ella, pero sobre todo me ayudo a mí misma, me recuerdo que no estoy sola, que en el mundo hay mucha gente que piensa como yo, es la verdadera esencia de la tribu.
Sobre todo, he aprendido a dejar de hacerme tantas preguntas: las respuestas se oyen mejor cuando se está en silencio.


martes, 6 de enero de 2015

El despertar

Cuando nació mi hijo mayor, uno de los primeros pensamientos que pasó por mi cabeza fue que en ese momento éramos los padres perfectos, ya que no nos había dado tiempo todavía a cometer ningún error. En realidad, ya habíamos cometido unos cuantos sin darnos cuenta.
Me había pasado los últimos dos meses de embarazo inmersa en una dicotomía emocional, tratando de superar la pérdida de mi madre y de alegrarme al mismo tiempo por mi embarazo. Daba bandazos para conciliar a la vez mi nueva condición de huérfana y la de futura madre, me sentía mal por mi madre cuando me encontraba feliz y mal por mi hijo cuando me echaba a llorar. Solo conseguí aliviar mi dolor anestesiándome emocionalmente, dejé de hacerme preguntas para las que no tenía respuesta y me centré en buscar las respuestas fáciles.
Mi casa se llenó de revistas de bebés que comparaban varios modelos de trona para explicarte cuál era el mejor, que llenaban sus páginas de enlaces patrocinados, atractivos y coloridos, pero huecos al mismo tiempo.
Esa oda al materialismo pareció llenar mi vacío, y me apresuré a comprar hasta el chisme más inútil para que a mi hijo no le faltara de nada. Nunca me paré a pensar que lo único que podía necesitar era yo.
Seguí viviendo en mi nube, con las emociones taponadas por ese frenesí consumista, hasta que llegó el momento del parto. Momento ansiado y temido al mismo tiempo, anticipado y vivido en mi cabeza una infinidad de veces, mientras los relatos de terror de amigas y familiares resonaban en mis oídos.
Sin embargo, el destino me regaló un parto rápido, inesperado, casi animal que me reconcilió con esa naturaleza que parecía haber olvidado.
Una contracción brutal, que me parte en dos, nada más llegar a la habitación. Le sigue otra, y otra más, con una frecuencia y una intensidad alarmantes. Todo el mundo decía que las primeras eran espaciadas y flojas. Camino de un lado a otro, es lo que más alivia el dolor, y después de 45 minutos rompo aguas en medio de la habitación. Aguas claras, límpidas, un manantial que me prepara para dar vida. Me bajan al paritorio, técnicamente para ponerme un antibiótico, pero por lo visto ya estoy dilatada y llega el ginecólogo corriendo. Empujo, me rajan, sale el bebé. No tengo tiempo de verlo porque se lo lleva el pediatra, me cosen y me suben a la habitación.
Estoy a punto de ver a mi hijo por primera vez, me acerco a la cuna en la que una enfermera le ha depositado y me doy cuenta de que en esa estampa hay algo que no encaja: su sitio no es esa cuna, su sitio está entre mis brazos. Nunca he cogido en brazos a un bebé, cuando me visualizaba haciéndolo sentía un miedo atroz a hacerle daño; pero alguna fuerza hasta entonces desconocida guía mis manos. Cojo a mi bebé y le acurruco contra mi pecho. Se acomoda, plácidamente dormido.
Mi instinto, largamente negado, se despierta y empieza a rugir con la fuerza de un león. Soy madre, a partir de ese momento en mi vida hay un antes y un después.
Siempre pienso que el destino ha sido benévolo permitiendo que mi hijo naciese de madrugada: ese pequeño detalle nos regaló unas horas de soledad y de vínculo. En mi ignorancia, pensaba que un nacimiento era una ocasión para celebrar, para llenar la habitación de visitas. Esperar a dar la noticia en horario laboral fue una de las mejores decisiones que pudimos tomar.
Unas horas después, la habitación se llenó de gente deseosa de darme consejos y de explicarme lo mal que lo estaba haciendo; afortunadamente, llegaron demasiado tarde para poder acallar mi instinto.
No sabía nada, no había leído nada digno de mención, conocía al dedillo los distintos modelos de cochecitos y la mejor técnica para bañar a un recién nacido, pero no sabía nada de apego, de los efectos de la separación madre-bebé, no tenía ni idea de lo que era un parto respetado ni de muchas otras cosas. Mi hijo me lo enseñó todo, me descubrió un mundo nuevo, me abrió un camino por el que seguimos avanzando hasta el día de hoy. He tropezado muchas veces y me he vuelto a levantar, he cometido los errores que acabo de describir y unos cuantos más. Pero no he vuelto a silenciar mi instinto: en el momento en que cogí a mi hijo en brazos dejé de oír consejos y empecé a escucharme a mí misma.