sábado, 1 de febrero de 2014

Premio Liebster Award

Ante todo, siento lo que he tardado en recogerlo, a veces siento que debería tener ocho brazos como la diosa Kali para llegar a todo a tiempo.
Me lo otorga Mon, de Entre mimos y juguetes, y me ha hecho muchísima ilusión a la vez que me ha sacado los colores teniendo en cuenta el poco tiempo que dedico al blog últimamente.
Para recogerlo, tengo que contestar a 11 preguntas y entregarlo a mi vez a 11 blogs.
 
¿Por qué ese nombre para el blog?
Ya lo expliqué en mi primerísima entrada, Kim era mi apodo favorito de los que mi madre inventaba para mí. Con el tiempo se convirtió en mi nombre online, me parecía original y fácil de recordar, y a estas alturas es una especie de alter ego, mi nombre real corresponde a la persona de la vida real y Kim a la bloguera, forera, moderadora, escritora. Mi nombre real está ligado a la obligación y Kim a la vocación, aunque últimamente estas facetas van solapándose.
 
¿Cuánto tiempo inviertes en el blog diariamente?
Mucho menos de lo que me gustaría. En realidad tengo pensado dedicarle una noche a la semana, pero no siempre lo puedo cumplir.
 
¿Miras el blog antes de acostarte y al despertarte?
A veces, cuando acabo de publicar una entrada y me entra curiosidad por saber cuánta gente la ha leído y si alguien la ha comentado.
 
¿Qué opinas de las redes sociales?
Me parecen una herramienta muy valiosa, ahora, como en todo, el peligro radica en la manera de usarlas.
 
Si pudieras tomarte un café con la persona que eligieras ¿Quién sería? 
Tendría que ser un café comunitario, porque me parece injusto elegir a una sola persona.
 
¿Qué opinas sobre que los bebes se críen con mascotas?
De entrada, me parece una experiencia muy enriquecedora. Dicho esto, ahora mismo no me encuentro en una etapa vital en la que me sienta capacitada para tener una mascota, igual me lo plantearé más adelante.
 
Un deseo
Paz, luz y amor infinito. Parecen tres deseos, pero en realidad son tres facetas del mismo.
 
Si tuvieras el poder de cambiar lo que quisieras ¿Qué cambiarías?
Cambiaría la distribución de la riqueza: si los que tienen demasiado tuvieran un poco menos, los que no tienen nada tendrían mucho más, y seríamos todos más felices.
 
¿Qué esperas de tu blog?
Seamos sinceros, escribo porque me gusta, no me vendo, trato temas que me interesan sin pensar en si tienen tirón o no... pero me gusta la notoriedad, me encanta que se me lea, así que espero que mi blog siga creciendo, gracias a vosotros.
 
El momento de tu vida
La Nochevieja de hace 2 años. Estaba tumbada en la cama, contándole un cuento a mi hijo mientras mi hija mamaba; en ese momento me reconcilié con el mundo entero, con la vida, con la Nochevieja (por si no lo sabéis, es el aniversario de la muerte de mi madre). Me sentí feliz, en paz. Los momentos destacables de mi vida suelen estar relacionados con mi estado de ánimo y no con acontecimientos concretos.
 
Nunca más...
... me traicionaré a mí misma por miedo a disgustar a alguien.
 
Y ahora lo voy a repartir a otros 11 blogs, por orden alfabético:
 
1. Aprendiendo de Adrián y Gael: por la envidia (sana) que me dan sus manualidades y por la forma inteligente y respetuosa que tiene de exponer sus ideas.
 
2. Buceando en mí: porque es pura poesía, y para desearle que disfrute de esa cachorrita que ahora mismo está buceando en ella.
 
3. Charlando en el patio: porque acaba de empezar y me gustaría que continuara, porque hoy me ha sacado una sonrisa con su última entrada. Por cierto, tengo otro premio pendiente que repartiré en la próxima entrada, este lo tenía pendiente de antes.
 
4. De repente mami: porque no he tenido ocasión de decírselo todavía, pero estoy encantada de que haya vuelta.
 
5. Habichuelas mágicas: porque me encanta su espíritu guerrero.
 
6. Lactando amando: porque es muy instructivo y al mismo tiempo me toca la fibra sensible.
 
7. Mamá es bloguera: acabo de descubrir este blog, y me ha encantado.
 
8. Mimos y teta: por esa revolución blanca, esas agallas a la hora de reivindicar lo que debería ser lo natural.
 
9. Princesas y princesos: otro blog que he descubierto recientemente, y que no he podido parar de leer.
 
10. Reeducando a mamá: porque no conozco a nadie más capaz de soltarle unos (merecidos) garrotazos virtuales a Estivill con tanta elegancia y estilo.
 
11. Soy mamá, soy persona: porque me gustan mucho los temas que trata, y cómo los trata.


jueves, 30 de enero de 2014

Uno de tantos

Me adhiero a esta iniciativa, llamada Di NO a la violencia infantil, creada por Mamá es bloguera y Princesasyprincesos; hace unos días leí un post de Charlando en el patio sobre el tema y me vino a la cabeza esta historia. Hace años que me la contaron, pero durante mucho tiempo permaneció enterrada en mi memoria en ese extraño lugar a mitad de camino entre la reminiscencia y el olvido. Creo que ha llegado la hora de rescatarla.
 


Se llamaba Alen, y fuimos juntos a primero de primaria. La historia que voy a contar es rigurosamente real: por un momento pensé en cambiarle el nombre, en elegir uno que fuera simbólico y representativo, pero por curiosidad me puse a buscar el significado de Alen, y según una de las versiones que encontré, es de origen yiddish y significa "solo"; demasiado profético para cambiarlo.
A duras penas recuerdo su cara, estaba sentado delante de mí pero no éramos amigos. Era un niño bajito, pálido, con el pelo color arena, tímido y silencioso. Supe de su historia porque la maestra no se cortaba a la hora de cotillear con las otras madres, y años después, mi madre me la contó.
Alen era hijo de madre soltera, detalle que en aquellos tiempos ya no se consideraba escandaloso, pero proporcionaba un sinfín de chismes jugosos a numerosos grupos de señoras que intentaban parecer modernas y liberadas mientras luchaban sin éxito contra décadas de represión y dominación patriarcal.
Su madre le había tenido muy joven, poco más que adolescente; era fruto de una relación con un hombre mucho mayor. Decían las malas lenguas que la madre de Alen se había quedado embarazada en un desesperado intento por mantener a su lado a su amante casado, pero obtuvo el efecto contrario. Nunca vi al padre de Alen, no sé quién es ni si se ocupó nunca de su hijo más allá de reconocerle como propio; sé que el niño pasaba casi todo el día en compañía de su abuela materna, que le quería con locura, pero a la hora de cenar volvía a casa con su madre, y allí su vida se convertía en una pesadilla.
Más de una vez llegó a clase con marcas y moratones; sin embargo, a diferencia de muchos niños maltratados, que son coaccionados a mentir, él nunca atribuía sus heridas a algún accidente doméstico inexistente, y contestaba a las preguntas con una sinceridad alarmante: su madre se había enfadado con él y le había abofeteado hasta hacerle sangrar la nariz, su madre le había empujado y se había golpeado contra un mueble, su madre le había pegado porque era torpe y estúpido.
Un día, Alen no fue al colegio; el día siguiente tampoco vino, ni al otro. Si no me equivoco, estuvo ausente durante más de un mes. Cuando volvió, lo hizo con ambos brazos escayolados.
Así aparece en la foto de clase, con una camisa de manga corta en pleno invierno, la única prenda a través de la cual podía pasar su "armadura".
Los demás niños envidiábamos estúpidamente esos brazos, ser el centro de todas las miradas, ver cómo esa escayola se llenaba progresivamente de firmas, dibujos y dedicatorias.
Años después, entendí que no había nada que envidiar. Nunca me quedó muy claro qué había ocurrido exactamente, tengo entendido que Alen estaba sentado en un taburete, o en una silla alta, su madre le empujó, o le tiró, o le quitó el taburete de debajo y él se fracturó los brazos a causa de la caída.
Fuera como fuera, afortunadamente alguien, no sé quién, tuvo las agallas de denunciar. Hubo una investigación y a la madre de Alen le quitaron la custodia. Dicen que fue a vivir con su abuela, la que le adoraba, y que ella le matriculó en un colegio más cercano a su casa.
Nunca le volví a ver, ni supe qué fue de él. Acabo de buscarle en google y encontré su página de Facebook; por lo que he podido leer, tiene una carrera universitaria, un trabajo, una novia. Espero que la vida le haya tratado bien, porque bastante duros fueron sus comienzos.
Y Alen es solo uno de tantos, uno solo de muchos niños que llevan su sufrimiento a cuestas como una cruz, que tienen demasiados accidentes, demasiados moratones, se muestran demasiado educados, demasiado silenciosos y complacientes o al revés, demasiado agresivos y problemáticos ante la indiferencia general de esta sociedad que prefiere enterrar la cabeza bajo la arena y pensar que no es de su incumbencia.
Por desgracia, la prensa nacional es muy parca en noticias de este tipo, parece que tengan miedo a sensibilizar a la población al respecto. Las noticias sobre menores delincuentes suelen tener mucha relevancia, casi siempre acompañadas de unas cuantas advertencias sobre la necesidad de ser estrictos y autoritarios para evitar males mayores, en cambio existe una extraña conspiración del silencio en lo que a niños maltratados se refiere.
Ojalá llegue el día en que todos nos podamos unir y levantar nuestra voz contra el maltrato infantil, para que historias como la de Alen no se vuelvan a contar jamás.



jueves, 23 de enero de 2014

La revolución blanca

Parece que Facebook sigue en sus trece... A raíz de la retirada de la "escandalosa" foto de madres amamantando (la podéis ver a través de este enlace) y de la "Revolución blanca" que ha surgido como protesta a las políticas abusivas de una red social que considera ofensiva una imagen de un bebé siendo alimentado pero no parece tener problemas con la exposición de tetas en un contexto sexualmente explícito, decidí aportar también mi granito de arena.
Tengo un video, precioso, obra de Colo de Buceando en mí, titulado Compañía para una lactancia prolongada. Yo no lo hice, ni lo pensé, pero contribuí con una foto y me siento orgullosísima de él como si lo hubiera creado yo solita.
Lo compartí en mi página personal, y en unos grupos en los que participo, pero al intentar subirlo en la fanpage de El mundo de Kim, recibo un aviso en el que se me indica que el video ha sido retirado, no porque se vean tetas, sino por violación del copyright.
Sobran los comentarios, o mejor dicho, no voy a meterme en un embrollo legal para reclamar mi derecho a subir un contenido que se ha creado precisamente para ser difundido.
Por si os habéis quedado con la intriga, aquí lo tenéis:
 

sábado, 11 de enero de 2014

Sueños

Esta entrada, que mi amiga Mon ha publicado en su blog Entre mimos y juguetes, me ha hecho pensar. Pensaba explicarle mis reflexiones en un comentario, pero sería demasiado extenso y no tenía intención de invadir su espacio, por lo tanto prefiero trasladarlo aquí.
A diferencia de Mon yo nunca he tenido un sueño: he tenido muchos, mi vida entera ha estado salpicada de sueños de todos los tamaños y colores, como el empedrado de un sendero, con lo cual me sería difícil identificar a uno solo de ellos como el sueño de mi vida.
Mis sueños de antaño eran muchos y variados: algunos simplemente venían a mi mente, otros los encontraba por el camino, otros más venían heredados, por no decir impuestos.
Mi madre tenía unos cuantos sueños preparados para mí, me los ofreció como un puñado de retales arrancados de aquel lugar que se encuentra a medio camino entre la felicidad y lo que nos habría gustado conseguir pero no pudimos. Quería que yo estudiara, que me licenciara, que encontrara un buen trabajo, que me realizara profesionalmente y que después, solo después, me casara y tuviera hijos para decidir espontáneamente dejarlo todo para cuidar de mi familia.
Mi padre no lo tenía tan claro, o quizás no lo expresaba de forma tan directa, pero estaba de acuerdo en que un trabajo interesante era prioritario para una vida feliz y que a mayor nivel de estudios, mayores posibilidades de encontrar un buen empleo.
Por desgracia para ellos, nunca me gustó estudiar. Me apasiona aprender, pero detesto el aprendizaje dirigido, que me digan qué debo aprender, cuándo, cuánto, cómo y qué es lo que debo opinar acerca de las lecciones que recibo.
No entendía cómo mis padres podían atribuir una importancia tan exagerada al éxito académico y profesional, a la vez que ellos tampoco comprendían por qué no quería lanzarme hacia ese futuro en el que según ellos se encontraba la clave de mi felicidad.
Yo tenía claro que quería ser feliz, pero también supe desde siempre que la felicidad no va necesariamente asociada a una carrera o a un empleo.
Quizás no tenía ambición, pero tenía sueños: soñaba con tener una casa propia, un sofá de terciopelo rojo en el salón, que me besaran bajo la lluvia, quería conocer (y ligarme) a un actor cómico protagonista de un programa de televisión que veía todos los domingos, quería vivir, viajar, reír, encontrar el amor, ser amada, admirada por mis amigos, aceptada por todo el mundo, quería sostener a mi bebé en brazos y darme cuenta de que en mi vida había un antes y un después, ir con mis hijos a la playa y decidir entre todos cómo pasaríamos el día, construir mi propia vida, ladrillo a ladrillo, sabiendo que era mía.

Door in the sky
www.freedigitalphotos.net
Demasiada adrenalina, demasiada imprevisibilidad para ser empaquetada y liberada en el interior de un aula o de una oficina.
Así que no hubo universidad, ni empleo de alto standing: no quise cumplir ninguno de los sueños que mis padres prepararon para mí, excepto el de ser feliz.
A veces echo la vista atrás y recuerdo mis sueños de entonces, con ternura o con pesar los vuelvo a colocar en el lugar que les corresponde. Algunos los he cumplido, otros no, otros más han ido perdiendo importancia durante el camino.
Si tuviera que hacer un balance, diría que adoro mi vida: la adoro con sus más y sus menos, con sus problemas y sus malos momentos, porque cada paso que he dado me ha llevado hasta donde estoy.
Sigo soñando e imaginando un futuro que no sé si llegará, pero la edad y la experiencia me han enseñado que lo bonito de los sueños es la sensación de felicidad absoluta que sentimos cuando conseguimos extender la mano hacia el infinito para atraer el sueño hacia el mundo real.
 

jueves, 26 de diciembre de 2013

Me duele (ley del aborto)

A este respecto, me duele todo: me duele una ley que nos hace retroceder de varias décadas, me duelen las posturas enfrentadas de personas a las que admiro y aprecio, me duelen los radicalismos y los insultos lanzados desde ambos bandos, me duele la dicotomía interior que supone un tema así.
Se puede decir que mi postura es un poco ambigua, si tuviera que resumirlo diría que moralmente estoy en contra del aborto, pero legalmente estoy a favor.
Desde que tengo uso de razón, tuve claro que nunca abortaría, al principio me decía, con esa arrogancia típica de la adolescencia, que sería mucho más fácil arrepentirse de no haber tenido un hijo que de haberlo tenido, y que eso era lo único que importaba.
Los años y la experiencia me trajeron reflexiones más pausadas y maduras, y llegué a la conclusión de que la perspectiva de acabar voluntariamente con una vida humana habría sido demasiado duro de soportar. No me considero religiosa pero soy mística, siempre he pensado que durante la concepción, una diminuta partícula de la luz que forma el tejido de la divinidad se desprende para venir a habitar el nuevo ser; con lo cual, para mí se trata de una vida humana desde el primer momento (es una opinión personal rebatible, pero al mismo tiempo también respetable, igual que cualquier otra).
En frío, me decía que el único supuesto en el que decidiría poner fin a un embarazo sería en caso de malformaciones o anomalías graves; luego me encontré embarazada, me descubrí acariciando mi incipiente barriga y diciéndole a mi bebé que viniera como quisiera venir, que haríamos lo que estuviera en nuestras manos para poder darle la mejor calidad de vida posible.
Incluso en el peor de los casos, creo que preferiría darle la oportunidad de abandonar este mundo entre mis brazos, y no en una mesa de quirófano.
Sin embargo, son decisiones muy tristes y dolorosas, y cada cual es libre de enfrentarse al dolor y de atravesarlo como mejor sabe o puede.
Por este motivo, me creo con derecho a pedir respeto para mi postura, pero al mismo tiempo, considero que tengo la obligación de no imponérsela a nadie.
De allí que piense que el aborto se debe despenalizar, debería ser libre y gratuito. Una ley estricta y anacrónica como la que nos quieren colar no disminuirá la tasa de abortos, se limitará a agrandar la brecha entre ricos y pobres, igual que antaño, cuando las mujeres de clase alta iban al extranjero para "solucionar el problema" y las de clase obrera se envenenaban con brebajes o se tiraban por la escalera.
En mi opinión, las únicas medidas realmente efectivas para reducir la tasa de abortos se resumirían en
promover una sexualidad responsable (me parece curioso, por decir algo, que muchos de los defensores de la nueva ley, se oponen al aborto libre pero también se oponen a los anticonceptivos) y en analizar las causas que llevan a una mujer a dar ese paso y tratar de ponerles solución, brindándole por ejemplo el apoyo (emocional, logístico, económico) que pudiera necesitar.
Si bien a nivel legal opino que el marco debería ser amplio, a nivel personal se debería sopesar muchísimo los pros y los contras a la hora de dar ese paso.
Es cierto que los anticonceptivos fallan, pero en muchos casos lo que falla es el sentido común de quienes deciden prescindir de ellos pensando que en todo caso le pondrán remedio después.
No comparto el sentimiento de las asociaciones pro-vida que considera unas asesinas a todas las mujeres que han tomado esa decisión: podemos estar de acuerdo, o no, con los motivos que llevan a una mujer a interrumpir un embarazo, pero hay que reconocer que se trata de una decisión dura y dolorosa.
Y tampoco comparto la postura del bando contrario, que parece creer que abortar es algo parecido a sacarse una muela, que tan solo se trata de librarse de un puñado de células, que el trauma post-aborto es inexistente y que una experiencia así es casi sinónimo de mujer moderna y liberada.
En realidad me duele todo, porque no entiendo a nadie, no entiendo la intransigencia de un bando ni la despreocupación del otro, soy tan arrogante que la única opinión que me parece sensata es la mía.

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Odio a Caillou (y a su irritante mundo adultocéntrico)

Lo confieso, no soporto a Caillou. Será muy bonito y educativo y todo lo demás, pero no le aguanto: prefiero mil veces el universo eternamente blanco de Pocoyó, la risita forzada que cierra cada capítulo de Peppa Pig e incluso el inglés macarrónico y chapucero de Dora la Exploradora. De todas las series dirigidas al público en edad preescolar, Caillou sin duda se lleva la palma a la más infumable.
Por lo visto, no estoy sola: probad a poner "odio a Caillou" en google y encontraréis docenas de blogs y enlaces dedicados a vapulear verbalmente al susodicho. Algunos ofrecen teorías curiosas, como por ejemplo que Caillou es calvo porque tiene cáncer (hipótesis a mi entender bastante improbable, puesto que hasta donde yo sé, en ningún episodio se menciona la enfermedad), otros recopilan parodias de mejor o peor gusto, todos ellos coinciden en considerarlo insoportable.
Sin embargo, sus razones para encontrarlo detestable son diametralmente opuestas a las mías: la corriente mayoritaria opina que es todo demasiado perfecto y empalagoso, y que los maravillosos padres de Caillou nos desmerecen a los demás, a los padres normalitos que en ocasiones perdemos la paciencia y somos incapaces de enfrentarnos a la vida con semejante dosis de ingenio y creatividad.
La verdad es que no estoy de acuerdo para nada.
Quizás se deba a que descubrí a Caillou de la peor forma posible: nos obsequiaron con un DVD que contenía, entre otros, el episodio titulado Caillou tiene una pesadilla. Se trató de un regalo hecho sin duda con buena intención pero con mala sombra, un burdo intento de animar a mi hijo mayor, que por aquel entonces tendría la misma edad del protagonista y seguía durmiendo con nosotros, a "independizarse".
En dicho episodio podemos ver como Caillou, aterrorizado por una pesadilla, busca refugio en la cama de sus padres para ser inmediatamente devuelto a su habitación por su madre, que con su habitual, insulsa e irritante sonrisa le conmina a dormir en su cuarto "como un niño mayor".
Caillou sigue sin entender la determinación materna a dejarle solo (según la canción tiene "casi cuatro añitos", yo tengo diez veces su edad y para ser sincera, tampoco la entiendo), así que pide un vaso de agua, y después que le lea un cuento. Siempre sin perder la calma, su amorosa madre se niega a leérselo, porque "es muy tarde y es hora de dormir" y se marcha de la habitación sin pensárselo dos veces.
A continuación el gato Gilbert tira el agua al suelo, lo cual ocasiona una nueva llamada de Caillou a su madre, que se limita a secar el suelo para irse nuevamente.
Caillou sigue sin poder dormir y finalmente decide irse a la cama de sus padres, donde consigue por fin conciliar el sueño, aunque no durante mucho tiempo: su padre se despierta, le pregunta qué hace allí, y a continuación le explica que "en esta cama no pueden dormir 3 personas, y tu cama es perfecta para tu tamaño". (Mentira cochina, mi cama está diseñada para dos personas y en ella dormimos 3).
Esta vez es el padre quien le lleva de vuelta a su cuarto, haciendo (para variar) caso omiso de sus ruegos, y explicándole, eso sí, que la mejor manera de ahuyentar las pesadillas es pensando en cosas bonitas.
Como no puede dormirse, Caillou decide quedarse jugando, y despierta a su madre, que le vuelve a acostar (como no), no sin antes resolver la situación de forma magistral dándole la vuelta a la almohada para ponerla "del lado de los dulces sueños".
En mi opinión, el episodio que acabo de describir rezuma un adultocentrismo repugnante; mi hijo llegó a la conclusión de que habrían dormido todos mejor si los padres de Caillou le hubieran dejado dormir con ellos, pero es evidente que el mensaje que se pretende transmitir es el contrario.
A partir de entonces he ido cogiendo cada vez más tirria a los padres de Caillou: su madre es de una sosería inaguantable, siempre está demasiado ocupada para jugar con él, comete una negligencia gravísima al quedarse dormida en el porche (Caillou aprovecha la ocasión para darse una vuelta por el barrio y hace un montón de descubrimientos, no le atropella ningún coche ni le rapta un pederasta; una amable vecina le acompaña a su casa y se echa unas risas con la madre en vez de denunciarla a los servicios sociales) y cuando le pierde en el supermercado, le recibe con una amplia sonrisa en vez de estar al borde del colapso nervioso como cabría esperar en una persona normal.
El padre, otro sosaina, es una especie de Mac Gyver, pero más fondón, que arregla todos los desperfectos de la casa con una sonrisa y no pierde la calma ni siquiera cuando Caillou se queda encerrado en una habitación a oscuras.
Para rematar, la narradora aprovecha todas las pausas para rellenarlas con sandeces y obviedades del tipo A Caillou no le parecía divertido jugar sin hacer ruido, a Caillou le daba vergüenza haberse caído de la bicicleta mientras su papá le miraba, Caillou quería tener el cohete más rápido del mundo.
Se supone que los padres de Caillou hacen despliegue de una paciencia infinita, pero la verdad es que Caillou nunca tiene una auténtica rabieta: por ejemplo, pide unas galletas en el supermercado, su madre le dice que no porque después de cenar hay un postre especial, y Caillou no rechista. No sé los vuestros, pero los míos nunca se han dejado convencer tan fácilmente. Es bastante poco probable que un niño de cuatro años entienda que no puede tomarse unas galletas en este momento porque le darán un postre dentro de muchas horas.
Ni siquiera Rosie, la hermanita de Caillou, que deberá tener unos dos años y está por tanto en la edad rabietil por excelencia: basta con que su madre le proponga cualquier estupidez, como decorar una vela para el barco de Caillou, para que se olvide de que estaba disgustada por no poder ir con él. También me gustaría que alguien me explicara por qué le pone voz una señora mayor que intenta hablar como un bebé, y por qué tiene que torturar mis oídos con ese esperpéntico yo tambén cuando luego pronuncia correctamente su nombre, R incluída.
Detesto a Caillou porque bajo la pátina de armonía y amabilidad se esconde un mudo reproche: fíjate lo bueno que es Caillou, lo bien que se porta, lo rápido que se deja convencer, lo obediente que es. Caillou no se rebela, no se enfada, no desobedece, como mucho ofrece una débil oposición a los deseos paternos durante el tiempo estrictamente necesario para que sus odiosos padres maquinen una imaginativa manera de hacerle pasar por el aro.
Me dan una sensación parecida a los payasos, se supone que son agradables y divertidos pero los encuentro amenazadores y siniestros desde siempre, me recuerdan a John Wayne Gacy y al asesino de It.
Casi me parece más educativo el humor ácido de Bob Esponja, un entrañable perdedor capaz de reírse hasta de sus propias desgracias que el pluscuamperfecto microcosmo del insufrible niño calvo y su repelente familia.

viernes, 1 de noviembre de 2013

Malditas acelgas

Mi abuela materna, que había conseguido sobrevivir a las dos guerras mundiales, solía decir que en tiempo de guerra el pan era de tan mala calidad que de haberlo lanzado contra el techo, se habría quedado pegado. Obviamente, ni ella ni nadie que conociera lo había intentado nunca, habría sido una locura desperdiciar de esa manera un alimento que a menudo era el único sustento de toda la familia. A mi abuela le tocó vivir tiempos duros, tuvo que experimentar de primera mano el hambre y las privaciones: la carne era un lujo que se reservaba a quien trabajaba, y la frase "si no comes eso, no hay nada más" solía ser una triste verdad. A menudo no había nada más, solo una canción de cuna para calmar a un niño hambriento. La generación de mis padres no lo tuvo tan difícil, vivieron sin lujos pero sin padecimientos. La carne seguía siendo un manjar que se saboreaba en ocasiones
especiales, y la frase "si no comes eso, no hay nada más", se había convertido en una media verdad, porque si bien la comida ya no escaseaba, la variedad de la misma era más bien poca. En mis tiempos, las cosas habían cambiado radicalmente: vivíamos en una burbuja de relativo bienestar, y si bien no éramos ricos, nunca nos faltó comida. La carne se había convertido en un alimento al alcance de cualquiera, y la frase "si no comes eso, no hay nada más" era un vulgar chantaje, porque todo el mundo tenía la nevera repleta. La comida ya estaba al alcance de todo el mundo, y mis padres habían dejado de envidiar a los vecinos ricos que podían comer filete más de una vez por semana: ahora ese filete estaba en su mesa a diario, y tenían que chocar contra mi incomprensible negativa a comer lo que no me gustaba. Es curioso como las normas cambian según la edad de quién se supone que debe cumplirlas: a mi padre no le gustaba la zanahoria y nunca la comíamos, a mi madre el cordero le daba arcadas y el cordero no entraba en casa, pero yo odiaba las acelgas y me las tenía que comer sí o sí. Todavía recuerdo con terror esas batallas y esas interminables luchas de poder frente a platos repletos de engrudos poco apetecibles, batallas parecidas por cierto a las que padecían mis amigos: los que habíamos tenido la mala suerte de no ser comilones veíamos con terror el momento de sentarnos a la mesa, y en ocasiones seguimos pagando las consecuencias de ello. Cabría esperar que cada generación intentara subsanar los errores de los que ha sido víctima: así lo hicieron mis abuelos, que después de pasar hambre en su infancia se esforzaron en poner a diario comida encima de la mesa; y así lo hicieron mis padres, que después de haber soñado con determinados alimentos, los pusieron a nuestro alcance. Nosotros, que nos pasamos la infancia comiendo bajo coacción, deberíamos tratar de ayudar a nuestros hijos a construir una relación sana con la comida, pero a menudo repetimos los errores que cometieron con nosotros. Incluso hoy en día es bastante corriente poner el grito en el cielo si un bebé se deja un par de cucharadas de puré, amenazar a un niño con terribles carencias si se niega a comer o recurrir a amenazas de todo tipo para que se termine el plato que nosotros le hemos puesto. Por lo que a mí respecta, odio las acelgas, no tanto por el sabor en sí sino por los tristes recuerdos que me han dejado. Al cumplir 18 años decidí que no las volvería a probar, y he cumplido con mi promesa. Mi marido no soporta las alcachofas (supongo que sus motivos para no comerlas son parecidos a los que tengo yo por detestar las acelgas), y también lleva años sin probarlas. Hasta aquí, todo normal. Sin embargo, mi hijo odiaba la tortilla, y más de uno nos consideraba unos bichos raros por no obligarle a tomarla, en el mejor de los casos por pensar que la tortilla debe poseer unas propiedades de las que el huevo frito o cocido carecen, en el peor, enarbolando la bandera de los tan cacareados límites. A mí me pareció más sencillo que eso: no le gustaba la tortilla, pues no comía tortilla; además, no lo consideraba un problema puesto que aceptaba el huevo preparado de otras maneras, pero incluso si no hubiera sido así, habría acabado por buscar otra fuente de proteínas sin empeñarme en hacerle pasar por el aro. Mi hijo estuvo hasta los 6 años aproximadamente rechazando la tortilla, de repente un día se animó a probarla y desde entonces la acepta: no es su comida favorita, pero la toma sin problema. De mi hija no puedo hablar, porque hasta la fecha se ha animado a probar todo lo que se le ha puesto delante: tiene sus gustos, hay cosas que le gustan más y otras menos, hay alimentos que toma en muy poca cantidad y otros que come hasta hartarse. Con ella la comida nunca ha sido una batalla, será porque de entrada le gusta comer más que a su hermano, o porque nos hemos librado de pediatras caducos, consejos perjudiciales y sobre todo porque a estas alturas, el fantasma de las carencias nutricionales ha ido a freír espárragos, nunca mejor dicho. He descubierto que es mucho más fácil que un niño coma sin presión, sin nervios y sin amenazas. Ojalá se lo hubiera dicho alguien a mis padres cuando iban a la tienda a comprar acelgas.