martes, 25 de octubre de 2011

Ramas

Hace tiempo que no actualizo el blog. Cuando lo creé, me prometí a mi misma que le dedicaría tiempo con regularidad e intentaría publicar nuevas entradas de forma asidua. Sin embargo, algunos días no tengo tiempo; otros, no tengo ganas. Hoy me dedico a escribir sin saber muy bien qué es lo que voy a publicar y por qué.
Stack of fellet wood, de Joseph Valks
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Me siento desmotivada, pesimista; no me siento así a menudo, y detesto que me ocurra. Miro a mi alrededor y solo veo problemas: en mi vida, en vidas ajenas. Problemas de salud, familiares, sentimentales, laborales, económicos, anímicos. Ninguno de ellos es grave, por lo menos los que afectan mi propia existencia no lo son, pero cuando se acumulan, molestan.

Siempre que tengo estos pensamientos me viene a la mente un cuento que leí estando en el instituto. Es obra de un escritor de la antigua Grecia, cuyo nombre he olvidado hace tiempo.
El cuento narra la historia de un anciano que tenía tres hijos que se peleaban constantemente. Un día, el anciano cogió tres ramas, las ató y pidió a sus hijos que intentasen romperlas. Ninguno de ellos lo consiguió, así que el anciano desató las ramas, entregó una a cada uno de sus hijos y volvió a pedirles lo mismo. En esta ocasión, los hijos consiguieron quebrarlas con facilidad, y el anciano les explicó que ellos eran como las ramas: si se mantenían unidos, nadie podría con ellos, pero estando separados sería muy fácil vencerlos.
Soy hija única y me es difícil empatizar con un cuento que trata de transmitir una moraleja que nunca me ha hecho falta. Pero aún así la traslado a mi propia vida, convierto las ramas en problemas y descubro que el cuento tiene mucho sentido: si nos enfrentamos a los problemas por separado, conseguiremos romper todas las ramitas, pero si dejamos que se nos acumulen, llegará un momento en que no podremos con tantas a la vez. Además, creo que la comparación es acertada, porque los problemas son como las ramas: pueden ser frágiles ramitas o enormes troncos de encina, algunas veces son quebradizos y otras flexibles.
Hoy es uno de los días en los que me hace falta un hacha y una aspiradora para no dejar restos.

viernes, 14 de octubre de 2011

Ya verás



La primera vez que intenté reconectar con mi vida social después de convertirme en mamá fue un par de meses después de haber dado a luz. Acababa de dar mis primeros, tímidos pasos en un camino que iba a cambiar mi existencia por completo, pero por aquel entonces lo desconocía. De hecho, miro hacia atrás y apenas me reconozco. Estaba luchando por superar la muerte de mi madre y por adaptarme a mi nueva situación, tenía la cabeza como un bombo por todos los consejos que recibía y lo único que quería era hacer las cosas "bien", sin saber exactamente lo que eso podía significar.

3D Family de David Castillo Dominici
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Por aquel entonces, nunca había oído hablar de Carlos González ni de Rosa Jové y si hubiera oído la expresión "crianza con apego", me habría sonado a chino. Lo único que sabía era que mi instinto me obligaba a ir contra corriente en algunos aspectos: mis emociones más primitivas no residen en el cerebro y ni siquiera en el corazón, sino en el estómago. Cuando mi estómago se rebela ante la sola mención de una idea, lo mejor que puedo hacer es olvidarme de ella.
Así que aquel día, cuando unos amigos nos propusieron salir a cenar, mi marido y yo decidimos aceptar. Me vino a la memoria uno de los famosos consejos recibidos, "no debéis dejar que el bebé os cambie la vida, él debe adaptarse a vuestro ritmo, no vosotros al suyo", sin embargo el restaurante elegido era un lugar tranquilo, fresco, con terraza, al lado de un pequeño parque donde pasear. Mi estómago no tuvo nada que decir al respecto, así que aceptamos la invitación.
Los amigos en cuestión fueron los primeros de nuestro grupo en convertirse en padres (nosotros fuimos los segundos) e iban acompañados de su hijo, que tendría unos dos años. Al principio, la velada transcurrió sin incidentes, vino el camarero, nos tomó nota, nos trajo las bebidas.
Pero entonces mi bebé empezó a llorar y de pronto me sentí fuera de lugar en aquel sitio. Me fui con él, ahora ya no recuerdo si tenía hambre, sueño o qué le pasaba; cuando se calmó, volvimos al restaurante.
Entonces nuestra amiga me dijo, con ademanes conciliadores: no hace falta que te levantes, a mí no me molesta que llore. En ese momento olvidé todos los modales que mi madre trató de inculcarme (sin éxito) durante años, y solo se me ocurrió contestarle: a mí me importa un bledo que te moleste o no, lo que no quiero es que lo pase mal. Lo que suele suceder cuando mi estómago se rebela ante una emoción indeseada es que tiendo a soltar lo primero que se me pasa por la cabeza.
Mi desafortunada frase dio lugar a una interminable lección sobre crianza que se prolongó todo el tiempo que duró la velada. Nuestros amigos consiguieron exponer, en un tiempo relativamente breve, la colección completa de disparates adultocéntricos que detesto desde siempre: un azote en el pañal no duele y es bueno para educar, no hay que coger a los niños en brazos para no malacostumbrarles, no pasa nada porque lloren un rato, los niños hacen chantaje emocional y un largo etcétera que me niego a detallar porque me aburro solo de pensarlo.
Fue, sin embargo, mi primer instante de autoafirmación maternal: me puse a rebatir todos y cada uno de los puntos, sin argumentos ni citas que en aquel tiempo desconocía, pero con toda la fuerza de mi convicción.
Nuestro amigo dudaba, en especial, de mi determinación a no dar cachetes a tiempo (o a destiempo), predijo que en algún momento acabaría por perder la paciencia y darle un par de azotes (¿pero no se daban para educar?), y puesto que le seguía rebatiendo, decidió rematar su discurso con ejemplos significativos:
Ya verás cuando se niegue a comer y tire el plato al suelo.
Ya verás cuando tenga que dormir y no quiera.
Ya verás cuando te monte un pollo por la calle o en el super.
Ya verás cuando tenga que ir al colegio o a la guardería y no le dé la gana.
Cinco años y dos hijos después, creo que hemos cumplido todos los "ya verás" y puede que alguno más que no estaba en la lista, y me sigo reafirmando en que he cometido muchos errores con mis hijos, pero nunca jamás les he puesto la mano encima, y estoy determinada a poder seguir diciendo lo mismo cuando se hayan hecho adultos.
Aquel día, mientras escuchaba esas sombrías predicciones, me prometí a mí misma que llegaría un momento en que se lo haría saber, en que les diría: he pasado por todo eso y más y nunca se me ha ido la mano, como veis es posible hacer las cosas de otro modo. Pero, como he dicho al principio, he cambiado mucho desde entonces. No me interesa demostrar nada a nadie, solo quiero ser fiel a mi instinto.

martes, 11 de octubre de 2011

¡Vivan los padres sin sentido común!

Este manifiesto no es mío, lo redactó mi amiga Mon en un arrebato. No es mío, pero como si lo fuera, pues ha sabido decir lo que yo quería decir, y además lo dice mucho mejor. Os pido que lo leáis, y si os gusta y estáis de acuerdo, que lo publiquéis en vuestro blog, en vuestra página web, en vuestra cuenta del facebook o que lo enviéis por mail a vuestros contactos. Así, entre todos, podremos llenar la red con nuestra disconformidad, hacer oír nuestra voz, dejar claro que los padres que critican ciertos métodos somos unos cuantos. Unámonos bajo el lema ¡Vivan los padres sin sentido común!

Mi manifiesto, por Mon
Sobre los métodos científicos del Dr. Estivill.

Leo en la Red que el Dr. Estivill dice que aquellos que rechazan su metodología para enseñar a dormir carecen de rigor científico.
Bien, pues no sé si me he perdido algo. ¿La única verdad universal, "verdadera verdadera" como diría mi hijo, es la ciencia para absolutamente toda nuestra vida y en todas nuestras facetas?
De ser así me siento un poco, cómo explicarlo, en un mundo encorsetado y sintético, como hagas algo no avalado por un par de estudios científicos por lo menos... "te la cargas". Pero los estudios son eso, estudios, para bien y para mal. Los hay del mismo tema y conclusiones diferentes, por ejemplo.

La ciencia…. Bien está poder echar mano de ella, que nos ayude, que mejore la calidad de nuestra vida y lo que me alegro de vivir en el siglo que me ha tocado... pero en este caso concreto me pregunto:

Dios mío ¿y como ha sobrevivido la Humanidad hasta ahora o hasta el siglo pasado que nacieron Ferber y compañía?

La crianza es, como todos los padres saben (iba a añadir con ¿fina? Ironía, “con sentido común”), mucho más compleja que la ciencia. Nos guste o no es más antigua, primitiva e instintiva de lo que algunos quieren hacernos creer. Porque además de instinto, señores, no nos falta sentido común.

No entiendo por qué me tienen que explicar paternalmente nada si soy adulta, medianamente sensata (salvo por el amor a mi familia que me aloca) y MADRE. Y me niego a imaginar un mundo tan falto de imaginación, de improvisación, de empatía y de respeto.

De todos modos y en contestación a su afirmación: SÍ EXISTE una bibliografía científica, sí hay una corriente científica que no avala sus métodos: J. Bowlby, Mc Kenna, Alice Miller, Margot Sunderland, W. Sears, Eduard Punset, Sue Gerhardt, Jay Belsky, Jean Liedloff por poner unos ejemplos. O podemos enlazar, vía Internet, perdón (que es sólo Internet), con la siguiente noticia del siguiente estudio:

Estudio:” Los bebés se estresan si su llanto es ignorado durante dos minutos”.

http://www.dormirsinllorar.com/pq11.html

La neurobiología, la antropología, la psicología, la medicina, la psiquiatría le contestan. ¿Es suficiente ciencia?

Posdata: escribo mientras mi hijo pequeño de 6 meses se duerme tomando teta.

Firmado: una ignorante

jueves, 6 de octubre de 2011

Pediatría sin sentido

Yo también lo he leído. Entero no, por supuesto (comprarlo sería una forma bastante absurda de perder tiempo y dinero), pero no he podido resistir la tentación de hojear las primeras 40 páginas, que están disponibles de forma gratuita en internet.
El blog Reeducando a mamá ha publicado un excelente artículo sobre el (escaso) sentido común de algunos pediatras al que podéis acceder desde aquí.
Por mi parte, tengo claro que carezco del sentido común al que apelan los autores del libro, así que, a falta de sentido común, he tratado de recurrir al sentido del humor e intentar leerlo en clave cómica, pero sin éxito: si bien algunos pasajes podrían ser desternillantes leídos en voz alta por algún monologuista del Club de la comedia, los consejos del libro van en serio, muy en serio.
Por tanto, viendo que me falta sentido común y también sentido del humor, no me ha quedado más remedio que intentar leerlo con calma para que no me hierva la sangre.
Para empezar, el estilo utilizado es una mezcla de campechano, simpático y graciosete, similar al del Duérmete niño y demás despropósitos de uno de los coautores. Sin embargo, bajo esa pátina de amabilidad y de corrección política se esconde el mismo refrito de topicazos adultocéntricos al que nos tienen acostumbrados: nos dicen que el contacto físico es muy importante para establecer un buen vínculo con el bebé y a continuación nos alerta sobre los peligros de dormirle en brazos, nos hablan de las etapas del sueño infantil para después decirnos que si un recién nacido se despierta, los padres no deben intervenir sino esperar a que vuelva a coger el sueño por si solo (en otras palabras, hay que dejarle llorar hasta que se harte), nos explican las ventajas de la lactancia materna pero añaden que el biberón es una opción igual de válida si la madre no quiere o no puede dar el pecho. (De hecho, dan a entender que algunas "no pueden" por una especie de castigo divino, puesto que ni siquiera mencionan los problemas más frecuentes ni la existencia de grupos de apoyo que pueden ayudar a solucionarlos).
La frase que más me chirría, debido a mi experiencia personal, es "la mamá debe seguir las normas de la lactancia materna a demanda o biberón, según su deseo y las recomendaciones de su pediatra", sobre todo porque no explica qué debería hacer la mamá cuando su deseo no coincide con las recomendaciones de su pediatra. Lo digo porque tuve un pediatra que estaba claramente en contra de la lactancia, a juzgar por algunas de sus frases ("si la niña no engorda un mínimo de 200 gramos a la semana, vamos a destetarla y darle biberones", "las asesoras de lactancia creen que lo único bueno es la leche materna, cuando existen muchas otras buenas opciones", "si la niña regurgita, con el pecho no va a mejorar, pero si le dieras biberón te puedo mandar una leche específica", y la gota que colmó el vaso, cuando mi hija tenía 4 meses y después de haber engordado 800 gramos en el último mes: "tenía que haber engordado más, así que vamos a darle cereales en todas las tomas"). Por tanto, a falta de sentido común, y de sentido del humor, decidí cambiar de pediatra, y afortunadamente la actual es más afín a mi manera de ver las cosas.
Después de este inciso, otra cosa que me llama la atención es que, al tratarse de un libro que teóricamente habla de pediatría, a juzgar por el índice, solo 142 de las 487 páginas están dedicadas a enfermedades y accidentes varios, que a mi entender entran dentro de las competencias del pediatra. Las 345 restantes hablan de los temas más variados, cómo se cambia un pañal, cómo elegir un buen colegio, cómo es el sueño, la socialización y (como no) la disciplina. Los hay que tienen mucho sentido común, pero poco sentido del ridículo.
En resumen, lo que he leído parece una recopilación de consejos de la suegra (escritos de forma elegante, eso sí), con algunos guiños a la corrección política para quedar bien con todos los bandos, y totalmente contraindicado para estómagos sensibles. Y solo he leído 40 páginas, pero a mi modo de ver suficientes para querer cambiarle el título de Pediatría con sentido común... a Pediatría sin sentido.

viernes, 30 de septiembre de 2011

De sobreprotección y otros demonios




Surveillance camera, de tungsphoto
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Creo que el miedo a criar niños sobreprotegidos es algo que tengo en común con buena parte del resto del mundo (de ahora en adelante, los otros); sin embargo, los otros y yo diferimos (para variar) en nuestras respectivas definiciones de sobreprotección.
Para mí, sobreproteger a los hijos significa protegerlos en exceso, controlarlos, asfixiarlos, tomar decisiones que les corresponderían a ellos, imponerles nuestros puntos de vista en vez de aceptar los suyos; en cambio, para los otros, sobreproteger significa mimar, cuidar y fomentar el apego.
Por tanto, yo creo que mis hijos no están sobreprotegidos; los otros probablemente piensen que sí lo están.
Para mí, un niño sobreprotegido es aquél al que no se le permite correr en el parque por miedo a que se haga daño; para los otros, es aquél cuya madre corre a consolarle cuando se cae en vez de decirle que no llore por tonterías o regañarle por no haber tenido cuidado.
Los otros creen que sobreprotejo a mis hijos porque no los dejo llorar, no les doy cachetes, no les marco límites (entiéndase por "límite" cualquier norma absurda y arbitraria que se le pueda ocurrir a un adulto y cuya única finalidad es entablar una lucha de poder que debe absolutamente ganar), no los dejo al cuidado de familiares a no ser que sea estrictamente necesario, les cojo en brazos cuando me lo piden, les acompaño si me quieren enseñar algo en vez de pedirles que no me molesten para quedarme de charla con la abuela (o con quien se tercie), juego con ellos en vez de acostumbrarles a jugar solos y un largo etcétera.
A veces parece incluso que tengan razón, porque mi niña tiende a buscarnos con la mirada, a su padre y a mí, y no se queda tranquila hasta que no nos ve; porque prefiere jugar conmigo que sola y tenerme siempre dentro de su campo visual. Los otros se llenan la boca y son incapaces de resistir la tentación de avasallarme con predicciones tremendistas del estilo "ya verás cuando sea mayor y por tu culpa no sea capaz de hacer esto o lo otro". Ahora me río, pero tengo que admitir que hace unos años no podía evitar una punzada de preocupación.
Ya he pasado por eso, todavía me quedan muchas etapas pero a estas alturas puedo ir haciendo balance.
Cuando mi hijo mayor tenía un año, se comportaba de forma muy parecida a como se porta su hermana ahora. Me decían que le estaba sobreprotegiendo porque le cogía en brazos demasiado; en cambio, los otros no tenían a sus niños en brazos nunca, para no malacostumbrarles. Lo máximo permitido era cogerles como si fueran macetas para pasarlos de la cuna a la trona, de la trona al cambiador, del cambiador al carrito o del carrito a la hamaca.
Con un año y medio, mi hijo me llamaba varias veces en medio de una comida familiar para enseñarme lo que había descubierto o para que jugara con él; los niños de los otros nunca hacían eso, porque les habían enseñado a no molestar a sus papás mientras comían.
Con dos años, mi hijo prefería jugar con nosotros que solo, mientras los niños de los otros jugaban solos desde hacía mucho tiempo o se entretenían viendo la televisión.
Pero luego llegaron los tres años, y con ellos el cambio: mi hijo empezó a querer jugar con otros niños y dejó de llamarme durante las comidas familiares; eso sí, de vez en cuando venía a contarme a qué estaban jugando o a decirme, entre risas, la palabrota que le habían enseñado para asegurarse de que realmente estaba muy mal decir eso; los niños de los otros no se acercaban, ni siquiera para decir que otro niño les había pegado. Si mi hijo hacía algo mal, venía a contármelo; los niños de los otros negaban la evidencia o mentían por miedo a las consecuencias.
Ahora que tiene cinco años, muchos de los otros se declaran sorprendidos por la independencia que muestra mi niño, por lo razonable que es y las pocas rabietas que ha tenido; es curioso, yo me lo esperaba. Ha tenido todo el tiempo necesario para fortalecer sus alas y ahora está listo para volar.
Los niños de los otros han tenido que volar antes de tiempo y sus alas no son muy fuertes, a veces se dan un batacazo contra el suelo o no consiguen encontrar el nido.
Pero luego me pongo a pensar en la sobreprotección y llego a la conclusión de que yo no he sobreprotegido para nada, los que sobreprotegen son los otros.
Mis hijos tienen desde siempre libertad de movimiento; los niños de los otros pasan muchas horas en la cuna o en el carrito.
Mi hijo mayor puede elegir el plato que va a tomar cuando vamos a un restaurante, y su hermana también lo hará cuando le llegue la edad de hacerlo, los hijos de los otros tienen que comer lo que sus padres eligen y tomar la cantidad que sus padres consideran aceptable.
Leo y releo esta entrada y empiezo a pensar si no debería borrar todo lo que he escrito: las comparaciones son odiosas. En realidad, no hago las cosas de esta manera por intentar conseguir un resultado. Me limito a hacer lo que me sale del corazón, y además está dando buenos resultados, así que me siento doblemente afortunada, primero porque no me traiciono a mí misma, y segundo porque encima resulta ser una forma acertada de criar a mis niños.
Para evitar malentendidos, aclararé que cuando hablo de los hijos de los otros me refiero, para ser sincera, a un par de otros en concreto, que posiblemente no sean representativos de toda la población española ni mucho menos. Sin embargo, se trata de un par de otros que me criticaron a más no poder por ser tan "blanda", y han tenido que tragarse sus comentarios. Va a ser verdad que el tiempo siempre nos da la razón.

martes, 27 de septiembre de 2011

La esencia del unicornio

Confieso que nunca he entendido el arte. Es decir, puedo llegar a comprender una obra de arte (se trate de un cuadro, una escultura, un libro o una película), pero mi primer y único planteamiento es siempre me gusta o no me gusta. Si me transmite emociones positivas, lo considero arte; si me deja indiferente, o me genera una sensación de rechazo, tiendo a calificarlo de esperpento, digan lo que digan los críticos.
Y con perdón de los críticos que puedan estar leyéndome, pienso que el arte es algo subjetivo, impalpable, abstracto y cuestionable, por eso no entiendo el afán de analizarlo según unos parámetros preestablecidos. Digamos que mi enfoque suele ser intuitivo y visceral.
Desde mi ignorancia, de entrada no entiendo cómo puede uno extasiarse al ver unos manchurrones en un lienzo, pero cuando vi la Piedad de Miguel Angel me saltaron las lágrimas. Es una incoherencia que me acompaña en casi todas las facetas de mi vida, no suelo utilizar mucho la cabeza, digamos que prefiero recurrir al corazón y al estómago.




La imagen que he elegido para acompañar esta entrada es un dibujo de mi hijo de 5 años.
Unicornio, (c) E. A. B. 2011
Para poneros en antecedentes, os diré que al comienzo del curso sus maestras nos comentaron que a partir de la segunda semana de clase iban a traer deberes.
A decir verdad, yo no estaba muy conforme ante la idea de que unos niños para los que la educación todavía no es obligatoria, y que pasan un total de 7 horas diarias en el colegio, tengan que trabajar también en casa. Sin embargo, decidí no protestar y darles un voto de confianza: estoy encantada con el colegio, con la calidad humana y la profesionalidad que han demostrado siempre sus maestras, me reafirmo cada día en que ha sido una elección muy acertada al ver la sonrisa con la que mi niño me recibe habitualmente cuando voy a recogerle.
También hay que decir que los deberes que trae son sencillos, no tarda más de 10 minutos en hacerlos y tiene toda la semana para entregarlos.
Además, mi hijo está encantado y orgulloso de su nueva responsabilidad de niño mayor, y lo primero que hace todos los lunes es contarme qué deberes le han mandado; en cuanto llega a casa, se pone a hacerlos y después me los enseña.
Ayer le mandaron dibujar y escribir 3 palabras que empiezan por la letra U. Estuvo charlando todo el camino, emocionado porque ya había encontrado dos de las tres palabras que necesitaba, y un poco preocupado hasta que encontró la tercera.
Una vez en casa, se puso manos a la obra. Una de las palabras que eligió fue unicornio: me sorprendió por su complejidad, porque supo escribirla él solo sin consultarme, y sobre todo por el dibujo que he reproducido aquí.
En cuanto lo vi, me vinieron a la mente las cuevas de Altamira. Será que estoy leyendo (con mucho esfuerzo y poco entusiasmo) La tierra de las cuevas pintadas, pero encuentro el dibujo de mi niño muy parecido al arte prehistórico, a aquellas imágenes que sorprenden por su variedad.
Luego recordé los dibujos que yo hacía de pequeña, totalmente carentes de perspectiva y la envidia sana que sentía hacia el talento de mi madre, que pintaba cuadros que nunca llegó a exponer (y que para mí son arte, porque me transmiten algo). Entonces volví a mirar el dibujo de mi hijo, tan parecido y al mismo tiempo tan distinto a lo que me esperaba, y me maravillé aún más.
Tengo que decir que no se esmeró mucho, tardó medio minuto a lo sumo en terminarlo. Pero va a ser que mi niño también es un artista, porque su dibujo me ha llegado.
Es un dibujo tosco, lo admito, pero me parece espectacular por su aparente sencillez. Con unos trazos rápidos y sencillos ha conseguido captar la esencia del unicornio, animal entre mito y realidad ("se parece a un caballo, pero con un cuerno en la frente") y lo ha pintado de rojo, su color favorito.
Hace unos años escribí un libro; no lo he publicado y puede que nunca me atreva a hacerlo. Pero mientras lo escribía me imaginaba a mí misma pintando un cuadro, dando forma a la historia que querría contar: algunos pasajes los escribía utilizando un pincel muy fino y otros a brochazos. Luego me quedé contemplando mi obra y la guardé en un cajón: tengo miedo al fracaso y también miedo al éxito, así que ante la duda elegí no hacer nada.
Si algún día encuentro el valor de buscar un editor que quiera creer en mí, habré conseguido transmitir la esencia del unicornio.

martes, 20 de septiembre de 2011

¡¡Un año!! (Desde el valle verde)

Hoy es el primer cumpleaños de mi hija. Ella cumple un año, mi marido y yo cumplimos un año como padres de dos y mi hijo cumple un año como hermano mayor.
Y luego está ella, mi polluela, mi princesita, la reina de la casa, que desde hace un año nos regala amor y felicidad.
También cumplimos, ella y yo, un año de lactancia, y teniendo en cuenta lo difícil que lo tuvimos al principio, me parece poco menos que un milagro. Esa experiencia fue el primer texto mío que apareció publicado en internet, primero en el blog del grupo de lactancia Madres de la leche, a petición de una amiga, después en otros, cuyos autores apreciaron mi historia y pidieron permiso para reproducirla. Ahora, la incluyo también aquí, porque al ser el cumpleaños de mi hija es también una forma de felicitarla por el camino recorrido.

La cima de la montaña
En junio de 2005, cuando me quedé embarazada de mi hijo mayor, lo tenía claro: quería amamantar. Por desgracia, no pudo ser. Mi madre falleció dos meses antes de que yo diera a luz, y creo que eso afectó seriamente mis niveles de prolactina; el resto lo hizo una mezcla de ignorancia, inexperiencia, miedo y malos consejos.
En diciembre de 2009, cuando volví a quedarme embarazada, tuve claro de nuevo que iba a darle el pecho a mi bebé. Y esta vez, estaba decidida a conseguirlo. Pasé buena parte del embarazo recopilando información sobre lactancia, posturas, técnicas, posibles problemas y soluciones, leí y releí "Un regalo para toda la vida" hasta casi aprendérmelo de memoria. Pensaba que la información es la clave de todo, que ya poseía toda la información necesaria, que todo iba a ser fácil, solo tenía que ponerme al bebé al pecho nada más nacer y la naturaleza haría el resto.
Pasé las primeras horas con mi hija recién nacida tumbada sobre mi pecho, mientras la habitación se llenaba de visitas y las primeras críticas no se hacían esperar ("¿qué haces con la niña encima todo el rato? La niña hay que dejarla en la cuna y ponerla al pecho solo cuando le toca".)
A decir verdad, desde el principio tuve la sensación de que algo no marchaba bien. Por lo que había leído, pensaba que la niña iba a querer estar enganchada al pecho a todas horas, pero no era así: apenas se cogía, chupaba durante un par de segundos y a continuación se soltaba. Se lo comenté al personal del hospital, pero me tranquilizaron diciéndome que era normal, que el bebé solo mamaría unas pocas gotas de calostro, y estas serían suficientes para alimentarle.
De vuelta a casa, esperé ansiosamente la subida de leche, comprobando compulsivamente mis pechos una y otra vez. Viejos recuerdos afloraron a mi memoria: mis pechos vacíos, mis intentos de sacarme leche con un extractor, las pocas gotas que conseguía tras media hora de tortura, mi hijo llorando de hambre, todo el mundo diciéndome que renunciara porque yo no tenía leche, los suplementos de fórmula que acabaron por ganar la partida.
Pero esta vez fue diferente. La segunda noche empecé a notarme los pechos más calientes, más llenos. Pensé que ya no habría ningún problema, que por fin podría conseguir mi deseada lactancia.
En realidad, los problemas no habían hecho más que empezar. La niña lloraba mucho, apenas dormía, le ofrecía el pecho a todas horas pero no se enganchaba. Tres días después fuimos a la clínica donde nació para que le realizaran la prueba del talón y pedí que la pesaran. Al principio se negaron, dijeron que tenía buen aspecto y nos recomendaron ir a urgencias en caso de dudas; ante mi insistencia, acabaron pesándola, y descubrí con horror que había perdido 700 gramos, casi un 20% de su peso al nacer.
De camino a casa con un biberón de leche de fórmula que nos dieron, me sentí la peor madre del mundo porque había estado a punto de matar de hambre a mi hija. Por un momento pensé que se había acabado todo, que tendría que darle ese biberón, y luego otro y otro, como ya me había ocurrido con mi hijo mayor.
Es difícil explicar lo que se siente a quien no haya pasado por algo similar. Cuando pones toda tu ilusión y tu lactancia fracasa, nadie se para a escucharte, pero todo el mundo acude a ti con palabras de falso consuelo. Siempre hay almas caritativas que intentan levantarte el ánimo enumerando las supuestas ventajas del biberón, y entre ellas nunca suele faltar la de "es muy cómodo porque se lo puede dar cualquiera, así tú descansas o te diviertes". Te dicen que deberías alegrarte por poder hacer lo que hace cualquiera, ya que no has podido hacer lo que solo una madre puede hacer.
Ya lo había vivido, y me volvió a ocurrir.
Al principio los sentimientos fueron muy confusos, una mezcla de preocupación, miedo, incredulidad, culpabilidad, impotencia, derrota, tristeza y rabia, todo ello junto a una curiosa sensación de dejà-vu: otra vez, no. Luego llegaron las ganas de luchar, de imponerme al destino, y con ellas las largas horas que pasaba sacándome leche hasta rellenar un biberón mientras al mismo tiempo atendía a la peque o jugaba con mi hijo, con los mismos pensamientos rondando por mi cabeza sin parar.
Las críticas, crueles como siempre, resonaban en mis oídos: "no puedes", "no sabes", "la otra vez no pudiste, ahora tampoco podrás", "si no lo has conseguido hasta ahora es que es imposible, no te obsesiones, dale el biberón".
Dejé de hablar del tema, todos los días después de llevar a mi hijo al colegio me encerraba en casa con la peque, piel con piel, esperando un milagro, conociéndonos, descubriéndonos, aprendiendo a luchar, a sentir, a sufrir juntas.
Las críticas seguían, impertérritas: "no te encierres en casa todo el día, tienes que llevar a la niña al parque", lo mismo que las intromisiones: "¿cuándo le toca? ¿le toca comer? ¿le das el bibe, no? Trae, que se lo doy yo".
Los primeros dos meses fueron muy duros. Los avances eran muy pocos, iba de un grupo de apoyo a otro, de un médico a otro pidiendo ayuda, buscando una explicación. Cada uno tenía una teoría diferente y me dejaba más confundida que antes.
De repente un día, casi a finales de noviembre, ocurrió el milagro por el que tanto había rezado: mi bebé se enganchó al pecho que le ofrecía, pero en vez de soltarse a los pocos minutos siguió mamando. Lo hizo durante una hora y ocho minutos: lo sé porque no podía despegar los ojos del reloj. Ese mismo día no volvimos a lograrlo, pero sí al día siguiente.
Poco a poco, las tomas fueron aumentando en duración y frecuencia. Irónicamente, este avance también significó el fin de la lactancia materna exclusiva que habíamos logrado hasta entonces: la niña mamaba a todas horas, yo ya no tenía tiempo de sacarme leche porque se ponía nerviosa, también tenía que atender a mi hijo mayor y encargarme de la casa. Empezamos a suplementar con fórmula: al principio un refuerzo después de cada toma, poco a poco los fuimos reduciendo.
A día de hoy, confieso que no los hemos abandonado del todo. Algunos días no los necesita, otros sí. Me planteo incluso que ese biberón que todavía se nos resiste pueda ser psicológico, que responda a nuestra propia necesidad, mía y de mi marido, de comprobar con nuestros ojos a través de las rayitas que la peque está bien alimentada. Por otra parte, en ocasiones llora y no encontramos la causa. Sé que parezco novata, que a lo mejor solo es cuestión de seguir investigando, que puede haber múltiples razones. Pero a veces se pone a llorar, le doy teta, teta y más teta hasta que no quiere más; al rato vuelve a llorar e intento jugar con ella o animarla, pero sigue llorando; trato de que duerma y vuelve a llorar; me pregunto si son gases, dolor de tripa, aburrimiento, estrés... pero nada funciona, sigue llorando o al rato vuelve a hacerlo. Entonces se toma el biberón y se queda tranquila.
He pensado en volver a sacarme leche. La cantidad que toma no es mucha y si yo la tengo, comprobaré con mis propios ojos que dispongo de ella y me animaré a tirar el biberón a la basura; si no la tengo, en cuestión de días empezaré a producirla.
No he renunciado, pero ya no tengo prisa. Simplemente, llevo 3 meses intentando llegar hasta la cima de una montaña, todavía me faltan unos pocos metros y quiero parar para descansar un poco. Porque de tanto subir, no he tenido tiempo de ver lo bonito que es el paisaje.
Ya no oigo voces, ni críticas, ni consejos no solicitados. Aún no lo hemos logrado del todo pero he conseguido lo que les parecía imposible, y ahora me miran con extrañeza, con asombro.
A nivel anímico, mi viaje ha terminado. Las que hayáis pasado por una relactación, o la habéis presenciado, estaréis de acuerdo conmigo en que psicólogicamente es durillo. Sin embargo pienso que siempre se puede aprender algo, y este revés me ha dado también la oportunidad de crecer como persona, de conocerme mejor a mí misma, de descubrir facetas que desconocía y de sorprenderme con otras que creía ya olvidadas.
También he tenido la oportunidad de revivir mi anterior fracaso en la lactancia. He podido reabrir las viejas heridas y he conseguido curarlas. Ahora han cicatrizado, siempre estarán allí pero ya no me duelen.
Durante todos estos años no he parado de preguntarme cómo habría sido mi relación con mi hijo mayor si hubiera podido darle el pecho. Evidentemente, si lo hubiera conseguido, habría contado con ciertas ventajas, por lo menos a nivel nutricional e inmunológico. Pero lo que realmente me interesaba era saber qué nos habíamos perdido a nivel emocional y afectivo. La verdad es que no lo sé, que nunca lo sabré. Pero también me he reconciliado con la vida en ese sentido. Antes mi hijo pensaba que todos los bebés tomaban biberón, ahora, tras verme sacarme leche y darle teta a su hermana infinidad de veces, sabe que hay bebés que toman pecho. Alguna vez quiere hacer el "juego de la teti" y se me engancha. No saca nada, no sabe mamar, quizás nunca supo o quizás lo olvidó hace mucho. Pero nos une una corriente de amor que va mucho más allá de la leche. Ha probado mi leche, ha saboreado unas gotas. No le gusta, pero la ha probado.
Así que al fin y al cabo, quizás no nos hayamos perdido nada, ni ahora ni entonces. Decir lo contrario sería pensar que, si las cosas hubieran sido distintas, mi relación con él ahora sería mejor, o que él sería de algún modo diferente, y mi hijo no podría ser mejor de lo que es.
Miro a mi hijo mayor y veo a un niño entrañable, bondadoso, responsable, maduro, reflexivo, razonable, simpático, alegre, altruista, lleno de empatía y de buenos sentimientos. Y sí, le he criado a biberón pero se lo he dado con amor, sentándole en mi regazo, rodeándole con el otro brazo, manteniendo el contacto visual y cubriéndole de besos cuando terminaba. Durante todo este tiempo siempre pensé que la lactancia iba a ser, entre otras cosas, una forma de crear ese vínculo tan soñado, y por fin me doy cuenta de que ese vínculo siempre ha estado allí.
Llegados a este punto, no quiero dar la impresión de haberlo conseguido yo sola. Nada más lejos de la realidad. Es más, si no hubiera contado con el valiosísimo apoyo y con la inestimable ayuda de muchas personas, esta historia no habría podido ser contada. Desde aquí, les quiero agradecer públicamente todo lo que han hecho por mí:
- A mi princesita: yo he puesto la teta, pero tú has puesto las ganas y la determinación. Sin ti no lo habría conseguido: juntas nos vamos a comer el mundo. Te quiero preciosa.
- A mi hijo mayor, mi ranita salvaje de los bosques: gracias por tu paciencia, tu madurez, tu comprensión. Eres el mejor hijo que una mamá puede tener. Te quiero hasta el infinito y más allá.
- A mi marido: gracias por estar a mi lado, por enseñarme que existen muchas formas de amar, por intentar protegerme de todo, incluso de mí misma.
Ad astra per aspera. Te quiero más de lo que imaginas.
- A Núria: gracias por tu tiempo, tus conocimientos, tu cariño. Sin ti no solo no lo habría logrado, no habría empezado siquiera.
-A Rafi y a todas las moderadoras de DSLL: gracias por acompañarme en este proceso, por reír y llorar conmigo, por escuchar, aconsejar, acompañar y sobre todo por estar allí. ¡Y yo que pensaba que era hija única!
- A Mon, por todo lo anterior y por haber aguantado la respiración todo este tiempo, por creer que mi historia merecía ser contada y por darme la oportunidad de verla publicada.
- A mi padre por ser un aliado inesperado, por animarme a luchar por mis ideales y a ir contra corriente.
- A Claudia por creer en lo que haces, por demostrarme que no estaba loca. Un día me pasaré para contártelo en persona.
- A Kika por el empujoncillo final.
Es curioso, pero también debo un agradecimiento a los criticones y a los detractores de siempre: si me hubieran apoyado, el miedo a no estar a la altura me habría hecho fracasar. En cambio, se empeñaron en demostrarme que si no se puede, no se puede, y yo quise demostrarles que querer es poder. La rabia fluía dentro de mí y se transformaba en obstinación, que junto a una pizca de locura era justamente lo que necesitaba para seguir adelante: la única batalla que se pierde es la que se abandona.
Si habéis leído hasta aquí, espero que mi historia no os haya dejado indiferentes. Por mi parte, no pretendo dar lecciones ni mucho menos. Tengo entendido que lo que me ha ocurrido es más frecuente de lo que parece. Pero para mí es algo único, porque es mi historia, una historia en la que el dolor y el sufrimiento acabaron por dejar paso a la esperanza.
Os la dedico a todas, a las que estáis pasando por algo parecido, a las que lo habéis vivido, a las que lo habéis conseguido y a las que no lo habéis podido lograr.
Pero sobre todo, se la dedico a mis hijos, mis niños, alimentados de forma diferente pero unidos a mí por el mismo lazo de amor.
Solo me queda añadir que escribí este relato el pasado mes de enero; hace mucho que hemos alcanzado la cima de la montaña, y nuestra vida (no solo en lo que concierne a la lactancia) es ahora un valle verde lleno de felicidad. Las montañas han quedado atrás, las sigo viendo a lo lejos, y de vez en cuando no puedo evitar mirarlas con una sonrisa, pensando que si no las hubiera cruzado, no habría encontrado mi valle.