martes, 13 de septiembre de 2011

Amo ser tu almohada: 10 razones para practicar el colecho

El blog Amor maternal acaba de lanzar una interesante propuesta, que resume del siguiente modo:
Amo Ser Tu Almohada: 10 razones para practicar el colecho es un Carnaval de Blogs iniciado por Amor Maternal para tratar de romper con el tabú social que existe en torno a dormir con los hijos, dar a conocer esta opción tan sana y natural como agradable tanto para el niño, como para sus padres y proporcionar información fiable y experiencias personales al respecto.
Amo ser tu almohada: 10 razones para practicar el colecho


Lo he leído y no he podido resistirme a la tentación de aportar mi granito de arena.
En realidad, el colecho es un armario del que no necesito salir porque nunca he entrado en él, lo considero un hábito natural y un arreglo satisfactorio para todos; puesto que lo declaro con toda seguridad, admito que las críticas que recibo son escasas, así que he tenido pocas ocasiones para justificarme, explicar mis motivos o tan solo pararme a pensar en ello. Por este motivo, agradezco esta oportunidad de exponer mis reflexiones. Aclaro que hago referencias a mis dos hijos a pesar de que el mayor decidió "independizarse" y ya no colecha conmigo. Vamos allá, desde un punto de vista totalmente egoísta, estas son mis razones:

 
Amo ser tu almohada:
10 razones para practicar el colecho.

1. Porque no tengo miedo a malcriar: malcriaré a mis hijos si un día les compro un móvil de última generación en vez de hablar cara a cara con ellos, si atiborro su habitación de juguetes para no tener que participar en sus juegos o si decido apuntarles a un montón de actividades para dedicar mi tiempo libre a otros quehaceres. No los malcriaré si les ofrezco mi amor y mi cariño, sin límites y de forma incondicional, de día y de noche. Mañana recogeremos lo que sembramos hoy.

2. Porque no tengo vocación de mártir: levantarse varias veces por la noche para atender a un bebé que parece despertarse constantemente tiene que ser agotador. No me gusta sufrir gratuitamente y menos aún hacer sufrir a un bebé aplicándole métodos de adiestramiento para que no me moleste. En cambio, el colecho minimiza los desvelos y los despertares y todos descansamos más.

3. Porque así duermo mejor: sufro de insomnio desde que tengo memoria, no me sirve contar ovejas ni ningún otro remedio conocido, y tampoco me gusta tomar somníferos. Escuchar la respiración de mi bebé que duerme plácidamente a mi lado mientras su aroma me envuelve y me transmite su calor es lo más relajante que he probado en la vida y me ayuda a conciliar el sueño.

4. Porque así me levanto mejor: confieso que tengo un mal despertar, y no soy persona si no tomo una taza de café bien cargado. Pero cuando abro los ojos y le veo dormir junto a mí, o directamente me despierta mirándome con los ojos como platos y su sonrisa traviesa, el mal humor se esfuma como nieve al sol.

5. Porque no sigo las modas: periódicamente, algún comité de expertos se dedica a explicarnos cómo deberíamos educar a nuestros hijos, y estas opiniones se difunden a la velocidad del rayo, ya sea a través de la televisión, de los periódicos o de las webs de pañales. Si escucho a estos expertos es bastante probable que, dentro de unos años, se reúna otro comité y decida que lo he hecho todo fatal y tenía que haber actuado de otro modo, con lo cual es posible que me arrepienta de haber seguido unos consejos que no acababan de convencerme; en cambio, si escucho a mi corazón, no hay comité que valga.

6. Porque me hace sentir importante: cuando mi hijo tenía una pesadilla y se despertaba asustado, le volvía a dormir abrazándole mientras le daba besitos en la cabeza. Mi hija a veces se desvela y al verme a su lado se me acurruca, mama un poco y se vuelve a dormir. Me encanta pensar que mi sola presencia consigue tranquilizar a mis hijos de esa manera.

7. Porque es bueno para los viajes: desde siempre, mis hijos no relacionan el dormir con la cama, sino con nosotros. Las veces que nos hemos ido de viaje apenas han notado el cambio de ambiente.

8. Porque soy una vaga: suelo comprobar, de forma casi compulsiva, que duermen bien. El colecho me permite hacerlo sin necesidad de ir de una habitación a otra.

9. Porque nos hace felices a todos: como ya he dicho, dormimos todos mejor. Así somos más felices los cuatro; y ya puestos, también hacemos felices a los criticones y a los detractores de siempre, dándoles una razón más para ponernos a caldo.

10. Porque siento que es lo correcto: lo siento, lo percibo, lo intuyo. Es un impulso innato, inexplicable y visceral. En realidad no necesito explicaciones para colechar, las necesitaría para dejar de hacerlo.




miércoles, 7 de septiembre de 2011

Camino de redención


Fairy wood, de Evgeni Dinev
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La descripción del blog Reeducando a mamá, del que soy asidua, dice: Antes de ser madre yo pensaba que a los niños había que criarlos a golpe de: "Quién bien te quiere te hará llorar" y que "la letra con sangre entra". Pero mis hijos lo han cambiado todo. Ahora sé que tengo que sostenerlos, nutrirlos, amarlos sin límites y dejarme llevar por mi deseo maternal. Como hija del patriarcado conductista necesito reeducarme. Y en esta reeducación necesito vuestra ayuda: la de esta “tribu” virtual defensora de nuestra capacidad natural para vivir en el AMOR.
Me permito copiarla porque me identifico totalmente con lo que la autora quiere expresar. Se suele decir que quien no tiene hijos tiene normas, y antes de ser madre tenía clarísimo que dejaría a los niños con la abuela para irme de vacaciones con mi marido, que los niños necesitan mano dura, que no permitiría que un bebé me cambiara la vida.
En realidad, no tuve que esperar a convertirme en madre para darme cuenta de la cantidad de sandeces que defendía con cierta arrogancia: en cuanto me puse de parto, se borraron de mi mente las técnicas de relajación que me enseñaron en los cursillos, las teorías de las revistas sobre bebés y los consejos recibidos. En ese momento conecté con mi parte más animal, la más instintiva y al mismo tiempo la más sabia de todo mi ser, mientras rezaba una silenciosa plegaria a mi madre para que me ayudara en ese trance que se me antojaba tan aterrador. Evolucioné, crecí, me descubrí, envejecí mil años en pocos minutos.
Ahora me siento libre de ataduras mientras recorro este camino de redención en compañía de mis cachorros (y de su padre, por supuesto). Las críticas y las opiniones ajenas resbalan sobre mi piel como si fueran gotas de lluvia, caen al suelo y forman charcos que no resistirán el calor del sol.
Ya no me interesan las teorías ni las experiencias ajenas, me dejo guiar por mi instinto porque sé que no me fallará. A veces cometo errores y tropiezo, pero mi familia está a mi lado, tendiéndome la mano para ayudarme. Lo más importante no es llegar, sino disfrutar del viaje.

jueves, 1 de septiembre de 2011

¡Mi primer premio!



Os anuncio con orgullo mal disimulado que acabo de recibir mi primer premio. Me lo ha otorgado Marián, autora del blog De repente mami, del que soy fiel seguidora, y desde aquí le agradezco públicamente el reconocimiento.
Hace poco más de tres meses que he empezado este blog, puede que no sea muy conocido pero me consta que muchas amigas virtuales me visitan con asiduidad, desde aquí les mando un grandísimo abrazo virtual.
Según tengo entendido, después de aceptar el premio tengo que hacer lo siguiente:

1. Agradecerlo a la persona que me lo ha concedido y enlazarla.
2. Compartir 7 cosas sobre mí.
3. Concederlo a 15 blogs que haya descubierto recientemente.

Así que allá vamos. Ya he cumplido con el punto 1, ahora el siguiente:

7 cosas sobre mí que a lo mejor no sabéis:
  • Me gusta mucho conducir, me relaja y me ayuda a pensar.

  • Soy extremadamente supersticiosa. (Creo que ser supersticioso es señal de ignorancia, pero no serlo trae mala suerte).
  • Me encanta leer, devoro cualquier libro que caiga en mis manos: últimamente estoy leyendo La tierra de las cuevas pintadas, pero confieso que me aburre soberanamente.
  • Tengo tres tatuajes y me planteo seriamente hacerme más.
  • Soy incapaz de pelar una pipa. Me lo han explicado y enseñado en un sinfín de ocasiones, pero se me resiste. Creo que hay que haber nacido aquí para dominar este arte. De todas formas, las odio.
  • Colecciono imanes de nevera y siempre compro uno o dos como recuerdo de mis viajes.
  • Hace muchos años escribí un libro, lo tengo guardado en el ordenador, pero no he tenido (y no sé si tendré) el valor de buscar un editor que quiera publicármelo.
15 blogs que me encantan y que merecen este premio (por orden alfabético):
Esto me recuerda que tengo que actualizar mi lista de blogs.
Un beso.

martes, 30 de agosto de 2011

Final y comienzo


Me he tomado un descanso. Por primera vez en años, he estado casi todo el mes de vacaciones y he desconectado en todos los sentidos.
Ahora he vuelto con las pilas cargadas, que no es poco, pero todavía tengo la cabeza en otro sitio y me cuesta un poco volver a la rutina habitual.
Bucket and Spade, de Michelle Meiklejohn
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Durante tres semanas largas he estado disfrutando de la playa, del sol, del mar, de la brisa, pero sobre todo de mi familia. Ha sido mi primer verano como mamá de dos (el año pasado, a estas alturas, tenía una barriga mastodóntica y me pasaba los días intentando disfrutar de mi última etapa de embarazo y deseando al mismo tiempo que se acabara lo antes posible).
Así que este año he disfrutado de mis polluelos, como de costumbre pero en un entorno diferente. Se han rebozado en la arena como croquetas, han gritado de felicidad y se han bañado en el mar y en la piscina hasta casi arrugarse. Y como siempre, he tenido la oportunidad de aprender nuevamente de ellos, de redescubrir el placer de las cosas sencillas.
Alguien dijo que de nuestras vidas solo recordamos momentos, y así es, lo que recuerdo son pinceladas de varios colores que forman el lienzo de mi vida y lo han hecho más brillante que nunca.
Hicimos caquitas de arena (los castillos los dejamos para el año que viene, porque no teníamos el material adecuado), buscamos huellas de oso en la playa, vimos una medusa muerta e intentamos atrapar un pez con una zapatilla. Descubrimos que cuando se rompe una pulsera de la suerte el deseo se cumple de verdad y que la coca cola hace cosquillas en el paladar, que se puede pedir un helado de limón y chocolate sin que te miren raro, que a veces un abrazo vale más que mil palabras y que un baño en el jacuzzi al atardecer te hace sentir en paz con el mundo.
Hemos llegado al final de las vacaciones, pero después de cada final llega un nuevo comienzo.

viernes, 22 de julio de 2011

Malos hábitos

En cuanto oigo hablar de malos hábitos a la hora de dormir, me viene a la cabeza mi abuela materna, que después de cenar se preparaba una cafetera triple porque decía que el café la ayudaba a conciliar el sueño. Curiosamente, yo también heredé esta costumbre y en mis años mozos podía tomarme una taza de café a las tantas de la noche y después dormía como un tronco. Supongo que si intentara hacerlo ahora, me pondría como una moto (me pongo nerviosa solo de pensarlo).
Pero objetivamente, tomar café antes de ir a la cama es un mal hábito.
Sin embargo, los que hablan de malos hábitos no suelen referirse a mi abuela, sino a mis hijos, los dos, que necesitan dormirse acompañados.
En realidad, sospecho que mi hijo mayor no lo necesita, porque cuando fue de excursión con el colegio durmió fuera de casa sin ningún problema y regresó más feliz que una perdiz. Pero creo que le gusta, le resulta agradable que papá le lea un cuento, que yo le cuente dos más y después le abrace y le duerma con mimos. A mí también me gusta, y admito que echaré de menos esta costumbre cuando él ya no quiera mantenerla, así que cabe preguntarse quién de los dos tiene malos hábitos.
Mi hija también no puede dormir si no es conmigo, o mejor dicho con mi teta. Me dicen que está malacostumbrada, y que debería sustituir la teta por un chupete o un biberón de cereales. Teniendo en cuenta que mi hija es más lista y no se dejaría engañar tan fácilmente, admito que también me resulta agradable dormirla a ella.
Para mí, no existe nada más relajante que observar a mis hijos dormidos y escuchar su respiración pausada, lo que significa que he elegido conscientemente malcriarlos, con nocturnidad y alevosía (nunca mejor dicho).
Door in the sky de Danilo Rizzuti
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Mis padres me sacaron de su habitación cuando tenía 6 semanas, porque el Dr. Spock así lo recomendaba; cuando yo fui madre, me propuse al principio un plazo más largo, digamos 3 meses. Pero luego llegaron los 3 meses y seguía viendo a mi bebé tan chiquitín e indefenso que me remordía la conciencia dejarle solo en una habitación a oscuras; además, tener que levantarme una y otra vez para atenderle me cansaba solo de pensarlo, con lo cual decidí alargar un poco el plazo. El sueño del bebé evoluciona, pero en realidad la que más ha evolucionado he sido yo: con el tiempo, dormir a mi hijo dejó de ser un deber, casi una obligación, para convertirse en un maravilloso momento de complicidad que nos une.
Así que todas las noches, cuando papá termina su cuento, nos vamos a su cama los tres, nos apretujamos (él cerca de la pared, yo en medio y la niña mamando) y empezamos el ritual. Me pide cuentos, ahora que se ha hecho mayor los quiere de piratas, caballeros y dragones, aunque a veces también le gustan las historias de ranitas traviesas que cruzan el río o de conejitos que forman una cooperativa para cultivar zanahorias. Algunas veces me interrumpe para sugerir alternativas; otras, lo hace porque en su cabecita se arremolinan docenas de preguntas que necesitan salir: ¿qué es el gas? ¿por qué no podemos tener un pony? ¿por qué las personas cuando mueren suben al cielo y las hojas se caen del árbol? ¿por qué los bebés no saben hablar?

Poco a poco, los ojitos se le empiezan a cerrar. Dejamos de hablar y se acurruca contra mí mientras le hago mimos hasta que le vence el sueño.
Es nuestro momento. Es cuando más consciente soy del grandísimo amor que siento hacia él, la admiración y sorpresa que me producen sus progresos, las preguntas que hace, sus observaciones, a veces tan ingenuas y al mismo tiempo impregnadas de una sabiduría que yo no poseo, o quizás he olvidado hace tiempo. En esos momentos es cuando me doy cuenta de que todo ha merecido la pena, despertarme en medio de la noche para estar a su lado si me necesitaba, los litros de café que tomé en el trabajo para mantenerme despierta, las vueltas por el pasillo con él en brazos a pesar del dolor de espalda, la preocupación por los dientes que no le dejaban dormir, las canciones que he vuelto a cantar cuando casi había olvidado la letra y la melodía, el sentimiento de inutilidad cuando seguía llorando y no era capaz de adivinar lo que tenía que hacer para calmarle, el estrés, el cansancio, las ojeras.
Ha merecido la pena no escuchar a los que me decían que el método Estivill es mano de santo, que no pasa nada porque llore un poco, que cogiéndole en brazos ya no dormiría de otro modo. Porque si hubiera hecho caso, ahora no disfrutaría de su compañía todas las noches.




Con mi niña, vuelvo a buscar las huellas que dejé en el camino. Por ahora, no necesita cuentos, solo mimos y teta, pero es probable que con el tiempo el ritual se vuelva más elaborado. Cuando le llegue el momento, imagino que me pedirá sus propios cuentos e inventaremos nuestras propias tradiciones. Pero con ella lo tengo más claro, soy consciente de que quiero que tengamos estos malos hábitos, ya no hay dudas ni reivindicación alguna, solo una serena aceptación de lo que es natural, del instinto que ata mi corazón a mis entrañas.
No me engaño, sé que esto también es pasajero, algún día mis niños serán adolescentes y después adultos que querrán dormir solos en su cama, sin cuentos, sin canciones, sin charlas y sin mimos de mamá. Cuando llegue ese día, luciré mi mejor sonrisa, les diré que me alegro mucho y les felicitaré por ser tan mayores, mientras un trocito de mi corazón se encogerá de pena al ver que mis niños se alejan.
Respetaré su independencia, me levantaré una docena de veces por noche para ir a verles y comprobar si respiran bien, si están tapados, si no tienen pesadillas, si no se han levantado. Pero lo haré sin que se den cuenta, para que no digan que mamá es una pesada que no les deja en paz. Y sentiré esa indefinible mezcla de orgullo por la etapa que sobreviene y tristeza por la que se esfuma.


martes, 12 de julio de 2011

Heroínas sin rumbo

Book with bookmark, de digitalart
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A los ocho años, contraje una enfermedad infecciosa (ya no recuerdo si escarlatina o rubeola) que me obligó a guardar cama durante un par de semanas. Es curioso, pero esas dos semanas fueron agradables: imagino que, tras la alegría inicial por haberme librado del colegio, lo pasaría mal por la fiebre y los picores, sin embargo lo que se me ha quedado es la sensación de haber sido mimada y querida, como siempre pero más que nunca.

Recuerdo esa ocasión en concreto porque mi madre, en un intento de hacer más agradable mi convalecencia, localizó un viejo libro de cuentos de los hermanos Grimm y pasó unas cuantas tardes sentada a mi lado leyéndomelo. Era un libro viejo, grueso y de páginas amarillentas; en la portada, un hada se inclinaba sobre una niña mientras la apuntaba con su varita.
Nunca supe de quién era ese libro, ni cómo acabó en mi casa. Tampoco entendía por qué había un hada en la portada, y decidí que quien la había diseñado no se había molestado en leer el libro, pues ni uno solo de los cuentos hablaba de hadas. Eran cuentos de princesas, pensados para otras generaciones, otros tiempos y otra sociedad, llenos de moralejas trasnochadas, de frases que destilaban sexismo, racismo, clasismo en cada palabra. Mi madre y yo acabamos partiéndonos de risa con aquellos cuentos, y yo, envalentonada por esa repentina e inesperada complicidad, empecé a detestar a las princesas.
Hoy en día, está de moda criticar los cuentos tradicionales porque las heroínas se limitan a esperar a ser salvadas por el príncipe, sin poner nada de su parte. Sin embargo, las razones de mi animadversión por aquellas criaturas imaginarias eran más profundas (o por lo menos, así las consideraba mi mente infantil).
Para empezar, todas las princesas de aquel libro eran rubias y de ojos azules. Por lo tanto, no conseguía identificarme con aquellas criaturas etéreas y angelicales: la naturaleza ha decidido bendecirme con unos ojos del color del mar pero los ha compensado con un pelo lacio a la vez que rebelde, de un castaño anónimo que odié durante toda mi infancia.
También detestaba su pasividad, la resignación con la que aceptaban todos los reveses que les deparaba la vida. Yo solía reaccionar con cierta contundencia ante las tropelías y no conseguía entender cómo esas heroínas podían esperar tranquilamente a que la situación se resolviera por si sola. Todavía no lo había entendido con claridad pero ya empezaba a percibir que para reparar una injusticia a menudo hay que luchar con uñas y dientes.
Años después, en plena rebeldía adolescente, decidí teñirme el pelo de rubio, un experimento que duró más bien poco: lo hice para dar forma al ser transgresor y anticonformista que había en mi interior y pugnaba por salir a la luz, pero en realidad fue una torpeza que me convirtió temporalmente en una princesa de pacotilla.
Mi inquina hacia las princesas imaginarias me acompaña hasta el día de hoy: hace mucho que no leo cuentos de hadas, pero me las sigo encontrando, disfrazadas de heroínas pluscuamperfectas en las novelas y obras más variadas. Son esas protagonistas supuestamente modernas y liberadas a las que todo el mundo adora, por las que todo el mundo se siente atraído, que encuentran el gran amor al que estaban predestinadas y nunca discuten con él, que no tienen defectos (como mucho un pelín de tozudez), que desprenden carisma y serenidad por cada poro de su piel. En realidad, no dejan de ser la versión actualizada y políticamente correcta de los viejos cuentos de los hermanos Grimm, las eternas heroínas ñoñas y sin rumbo que flotan alegremente por el río dejándose llevar por la corriente en vez de tirarse de cabeza por la cascada para ver qué hay debajo.

viernes, 8 de julio de 2011

Profesión: mamá


Cuando comento que he cogido un año de excedencia para cuidar de mi hija, la gente habitualmente me felicita por haber tomado esa decisión: suelen decirme que es una suerte poder encargarme de la niña sin necesidad de pedir favores a los abuelos o de recurrir a una guardería. Sin embargo, cuando añado que, si la economía lo permite, pienso alargar ese tiempo dos años más, es decir hasta el máximo legal permitido, las miradas se vuelven incómodas y las felicitaciones cesan por completo. Se supone que debería estar muriéndome de ganas de volver a mi vida de antes, que me estoy sacrificando por el bien de mi familia pero no debería pasarme, y cuando digo que disfruto de cada minuto del día, me suelen mirar con una mezcla de incredulidad y desdén.
Me parece que he topado con una de esas innumerables normas sociales no escritas que nunca he entendido y siempre me he negado a cumplir.
Por alguna extraña razón, pedir un año de excedencia es una opción respetable, pero una duración superior entra en el terreno de lo políticamente incorrecto. Mucho me temo que, cuando se me acabe el año, dejaré de ser una madre responsable, entregada y comprometida con su familia para convertirme en un parásito perezoso y descuidado que no tiene ganas de trabajar.
Vaya por delante que mi trabajo no me disgusta. No es lo que siempre soñé, pero tengo un empleo decente, medianamente cualificado, bastante bien pagado. Tengo la suerte de poder trabajar a jornada reducida y de elegir el horario que mejor se adapta a mis necesidades sin que me pongan malas caras ni me hagan la vida imposible. Tenía buen feeling con algunos compañeros, y sinceramente en ocasiones echo de menos los cafés de media mañana, los cotilleos en el pasillo y echarnos unas risas. Sin embargo, ahora estoy centrada en otras cosas y no tengo prisa por volver. Mi trabajo no salva vidas ni afecta al futuro de la nación, simplemente vuelve a la empresa que me contrata un poco más rica que antes, así que alargar mi paréntesis laboral no me supone ningún cargo de conciencia.
Lo que me cansa es tener que explicar que estar de excedencia no significa que no esté haciendo nada. No me toco las narices, no me paso el día delante de la televisión comiendo galletas, no soy una mantenida: mi profesión es la de mamá, con todo lo que conlleva.
Ser mamá es mucho más que cambiar pañales o ir un rato al parque. Ser mamá debería ser considerada una formación en toda regla, puesto que capacita para muchas profesiones que tienen reconocimiento oficial.
En calidad de mamá, me estoy sacando un doctorado en psicología infantil, a la vez que estoy haciendo prácticas en muchos campos.
He hecho un master en lactancia, me he especializado en relactación y ahora tengo mis miras puestas en conseguir el título en lactancia prolongada.
También tengo formación en endocrinología y nutrición infantil, conozco de memoria las tablas de introducción de alimentos y las pautas de la OMS para la introducción de sólidos; ocasionalmente, me entretengo con la cocina creativa para hacer más atractivos los alimentos que no suelen ser del agrado de mi hijo mayor.
También trabajo como maestra, ayudo a leer, a pintar, a dibujar; sé contestar a un montón de preguntas, incluso a las más embarazosas y sin sonrojarme siquiera.
Por las tardes y los fines de semana suelo hacer prácticas como psicomotricista y durante los meses estivales me convierto además en monitora de natación.
Ocasionalmente, hago incursiones en los campos de pediatría, puericultura y enfermería. Puedo diagnosticar una fiebre sin recurrir al termómetro, consigo dosificar correctamente los medicamentos y decidir si la patología requiere acudir a urgencias o es suficiente un poco de reposo.
En mi tiempo libre, trabajo como animadora de fiestas infantiles, especializada en diseño de vestuario y en decoración y restauración de interiores.
Como datos de interés, añadiré que conozco los nombres de todos los Gormitis, de los Invizimals y de los personajes de Bob Esponja; puedo hacer hamburguesas de plastilina y sé montar un castillo de Playmobil sin apenas mirar las instrucciones.
A cambio, obtengo la mejor remuneración del mundo, la más valiosa: besos y sonrisas, ver cómo a mi hija se le ilumina la cara de felicidad cuando la cojo en brazos y oír decir a mi hijo que soy la mejor mamá del mundo.
Me encanta ser mamá.