Continuación de:
Heridas cicatrizadas I - Un mal comienzo
Heridas cicatrizadas II - Lucha y rendición
Cuando abandoné la cocina, después de llorar y autocompadecerme durante un buen rato, me prometí a mí misma que dejaría de mirar hacia atrás para empezar a mirar hacia adelante.
En retrospectiva, tengo que admitir que fue sensato abandonar: después de tantos errores, las probabilidades de éxito eran objetivamente muy remotas, e insistir solo nos iba a causar, a mi hijo y a mí, más dolor y sufrimiento.
Además, se dice que no hay mal que por bien no venga, y en este caso también fue así. Mi renuncia a luchar por un sueño que se alejaba cada vez más me hizo descubrir la única, auténtica ventaja del biberón: ese envase de plástico se convirtió en un recordatorio constante de mi fracaso, me hizo entender que le había fallado a mi hijo y me impulsó a querer compensarle de mil maneras.
No había sido capaz de alimentar a mi hijo como quería, pero todavía estaba a tiempo de quererle, de mimarle, de disfrutar de mi maternidad y de su infancia. Por fin se hizo el silencio, aprendí a desoír los consejos y a rebatir a quienes me recomendaban no cogerle en brazos, no atenderle al primer llanto, no sacarle de la cuna a no ser que fuera necesario, y a buscar mi propio camino. Ese vínculo que la lactancia no pudo crear se formó a base de brazos, de besos, de abrazos, de juegos, de mimos, de cosquillas, de noches en vela, de baños de espuma, de cuentos, de canciones, de amor infinito reflejado en todos los instantes del día.
Quizás, si hubiera conseguido darle el pecho, no habría logrado captar la magia de la maternidad.
Con el tiempo, el dolor se atemperó. No lo superé, supongo que nunca conseguiré superarlo del todo; digamos que es una herida que con el tiempo dejó de escocer y acabé por ponerle una tirita para no ver la cicatriz.
A medida que mi hijo crecía, la situación se fue normalizando. Mis familiares, amigos y conocidos no volvieron a mencionar el tema; yo dejé de sentirme incómoda y avergonzada cada vez que iba a comprar leche a la farmacia o le daba el biberón en el parque; ya no veía a madres que me miraban con desdén y a mi hijo con pena.
A la edad de 9 meses, mi niño empezó a rechazar los biberones, el recordatorio de mi fracaso quedó definitivamente desterrado y de esa experiencia solo me quedó un regusto amargo, una mezcla de añoranza y resignación, hasta que mi hijo cumplió 2 años y mi vida cambió para siempre.
Continúa en Heridas cicatrizadas IV - El despertar
Intuyo que habrá un heridas cicatrizadas IV.
ResponderEliminarLo espero
Lo hay, y también un V y un VI, igual que Star Wars, jeje.
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