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martes, 27 de septiembre de 2016

Hasta las estrellas

Era la mañana del 18 de agosto. Habíamos llegado a la playa un par de días antes y me encontraba en la cama, disfrutando de la brisa marina que se filtraba a través de la ventana abierta, saboreando esa nueva rutina, hecha de repentina tranquilidad, de ausencia de obligaciones.
Mi hija vino a verme, como suele hacer habitualmente por las mañanas, al igual que su hermano. Se acurrucó contra mí y me dijo que quería tomar teta por última vez; pero en vez de limitarse al chupito rápido y distraído con el que me había estado obsequiando los últimos meses, se enganchó durante un tiempo considerable. Nos quedamos allí tumbadas las dos, mirándonos mutuamente mientras yo trataba de grabarme a fuego en la memoria ese momento. Cuando terminó, se separó, dijo adiós teti, y gracias y se fue a jugar. Con esas palabras puso fin a la lactancia.
Desde entonces, no ha vuelto a pedir, y dado el tiempo transcurrido, doy por sentado que su decisión es definitiva.
A lo largo de estos años siempre pensé que el momento del destete me supondría una oleada de nostalgia, que podría llegar a ser hasta doloroso a nivel psicológico. A fin de cuentas, mis niños crecen a pasos agigantados y tengo que admitir que mis últimas entradas en este blog no hacen otra cosa que dar vueltas a esos pensamientos, a hablar de las etapas que cerramos y dejamos atrás. Sin embargo, esta vez no ha sido así. 
Nunca he tenido ganas de que terminara, pero después de casi 6 años hemos llegado hasta las estrellas, y creo que puedo darme por satisfecha. Tal y como me prometí en su día, nuestra lactancia ha durado todo lo que ella ha querido. 
Me dijeron que no podría, pero pude.
Me dijeron que no sabría, pero supe.
Me dijeron que no tenía leche, pero tuve.
Me dijeron que tendría problemas de crecimiento, pero está estupenda.
Me dijeron que sería inmadura, pero es muy lanzada y espabilada para su edad.
Me dijeron que sería introvertida, pero es extremadamente sociable.
Me dijeron que la haría dependiente, pero es muy autónoma.
Me dijeron que tomaría teta hasta la mayoría de edad, pero ella misma se ha destetado cuando se ha sentido preparada para ello.
Qué bonito es ahora el sonido del silencio.
Adiós teti, y gracias.
Gracias a ti mi amor, por haberme regalado estos momentos.

miércoles, 10 de febrero de 2016

Cruzando puentes

Pues sí, todavía toma teta.
Hace unos días, me enlazaron un artículo en el que una mujer que amamanta a su hija de 6 años hablaba de su experiencia y, como os podéis imaginar, las críticas no se hicieron esperar. Incluso en ambientes donde se promueve la crianza respetuosa y la lactancia prolongada y a libre demanda, me he topado con comentarios que abarcaban desde el escepticismo hasta la hostilidad.
Por la parte que me toca, me identifico en muchísimos puntos con esa mamá. En mi caso, no son 6 años, pero teniendo en cuenta que nos acercamos a los 5 y medio y sí, todavía toma teta, no me extrañaría que siguiera entetada en su próximo cumpleaños.
Así que bienvenidos sean el escepticismo, la hostilidad, incluso el paternalismo disfrazado de tolerancia (yo lo respeto, pero...); no escribo esto para reivindicar nada, puesto que si algo hubo que reivindicar, ya lo hice en su día; tampoco lo hago para llamar la atención, ya que a mi entender, el hecho de amamantar (ya sea con 5 meses o con 5 años) no es algo que se enseñe ni que se esconda. Lo hago simplemente porque si hasta hace unos años me hubieran dicho que a esta edad seguiría dándole teta, con toda probabilidad me habría caído de espaldas, y me habría gustado que me lo hubieran explicado "desde el otro lado".
La OMS recomienda lactancia exclusiva durante los primeros 6 meses, y combinada con otros alimentos hasta como mínimo 2 años, o hasta que la madre y el niño quieran. Sugiero que en la próxima revisión se añada "y no hasta que el pediatra, la suegra, el vecino o el opinólogo de turno lo considere oportuno". La de problemas y explicaciones que ahorraría esa coletilla...
Por lo que a mí respecta, nunca me puse fecha de fin, no porque me planteara una lactancia sin límites desde el principio, sino porque la vida me ha enseñado que es suficiente con planificar algo para que el destino te presente alguna que otra sorpresa. De hecho, tenía pensado darle de mamar a mi primer hijo pero fracasé estrepitosamente al poco de empezar (la historia completa aquí).
Así que cuando me quedé embarazada de mi hija, decidí informarme para no volver a repetir los errores del pasado, pero otra vez me enfrenté a un reto que no tenía previsto (la historia completa aquí). En versión resumida, digamos que los comienzos fueron tan, tan difíciles que me parecía una locura pensar a largo plazo: hubo días que creí que no llegábamos ni al mes. Así que a medida que fuimos venciendo los obstáculos poco a poco e iba vislumbrando el camino, me planteaba la posibilidad de dar otro pequeño pasito. Y pasito a pasito, vamos cruzando puentes.
Al principio, fue una lucha. Primero, una lucha contra el tiempo, contra mi propio cuerpo y mi supuesta incapacidad para alimentar a mi hija sin necesidad de suplementos ni ayudas externas; después, cuando conseguí tirar los biberones a la basura y regocijarme porque mi hija solo se alimentaba de la leche de mis tetas, tuve que estamparme contra el muro de la corrección política. Resulta que para la corriente dominante, dar el pecho a un bebé de pocos meses es acertado y hasta meritorio, pero hacerlo más allá de lo que el interlocutor juzgue apropiado suele considerarse una muestra de patología mental, de exhibicionismo, de dependencia excesiva o de cualquier calamidad que el iluminado de turno tenga a bien hacer recaer sobre la cabeza de la madre.
Así que la lucha continuó, pero cambió de forma. Me tocó sufrir a un pediatra de la vieja escuela, de esos que opinan que a los 6 meses hay que suspender la lactancia para pasarse a la leche de continuación (de marca patatín naturalmente, ya que son todas igual de buenas, pero la marca patatín es un pelín mejor que las demás), y total, teniendo que dejarlo a los 6, qué más da a los 3 o a los 4; tuve que lidiar con (des)conocidos que achacaban cualquier problema o manifestación típica de la infancia a la teta: si duerme mal es culpa de la teta, si no engorda es culpa de la teta, si llora es culpa de la teta, si es tímida es culpa de la teta, si es contestona es culpa de la teta, si no se atreve a tirarse por el tobogán es culpa de la teta, si se tira de cabeza por el tobogán, también es culpa de la teta.
Y qué decir de esos comentarios irónicos, vas a tener que ir al cole con ella para darle de mamar durante el recreose echará novio y seguirá con la teta y demás lindezas... Supongo que cualquier mamá que haya dado de mamar más de lo que su entorno considera apropiado sabrá de lo que estoy hablando.
Por eso estoy bastante curtida ante los comentarios, he cruzado muchos puentes y sé que las riadas de objeciones e impertinencias terminarán por llegar al mar (o al desagüe), lejos de mí y de mi hija.
No pretendo generalizar, pero por lo menos en mi experiencia, tengo que decir que los que más opinan sobre lactancia suelen ser los que menos saben al respecto. Por eso no me ofende que levanten la ceja al descubrir que todavía toma teta, o se apresuren a explicarme que les parece bien, pero...
Dejadme que os desvele el secreto mejor guardado de la lactancia prolongada: con el tiempo, va a menos. Quedan atrás los altibajos de las primeras etapas, el querer engancharse a cada rato, el tardar literalmente horas en soltarse, el pedir teta como si no hubiera un mañana. Hace mucho que mi hija no me pide teta en la calle, ni en el parque, y a pesar de las predicciones agoreras, nunca me la ha pedido en el cole o en una fiesta de cumpleaños. De hecho, no recuerdo cuándo ha sido la última vez que le he dado de mamar en público. No por vergüenza, ni por el qué dirán, sino porque ha cogido la costumbre de tetear tumbada y por tanto, es más fácil darle en casa y yo me encuentro más cómoda espatarrada en la cama o en el sofá. Nuestra lactancia, tan escandalosa, impúdica y exhibicionista a ojos de algunos, se resume, a estas alturas, en una toma por la mañana y en ocasiones (cuando no está demasiado cansada) otra por la noche. Así que no veo dónde está el problema, a qué responde esa necesidad de opinar sobre algo que no incumbe a nadie más, de dejar claro que está bien, pero...
Lo mismo que si empiezan a cuestionar los pijamas que les pongo, los juguetes que les compro o la peluquería a la que les llevo... entran ganas de contestar igual, está bien, pero... ¿a vosotros qué más os da? Pero claro, esas son decisiones personales de competencia de cada familia; la teta no, es un asunto de salud pública y hasta el frutero del barrio debe tener voz y voto.
Hemos cruzado muchos puentes y todavía nos queda uno, el del destete. Lo cruzaremos, pero no antes de llegar a él.
 

viernes, 30 de octubre de 2015

El 95% de las mamás se sienten juzgadas...

... Y el 5% restante, a las que nos importa un bledo la opinión de los demás, resistimos como podemos.
No sé si os acordáis del anuncio de Similac del año pasado. Sí, ese que llamaba a la paz y a la tolerancia, que enseñaba un muestrario variopinto de mamás y papás recriminándose los unos a los otros por la forma de crianza elegida, y al final un carrito con el bebé dentro rodaba pendiente abajo y todos se echaban detrás, para mostrarnos que a pesar de las diferencias todos queremos lo mejor para nuestros hijos. Recuerdo que las redes sociales se inundaron de alabanzas, qué bien, qué bonito, qué cierto. En realidad, estaba muy bien montado y había que verlo unas cuantas veces antes de darse cuenta de que bajo la pátina de tolerancia, el mensaje estaba claro: las mamás que daban el pecho eran unas dejadas que iban en chándal y se tapaban para amamantar, para no ofender al prójimo, en neto contraste con las mamás de biberón, impecablemente peinadas y enfundadas en arregladísimos trajes de ejecutivas; las primeras hablaban de lo duro y doloroso que era dar el pecho, mientras las segundas se erguían en pos de mujeres modernas y liberadas.
Bueno, pues este año han afinado un poco el tiro, y el nuevo anuncio es sin duda más sutil. Esta vez, la lactancia no se presenta como una elección personal, pues las mamás que no amamantan han tenido historias muy tristes (una ha conseguido superar un cáncer y la otra dio a luz a mellizos prematuros que estuvieron a punto de morir; un abrazo muy fuerte a todas las mamás que han pasado por trances de este tipo, y dicho sea de paso, me parece bastante poco ético frivolizar de esta manera con vivencias tan duras) Sin embargo, el mensaje de fondo sigue siendo el mismo: no juzgar, no opinar, todo es bueno y bonito, todas las opciones son igual de respetables, todas somos buenas madres. Otra vez, el anuncio corre como la pólvora por doquier, compartido sin cesar junto a los llamamientos al respeto y a la tolerancia.
Llamadme cínica, y sé que después de escribir esto perderé unos cuantos seguidores, pero personalmente, estas campañas me crispan los nervios. Para empezar, el que sea una multinacional productora de leche de fórmula la que se dedica a difundir estos mensajes me parece bastante insultante. Dicen que lo importante es el mensaje, y da igual de dónde proceda, pues me temo que no, no da igual, porque el simple hecho de que sea una empresa la que lo hace, deja bastante claro que el fin último no es la paz mundial, sino comercializar sus productos y aumentar las ventas. Cuando a Oliviero Toscani se le ocurrió sacar fotos de condenados a muerte o de enfermos de SIDA en fase terminal para las campañas de Benetton, le llovieron las críticas.
En segundo lugar, estos anuncios rezuman cierto paternalismo, al estilo vamos a enseñar a estas mamás ignorantes a empatizar un poco. Será que tengo cierto ramalazo talibán, o mejor dicho, soy de empatía selectiva, pero rogaría a los señores de Similac que respetaran mi derecho a opinar lo que me da la gana. Esto no es una carrera de méritos, no se trata de ser mejor o peor madre que la vecina, así que por favor no lo llevemos por esos derroteros, pero a estas alturas de la vida me considero medianamente empoderada y rogaría que me permitieran tomar decisiones razonadas y fundamentadas en vez de darme la razón como a los tontos.
A la generación de nuestros padres la desconectaron de su instinto de manera brutal, muchas mamás recientes eran infantilizadas a más no poder, estaban rodeadas de "expertos" que sabían más que ellas, porque habían estudiado, porque ya habían criado hijos, porque habían criado más hijos, porque los habían criado mejor, o simplemente porque se otorgaban cierta superioridad moral. El problema es que escuchar las opiniones ajenas a veces implica silenciar el instinto, esa vocecita interior que nos conecta a nuestra esencia y a nuestra maternidad de manera irreversible e indestructible.
Además, una de las grandísimas ventajas de la era tecnológica es la gran cantidad de información fiable, verídica, completa y accesible que se encuentra a un solo clic de distancia. Ya no tenemos porque agachar la cabeza ante la suegra que nos dice que demos papillas a los 3 meses porque ella lo hizo así y le fue muy bien, podemos bajarnos la guía de introducción de alimentos de la OMS y rebatirle con todas las de la ley.
Por este motivo me parecen tan dañinas las campañas "respetistas", porque si empezamos a decir que es igual de respetable un parto natural que programar una cesárea, que da lo mismo amamantar que dar biberón por elección, que dejar llorar a tu hijo es tan válido como atenderle, estamos dinamitando la esencia misma de la información. Para qué buscar alternativas, para qué molestarse en mejorar si al final es lo mismo una cosa que la otra.
Imagen: Tregua entre mamás
Alias, cómo rebajar prácticas cuestionables a mera opción educativa
Que conste que no soy perfecta, ni me lo creo, ni me subo a un pedestal ni juzgo a nadie (opino, eso sí, y estoy en mi derecho, igual que todo hijo de vecino, incluso si a Similac no le parece bien); quien me conozca, quien me haya leído con cierta asiduidad sabrá que mi primera lactancia fracasó y mi hijo acabó tomando fórmula, que en mi casa entran bollycaos y Coca Cola, que a veces pierdo la paciencia y se me escapa un grito, que en ocasiones les pongo la tele para entretenerles, que las manualidades se me dan fatal y que soy incapaz de hacer esculturas con la comida para que se la coman con más ganas. No me vale el no juzguemos para que no nos juzguen: he perdido la cuenta de las veces que me han juzgado, en algunas ocasiones lo han hecho con razón y lo he encajado, en otras ha sido sin razón (creo yo) y me ha resbalado. Si la recomendación es constructiva, y aún así nos duele, nos hiere y nos enfada, quizás deberíamos hacer un poco de autocrítica y ver por qué nos afecta tanto, en vez de matar al mensajero. Una vez superado el cabreo inicial nos aguardará un mundo entero de información, de trucos para hacerlo mejor y no volver a tropezar con la misma piedra.
Prefiero mil veces sentirme juzgada y seguir aprendiendo que renunciar a hacerlo por dejarme amansar con una palmadita en la espalda.

sábado, 10 de octubre de 2015

Meritene y maldades

Si algún día tu hijo te dice que eres una madre mala, es que eres muy buena, dicen en el más reciente anuncio de Meritene, último eslabón de una larga cadena de despropósitos patrocinados por Nestlé.
Como si no tuviéramos bastante con el de Pediasure, ese que explicaba que uno de cada dos niños se deja comida en el plato.
¿Por qué uno de cada dos niños se deja comida en el plato, mamá? preguntó mi hija.
Porque uno de cada dos padres les pone demasiada comida, contestó su hermano.
Por lo menos, el Pediasure intentaba enumerar las bondades de las verduras y el pescado a ritmo de música, pero este, directamente no hay por donde cogerlo.
Llego tarde, porque ya ha sido brillantemente desmontado en este artículo (entre otros) y a decir verdad, ni siquiera habría escrito esta entrada de no ser por los recuerdos que me ha traído a la cabeza.
Vaya por delante que no me considero un modelo a seguir en cuanto a nutrición infantil; es más, reconozco que en mi casa no siempre comemos las 5 raciones diarias de fruta y verdura, nuestro menú semanal puede no ser todo lo variado que recomiendan los nutricionistas, y si bien intentamos no comer porquerías a diario, de vez en cuando incorporamos algo de comida basura a nuestra dieta.
Pienso que una dieta variada debe ser precisamente así, variada, y por tanto de vez en cuando hay que hacer hueco también para los donuts y las patatas fritas; me parece peligroso abusar de las comidas malas, pero igual consideración me merece el prohibirlas tajantemente sin posibilidad de negociación. Que conste que lo digo como superviviente de terrorismo nutricional durante la infancia, me temo que gracias a ello me he quedado un poco tocada, incluso después de media vida sin haber vuelto a comer acelgas.
En otras palabras, admito que en mi casa no siempre comemos de manera ejemplar, pero por lo menos no se estila la costumbre de cebar a los niños con batidos y demás complementos innecesarios, ni mucho menos los hacemos comer bajo coacción.
Eso es lo que realmente me molesta del anuncio de Meritene. No es tanto que nos intenten vender como imprescindible un producto que es precisamente lo contrario, sino la manera en la que lo hacen. Es posible que a estas alturas me haya acostumbrado a las familias felices de los anuncios de la tele, esas familias rubias y sonrientes que siempre se levantan de buen humor y no pierden la alegría ni ante la mancha de tomate más resistente. Quizás por eso me ha chocado tanto la actitud de la madre del anuncio de Meritene. Es curioso que Nestlé haya intentado justificarse diciendo que su anuncio pretende ensalzar la paciencia y la perseverancia de las que hacen gala muchos padres a la hora de la comida; personalmente, por mucho que lo mire, esas virtudes no las veo por ningún lado, el comportamiento de la madre me parece más bien amenazador y chulesco.
El asombroso caso de la niña que comía brócoli sin necesidad de amenazas
Yo solía volver del colegio con el estómago encogido, preguntándome qué habría para comer; algunos menús anunciaban directamente una batalla campal. Así que perdonadme, pero me resulta mucho más fácil empatizar con el chico afectado por el  "síndrome del niño malcomedor" (palabro inventado por las multinacionales que fabrican suplementos, pero de gran impacto psicológico) que con esa madre, tan pacientemente autoritaria y tan amenazadoramente perseverante (¿es ironía o sarcasmo? preguntaría mi hijo. Un poco de cada, creo.)
Lo que más me repatea es la dichosa frase que abre esta entrada, si algún día tu hijo te dice que eres una madre mala, es que eres muy buena. Históricamente, se ha usado esa frase como justificación barata para tranquilizar conciencias, como autorización para cometer una ristra de barbaridades que nos pondrían los pelos como escarpias si la víctima - perdón, el objetivo, fuera un adulto en vez de un niño.
Mis hijos nunca me han dicho que soy una madre mala, así que probablemente para Nestlé y compañía, debo ser más mala que un dolor.
El anuncio es nuevo, pero hasta donde yo sé, el Meritene lleva ya unos cuantos años en comercio. Mi primer contacto con esta gama de complementos se produjo hará unos 6 años, cuando mi pediatra de entonces le diagnosticó a mi hijo el famoso síndrome del niño malcomedor. A decir verdad, mi niño era (y sigue siendo) muy alto y delgado, pero sinceramente su peso siempre ha estado dentro de las tablas; siempre le noté activo, curioso y despierto, con lo cual no me preocupaba excesivamente si se dejaba comida en el plato.
Pues nada, en una revisión este señor me vino a decir que el niño estaba "descompensado", me sometió a un interrogatorio en cuanto a nuestros hábitos alimenticios y al considerar "insuficientes" las cantidades que el niño acostumbraba a comer, intentó endiñarme un estimulante del apetito (sí, un medicamento, de esos que actúan sobre el cerebro). Digamos que la diplomacia no es mi fuerte, y le contesté a las claras que me negaba a drogar a mi hijo para que comiera. Entonces me propuso el dichoso Meritene, y cuando también me negué a eso, me jugó la carta del niño enfermo dejando caer la posibilidad de que mi hijo tuviera un trastorno metabólico. Allí me enfadé de verdad, y le dije que si consideraba que mi hijo pudiera tener algún problema de salud, ya podía mandarnos a hacer las pruebas que considerara oportunas para confirmar o desmentir su diagnóstico en vez de sugerirme cebarle como si fuera un pavo. Como era de esperar, reculó rápidamente y no nos mandó ninguna prueba, posiblemente el único problema era mi negativa a llenar los bolsillos de Nestlé.
Así que seguramente, para mi ex pediatra, era una madre mala; y posiblemente, para mi suegra, mi cuñada, la vecina del quinto, alguna mamá del parque y un largo etcétera, también.
Todo sea dicho, con mi hijo mayor pagué la novatada. Nunca le sometí a presión, ni me enfadé para que se acabara el plato como ocurre en los aterradores anuncios de Meritene (he descubierto que hay una serie entera, el tema es el mismo, la madre-sargento que coacciona al niño y este le espeta "eres muy mala", y a continuación viene la repelente frasecita limpia-conciencias), pero en mi fuero interno me sentía nerviosa e intranquila ante la posibilidad de que sufriera carencias.
Llegó un día en el que decidí olvidarme de la presión. No ocurrió ningún milagro, mi hijo no se zampó una sandía entera ni nada por el estilo; pero yo empecé a vivir un poco mejor, a confiar más en mí misma y en mi instinto. A día de hoy, en plena racha preadolescente, está desarrollando un apetito voraz. Quien le ha visto y quien le ve, desde luego no está mal para un niño "malcomedor".
Con mi hija no tuve que replantearme el tema de la presión, porque directamente no la hubo. Con mi facilidad habitual para hacer amigos, mandé a la porra a todo opinólogo, y dejé que ella misma se administrara y regulara. A día de hoy, no recuerdo que se haya negado a probar ningún alimento, come cantidades aceptables y su menú es muy, muy variado. Come hasta brócoli, pero sin necesidad de rodearla de juguetes para luego castigarla retirándoselos, como en el dichoso anuncio.
Así que habrá que darle la vuelta a la frase: si mis hijos dicen que soy buena, debo ser malísima. Y a mucha honra.

sábado, 4 de julio de 2015

Todo pasa y todo llega

Hace tiempo que no escribo, y no solo por falta de tiempo. Cuando empecé este blog, decidí que sería un reflejo de mí, un púlpito virtual donde expresar (y a veces escupir) mis pensamientos y reflexiones; pero en realidad, la gran mayoría de mis entradas hablan de maternidad y crianza.
Quizás, más que de maternidad, de la transformación que la maternidad ha operado en mí, de cómo he derribado barreras y cambiado mis prioridades.
Sobre todo, este blog ha sido el reflejo del camino que he emprendido, una pequeña muestra de mi aprendizaje, mis dudas, mis sentimientos, un homenaje a mi tribu que me acompaña y me sostiene cuando flaqueo. Cada entrada es una piedra miliar que he colocado en el camino, que me recuerda de dónde vengo y hasta dónde he llegado.
A menudo, le robo a Mon su frase favorita, todo pasa y todo llega, y no sé por qué, pero esa frase me hace pensar en un río, en dejarme llevar, dejar fluir. Sin embargo, a veces no basta con seguir la corriente, hay que ponerse a remar, y sobre todo, decidir en qué dirección vamos a hacerlo, y cuánto esfuerzo vamos a invertir.
En realidad, no ha pasado nada, por lo menos nada grave, solo ha sido una sucesión de pequeñas señales, detalles que me hacen replantearme una serie de cosas.
En resumen, mi hijo mayor ya no es un niño; ya lo sabía, lo veía venir, pero el plácido fluir del río no me había preparado para la tormenta hormonal que se avecina a pasos agigantados.
Empecé a notarlo hace un par de meses, cuando tuvimos que comprar una camisa para que fuera con cierta decencia a las comuniones a las que había sido invitado; las camisas nunca han sido sus prendas favoritas, y hace tiempo habíamos acordado que las reservaríamos para las ocasiones especiales. En cambio ese día le sorprendí pavoneándose delante del espejo del probador, camisa por dentro, camisa por fuera, manos en los bolsillos, intentando aparentar más años de los que tiene. Unos días más tarde me dijo que las camisas no le disgustan, pero las prefiere llevar abiertas, y que quedarían incluso mejor con un colgante de surfista (si alguien sabe lo que es un colgante de surfista, le ruego me ilumine al respecto).
A partir de entonces, los cambios han llegado con rapidez; o quizás ya habían llegado pero acabo de empezar a fijarme en ellos. Juguetes que considera demasiado infantiles amontonados en los estantes, programas que hasta hace nada le encantaban y ahora le aburren dejan paso a otro tipo de contenidos, hasta la relación con su hermana ha sufrido un cambio, esa dualidad hecha de complicidad y rivalidad que compartían hasta ahora está dando paso a una actitud más madura, una mezcla de paciencia, condescendencia y paternalismo. Siguen jugando juntos, se ríen, se quieren y se pelean como siempre, pero él ya está en otro nivel.
Su imagen, que hasta ahora le era casi indiferente, está empezando a cobrar cada vez más importancia: ya no elige su ropa en base a la estética o a la comodidad, sino también en base a la reacción que puedan suscitar en los demás. Mi niño, que ya no es tan niño, empieza a buscar su lugar en el mundo, está debatiéndose entre la tranquilidad que proporciona el conformismo y la aceptación social y la descarga de adrenalina producida por la rebeldía.
No ha llegado todavía a la adolescencia, y puede que ni siquiera a la pubertad, pero está cogiendo impulso para pegar el salto. Él también lo sabe, no lo expresa con palabras porque quizás ni siquiera es consciente de ello, pero lo veo por la impaciencia con la que está esperando los cambios, cuando me pregunta si ya le está cambiando la voz, cuando se mira al espejo a ver si ya le ha salido la nuez, cuando se inspecciona las piernas a ver si ya tiene pelos.
A veces me cuesta conectar con él, hablar como hacíamos antes. Ya no es un niño, es un chico que necesita sus ratos de soledad, su parcela privada, está empezando a adoptar esa actitud de sentirse solo contra el mundo, que a menudo expresa con esas hipérboles al estilo siempre criticáis todo lo que hago.
Nos hemos propuesto reservarnos un ratito los dos solos, una vez por semana. Papá se queda con la peque y él yo aprovechamos para estar juntos y "hacer cosas". Vamos a desayunar o a dar un paseo, y hablamos. Hablamos de todo, de videojuegos, de la gata, de sus amigos, de cosas cotidianas, de mis preocupaciones y de las suyas. Allí es cuando el río vuelve a fluir, cuando por fin la corriente nos da un descanso y disfrutamos del frescor del agua. Sacamos mucho más jugo a ese momento que compartimos que si nos sentáramos a la mesa con aire serio para mantener conversaciones importantes.
Luego echo la vista atrás y casi me da la risa cuando recuerdo las predicciones agoreras de los que decían que sería un niño inseguro y miedoso: el niño que nunca dormiría solo porque su padre y yo le hacíamos dependiente ahora pide que dejemos la puerta entrecerrada; es el mismo al que diagnosticaron en su día el síndrome del niño malcomedor y ahora engulle raciones de adultos.
A veces me pregunto si el río no es en realidad una montaña rusa, si todo lo que hemos pasado hasta ahora no habrá sido la cuesta y ahora caeremos en picado. Estoy emocionada a la vez que asustada, porque me faltan referencias; hay mucha información sobre crianza respetuosa en lo que a bebés se refiere, pero si busco recursos sobre gestión de conflictos con niños más mayores o (pre)adolescentes, todo lo que encuentro son límites y disciplina. Eso cuando no me topo con el clásico ya verás o con el machismo recalcitrante de no te quejes, las chicas dan más problemas.
Necesito a mi tribu, necesito hacer piña con las que estéis igual... un nuevo camino se extiende ante mí y no sé muy bien por dónde tirar. Dentro de poco, tendremos que hablar de sexualidad, de alcohol, de drogas, de los peligros de internet, de cómo integrarse y ser aceptado sin por ello renunciar a ser uno mismo, tendré que estar a su lado cuando se enamore, cuando le rompan el corazón, cuando salga con sus amigos y vuelva a las tantas. Tengo que encontrar el término medio entre respetar su forma de ser y evitar que se descarrile, protegerle sin asfixiarle, acompañarle sin espiarle.
Nadie ha dicho que esto fuera fácil. Aunque estoy segura de que merece la pena.
 

lunes, 30 de marzo de 2015

Ya somos uno más

En realidad se veía venir, de hecho lo dejé caer hace un par de meses, en esta entrada. Mi hijo quería un gato, y yo estaba encantada de que quisiera uno.
Siempre me han gustado los animales, y siempre he pensado que las personas capaces de maltratarlos no tienen alma; en ese sentido, durante mis embarazos, cuando trataba de imaginar cómo serían mis hijos, pedía secretamente que fueran capaces de sentir empatía y cariño hacia cualquier ser vivo.
Puedo decir, por lo menos a día de hoy, que mis plegarias han sido escuchadas. Mi niña se desvive por cualquier animal que se encuentre por la calle o vea en un video; en una ocasión confundió a un bulldog francés con un cerdito, pero eso no le impidió hacerle mimos, y cuando le reviso la cabeza en busca de piojos me recuerda que, en caso de encontrar alguno, no debo matarlo, sino pedirle amablemente que vuelva a su casa con su papá y su mamá, que le estarán echando de menos.
Mi hijo mayor ha salido antitaurino y animalista a más no poder, así que cuando desveló su anhelo secreto de tener un gatito, empezamos a hablar de las responsabilidades que implica cuidar de una mascota. Entre los dos, buscamos y leímos artículos relacionados con cualquier aspecto del mundo felino, y al ver que tenía claro que se trataría de un nuevo miembro de la familia y no de un juguete, decidimos dar el siguiente paso.
Empecé a buscar protectoras, a mirar sus páginas web, a leer sus historias. A pesar de que considero que no hay que meter a los niños en una burbuja, que no les hace ningún bien mantenerles apartados de un entorno al que tarde o temprano tendrán que enfrentarse, las filtré para él: una de las mejores maneras de bucear en las profundidades de la maldad humana es leer las historias de animales abandonados.
Un día, mientras leíamos historias de gatos en busca de hogar, mi niño me preguntó por qué había tan pocos cachorros y tantos gatos adultos. No pude mentirle, no me quedó más remedio que explicarle que mucha gente está dispuesta a acoger una adorable bolita de pelo, pero a medida que crecen no es infrecuente que se cansen, cambien de idea y se deshagan del gato; y que generalmente la gente los busca pequeños, por eso a los gatos adultos les es difícil encontrar una segunda oportunidad.
Me dijo que a él no le importaba que fuera mayor, me pidió expresamente que buscáramos el que tuviera menos probabilidades de encontrar un hogar, que dijéramos que si no había nadie dispuesto a darle una oportunidad, pues nosotros sí.
Creo que un niño de 8 años (ahora 9) dispuesto a acoger un gato difícilmente adoptable para hacerle feliz está demostrando una empatía y una madurez impropias de su edad.
Finalmente, nos tocó convencer a papá de que estábamos hablando de añadir un gatito a la familia, no a un tigre salvaje, y cuando por fin lo logramos, hablamos con la protectora.
Así es como Nuri se unió a nuestra familia; hace algo más de un mes que está con nosotros, y hemos disfrutado de cada minuto. Es una gatita tierna y cariñosa, apareció abandonada en un campo con sus hermanos, y estuvo viviendo en una casa de acogida con una niña más o menos de la edad de mi hija y más gatos.
Nuri (fuego en arameo) pasó la primera media hora de su nueva vida en nuestra casa escondida en el transportín, asustada y sin querer salir. Me senté frente a ella, para que me viera, pero intentando no agobiarla; de vez en cuando metía la mano dentro del transportín para acariciarla. Ella se dejaba hacer, sin apartarse pero sin moverse; de repente, se dio la vuelta, se puso boca arriba y empezó a ronronear.
Cuando mi hijo y yo estábamos todavía barajando la posibilidad de adoptar a un gato, le dije que nosotros podíamos elegirlo, pero él a su vez nos tenía que elegir a nosotros. Creo que ese fue el momento en que Nuri me eligió, cuando me entregó su cariño y su confianza, y a partir de ese instante, todo fluyó.
Mis gamberros la quieren con locura, la miman a más no poder, en ocasiones se ponen pesados porque la despiertan cuando está durmiendo la siesta, pero creo que la atención y el cariño que derrochan hacia ella son suficientes para compensar.
Todavía no ha llegado el final de la historia: soy hija única y he querido tener más de un hijo, en mi infancia tuve gatos (primero una, y cuando murió, otro; la primera tras una batalla campal con mi padre, que se negaba en rotundo), pero el día de mañana no descarto adoptar un hermanito para Nuri. No ha llegado aún el momento, pero viendo lo que estoy disfrutando de este caos, esta alegre anarquía que no me deja dar ni un paso sin toparme con algún juguete, humano o felino, teniendo en cuenta que nunca he vivido con dos gatos a la vez pero estoy segurísima de que la experiencia merecerá la pena, quizás sea solo cuestión de tiempo antes de ampliar la familia otra vez.
 

viernes, 27 de febrero de 2015

La tribu

Ya he tenido suficiente,
necesito alguien que comprenda
que estoy sola en medio de un montón de gente
Qué puedo hacer

Quiero vivir, quiero gritar,
quiero sentir el universo sobre mí
Quiero correr en libertad,
quiero llorar de felicidad
Quiero vivir, quiero sentir el universo sobre mí
Como un naufrago en el mar, quiero encontrar mi sitio
Sólo encontrar mi sitio
 


 
 
Estas palabras pertenecen a la canción de Amaral titulada El universo sobre mí, y explican perfectamente cómo me sentí muchas veces cuando me convertí en madre. Sola en medio de un montón de gente, nadando contracorriente, diciéndome a mí misma viendo lo que se considera normal, me alegro de ser rara, pero al mismo tiempo sufriendo la gélida caricia de la incomprensión.
Creo que hoy en día el hecho de tener un hijo parece dar vía libre a las opiniones no solicitadas: recuerdo todas aquellas visitas congregadas alrededor de mi cama de hospital explicándome lo mal que lo estaba haciendo; esas charlas vacías con las mamás del parque, esas que tienen bebés que duermen solos desde temprana edad, se salen de todas las curvas de los percentiles, dejan el pañal con 18 meses sin un solo escape y nunca jamás tienen una rabieta, reflejo de la excelente educación que les brindan sus padres; esas críticas bienintencionadas y con intención de ayudar de amigos y familiares, que se consideran con derecho a aleccionar por el simple hecho de haber tenido más hijos, o haberlos tenido hace unas cuantas décadas, o que sin haberlos tenido siquiera piensan que es su deber imponerte su punto de vista basado en "lo que siempre se ha hecho"; esas dudas que corroen, ¿será normal? ¿lo estaré haciendo bien?, dudas que no me atrevía a preguntar en la mayoría de los casos.
Ser madre supuso un antes y un después en mi vida, pero también me ayudó a darme cuenta de lo sola que estaba, solo éramos mi marido y yo, dos náufragos abrazados que intentaban ver más allá del horizonte.
Sé que no es totalmente cierto, pero en esos primeros tiempos sentía que no tenía a nadie: mi madre había muerto, mis abuelas y mi tía también, la familia política no compartía mi visión de la maternidad, mis amigas sin hijos iban a otro rumbo y a mis amigas con hijos les notaba una pizca de cariñosa condescendencia.
Dos años más tarde, me encontraba desesperada por un supuesto problema de sueño de mi hijo; en realidad, no era un problema propiamente dicho: simplemente, el niño no dormía como se suponía que debía hacerlo, me decían que tenía el famoso "insomnio infantil por hábitos incorrectos" por mi culpa, y que tenía que "curarle" dejándole llorar.
Esa noche, me senté frente al ordenador y tecleé por primera vez las palabras que cambiaron mi vida: Dormir sin llorar. Así fue como encontré el foro, mientras dejaba escapar un suspiro de alivio al darme cuenta de que, al fin y al cabo, mi hijo era perfectamente normal.
Tras un tiempo prudencial leyendo en la sombra, decidí publicar tímidamente mi primera consulta. Unas horas más tarde, recibí una respuesta. Para ser sincera, no recuerdo exactamente qué me dijo, porque lo que realmente me llegó iba más allá de las palabras: una persona que no me conocía de nada había dedicado unos minutos de su valioso tiempo a escribirme unas líneas con el único objetivo de hacer que me sintiera mejor. Había tendido un puente entre su mundo y el mío, me había ofrecido una mano amiga a la cual agarrarme para dar el salto a una nueva dimensión.
Esa es la esencia de los foros, las webs, las redes sociales, los grupos de whatsapp. Una tribu virtual, a menudo desperdigada a lo largo y a lo ancho del globo, personas que en ocasiones están a miles de kilómetros de distancia y a las que notamos más cercana que el vecino de abajo. El anonimato de los nicks, la pantalla que sirve de barrera a menudo hacen que nos abramos más, y acabemos contando a una mamá desconocida lo que no nos atrevemos a compartir con la cuñada.
Hemos perdido el espíritu de la tribu, nos pasamos la vida compitiendo y hemos olvidado lo que significa cooperar, estamos demasiado ocupados para pararnos a escuchar, para dar un simple abrazo a quien lo necesita. Vivimos enlatados, al lado de vecinos de los que no sabemos nada excepto unas pocas frases captadas a través de la pared. Nuestros niños son solo nuestros, de unos padres que en ocasiones tienen que hacer malabares para poder dedicarles el tiempo que se merecen y compatibilizarlo con el trabajo y con un sinfín de obligaciones. Ya no son de todos como antaño; no me refiero a esa nostalgia rancia y retrógrada de quien añora los tiempos en los que se podía dar un coscorrón al niño del vecino sin que te denunciaran por maltrato infantil, sino al sentimiento de responsabilidad colectiva, a la obligación moral de no permitir que un niño se extravíe, a no mirar hacia otro lado si se pone a jugar con una botella de cristal.
Ese espíritu lo estamos recuperando, está a un clic de ratón de distancia. Puedo exponer algo que me preocupa y en algún momento alguien al otro lado encontrará unas palabras para mí; puedo intentar ayudar a mi vez a alguien que lo necesita. Pero me gustaría tener a mi tribu cerca, lo bastante cerca para poder dar y recibir achuchones en los momentos de bajón, para preguntarles por sus revisiones médicas y las tutorías en el colegio sin tener que tirar de nuevas tecnologías; en Dormir sin llorar solíamos bromear con comprar una isla polinesia como hizo Marlon Brando y montar allí una comuna de crianza con apego. Si algún día se tercia, contad conmigo.
Para terminar, un abrazo enorme a todas las personas que forman parte de mi tribu: no os voy a nombrar porque no quiero cometer el imperdonable error de olvidarme de alguien, pero sabéis quiénes soy. Gracias a vuestro apoyo, ya no me siento sola en medio de un montón de gente.

sábado, 21 de febrero de 2015

Ya duerme sola

Mi hija tiene una cama nueva, una cama de mayor, con una sábana violeta y un cojín de Minnie. Va encajada en un mueble a medida, una composición de estantes, puertas y cajones. Es un mueble blanco con los cantos en color fresa y los tiradores verde lima, sus colores favoritos; un mueble donde caben todos sus libros y juguetes. Le ha gustado tanto que nada más verlo ha decidido irse a dormir a su cama.
Sabía que tarde o temprano llegaría este momento, pero a decir verdad, me pilló desprevenida. Me lo imaginaba como una especie de transición, una sucesión de etapas, pero no, ha sido un salto hacia lo desconocido.
Me dijo toda ilusionada que esa noche dormiría en su habitación; al llegar la hora de dormir, se subió a la cama que hemos compartido desde que nació, y me pidió que la acompañara a su cuarto. Así lo hice, me tumbé con ella para que tomara teta y me planteaba saborear ese rato de complicidad. Sin embargo, apenas duró un minuto. Adiós mamá, si quieres puedes ir a la cama grande, me dijo. He aprendido a interpretar ese si quieres como una invitación a dejarles crecer y no atosigarles; hace unos años, oí esa misma expresión en boca de su hermano: mamá, si quieres puedes irte, ya me duermo yo solo.
Así que me fui, volví a mi habitación, a mi cama que hasta el día anterior había sido nuestra, y me pareció más grande y fría que nunca. Para que luego digan que la angustia de separación es típica de los bebés, acabo de experimentar un brote a mi edad.
Ella durmió del tirón, yo me desvelé unas cuantas veces; fui a verla tratando de no hacer ruido, me quedé en silencio al lado de su cama, oyendo su respiración pausada, viéndola dormir abrazada a un peluche. Por la mañana vino a verme y se acurrucó contra mí, me contó que en su cama nueva se duerme fenomenal y que a partir de ahora va a querer dormir en su cuarto todas las noches.
Así que ha llegado el momento de hacer balance, por lo menos en lo que al colecho se refiere. Han sido casi nueve años, primero con él, luego con ella, a veces con los dos. Es una experiencia que he vivido, disfrutado y saboreado durante casi una década.
Tengo la satisfacción de decir que ha durado todo lo que ellos han querido, y me alegro de que hayan conseguido encontrar la seguridad necesaria para dar ese paso; por otra parte, sé que lo echaré de menos.
Dicen que solo recordamos momentos, y esos momentos los voy a atesorar mientras viva: el olor de su pelo, esa mezcla a champú y sudor que no sé describir y para mí representa el olor de la felicidad, su sonrisa al despertar, el calor de su cuerpecito durmiendo a mi lado, hasta guardo un recuerdo cariñoso de las patadas en las costillas y los tirones de pelo al moverse.
También recuerdo esas advertencias, esas predicciones agoreras, esas preguntas incrédulas y esas frases hirientes. Otra vez, el tiempo me ha dado la razón, así que los opinólogos ya pueden ir poniéndose en fila para pedir disculpas.
Lo bueno de respetar el ritmo de los niños es que se acaba consiguiendo exactamente lo mismo que empleando otras técnicas, pero sin necesidad de sufrir durante el proceso. No es debilidad, no es miedo a imponerse, no es falta de límites: solo se trata de darles lo que necesitan, sabiendo que tarde o temprano pasarán a la siguiente fase.
Llevo ya unos cuantos años asesorando en Dormir sin llorar, y las preguntas sobre el colecho aparecen con cierta frecuencia. Por mi parte, está claro que cada uno tiene derecho a decidir cómo y dónde dormir, faltaría más, pero tengo la impresión de que el problema a menudo no es el colecho en si, sino la opinión del entorno. Son muchas más las mamás que dudan a la hora de hacerlo porque les han dicho alguna barbaridad al respecto que las que se sienten incómodas con ello.
Existen muchas maneras de motivar a un niño para que se "independice". A veces basta con redecorar un poco el cuarto, permitir que elija un papel pintado, comprar un juego de sábanas con sus personajes favoritos o colgar un cuadro nuevo; el orgullo de ser mayor suele hacer el resto.
Incluso si no se hace nada, como en mi caso (soy de lo más laxo que os podéis imaginar a la hora de propiciar este tipo de cambios), acabarán pidiendo con insistencia disponer de su propio espacio.
Así que si os encontráis en esa situación y os someten a presiones, que sepáis que no es cierto que nunca saldrán de vuestra cama, ni que dormirán con vosotros siendo adolescentes, ni que tendréis que acompañarles a la universidad o de luna de miel. Llegará el día en que querrán dormir solos, y puede que llegue antes de lo esperado: algunos se animan más pronto, otros tardan un tiempo más, pero todos los niños acaban por trasladarse a su habitación.
Por mi parte, me ha tocado oír unas cuantas frases poco acertadas a lo largo de estos años. Algunas bienintencionadas, procedentes de personas que a pesar de todo pretendían ayudarme; otras lanzadas como piedras por quienes querían agrandar su ego a base de destrozar el ajeno. A estos últimos, o quizás a todos ellos, les dedico esta imagen.
Pues eso, el tiempo me ha dado la razón, y cuando quieran, pueden venir a pedir disculpas.
Como dice mi amiga Mon, todo pasa y todo llega... y cuando pasa, se echa de menos.

miércoles, 14 de enero de 2015

La maternidad guerrera

Decía mi madre, que solo me había tenido a mí, que una segunda maternidad no puede ilusionarte tanto como la primera, pues cada etapa es una repetición de una ya vivida.
Cuando vi las rayas del positivo en el test de embarazo de mi hija, descubrí lo equivocada que había estado mi madre. Embarazarse y tener hijos es como enamorarse, puede ocurrir varias veces en la vida, pero cada ocasión trae consigo un torbellino de emociones nuevas.
Esos primeros momentos iban unidos a un miedo quizás infundado, pero comprensible (creo): unos meses antes había sufrido una pérdida, y la amenaza de volver a pasar por lo mismo empañó en cierto modo la alegría de saber que una nueva vida anidaba en mi interior.
Acomodar a mi hija recién nacida sobre mi pecho, observarla por primera vez, descubrirla tan parecida a su hermano y al mismo tiempo tan diferente me confirmó que era cierto lo que había oído decir, que el amor de una madre no se divide entre cada hijo que nace, sino que se multiplica.
En mi entrada anterior expliqué que mi hijo había sido mi despertar, me había descubierto un camino que no conocía y me había guiado a través de él; en cambio, mi segunda maternidad me cogía en cierto modo preparada: no solo era puro instinto, había tenido cuatro años para informarme, leer, aprender y saber hacia dónde iba.
Pensé que una segunda maternidad debía otorgar cierto status, el haber vivido ya esa experiencia, el demostrarle al resto del mundo que hasta el momento no lo había hecho tan mal me pondría a salvo de consejos y de opiniones no solicitadas.
Llevo puesto desde hace mucho lo que yo llamo mi traje de foca, es una alusión a mi sobrepeso, pero significa principalmente que todo me resbala. En realidad nunca me ha importado demasiado lo que los demás opinan de mí, desde pequeña he tenido claro que prefiero equivocarme pensando con mi propia cabeza que acertar por hacer caso a los demás. Sin embargo, cuando mi hijo mayor era bebé, lo que me pedía el cuerpo era radicalmente opuesto a lo que me aconsejaban los demás; y si bien prefería ser fiel a mi corazón que traicionar mi sentir, en ocasiones sentí una punzada de culpabilidad mientras me decía a lo mejor tienen razón y le malcrío, pero no lo puedo evitar.
El nacimiento de mi hija (y la información a la que tuve acceso durante ese intervalo) me reconciliaron con esos sentimientos. Con ella, fui consciente desde el primer día que no estaba siendo blanda ni sobreprotectora, que miles de años de evolución me habían llevado hasta ese punto y nada podría cambiarlo. Y sobre todo, estaba mi tribu de Dormir sin llorar, estaban mis autores, mis libros, mis constantes recordatorios de que lo que yo hacía tenía fundamento y base científica.
Sin embargo, a pesar de todo, seguía siendo el bicho raro, por dormir con mi hija igual que había hecho antes con su hermano, por dar teta más allá de lo que el entorno consideraba políticamente correcto (léase un par de meses), por no criar con azotes o castigos, por intentar huir de los chantajes, en resumen por no hacer el más mínimo caso a las presiones que recibía con cierta frecuencia.
Cuando tuve a mi hijo, al principio me limitaba a sonreír, asentir, agradecer, y a continuación seguir confiando en mi instinto; sin embargo, esta estrategia se tiene que haber confundido con una falta de argumentos, así que poco a poco, empecé a dejar claro que los argumentos los tenía, y a desgranarlos implacablemente, uno por uno.
Ha pasado mucho tiempo desde entonces, ya no estoy en guerra contra el mundo. He comprendido que no hay peor ciego que el que no quiere ver, y que no está en mi poder cambiar el mundo. A raíz del libro, hemos tenido la oportunidad de dar charlas al respecto, de conocer a mamás que se sienten inseguras y perdidas, prisioneras en un mundo inhóspito, presionadas y juzgadas, mamás que lo están pasando igual de mal que yo en los primeros tiempos. Cada vez que tiendo la mano a una de ellas, que contesto a una mamá ojerosa porque su bebé no duerme, que se me ocurre una respuesta ingeniosa para el opinólogo de turno, puede que la esté ayudando a ella, pero sobre todo me ayudo a mí misma, me recuerdo que no estoy sola, que en el mundo hay mucha gente que piensa como yo, es la verdadera esencia de la tribu.
Sobre todo, he aprendido a dejar de hacerme tantas preguntas: las respuestas se oyen mejor cuando se está en silencio.


martes, 6 de enero de 2015

El despertar

Cuando nació mi hijo mayor, uno de los primeros pensamientos que pasó por mi cabeza fue que en ese momento éramos los padres perfectos, ya que no nos había dado tiempo todavía a cometer ningún error. En realidad, ya habíamos cometido unos cuantos sin darnos cuenta.
Me había pasado los últimos dos meses de embarazo inmersa en una dicotomía emocional, tratando de superar la pérdida de mi madre y de alegrarme al mismo tiempo por mi embarazo. Daba bandazos para conciliar a la vez mi nueva condición de huérfana y la de futura madre, me sentía mal por mi madre cuando me encontraba feliz y mal por mi hijo cuando me echaba a llorar. Solo conseguí aliviar mi dolor anestesiándome emocionalmente, dejé de hacerme preguntas para las que no tenía respuesta y me centré en buscar las respuestas fáciles.
Mi casa se llenó de revistas de bebés que comparaban varios modelos de trona para explicarte cuál era el mejor, que llenaban sus páginas de enlaces patrocinados, atractivos y coloridos, pero huecos al mismo tiempo.
Esa oda al materialismo pareció llenar mi vacío, y me apresuré a comprar hasta el chisme más inútil para que a mi hijo no le faltara de nada. Nunca me paré a pensar que lo único que podía necesitar era yo.
Seguí viviendo en mi nube, con las emociones taponadas por ese frenesí consumista, hasta que llegó el momento del parto. Momento ansiado y temido al mismo tiempo, anticipado y vivido en mi cabeza una infinidad de veces, mientras los relatos de terror de amigas y familiares resonaban en mis oídos.
Sin embargo, el destino me regaló un parto rápido, inesperado, casi animal que me reconcilió con esa naturaleza que parecía haber olvidado.
Una contracción brutal, que me parte en dos, nada más llegar a la habitación. Le sigue otra, y otra más, con una frecuencia y una intensidad alarmantes. Todo el mundo decía que las primeras eran espaciadas y flojas. Camino de un lado a otro, es lo que más alivia el dolor, y después de 45 minutos rompo aguas en medio de la habitación. Aguas claras, límpidas, un manantial que me prepara para dar vida. Me bajan al paritorio, técnicamente para ponerme un antibiótico, pero por lo visto ya estoy dilatada y llega el ginecólogo corriendo. Empujo, me rajan, sale el bebé. No tengo tiempo de verlo porque se lo lleva el pediatra, me cosen y me suben a la habitación.
Estoy a punto de ver a mi hijo por primera vez, me acerco a la cuna en la que una enfermera le ha depositado y me doy cuenta de que en esa estampa hay algo que no encaja: su sitio no es esa cuna, su sitio está entre mis brazos. Nunca he cogido en brazos a un bebé, cuando me visualizaba haciéndolo sentía un miedo atroz a hacerle daño; pero alguna fuerza hasta entonces desconocida guía mis manos. Cojo a mi bebé y le acurruco contra mi pecho. Se acomoda, plácidamente dormido.
Mi instinto, largamente negado, se despierta y empieza a rugir con la fuerza de un león. Soy madre, a partir de ese momento en mi vida hay un antes y un después.
Siempre pienso que el destino ha sido benévolo permitiendo que mi hijo naciese de madrugada: ese pequeño detalle nos regaló unas horas de soledad y de vínculo. En mi ignorancia, pensaba que un nacimiento era una ocasión para celebrar, para llenar la habitación de visitas. Esperar a dar la noticia en horario laboral fue una de las mejores decisiones que pudimos tomar.
Unas horas después, la habitación se llenó de gente deseosa de darme consejos y de explicarme lo mal que lo estaba haciendo; afortunadamente, llegaron demasiado tarde para poder acallar mi instinto.
No sabía nada, no había leído nada digno de mención, conocía al dedillo los distintos modelos de cochecitos y la mejor técnica para bañar a un recién nacido, pero no sabía nada de apego, de los efectos de la separación madre-bebé, no tenía ni idea de lo que era un parto respetado ni de muchas otras cosas. Mi hijo me lo enseñó todo, me descubrió un mundo nuevo, me abrió un camino por el que seguimos avanzando hasta el día de hoy. He tropezado muchas veces y me he vuelto a levantar, he cometido los errores que acabo de describir y unos cuantos más. Pero no he vuelto a silenciar mi instinto: en el momento en que cogí a mi hijo en brazos dejé de oír consejos y empecé a escucharme a mí misma.

domingo, 14 de septiembre de 2014

Pendientes

En mi tierra no es costumbre poner pendientes a las niñas al poco de nacer. Algunos lo hacen, pero son minoría, y por lo general se considera chocante ver a un bebé con las orejas perforadas.
Lo normal, en el sentido de habitual, es que la niña decida cuándo hacerse los agujeros. Algunas, como mi madre, deciden no hacerlo nunca (en su caso, le causaban horror porque se quedó traumatizada al ver a su abuela con los agujeros infectados), pero en la mayoría de los casos se suele hacer a lo largo de la (pre)adolescencia.
Yo decidí que quería los míos en quinto de primaria. Tras un tiempo prudencial de súplicas, ruegos y protestas por mi parte, mi madre accedió a llevarme a que me perforaran las orejas. Se encargó de ello una amiga suya, que trabajaba en el hospital y que le había asegurado que lo haría con mayores garantías y medidas higiénicas que las que solían adoptar en farmacias y joyerías.
Permanecí quieta, en silencio y sin moverme, mientras la aguja penetraba lentamente en mi carne, sin más anestesia que mi propia determinación a convertir en real el aspecto que hasta ese momento solo existía en mi cabeza. La amiga de mi madre aseguró que había que hacerlo despacio para que el agujero no quedara torcido; en su momento, me pareció un suplicio interminable, pero la emoción de mirarme de reojo en los escaparates para ver brillar a mis nuevos pendientes ayudó en gran medida a compensar el mal trago. Sin embargo, mi alegría fue de corta duración: eran los Ochenta, la modificación corporal todavía no había llegado a las grandes masas, lo más parecido a un piercing que el ciudadano común podía ver eran unas fotos de los grupos punk que utilizaban imperdibles para atravesarse las mejillas.
Lo políticamente correcto era llevar un pendiente en cada oreja; dos se consideraba atrevido y tres era casi impensable. Mi madre, que había acabado por claudicar cuando le pedí agujerearme las orejas por primera vez, en esta ocasión se negó en rotundo. Pero eran mis orejas, y tenía claro que ni las súplicas ni las amenazas podrían conmigo. Así que seguí perforándome las orejas, a veces a escondidas, a veces desafiando a mi madre a impedírmelo. Cada agujero que llevo (y tengo muchos) simboliza una batalla que he conseguido ganar.
A día de hoy, mi hija no lleva pendientes. No quise imponerle mis gustos estéticos del mismo modo en que mi madre trataba de imponerme los suyos.
Mi marido en cambio era partidario de ponerle pendientes a la niña, esgrimía toda esa retahíla de razones que he oído cientos de veces y que nunca han logrado convencerme del todo: porque de bebés no les duele, porque le ahorras el trago de ponérselos más adelante, porque quedan muy bonitos, para que no la confundan con un niño.
Finalmente, le propuse aparcar el tema hasta que naciera la niña y tomar una decisión entonces. Esperé a que naciera, a que su padre la cogiera en brazos por primera vez, a que se le empezara a caer la baba con su hija y entonces le dije: mira qué orejitas tiene... ¿qué, se las perforamos?
Total, que decidimos no hacérselos, y me reafirmo en que fue buena decisión. Hay gente que "como no lleva pendientes" la confunde con un niño, aunque lleve un vestido o vaya de rosa o con coletas, pero es un mal menor.
En su día, me planteé que el día que quisiera ponerse pendientes se lo permitiría, que la llevaría yo misma a ponérselos; pero claro, pensaba que ese día le llegaría con 6-7 años, no ahora.
Sin embargo, lleva una racha en la que me pide que le ponga pendientes con cierta insistencia. Le encantan, se pone los míos delante de las orejas y se pavonea ante el espejo, pone pinzas de la ropa en las orejas de los peluches, me cuenta lo bonitos que son los pendientes de sus amigas...
Lo cual me hace replantearme mi supuesta apertura mental: le he descrito el proceso con pelos y señales, le he explicado que duele, que hay que hacer unas curas, que no podrá cambiarse ni quitarse los pendientes durante un tiempo. Me estoy dando cuenta de que no soy objetiva, no le hablo de ventajas y desventajas, le cuento lo malo esperando que tome la decisión de aplazar la experiencia unos años más.
Y me vienen a la cabeza todas las discusiones y broncas que tuve en el pasado por el mismo motivo. Recuerdo al personaje de una novela de Amy Tan que decía que había criado a su hija de forma completamente opuesta a como la criaron a ella para que fuera una persona distinta, y la hija acabó teniendo exactamente los mismos miedos y repitiendo exactamente los mismos errores.

 


viernes, 1 de noviembre de 2013

Malditas acelgas

Mi abuela materna, que había conseguido sobrevivir a las dos guerras mundiales, solía decir que en tiempo de guerra el pan era de tan mala calidad que de haberlo lanzado contra el techo, se habría quedado pegado. Obviamente, ni ella ni nadie que conociera lo había intentado nunca, habría sido una locura desperdiciar de esa manera un alimento que a menudo era el único sustento de toda la familia. A mi abuela le tocó vivir tiempos duros, tuvo que experimentar de primera mano el hambre y las privaciones: la carne era un lujo que se reservaba a quien trabajaba, y la frase "si no comes eso, no hay nada más" solía ser una triste verdad. A menudo no había nada más, solo una canción de cuna para calmar a un niño hambriento. La generación de mis padres no lo tuvo tan difícil, vivieron sin lujos pero sin padecimientos. La carne seguía siendo un manjar que se saboreaba en ocasiones
especiales, y la frase "si no comes eso, no hay nada más", se había convertido en una media verdad, porque si bien la comida ya no escaseaba, la variedad de la misma era más bien poca. En mis tiempos, las cosas habían cambiado radicalmente: vivíamos en una burbuja de relativo bienestar, y si bien no éramos ricos, nunca nos faltó comida. La carne se había convertido en un alimento al alcance de cualquiera, y la frase "si no comes eso, no hay nada más" era un vulgar chantaje, porque todo el mundo tenía la nevera repleta. La comida ya estaba al alcance de todo el mundo, y mis padres habían dejado de envidiar a los vecinos ricos que podían comer filete más de una vez por semana: ahora ese filete estaba en su mesa a diario, y tenían que chocar contra mi incomprensible negativa a comer lo que no me gustaba. Es curioso como las normas cambian según la edad de quién se supone que debe cumplirlas: a mi padre no le gustaba la zanahoria y nunca la comíamos, a mi madre el cordero le daba arcadas y el cordero no entraba en casa, pero yo odiaba las acelgas y me las tenía que comer sí o sí. Todavía recuerdo con terror esas batallas y esas interminables luchas de poder frente a platos repletos de engrudos poco apetecibles, batallas parecidas por cierto a las que padecían mis amigos: los que habíamos tenido la mala suerte de no ser comilones veíamos con terror el momento de sentarnos a la mesa, y en ocasiones seguimos pagando las consecuencias de ello. Cabría esperar que cada generación intentara subsanar los errores de los que ha sido víctima: así lo hicieron mis abuelos, que después de pasar hambre en su infancia se esforzaron en poner a diario comida encima de la mesa; y así lo hicieron mis padres, que después de haber soñado con determinados alimentos, los pusieron a nuestro alcance. Nosotros, que nos pasamos la infancia comiendo bajo coacción, deberíamos tratar de ayudar a nuestros hijos a construir una relación sana con la comida, pero a menudo repetimos los errores que cometieron con nosotros. Incluso hoy en día es bastante corriente poner el grito en el cielo si un bebé se deja un par de cucharadas de puré, amenazar a un niño con terribles carencias si se niega a comer o recurrir a amenazas de todo tipo para que se termine el plato que nosotros le hemos puesto. Por lo que a mí respecta, odio las acelgas, no tanto por el sabor en sí sino por los tristes recuerdos que me han dejado. Al cumplir 18 años decidí que no las volvería a probar, y he cumplido con mi promesa. Mi marido no soporta las alcachofas (supongo que sus motivos para no comerlas son parecidos a los que tengo yo por detestar las acelgas), y también lleva años sin probarlas. Hasta aquí, todo normal. Sin embargo, mi hijo odiaba la tortilla, y más de uno nos consideraba unos bichos raros por no obligarle a tomarla, en el mejor de los casos por pensar que la tortilla debe poseer unas propiedades de las que el huevo frito o cocido carecen, en el peor, enarbolando la bandera de los tan cacareados límites. A mí me pareció más sencillo que eso: no le gustaba la tortilla, pues no comía tortilla; además, no lo consideraba un problema puesto que aceptaba el huevo preparado de otras maneras, pero incluso si no hubiera sido así, habría acabado por buscar otra fuente de proteínas sin empeñarme en hacerle pasar por el aro. Mi hijo estuvo hasta los 6 años aproximadamente rechazando la tortilla, de repente un día se animó a probarla y desde entonces la acepta: no es su comida favorita, pero la toma sin problema. De mi hija no puedo hablar, porque hasta la fecha se ha animado a probar todo lo que se le ha puesto delante: tiene sus gustos, hay cosas que le gustan más y otras menos, hay alimentos que toma en muy poca cantidad y otros que come hasta hartarse. Con ella la comida nunca ha sido una batalla, será porque de entrada le gusta comer más que a su hermano, o porque nos hemos librado de pediatras caducos, consejos perjudiciales y sobre todo porque a estas alturas, el fantasma de las carencias nutricionales ha ido a freír espárragos, nunca mejor dicho. He descubierto que es mucho más fácil que un niño coma sin presión, sin nervios y sin amenazas. Ojalá se lo hubiera dicho alguien a mis padres cuando iban a la tienda a comprar acelgas.


viernes, 30 de agosto de 2013

La madre que soy, la niña que fui

Regreso nuevamente después de otra larga ausencia; de momento, estoy todavía acostumbrándome a la vida cotidiana después de casi un mes de playa.
Este año nos ha acompañado mi padre durante unos días: por primera vez ha podido jugar con sus nietos en un entorno distinto al habitual, y mis niños han tenido la oportunidad de divertirse con su abuelo durante días enteros.
A pesar de los achaques y los problemas de salud, mi padre no ha tenido reparo a la hora de hacer castillos de arena o de nadar en la piscina con ellos; en cuanto a mí, verle tan conectado, tan relajado con sus nietos me ha provocado una extraña dicotomía: la madre que soy se alegra de ver cómo quiere a mis hijos, pero la niña que fui, y que todavía dormita en algún lugar de mi mente lo ve de forma más confusa.
Ante todo, quiero dejar claro que no he tenido una infancia especialmente desgraciada o traumática; a mis ojos, éramos una familia normal, increíblemente envidiables en algunos aspectos y terriblemente disfuncionales en otros. A ojos de la corriente mayoritaria, la educación que yo recibí es considerada hasta la fecha un ejemplo de sensatez y de sentido común: cariño y diálogo en los buenos momentos, control, disciplina, autoritarismo y alguna que otra bofetada en los malos.
Mis padres me han querido con locura y creo sinceramente que han hecho lo que creían mejor; por desgracia, me temo que en ocasiones se dejaron llevar por el miedo a que me torciera o saliera mal, como si mi personalidad y mi forma de ser fueran el resultado de la educación recibida, y no supieron, o no se atrevieron a reaccionar ante los desafío de otra manera que no fuera con mano dura.
Son historias viejas de años, y aún así me han marcado profundamente. Hace no mucho estaba en el supermercado con mi padre y mi hija, ayudando a mi padre a guardar la compra; por un despiste, se me escapó de las manos un bote de tomate frito que se estrelló contra el suelo. No sé qué me pasó, por qué se me cruzaron los cables de esa manera, pero me sorprendí oyéndome decir una y otra vez, como si fuera un mantra, lo siento, no quería hacerlo, no volveré a hacerlo, no volverá a pasar.
Mi relación con mi padre es buena, pero a veces nos topamos con un enredón de palabras no dichas y disculpas no formuladas. Durante estas vacaciones, la madre que soy respiró aliviada al verle observar una rabieta de mi niña con cariño y paciencia, mientras la niña que fui recordaba las veces que había llorado lágrimas amargas, sintiéndose ignorada y humillada en la soledad de su habitación.
Una mancha en el mantel ahora es simplemente eso, una mancha en el mantel, una ínfima molestia que dejará de serlo después de la próxima colada: ya no es una tragedia de proporciones apocalípticas, pero la niña que fui no entiende que algo que ahora tiene tan poca importancia pareciera un asunto de estado.
Crecí pensando que era mala, me convertí en una adolescente rebelde, indomable y con tendencias autodestructivas, conocí a mi marido y senté cabeza, y cuando me convertí en madre descubrí que había sido una niña perfectamente normal.
La niña que fui sigue esperando una rectificación, no exactamente una disculpa, pero una admisión de que algunas cosas se habrían podido hacer de otra manera. La niña que fui recuerda lo que era y añora lo que pudo ser. A veces odio a esa niña, me amarga más de un rato agradable; en otras ocasiones, trato de comprenderla como nadie la comprendió jamás, intento hallar la llave de su corazón para que deje atrás el rencor y el dolor, para que por fin pueda volar libre.

sábado, 29 de junio de 2013

Que le den al "todo vale"

El 29 de junio se celebra el Día mundial del sueño feliz, y lo voy a celebrar con una entrada dedicada al sueño infantil.
Es un tema que parece estar de moda, dada la cantidad de autoproclamados gurús y expertos que van surgiendo por doquier, cada uno con sus teorías, opiniones o evidencias.
Creo que cualquiera que haya leído un par de entradas de este blog habrá entendido que le tengo declarada la guerra al método Estivill y afines; me parece que es un tema actual, de hecho, cada vez que he escrito unas líneas dándole caña al "metodito" las lecturas han subido como la espuma. Sin embargo, en esta ocasión no voy a hablar de esa corriente, sino de otra, puede que más sutil pero igual de dañina.
No sé si tiene nombre oficial, al desconocerlo la he bautizado el "todo vale". Sus adalides no se deciden por ninguna postura definida, van dando bandazos de un lado a otro con el objetivo de caer bien a todo el mundo, de captar el mayor número posible de seguidores o clientes con independencia de su forma de pensar.
A efectos prácticos se suele traducir en un cúmulo de disparates, como por ejemplo dar por hecho que todos los padres quieren lo mejor para sus hijos, y por tanto es igual de respetable dejarles llorar que atenderles; que el sueño es un proceso evolutivo, pero el bebé tiene que adquirir una serie de hábitos para dormir de forma correcta; que cada niño es distinto y lo que funciona con uno no funcionará con otro, pero hay que acostarles en la cuna despiertos para que se duerman solos y así sucesivamente.
Admito que nunca me han gustado las medias tintas, pero haciéndome un poco de terapia tengo que confesar que tengo tanta manía a este afán de quedar bien y de darlo todo por bueno porque en mi infancia fui una víctima del "todo vale".
Mi madre decía que dormí mi primera noche del tirón a los tres años y medio. Según las circunstancias y el humor del momento, este suceso se convertía en una simpática anécdota a compartir durante la sobremesa de una comida familiar (ahora os vais a reír un rato con esto), un velado reproche (fíjate lo mal que lo pasé) o directamente una maldición encubierta (ya verás como te toque uno igual).
Entre el pediatra que les decía que no debían dejarme llorar pero tenían que sacarme de su habitación lo antes posible, el libro del Dr. Spock que consideraba el colecho una perversión sexual y los consejos agoreros de amigos y vecinos, a mis padres les tuvo que costar horrores capear el temporal durante esos tres años y medio.
Para tener a todos contentos, me acostaban despierta en mi cuna y en mi habitación, y si me despertaba mi madre acudía a calmarme, sin sacarme de la cuna y por supuesto sin llevarme a su cama, si yo me negaba a dormir ella tampoco dormía.
Me contó que le pidió al pediatra que me diera algún medicamento para dormir (tengo entendido que en aquellos años no se andaban con chiquitas, recetaban tranquilizantes para adultos en dosis reducidas) y el médico dijo que ni hablar, que eso podía ser muy peligroso y no iba a poner en riesgo mi salud; visto así, se lo agradezco, pero a decir verdad, tampoco aportó ninguna idea más allá de tener paciencia.
De aquella época me han quedado algunos flashbacks, con el tiempo he llegado a dudar de si se trata de recuerdos reales o si de algún modo los he implantado en mi memoria al empezar a bucear más profundamente en el mundo del sueño infantil. Sea como sea, me veo a mí misma de pie en esa cuna, agarrada a los barrotes, llorando a pleno pulmón mientras unas sombras amenazadoras se ciernen sobre mí. No recuerdo nada más, no sé cuánto tiempo tardaban mis padres en acudir o qué hacían. Lo único que la huella del tiempo no ha conseguido borrar es ese fotograma, una niña pequeña llorando de pie en la cuna.
Sabiendo lo que ahora sé, algo me dice que no quería estar sola, y que todos nos habríamos ahorrado un montón de noches insomnes si mis padres hubieran hecho caso a su instinto y no al pediatra o al Dr. Spock.
Cuando nació mi hijo, tenía el listón tan sumamente bajo en lo que a sueño se refería que casi di saltos de alegría al descubrir que no tenía que pasarme las noches de pie. Hay que decir que dormía con nosotros, pero por aquel entonces curiosamente no lo relacioné, ni lo consideré una circunstancia digna de mención.
También hay que decir que la maldición no se cumplió, porque mi hijo por lo general no se despertaba excesivamente, su "problema", si así lo queremos llamar, era que podía tardar una eternidad para dormirse.
En cuanto a mi niña, no sé si será como era yo a su edad, pero es posible que haya cierto parecido. Hasta el año y pico se dormía en cinco minutos a lo sumo, pero se despertaba, en media, cada dos horas. Ahora que le falta poco para cumplir los tres me ha regalado alguna que otra noche del tirón, pero lo habitual es que se despierte una o dos veces.
Se vuelve a dormir con la teta, lo cual nos anestesia al instante a las dos y prácticamente ni nos enteramos, pero supongo que de haber aplicado los consejos que el pediatra dio a mi madre, a estas alturas estaría para el arrastre.
Y aún así hay quien se empeña en intentar demostrar lo perjudicial que es pasar la noche lo más decentemente posible en vez de complicarse la vida para forzar la máquina, en tratar de convencernos que es mejor arruinarnos el presente para evitar unas hipotéticas secuelas futuras, en hacernos ver que hay que buscar un término medio cuando en este extremo se está estupendamente.
Pues así de claro, que le den al "todo vale", con lo a gusto que me siento yo en mi rinconcito radical.

viernes, 21 de junio de 2013

La sombra del destete

En realidad era un virus, pero no lo supe hasta hoy.
El lunes pasado, mi niña dejó de pedir y de tomar pecho de manera abrupta e inexplicable. Si le ofrecía, se acercaba a la teta y le hacía mimos, pero a continuación me decía "teti, no" y la volvía a guardar.
No mamó nada por la mañana, ni por la tarde; por la noche lo intentó, pero se desenganchó tras unos segundos. Se despertó llorando en medio de la noche, incapaz de volverse a dormir mamando y también de dormirse de otro modo. Tras un tiempo que me pareció interminable, y mucho sufrimiento por parte de ambas, acabó quedándose dormida con mimos y besos, y cuando lo hizo me quedé a su lado luchando contra las lágrimas.
Por primera vez en casi tres años, me planteé seriamente la posibilidad de que mi hija se destetara y tuve que admitir que no estaba, no estoy preparada para ello.
Las pocas veces que pensé en el destete, me lo imaginé como algo progresivo, una reducción paulatina de tomas hasta eliminarlas por completo, nunca creí que pudiera dejar de mamar sin más de forma tan inesperada y repentina.
Empecé a buscar información sobre destetes y huelgas de lactancia, pero la leía de forma distraída y sin apenas prestar interés, porque más que la teoría, lo que me importaba realmente era saber cómo acabaría lo nuestro.
Fueron momentos muy angustiosos que no pude compartir con nadie: de habérselo contado a mi entorno, probablemente me habrían dicho que ya era hora. Acudí a mi tribu virtual sabiendo que me entenderían, que no me juzgarían, que posiblemente intentarían hacerme ver lo positivo de la situación, pero sin presionarme, acompañándome en mi duelo.
Mi único consuelo habría sido decirme a mí misma que nuestra lactancia había durado todo lo que ella había querido; pero no paraba de darle vueltas a esa coletilla de "hasta que la madre y el niño quieran", me la repetía una y otra vez como si fuera un mantra, hasta llegar a la conclusión de que es prácticamente imposible conseguir un destete de mutuo acuerdo: el destete se suele producir cuando una de las dos partes decide unilateralmente poner fin a la lactancia, y a la otra no le queda más remedio que acatar una decisión impuesta.
Hace mucho que me he prometido a mí misma que no voy a forzar ni a inducir el destete en ningún momento: será mi niña la que decida dar ese paso cuando se sienta preparada para ello. Dejaré que elija cuándo y cómo hacerlo, lo único que espero es que lo haga de forma progresiva, para que me dé tiempo a mentalizarme, a aceptar la nueva realidad.
De momento, lo del lunes ha sido una falsa alarma: la pobre está con mocos y dolor de garganta, creo que no mamaba porque le costaba respirar. La noche del martes, tras unas cuantas vueltas en la cama sin conseguir encontrar una postura cómoda, se enganchó casi por arte de magia y recuperó con creces todo lo que no había mamado durante ese día y el anterior.
Ahora estamos intentando capear los últimos coletazos del virus, así que por lo menos de momento, tras superar el primer gran susto después de la relatación, parece que tengamos teta para rato.

jueves, 30 de mayo de 2013

Redecorando mi vida

Estoy de vuelta, tras un paréntesis más largo de lo que pretendía; durante este tiempo, me he planteado muchas veces volver a escribir y no lo he hecho por varias razones: por falta de tiempo, de inspiración, por cansancio, por encontrarme sumergida en un proyecto del que hablaré a su debido tiempo.
El guiño al viejo anuncio de Ikea se debe a que últimamente ando bastante ocupada porque me he planteado reformar un poco la casa. Las obras no han empezado todavía, y puede que ni siquiera empiecen hasta dentro de un tiempo, pero por ahora estoy contactando con varias empresas y comparando presupuestos.
No es que mi casa se caiga a trozos, pero le hace falta un lavado de cara: las paredes necesitan un repaso después de tantos años de balonazos, "frenadas" con las manos y expresiones artísticas infantiles de vario tipo; la habitación desde la que escribo es muy pequeña y prácticamente solo cabe el escritorio y una estantería, me gustaría ampliarla un poco para añadirle una pequeña zona de estar, con un sofá cama por si alguien se queda a dormir algún día; mi hija también va necesitando un dormitorio en condiciones, no para dormir sola (no tenemos ninguna prisa, ni ella ni nadie) sino para tener su propio espacio; el suelo también se está empezando a levantar, cortesía de la bicicleta, las motos y demás vehículos.
A veces pienso que si nos tocara el gordo de la lotería compraríamos un ático con piscina y nos olvidaríamos de todo; pero luego pienso que incluso en ese caso no me gustaría marcharme de aquí, porque con todos sus defectos, es y seguirá siendo mi casa.
Es una casa bastante grande, quizás más grande de lo que realmente necesitemos; se la compramos en su día a unos señores que la habían recibido en herencia y estaban muy deseosos de deshacerse de ella. No fue precisamente barata, pero el precio que pagamos por ella estaba bastante por debajo de lo que se estilaba en aquellos tiempos.
La decoración es algo que siempre me ha gustado, desde la primera vez que cayó en mis manos, por casualidad, una revista de ese tipo: me quedé embelesada mirando fotos de mansiones que nunca me podré permitir, cocinas del tamaño de mi salón y luz que entra a raudales hasta por la ventana del baño. Hasta la fecha, sigo asombrándome ante el atino que demuestran algunos a la hora de encontrar textiles que combinan perfectamente con la alfombra y la vajilla.
En realidad, mi casa dista bastante de ser una casa de revista; en su momento, se convirtió en una casa a medida de bebé. Ahora, ya no necesito tapar enchufes ni forrar esquinas, porque ya superamos esa etapa, pero mi salón sigue siendo de estilo minimalista-barroco: minimalista en la parte inferior, porque escasean los adornos que se puedan romper y los muebles con los que se pueda tropezar, y barroco en la parte superior, en cuyos estantes se amontona todo lo que quité de abajo.
Admito que además de la necesidad objetiva de ofrecer una vivienda presentable a la vista de los invitados, está mi propio deseo de que mi casa cambie conmigo. Sigo evolucionando y transformándome, cada vez me siento peor por fuera pero mejor por dentro, y puede que necesite que mi hogar se vuelva a convertir en reflejo de mí.
A mi niño le encantan la ciencia ficción, el espacio, la astronomía y la saga de Star Wars: me gustaría sorprenderle con una habitación espacial, ponerle una cenefa de papel pintado que reproduzca el universo, o pintarle un mural que simule el espacio.
Mi niña todavía no tiene gustos claros; en cuanto a mí, me gustaría que tuviera una habitación bonita y acogedora sin caer en la tentación de abusar del rosa y llenarlo todo de motivos princesiles, más empalagosos que el algodón de azúcar.
El pasillo es lo que tengo más claro: un buen empapelado lavable y resistente que aguante carros y carretas en la parte inferior y pintura plástica de la buena en la superior.
Mañana tengo la última visita para medir y mirar; después seguiré esperando los presupuestos, que van llegándome con desesperante lentitud y tras compararlos iremos decidiendo.
Hay más cosas, más temas y más novedades, que iré contando en las próximas entradas. Esta vez no volveré a tardar tanto: no sé si habéis echado de menos mi blog, pero yo sí, y me alegro de estar de vuelta.

viernes, 12 de abril de 2013

Adiós, Pirata Tuerto

A lo mejor no es definitivo, pero de momento lo parece: desde hace varias noches, mi hijo no me pide que le cuente un cuento antes de dormir. Ahora le doy un beso y se queda en su habitación mientras yo voy a dormir a su hermana; con solo aguzar un poco el oído puedo saber lo que hace. Le oigo abrir cajones, sacar pinturas o juguetes con los que se entretiene un rato; oigo a su padre entrar a hablar con él, darle las buenas noches; más tarde un crujido de muelles me dice que se ha metido en la cama.
Mi hija está en una de esas etapas en la que se resiste al sueño todo lo que puede, con lo cual en ocasiones llego a tardar una hora. Cuando salgo de la habitación, la casa está a oscuras, en silencio excepto por la televisión que mi marido suele ver a esas horas.
Recorro el pasillo intentando no hacer ruido y me paro un momento a contemplarle mientras duerme. Le aparto el pelo de la cara, le doy un beso, si se ha destapado vuelvo a subir el edredón.
Ha pasado otra etapa, en realidad él lo ha querido así, entiende que su hermana tarda mucho en dormirse, que en ocasiones no quiere quedarse sola y es misión imposible contarle un cuento con tranquilidad, quizás también se siente mayor para esos cuentos inventados noche tras noche, siempre distintos y en el fondo muy parecidos.
Al igual que con anterioridad me despedí de la ciudad de los conejos, del fantasma cantarín y de la ranita traviesa, ha llegado la hora de decirle adiós al Pirata Tuerto. En realidad es un Playmobil, comprado hace dos años en una tienda de Sepúlveda en ocasión de un viaje de Semana Santa, y se convirtió inmediatamente en uno de sus juguetes favoritos; en lo que a cuentos se refiere, después de dos años ha sido el personaje más longevo que ha protagonizado nuestro final del día.
Ya no hay más cuentos, ya no me acurruco junto a él respirando el olor de su pelo mientras me invento historias siempre nuevas. Ya es mayor y parece que no lo necesita.
Así que adiós Pirata Tuerto, y gracias por acompañarnos durante este tiempo. La historia del accidente en el que perdiste el ojo le hizo comprender la importancia de ir al médico cuando nos encontramos mal; tus viajes a países exóticos en busca de tesoros fabulosos llevaron la emoción hasta nuestra casa; tus aventuras junto al Pirata Espadachín me ayudaron a explicarle el valor de la amistad, y a hacerle entender que esta sigue adelante incluso a pesar de las peleas y las discusiones; tus bromas al Pirata Tontolaba añadían el toque de humor; la astucia con la que conseguías burlar a los malvados bandidos hablaba de la importancia de aprender a resolver conflictos sin necesidad de llegar al enfrentamiento físico; los deberes de lengua se hicieron menos pesados al descubrir que tenías que limpiar la cubierta del barco aunque no te gustara; los consejos del sabio Patapalo nos sacaron de apuros cuando me quedaba en blanco y no sabía cómo continuar el cuento.
Sé que es una tontería, pero me despido de ti con lágrimas en los ojos, porque sé que no volverás, y un día pasarás a formar parte de esa cápsula del tiempo en la que almaceno cosas que hemos dejado atrás.
Si me lo permitís, tengo un consejo para los que tenéis niños que tardan literalmente horas en dormirse: como dice mi amiga Mon, todo pasa y todo llega. No desesperéis, disfrutad del momento, porque cuando una etapa termina, no vuelve, y es posible que tengáis que despedir a vuestro Pirata Tuerto particular antes de lo que pensáis.
Gracias por todo Pirata Tuerto, sigue surcando los siete mares a bordo de tu galeón. Nunca te olvidaré, ni olvidaré los ratos que pasé junto a mi niño mientras le hablaba de ti.
Hasta siempre.