La primera vez que intenté reconectar con mi vida social después de convertirme en mamá fue un par de meses después de haber dado a luz. Acababa de dar mis primeros, tímidos pasos en un camino que iba a cambiar mi existencia por completo, pero por aquel entonces lo desconocía. De hecho, miro hacia atrás y apenas me reconozco. Estaba luchando por superar la muerte de mi madre y por adaptarme a mi nueva situación, tenía la cabeza como un bombo por todos los consejos que recibía y lo único que quería era hacer las cosas "bien", sin saber exactamente lo que eso podía significar.
Por aquel entonces, nunca había oído hablar de Carlos González ni de Rosa Jové y si hubiera oído la expresión "crianza con apego", me habría sonado a chino. Lo único que sabía era que mi instinto me obligaba a ir contra corriente en algunos aspectos: mis emociones más primitivas no residen en el cerebro y ni siquiera en el corazón, sino en el estómago. Cuando mi estómago se rebela ante la sola mención de una idea, lo mejor que puedo hacer es olvidarme de ella.
3D Family de David Castillo Dominici http://www.freedigitalphotos.net |
Así que aquel día, cuando unos amigos nos propusieron salir a cenar, mi marido y yo decidimos aceptar. Me vino a la memoria uno de los famosos consejos recibidos, "no debéis dejar que el bebé os cambie la vida, él debe adaptarse a vuestro ritmo, no vosotros al suyo", sin embargo el restaurante elegido era un lugar tranquilo, fresco, con terraza, al lado de un pequeño parque donde pasear. Mi estómago no tuvo nada que decir al respecto, así que aceptamos la invitación.
Los amigos en cuestión fueron los primeros de nuestro grupo en convertirse en padres (nosotros fuimos los segundos) e iban acompañados de su hijo, que tendría unos dos años. Al principio, la velada transcurrió sin incidentes, vino el camarero, nos tomó nota, nos trajo las bebidas.
Pero entonces mi bebé empezó a llorar y de pronto me sentí fuera de lugar en aquel sitio. Me fui con él, ahora ya no recuerdo si tenía hambre, sueño o qué le pasaba; cuando se calmó, volvimos al restaurante.
Entonces nuestra amiga me dijo, con ademanes conciliadores: no hace falta que te levantes, a mí no me molesta que llore. En ese momento olvidé todos los modales que mi madre trató de inculcarme (sin éxito) durante años, y solo se me ocurrió contestarle: a mí me importa un bledo que te moleste o no, lo que no quiero es que lo pase mal. Lo que suele suceder cuando mi estómago se rebela ante una emoción indeseada es que tiendo a soltar lo primero que se me pasa por la cabeza.
Mi desafortunada frase dio lugar a una interminable lección sobre crianza que se prolongó todo el tiempo que duró la velada. Nuestros amigos consiguieron exponer, en un tiempo relativamente breve, la colección completa de disparates adultocéntricos que detesto desde siempre: un azote en el pañal no duele y es bueno para educar, no hay que coger a los niños en brazos para no malacostumbrarles, no pasa nada porque lloren un rato, los niños hacen chantaje emocional y un largo etcétera que me niego a detallar porque me aburro solo de pensarlo.
Fue, sin embargo, mi primer instante de autoafirmación maternal: me puse a rebatir todos y cada uno de los puntos, sin argumentos ni citas que en aquel tiempo desconocía, pero con toda la fuerza de mi convicción.
Fue, sin embargo, mi primer instante de autoafirmación maternal: me puse a rebatir todos y cada uno de los puntos, sin argumentos ni citas que en aquel tiempo desconocía, pero con toda la fuerza de mi convicción.
Nuestro amigo dudaba, en especial, de mi determinación a no dar cachetes a tiempo (o a destiempo), predijo que en algún momento acabaría por perder la paciencia y darle un par de azotes (¿pero no se daban para educar?), y puesto que le seguía rebatiendo, decidió rematar su discurso con ejemplos significativos:
Ya verás cuando se niegue a comer y tire el plato al suelo.
Ya verás cuando tenga que dormir y no quiera.
Ya verás cuando te monte un pollo por la calle o en el super.
Ya verás cuando tenga que ir al colegio o a la guardería y no le dé la gana.
Cinco años y dos hijos después, creo que hemos cumplido todos los "ya verás" y puede que alguno más que no estaba en la lista, y me sigo reafirmando en que he cometido muchos errores con mis hijos, pero nunca jamás les he puesto la mano encima, y estoy determinada a poder seguir diciendo lo mismo cuando se hayan hecho adultos.
Aquel día, mientras escuchaba esas sombrías predicciones, me prometí a mí misma que llegaría un momento en que se lo haría saber, en que les diría: he pasado por todo eso y más y nunca se me ha ido la mano, como veis es posible hacer las cosas de otro modo. Pero, como he dicho al principio, he cambiado mucho desde entonces. No me interesa demostrar nada a nadie, solo quiero ser fiel a mi instinto.