Ya he tenido suficiente,
necesito alguien que comprenda
que estoy sola en medio de un montón de gente
Qué puedo hacer
Quiero vivir, quiero gritar,
quiero sentir el universo sobre mí
Quiero correr en libertad,
quiero llorar de felicidad
Quiero vivir, quiero sentir el universo sobre mí
Como un naufrago en el mar, quiero encontrar mi sitio
Sólo encontrar mi sitio
necesito alguien que comprenda
que estoy sola en medio de un montón de gente
Qué puedo hacer
Quiero vivir, quiero gritar,
quiero sentir el universo sobre mí
Quiero correr en libertad,
quiero llorar de felicidad
Quiero vivir, quiero sentir el universo sobre mí
Como un naufrago en el mar, quiero encontrar mi sitio
Sólo encontrar mi sitio
Estas palabras pertenecen a la canción de Amaral titulada El universo sobre mí, y explican perfectamente cómo me sentí muchas veces cuando me convertí en madre. Sola en medio de un montón de gente, nadando contracorriente, diciéndome a mí misma viendo lo que se considera normal, me alegro de ser rara, pero al mismo tiempo sufriendo la gélida caricia de la incomprensión.
Creo que hoy en día el hecho de tener un hijo parece dar vía libre a las opiniones no solicitadas: recuerdo todas aquellas visitas congregadas alrededor de mi cama de hospital explicándome lo mal que lo estaba haciendo; esas charlas vacías con las mamás del parque, esas que tienen bebés que duermen solos desde temprana edad, se salen de todas las curvas de los percentiles, dejan el pañal con 18 meses sin un solo escape y nunca jamás tienen una rabieta, reflejo de la excelente educación que les brindan sus padres; esas críticas bienintencionadas y con intención de ayudar de amigos y familiares, que se consideran con derecho a aleccionar por el simple hecho de haber tenido más hijos, o haberlos tenido hace unas cuantas décadas, o que sin haberlos tenido siquiera piensan que es su deber imponerte su punto de vista basado en "lo que siempre se ha hecho"; esas dudas que corroen, ¿será normal? ¿lo estaré haciendo bien?, dudas que no me atrevía a preguntar en la mayoría de los casos.
Ser madre supuso un antes y un después en mi vida, pero también me ayudó a darme cuenta de lo sola que estaba, solo éramos mi marido y yo, dos náufragos abrazados que intentaban ver más allá del horizonte.
Sé que no es totalmente cierto, pero en esos primeros tiempos sentía que no tenía a nadie: mi madre había muerto, mis abuelas y mi tía también, la familia política no compartía mi visión de la maternidad, mis amigas sin hijos iban a otro rumbo y a mis amigas con hijos les notaba una pizca de cariñosa condescendencia.
Dos años más tarde, me encontraba desesperada por un supuesto problema de sueño de mi hijo; en realidad, no era un problema propiamente dicho: simplemente, el niño no dormía como se suponía que debía hacerlo, me decían que tenía el famoso "insomnio infantil por hábitos incorrectos" por mi culpa, y que tenía que "curarle" dejándole llorar.
Esa noche, me senté frente al ordenador y tecleé por primera vez las palabras que cambiaron mi vida: Dormir sin llorar. Así fue como encontré el foro, mientras dejaba escapar un suspiro de alivio al darme cuenta de que, al fin y al cabo, mi hijo era perfectamente normal.
Tras un tiempo prudencial leyendo en la sombra, decidí publicar tímidamente mi primera consulta. Unas horas más tarde, recibí una respuesta. Para ser sincera, no recuerdo exactamente qué me dijo, porque lo que realmente me llegó iba más allá de las palabras: una persona que no me conocía de nada había dedicado unos minutos de su valioso tiempo a escribirme unas líneas con el único objetivo de hacer que me sintiera mejor. Había tendido un puente entre su mundo y el mío, me había ofrecido una mano amiga a la cual agarrarme para dar el salto a una nueva dimensión.
Esa es la esencia de los foros, las webs, las redes sociales, los grupos de whatsapp. Una tribu virtual, a menudo desperdigada a lo largo y a lo ancho del globo, personas que en ocasiones están a miles de kilómetros de distancia y a las que notamos más cercana que el vecino de abajo. El anonimato de los nicks, la pantalla que sirve de barrera a menudo hacen que nos abramos más, y acabemos contando a una mamá desconocida lo que no nos atrevemos a compartir con la cuñada.
Hemos perdido el espíritu de la tribu, nos pasamos la vida compitiendo y hemos olvidado lo que significa cooperar, estamos demasiado ocupados para pararnos a escuchar, para dar un simple abrazo a quien lo necesita. Vivimos enlatados, al lado de vecinos de los que no sabemos nada excepto unas pocas frases captadas a través de la pared. Nuestros niños son solo nuestros, de unos padres que en ocasiones tienen que hacer malabares para poder dedicarles el tiempo que se merecen y compatibilizarlo con el trabajo y con un sinfín de obligaciones. Ya no son de todos como antaño; no me refiero a esa nostalgia rancia y retrógrada de quien añora los tiempos en los que se podía dar un coscorrón al niño del vecino sin que te denunciaran por maltrato infantil, sino al sentimiento de responsabilidad colectiva, a la obligación moral de no permitir que un niño se extravíe, a no mirar hacia otro lado si se pone a jugar con una botella de cristal.
Ese espíritu lo estamos recuperando, está a un clic de ratón de distancia. Puedo exponer algo que me preocupa y en algún momento alguien al otro lado encontrará unas palabras para mí; puedo intentar ayudar a mi vez a alguien que lo necesita. Pero me gustaría tener a mi tribu cerca, lo bastante cerca para poder dar y recibir achuchones en los momentos de bajón, para preguntarles por sus revisiones médicas y las tutorías en el colegio sin tener que tirar de nuevas tecnologías; en Dormir sin llorar solíamos bromear con comprar una isla polinesia como hizo Marlon Brando y montar allí una comuna de crianza con apego. Si algún día se tercia, contad conmigo.
Para terminar, un abrazo enorme a todas las personas que forman parte de mi tribu: no os voy a nombrar porque no quiero cometer el imperdonable error de olvidarme de alguien, pero sabéis quiénes soy. Gracias a vuestro apoyo, ya no me siento sola en medio de un montón de gente.