martes, 30 de octubre de 2012

Talibanes

Creo que el debate lo empezó mi amiga Pilar, de Maternidad continuum, al preguntar si los pediatras deberían ser asesores de lactancia; a raíz de su entrada, he tenido ocasión de leer varios artículos y comentarios sobre el tema.
Este tipo de artículos habitualmente acaba dividiendo a los lectores en dos bandos, están los que defienden la lactancia materna y los que lamentan el daño que están haciendo los (mal) llamados talibanes de la teta. Confieso que soy incapaz de leer a estos últimos sin reprimir una expresión de incredulidad: resulta que a estas alturas, todavía hay gente que cree en la existencia de una especie de conspiración a escala mundial cuyos siniestros fines pasan por por culpabilizar a las madres que no han dado el pecho y poner a los bebés en peligro de vida con tal de no recurrir a la leche artificial.

Para volver a la pregunta inicial, personalmente opino que no, no es necesario que un pediatra sea asesor de lactancia: es una profesión que respeto profundamente, y que abarca muchísimos campos, y cada cual es libre de especializarse en aquellos que más le interesan y motivan, faltaría más.
Exigirle a mi pediatra unos conocimientos profundos y pormenorizados sobre lactancia materna se me antoja igual de descabellado que pretender que se sepa de memoria la receta de la merluza en salsa verde.
Sin embargo, para aprovechar el ejemplo de la merluza, un pediatra tiene la obligación de saber a partir de qué edad se le puede dar merluza a un bebé, y la información debe ser acorde a las recomendaciones de los organismos oficiales.
La pena es que todo el mundo parece estar de acuerdo en lo que respecta a la merluza, pero si tratamos de aplicar el mismo razonamiento a la teta, por desgracia la cosa cambia.
Repito que no le exigiría a mi pediatra una cultura enciclopédica sobre lactancia, pero creo que tengo derecho a pedir que tenga por lo menos unos conocimientos básicos y razonablemente actualizados sobre el tema, que no se dedique a perpetuar tópicos, mitos y teorías de hace décadas, y sobre todo, que intente no emitir juicios de valor o presentar opiniones personales como si fueran verdades científicas.
En mi opinión, si una madre quiere amamantar pero se encuentra con problemas, lo más ético, sensato y correcto sería intentar encontrar la causa y ponerle remedio; si el pediatra en cuestión no es ducho en lactancia, debería remitir a la madre a un asesor o a un grupo de apoyo donde puedan ayudarla.
En cambio, es bastante frecuente que el pediatra se dedique a desanimarla, a inventarse enfermedades peregrinas (véase tu leche no alimenta) y a solucionarlo todo a golpe de biberón.
A este respecto, quiero dejar claro que no pretendo demonizar la leche de fórmula: en algunos casos por desgracia es necesaria, y para esos casos, menos mal que está. Si hay que suplementar porque existe una razón de peso, pues se suplementa, y además sin sentirse culpables porque en esa situación concreta es lo mejor para el bebé; pero no hay que olvidar que la lactancia artificial tiene riesgos, y por este motivo se debería recurrir a ella únicamente en casos estrictamente necesarios cuando no hay otra alternativa posible. Considero que la lactancia es un derecho del niño, no un capricho de la madre.
Si esto es ser talibana, entonces lo soy, y a mucha honra.
Los asesores de lactancia, las consultoras IBCLC y los grupos de apoyo han nacido en respuesta a la desinformación que muchas veces reina en el ámbito sanitario. Su labor, hasta donde he podido comprobar, consiste en ayudar a las madres a seguir amamantando cuando quieren hacerlo, no en perseguir a quienes han decidido no dar el pecho por el motivo que sea.
Existen estudios científicos que demuestran los riesgos de la lactancia artificial; son estudios que duelen mucho (mi primera lactancia fracasó, así que creo que sé de lo que hablo), pero aún así, querer ignorar la realidad, enfadarse y matar al mensajero no sirve de nada.
Lo que me sigue llamando la atención es que a estas alturas se sigue hablando mucho de los talibanes de la teta pero no se dice nada de los que están en el otro extremo: no son los talibanes del biberón, sino más bien los talibanes anti-teta.
He tenido la mala suerte de toparme con un pediatra así, un señor que consideraba a la teta culpable de todo, que intentaba obligarme a destetar, por activa y por pasiva, que llegó a decirme que una lactancia prolongada (para él, prolongada significaba 6 meses) podía ocasionar problemas de crecimiento.
Sin embargo, en una cosa tenía razón: tengo mala leche, pero no en el sentido en que lo decía, sino porque se la tengo guardada. El día que mi hija se destete le escribiré una carta contándole lo que pienso de sus teorías.
En su día, ese señor dio a entender que yo era una talibana de la teta, y me vi obligada a contestarle que viniendo de él, me lo tomaría como un cumplido.

lunes, 22 de octubre de 2012

Cadenas

Imagen: 3D chain breaking, de David Castillo Dominici
http://www.freedigitalphotos.net
Antes de ser madre, yo era de las que decían que dejaría al bebé con los abuelos para irme una semanita de viaje con mi marido de vez en cuando. Sumergida en la autocomplacencia, lo argumentaba diciendo que un hijo no me iba a cambiar la vida, pero las razones reales, esas que acechaban ocultas tras mi coraza, eran más profundas.

Mi madre recibió una crianza bastante machista: no tanto como podía haberlo sido, no tanto como la de muchas amigas y primas suyas, pero aún así la igualdad brillaba por su ausencia. Le dejaron claro desde el principio que ningún hombre tenía derecho a ponerle la mano encima, ni a considerarla inferior por el simple hecho de ser mujer, pero al mismo tiempo fue víctima de ese machismo sutil y no por ello menos dañino: le inculcaron la tácita aceptación de que ser esposa y madre iba a ser su único objetivo en la vida, le transmitieron un trasnochado sentido del deber según el cual su obligación iba a ser servir a los demás miembros de la familia, la animaron a renunciar a sus aficiones y a sus propios intereses para cumplir con sus obligaciones de esposa y madre de familia.
Para mí quiso otra cosa, pero desgraciadamente no supo hacer con su vida otra cosa que la que habían previsto para ella: realmente renunció a muchas cosas por mi padre y más adelante para mí. Renunció a trabajar fuera de casa, a tener aficiones y horizontes más allá de la familia.
A mí me lo contaba, me explicaba como se echó a llorar cuando se dio de baja del trabajo cuando estaba embarazada de mí, porque sabía que no iba a volver y cerraba definitivamente una etapa de su vida; me decía que había dejado de ir a conciertos de música clásica porque a mi padre no le gustaba o que le llegó un momento en el que renunció a tener más hijos porque yo daba mucho trabajo.
En los momentos buenos, todas estas historias significaban fíjate hasta dónde puede llegar el amor de una madre; pero en los momentos malos, se traducían más bien en mira a todo lo que he tenido que renunciar por tu culpa.
Años después, me di cuenta de que algunas de esas renuncias las había hecho a regañadientes, por presión social, por miedo al juicio ajeno, o simplemente porque era lo que se esperaba de ella. Creo que mi gen rebelde y contestador nació en ese momento, porque empecé a darme cuenta de que prefería equivocarme pensando con mi propia cabeza que acertar por hacer caso a los demás.
Decidí que el día que tuviera hijos no les cargaría jamás con el peso de una decisión que ellos no tomaron, y pensé que la forma más lógica de conseguirlo sería no renunciar a nada que me hiciera feliz. Me convertí en una acérrima defensora de la teoría del tiempo de calidad, convencida de que a mis futuros hijos les iba a beneficiar más verme menos tiempo, pero feliz y realizada, que tenerme todo el día en casa amargada y descontenta.
Mis teorías se fueron al traste en el mismo instante en que me pusieron en brazos por primera vez a mi hijo recién nacido: le miré, al principio con curiosidad, porque durante 9 meses había intentado imaginar qué aspecto tendría; pero luego la oxitocina y la emoción del momento hicieron el resto. Contemplé a mi bebé, lo mejor, lo más perfecto, quizás lo único bueno que había hecho en la vida hasta ese momento y entendí que con él y por él no habría renuncias: en ese momento empecé a quererle con cada fibra de mi ser, y simplemente supe que por él iría hasta el infinito y más allá.
Hasta la fecha, he sido fiel a mis principios: no he renunciado a nada a lo que no quisiera renunciar. He dejado de lado algunas aficiones y costumbres que tenía antes, pero ha sido totalmente voluntario; simplemente he cambiado, y por ejemplo ya no me apetece salir a bailar hasta las tantas, igual que en su día dejé mis juegos de niña porque ya había superado esa etapa.
Sigo siendo bastante impermeable a la presión social, de hecho no suelo hacer caso a los consejos no solicitados, sobre todo si están reñidos con mi instinto. Me da un poco igual lo que los demás consideren correctos y he llegado a la conclusión de que las únicas personas con derecho a juzgar mi manera de educar a mis hijos son ellos mismos.
Los viajes siguen siendo una asignatura pendiente. Me encanta conocer países lejanos, pasear por una playa de arena tan blanca y fina como la harina, disfrutar de un amanecer de colores aquí desconocidos; pero lo volveré a experimentar más adelante, porque mis niños todavía son pequeños para soportar tantas horas de avión.
Ya no queda ni rastro de mi propósito de irme a solas con mi marido: mi corazón no está encadenado, sino fusionado con el de ellos; no me he anulado como persona, al revés, he crecido, he evolucionado, he dejado de mirarme el ombligo, mi marido y mis hijos, mi pequeña tribu, me han descubierto el verdadero sentido de la vida.
Con ellos, por ellos y para ellos he conseguido romper las cadenas.

martes, 16 de octubre de 2012

Alimentar al monstruo

Imagen: Scream, de idea go
http://www.freedigitalphotos.net

Pido disculpas por adelantado porque soy consciente de que mis últimas entradas son algo crudas, tétricas y dejan mal sabor de boca.
En mi defensa, solo puedo decir que en ocasiones veo, oigo o leo cosas que me hacen pensar que el mundo está mal hecho: escribir sobre ello no consigue exorcizar a los demonios, pero en ocasiones los ahuyenta un poco.
Últimamente, he tenido la ocasión de debatir acerca de una noticia de actualidad en ocasión de una reunión familiar: la noticia en cuestión es la condena a 99 años de reclusión a una mujer de Texas (semejante desgraciada no merece el calificativo de madre) culpable de pegar las manos de su hija de 2 años a la pared y propinarle una paliza que la dejó en coma durante días.
Estaba familiarizada con el suceso porque se trató recientemente en un grupo de Facebook en el que participo, y posteriormente estuve consultando la noticia en diferentes medios de comunicación.
En ocasión de esa reunión familiar, los más moderados consideraban que se ha hecho justicia; los más radicales opinaban que casi un siglo de prisión era insuficiente dada la gravedad del delito cometido y que habría sido más apropiado que la maltratadora fuera condenada a muerte. Dejando de lado el hecho de que el estado de Texas no aplica la pena capital, este tipo de opiniones me hacen sentir como la oveja negra (o blanca, a saber).
Para empezar, estoy en contra de la pena de muerte: lo que me incomoda no es tanto el hecho de quitarle la vida a otro ser humano, sino la aterradora posibilidad de garantizarle al estado el derecho a decidir quién merece seguir viviendo y quién debe ser ejecutado. Nos quieren hacer creer que el estado somos todos, pero en realidad el estado lo forman más bien un grupo de políticos, corruptos en muchos casos, que se aprovechan de sucesos tan sonados para hacer campaña a favor del endurecimiento de las penas o al revés, para pedir clemencia, con el único objetivo de ganar votos.
Respecto al caso del que estoy hablando, indudablemente me alegro de que la agresora se encuentre fuera de la circulación; de que la niña haya podido librarse de las garras de su torturadora; espero que la vida pueda compensarla, a ella y a sus hermanos, por los horrores que han vivido, sufrido y presenciado.
Dicho esto, una condena ejemplar para un delito de este calibre no me parece ninguna victoria. Al revés, es una evidente muestra del fracaso del modelo de sociedad que hemos construido.
Una persona capaz de atacar con semejante saña a su propia hija es un monstruo: no merece una segunda oportunidad, no merece volver a ver a sus hijos, no merece ser madre (dicho sea de paso, este tipo de noticias me hacen pensar que la fertilidad mundial está bastante mal repartida).
Sin embargo, la semilla de la maldad no brota de un día para otro, a menudo es necesario regarla y abonarla durante un tiempo considerable para que pueda crecer.
En el caso que nos ocupa, la agresora ha sido una niña maltratada durante su infancia: su madre, abuela de la pequeña víctima, reconoció a un periódico que solía golpearla con frecuencia cuando era niña.
Vaya por delante que esto no es ninguna excusa: todos y cada uno de nosotros somos los últimos responsables de nuestros actos y de las consecuencias de los mismos; soy consciente de que muchas personas han sufrido malos tratos en su infancia y aún así han educado a sus hijos con cariño y respeto; sin embargo, estadísticamente está demostrado que la grandísima mayoría de padres que maltratan a sus hijos han sido maltratados en su infancia; en otras palabras, es mucho más fácil repetir patrones que no hacerlo.
Muchas de estas historias serían evitables: muchos de esos niños maltratados tenían familia, amigos, vecinos, maestros que observaron los abusos y no hicieron nada para evitarlos, o incluso cuando hicieron lo que estaba en sus manos, el caso fue mal llevado por los servicios sociales que decidieron contra toda lógica dejar a un niño maltratado en un hogar violento.
A lo mejor es una utopía, pero siempre he pensado que darles una segunda oportunidad a estos niños contribuiría a reducir la población carcelaria el día de mañana.
Sé que es un discurso incómodo, porque yo misma, sin ir más lejos, me niego asumir responsabilidad alguna por los actos cometidos por una persona a la que ni siquiera conozco; sin embargo, hay que decir que la sociedad en la que vivimos suele ser bastante tolerante en lo que a maltrato infantil se refiere.
La mayoría de las personas que se definen sensatas consideran una aberración lo que se le hizo a la pequeña víctima del caso que nos ocupa; sin embargo, un 60% de esa población que se define sensata se declara a favor del cachete educativo (oxímoron donde los haya) según una encuesta llevada a cabo hace unos años: en otras palabras, les parece normal que se agreda físicamente a un niño en según qué circunstancias, cuando probablemente consideran inaceptable la violencia contra un adulto, sea cual sea el contexto.
A este respecto, sí que creo que la sociedad somos todos: quizás no podamos evitar que se produzcan sucesos tan trágicos, pero tenemos la obligación moral de denunciar ese tipo de situaciones. Cada vez que no hagamos nada cuando alguien deja llorar a su bebé para que se acostumbre a estar solo, que giramos la cabeza cuando un niño recibe un azote porque "cada uno educa a sus hijos como quiere", que no llamamos a la policía al oír gritos y golpes en la casa del vecino porque no es asunto nuestro, cada vez que nos quedemos sin actuar pudiendo hacerlo nos convertimos en cómplices involuntarios, vamos alimentando al monstruo, a ese mismo monstruo al que luego pretendemos encerrar cuando se vuelve demasiado amenazador, apartarle lejos de nuestra vista para olvidar que lo hemos creado entre todos.
Lo más triste del caso de Texas es que la custodia de la niña maltratada y de sus hermanos ha sido concedida a la abuela materna: habéis leído bien, la misma persona que hace años solía golpear a la futura agresora cuando era niña. Para que luego hablen de justicia.

martes, 2 de octubre de 2012

Ya era hora, Dr. Estivill


Dicen las malas lenguas que Estivill se ha retractado, igual que lo hizo Ferber hace unos años; en mi opinión, no es exactamente así: retractarse significa admitir abiertamente haberse equivocado y asumir las consecuencias de los errores cometidos. Lo que ha hecho el Dr. Estivill en esta ocasión es lo mismo que acostumbra a hacer desde hace tiempo: tergiversar la realidad cuando una pregunta le resulta incómoda.
El que sigue es un extracto procedente de una entrevista concedida al periódico El País, que se puede consultar íntegramente a través de este enlace y cuyo único objetivo parece ser el de promocionar su último libro (cada respuesta finaliza con la coletilla "En nuestro libro ¡A dormir! encontrará más información al respecto"):
Imagen: cortesía de Dormir sin llorar
He leido el libro "Duérmete niño", y tengo la duda de a qué edad se debe empezar a aplicar el método que propone. En un recién nacido con lactancia materna a demanda, ¿cómo es posible conjugarla con el método?
Recientemente hemos publicado el libro 'A dormir', que es la actualización de los conocimientos sobre el sueño de los niños. En él, explicamos unas normas para enseñar a dormir a los niños correctamente respetando la lactancia materna, de hecho los estudios científicos que hemos publicado en la revista española de pediatría han sido realizados en niños con lactancia materna a demanda. En el cerebro de los niños existe un grupo de células que es nuestro reloj biológico. Es el que nos indica que hemos de dormir de noche y estar despiertos de día. Como otras estructuras del cerebro de los niños, este reloj biológico es inmaduro al nacer. Por esto los niños duermen a trocitos y no pueden dormir de un tirón las horas nocturnas hasta los seis meses de edad. Las normas que explicábamos en 'Duermete niño' eran para los niños a partir de los tres años que tenían el denominado 'insomnio infantil por hábitos incorrectos'. Estas normas no pueden ser aplicadas en los niños más pequeños por esta inmadurez de su reloj biológico. Hay que realizar otras rutinas respetando la lactancia materna a demanda para ir enseñando a este reloj biológico a sincronizarse con el medio ambiente y así llegar de seis meses con un sueño nocturno adecuado de unas once horas y tres siestas diurnas: una después del desayuno, una después de la comida y una después de la merienda. En nuestro libro 'A dormir' explicamos estos nuevos conocimientos científicos y damos las pautas adecuadas para que el niño, siguiendo la lactancia a demanda, pueda ir estructurando adecuadamente su sueño.

Ante tan asombrosa declaración, solo se me ocurren dos posibilidades: la primera, que el Dr. Estivill esté mintiendo descaradamente; la segunda, que me falle estrépitosamente la comprensión lectora (a mí y posiblemente a un montón de lectores más). Tenía entendido que en el Duérmete niño, a los niños de tres años con el denominado (o inventado, ya que por lo que sé, ni en el DSM-IV ni en ninguna otra publicación digna de tal nombre se recoge tal enfermedad) "insomnio infantil por hábitos incorrectos" había que ponerles una valla en la puerta de la habitación para que no pudieran salir ("¡Da igual si se levanta, como si se quiere quedar dormido en el suelo!" escribe el Dr. Estivill a este respecto, haciendo gala de la empatía que siempre le ha distinguido). A los que había que dejar llorar era a los bebés a partir del 6º mes, e incluso antes, véase: "Desde el tercer mes, no os levantéis a cogerlo ante el primer gemido".
El libro no explica a partir de qué número de gemido está permitido cogerle (si es que lo está), y tampoco qué se debería hacer en caso de que los gemidos se conviertan en llanto.
Por otra parte, confieso que el método Estivill nunca me ha convencido. Siempre he pensado que si había que buscar una solución a los problemas de sueño debía ser una solución conjunta, junto con el bebé, no contra él, porque no se puede basar la felicidad de uno en la infelicidad de otro.
Sin embargo, conozco a muchos padres (cuya comprensión lectora debe ser tan escasa como la mía) que se lo han creído, que han dejado llorar a sus bebés, han limpiado el vómito "sulfurándose por dentro" como recomienda el libro, y ahora descubren que todo eso no ha servido de nada, porque resulta que el patrón de sueño de sus hijos se debía a una inmadurez de su reloj biológico y no a unos supuestos hábitos incorrectos.
Me pregunto qué les dirá el Dr. Estivill a esos padres: si admitirá haberse equivocado, les ofrecerá una indemnización (debería ofrecérsela a sus hijos, más bien) o simplemente les dirá que son tontos y no saben leer.

Incluso si seguimos esta última hipótesis y damos por sentado que millones de padres somos incapaces de procesar lo que leemos (cosa que no es cierta, pues el infame Duérmete niño deja claro en un sinfín de ocasiones que hay que ignorar voluntariamente al bebé por mucho que llore, y recalco que estamos hablando de bebés a partir de los 6 meses), cabría esperar que su nuevo libro ¡A dormir! ofreciera un enfoque algo más empático y respetuoso.
Nada más lejos de la realidad, pues el nuevo libro ofrece también pautas para los recién nacidos, circunstancia que en el anterior no se daba. Según las nuevas instrucciones, al recién nacido se le debe acostar en su cuna y en su habitación desde el primer día de vida; tampoco se le debe atender con prontitud por lo visto: ya que los recién nacidos tienen la mala costumbre de lloriquear (textual) por la noche, el Dr. Estivill recomienda deshacerse de los intercomunicadores, para poder dormir bien (los padres, el bebé no importa). También hace hincapié en que se le debe acostar despierto para que pueda conciliar el sueño por si solo (está prohibido cogerle, pero tampoco explica qué hay que hacer si no lo consigue).
Asimismo, el concepto que tiene el Dr. Estivill de la lactancia a demanda resulta cuanto menos curioso: para empezar, si un bebé de 6 meses debe dormir 11 horas seguidas por la noche y tres siestas al día, apenas le queda tiempo para mamar; en segundo lugar, ofrece una interesante explicación del reflejo de succión, y a continuación advierte que muchos padres primerizos cometen el grave error de confundirlo con una señal de hambre, lo cual puede llevar a sobrealimentar al bebé o a darle de comer a deshoras, cargándose así de un plumazo el concepto de demanda, la producción de leche de la madre y la lactancia materna, por ese orden.

Los libros que ofrecen esta visión de la puericultura, que suprimen la parte más agradable de la maternidad y fomentan el desapego desde el minuto 1, a menudo consiguen alejar emocionalmente a la madre del bebé, divorciarla de su instinto, volviéndola tan vulnerable que preferirá seguir comprando libros o pedir consejo al experto de turno en vez escucharse a sí misma y a su bebé.
Por supuesto, no pretendo decirle a nadie cómo debe vivir su maternidad. Cada cual es libre de hacerse la pregunta y buscar la respuesta que considere más satisfactoria.
Personalmente, considero que la maternidad no es una obligación y ni siquiera un derecho, sino un privilegio, y como tal deberíamos vivirla en su plenitud, disfrutando de todos los dones que nos ofrece.
Admito que nunca me he sentido especialmente realizada al cambiar un pañal o al quitar restos de comida de un babero; sin embargo, cuando he tenido a un bebé dormido en mis brazos, o en mi regazo, cuando le he olido el pelo mientras le daba besos en la cabecita, cuando he visto su barriguita moverse apaciblemente al ritmo de su respiración es cuando he sentido la MATERNIDAD con mayúsculas fluir por mis venas.

En esta ocasión, la declaración del Dr. Estivill no me parece insultante como habitualmente, porque prefiero leer entre líneas y quedarme con el mensaje positivo que contiene: gracias a estas palabras, el mundo creado por el Dr. Estivill se ha derrumbado como un castillo de naipes.
Dice que las normas del Duérmete niño son aplicables únicamente a mayores de tres años que sufren una enfermedad inexistente, y eso equivale a admitir que jamás se debería dejar llorar a un bebé.
Reconoce por fin que los supuestos problemas de sueño en bebés se deben a la inmadurez de su reloj biológico y no a la falta de firmeza de sus padres. Ya no ve un trastorno donde no lo hay, ni ofrece soluciones para problemas que él mismo crea.
Pasa por alto el hecho de que forzar la maduración del reloj biológico inevitablemente trae problemas y deja secuelas, pero creo que es evidente, y si no lo ve así, solo tiene que echar un vistazo a los numerosos estudios que se han realizado sobre el tema.
Ya era hora, Dr. Estivill: por desgracia, demasiado tarde para muchos niños, pero quizás todavía a tiempo para muchos otros.
Bienvenidos a la nueva era.