Imagen: Scream, de idea go http://www.freedigitalphotos.net |
Pido disculpas por adelantado porque soy consciente de que mis últimas entradas son algo crudas, tétricas y dejan mal sabor de boca.
En mi defensa, solo puedo decir que en ocasiones veo, oigo o leo cosas que me hacen pensar que el mundo está mal hecho: escribir sobre ello no consigue exorcizar a los demonios, pero en ocasiones los ahuyenta un poco.
Últimamente, he tenido la ocasión de debatir acerca de una noticia de actualidad en ocasión de una reunión familiar: la noticia en cuestión es la condena a 99 años de reclusión a una mujer de Texas (semejante desgraciada no merece el calificativo de madre) culpable de pegar las manos de su hija de 2 años a la pared y propinarle una paliza que la dejó en coma durante días.
Estaba familiarizada con el suceso porque se trató recientemente en un grupo de Facebook en el que participo, y posteriormente estuve consultando la noticia en diferentes medios de comunicación.
En ocasión de esa reunión familiar, los más moderados consideraban que se ha hecho justicia; los más radicales opinaban que casi un siglo de prisión era insuficiente dada la gravedad del delito cometido y que habría sido más apropiado que la maltratadora fuera condenada a muerte. Dejando de lado el hecho de que el estado de Texas no aplica la pena capital, este tipo de opiniones me hacen sentir como la oveja negra (o blanca, a saber).
Para empezar, estoy en contra de la pena de muerte: lo que me incomoda no es tanto el hecho de quitarle la vida a otro ser humano, sino la aterradora posibilidad de garantizarle al estado el derecho a decidir quién merece seguir viviendo y quién debe ser ejecutado. Nos quieren hacer creer que el estado somos todos, pero en realidad el estado lo forman más bien un grupo de políticos, corruptos en muchos casos, que se aprovechan de sucesos tan sonados para hacer campaña a favor del endurecimiento de las penas o al revés, para pedir clemencia, con el único objetivo de ganar votos.
Respecto al caso del que estoy hablando, indudablemente me alegro de que la agresora se encuentre fuera de la circulación; de que la niña haya podido librarse de las garras de su torturadora; espero que la vida pueda compensarla, a ella y a sus hermanos, por los horrores que han vivido, sufrido y presenciado.
Dicho esto, una condena ejemplar para un delito de este calibre no me parece ninguna victoria. Al revés, es una evidente muestra del fracaso del modelo de sociedad que hemos construido.
Una persona capaz de atacar con semejante saña a su propia hija es un monstruo: no merece una segunda oportunidad, no merece volver a ver a sus hijos, no merece ser madre (dicho sea de paso, este tipo de noticias me hacen pensar que la fertilidad mundial está bastante mal repartida).
Sin embargo, la semilla de la maldad no brota de un día para otro, a menudo es necesario regarla y abonarla durante un tiempo considerable para que pueda crecer.
En el caso que nos ocupa, la agresora ha sido una niña maltratada durante su infancia: su madre, abuela de la pequeña víctima, reconoció a un periódico que solía golpearla con frecuencia cuando era niña.
Vaya por delante que esto no es ninguna excusa: todos y cada uno de nosotros somos los últimos responsables de nuestros actos y de las consecuencias de los mismos; soy consciente de que muchas personas han sufrido malos tratos en su infancia y aún así han educado a sus hijos con cariño y respeto; sin embargo, estadísticamente está demostrado que la grandísima mayoría de padres que maltratan a sus hijos han sido maltratados en su infancia; en otras palabras, es mucho más fácil repetir patrones que no hacerlo.
Muchas de estas historias serían evitables: muchos de esos niños maltratados tenían familia, amigos, vecinos, maestros que observaron los abusos y no hicieron nada para evitarlos, o incluso cuando hicieron lo que estaba en sus manos, el caso fue mal llevado por los servicios sociales que decidieron contra toda lógica dejar a un niño maltratado en un hogar violento.
A lo mejor es una utopía, pero siempre he pensado que darles una segunda oportunidad a estos niños contribuiría a reducir la población carcelaria el día de mañana.
Sé que es un discurso incómodo, porque yo misma, sin ir más lejos, me niego asumir responsabilidad alguna por los actos cometidos por una persona a la que ni siquiera conozco; sin embargo, hay que decir que la sociedad en la que vivimos suele ser bastante tolerante en lo que a maltrato infantil se refiere.
La mayoría de las personas que se definen sensatas consideran una aberración lo que se le hizo a la pequeña víctima del caso que nos ocupa; sin embargo, un 60% de esa población que se define sensata se declara a favor del cachete educativo (oxímoron donde los haya) según una encuesta llevada a cabo hace unos años: en otras palabras, les parece normal que se agreda físicamente a un niño en según qué circunstancias, cuando probablemente consideran inaceptable la violencia contra un adulto, sea cual sea el contexto.
A este respecto, sí que creo que la sociedad somos todos: quizás no podamos evitar que se produzcan sucesos tan trágicos, pero tenemos la obligación moral de denunciar ese tipo de situaciones. Cada vez que no hagamos nada cuando alguien deja llorar a su bebé para que se acostumbre a estar solo, que giramos la cabeza cuando un niño recibe un azote porque "cada uno educa a sus hijos como quiere", que no llamamos a la policía al oír gritos y golpes en la casa del vecino porque no es asunto nuestro, cada vez que nos quedemos sin actuar pudiendo hacerlo nos convertimos en cómplices involuntarios, vamos alimentando al monstruo, a ese mismo monstruo al que luego pretendemos encerrar cuando se vuelve demasiado amenazador, apartarle lejos de nuestra vista para olvidar que lo hemos creado entre todos.
Lo más triste del caso de Texas es que la custodia de la niña maltratada y de sus hermanos ha sido concedida a la abuela materna: habéis leído bien, la misma persona que hace años solía golpear a la futura agresora cuando era niña. Para que luego hablen de justicia.
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