New Year 2013, de Mr. Lightman http://www.freedigitalphotos.net |
Este año, he conseguido felicitar el año nuevo a todas las personas que conozco, en los foros en los que participo y mantener la sonrisa a lo largo del día. Es posible que para buena parte de la humanidad no sea nada digno de mención, pero me siento bastante orgullosa de haberlo conseguido.
Para que podáis entenderlo del todo, quizás sea preciso que me acompañéis en un recorrido por el sendero de mi memoria.
Desde que tengo uso de razón y hasta hace siete años, la Nochevieja fue mi festividad favorita. Me encantaba la llegada del año nuevo, la intriga por lo que me depararía el futuro, el misterio de lo que me esperaba los 365 días siguientes y que iría desvelando poco a poco. Sobre todo, adoraba las fiestas de fin de año.
Cuando era niña, solíamos pasar la Nochevieja en casa de unos amigos de mis padres que organizaban fiestas a las que acudían varias familias, la mayoría con niños de mi edad. Todavía recuerdo la emoción que nos embargaba a todos los niños, la ilusión con la que jugábamos a juegos simplones y aún así divertidísimos, las risas, el cosquilleo en la nariz provocado por las burbujas del champán, lo mayores que nos sentíamos al tomar un sorbo de una bebida alcohólica y al acostarnos tan tarde. Luego venían las campanadas, la medianoche, los abrazos, la alegría, la regeneración y la promesa de un nuevo año.
Mi infancia quedó definitivamente atrás en ocasión de una de esas fiestas de Nochevieja, cuando un chico que me gustaba me dio mi primer beso, un auténtico beso de película, debajo del muérdago porque traía suerte, a escasos metros del lugar en que nuestros respectivos padres charlaban y bromeaban. Esa Nochevieja dejé atrás mi cáscara de niña patosa y vislumbré por un momento la inalcanzable mujer en la que quería convertirme.
Después vino la adolescencia y se acabaron las fiestas con los amigos de mis padres, porque empecé a ir a las mías propias. Llegaron las risas con las amigas, los coqueteos con el alcohol, las minifaldas que subíamos hasta niveles escandalosos al llegar a la vuelta de la esquina mientras nos mirábamos de reojo en los escaparates, los ligoteos que decíamos eran señal de buena suerte para el resto del año.
La primera vez que vi a mi marido también fue en Nochevieja; no nos presentaron oficialmente hasta unas semanas más tarde, pero nuestras miradas se cruzaron por primera vez en una fiesta de fin de año. Años más tarde, ya casados y hartos de fiestas, en otra Nochevieja nos decidimos a buscar un bebé.
Hace siete años, la Nochevieja trajo un amanecer de sueños rotos, la muerte de mi madre, el 1 de enero de 2006, cerca de las 04:00 de la mañana. El destino quiso arrebatarme toda la alegría por el cambio de año para equilibrar la balanza, después de tantos años de Nocheviejas felices. Aquel día, me prometí a mí misma que jamás volvería a celebrar el fin de año.
A partir de entonces, el 1 de enero se convirtió en un día sombrío, un día en el que me ocultaba en la cocina para llorar a escondidas, una fecha en la que intentaba rehuir de cualquier contacto humano, deseando únicamente que llegara la noche para poder meterme en la cama y que se acabara el constante recordatorio de la pérdida de una persona que tanto ha significado para mí.
Sin embargo, este fin de año ha sido distinto. El recuerdo de mi madre me ha acompañado, he añorado sus abrazos y la he echado de menos como siempre, pero por algún motivo entendí que no tiene sentido seguir sepultándome en vida durante el aniversario de su muerte. De algún modo supe que tenía derecho a ser feliz incluso este día del año sin sentirme culpable ni tener la sensación de empañar la memoria de mi madre por ello: no he superado el dolor, pero he conseguido atravesarlo y he reunido la fortaleza suficiente para poder convivir con él.
Después de muchos años, me decidí a organizar una auténtica cena de Nochevieja: cena familiar, solo nosotros y mi padre, pero aún así una cena especial, cuidadosamente planeada y trabajada.
Me disponía a compartir las campanadas con mi familia por primera vez en años, pero a mis niños les pudo el cansancio: el mayor llevaba en danza desde las 07:00 de la mañana (el año que viene tengo que convencerle a que duerma algo de siesta) y la peque me pidió ir a dormir cuando faltaba media hora para la medianoche.
Me metí en la cama con los dos, y mientras mi hija mamaba y me inventaba un cuento para su hermano me invadió una sensación de paz interior que no había experimentado en años. En aquel momento entendí que la vida sigue, y me reconcilié con la Nochevieja. Sigue siendo el aniversario de la muerte de mi madre, pero también de muchos recuerdos felices.
A lo lejos, se oían las campanadas retransmitidas por alguna televisión, las risas de la gente y los fuegos artificiales. Arropada por mis niños, me permití el lujo de volver a ser feliz en fin de año.
Cuando se durmieron, salí de la habitación y compartí unas cuantas horas con mi marido, hablando hasta las tantas y disfrutando de su compañía. El destino me ha quitado mucho pero me ha dado mucho más.
Por la mañana, cuando me desperté tenía claro que era el aniversario de la muerte de mi madre; pero también fue el día en que mi marido me llevó el desayuno a la cama, me dio un abrazo cuando me vio flaquear, preparó un guiso de carne con arroz sabiendo que me gusta mucho y se mantuvo a mi lado a lo largo de todo el día; fue el día en que mis hijos me despertaron con un beso y un abrazo; mi hijo me enseñó la nave espacial de Lego que acababa de construir, me puso al día del resultado de su último experimento de congelación (últimamente le ha dado por meter en el congelador las cosas más variadas a lo largo de la noche para ver qué pasa), le ayudé con los deberes de matemáticas y a pasar el nivel 58 de Cradle of Persia, jugué al fútbol con mi hija y bailamos juntas unas canciones del Cantajuego; esta noche, mientras le contaba a mi niño el cuento antes de dormir, me dijo que se siente muy afortunado por tenerme de mamá.
Ha sido un buyen día, después de todo.
Creo que el año que viene celebraré la Nochevieja como se merece. Sentir añoranza por mi madre y por todos los que ya no están no debe impedirme disfrutar con los que siguen a mi lado y se esfuerzan a diario por hacer que mi vida merezca la pena.
Puede que haya perdido siete años, pero me queda una vida entera.
Feliz 2013, y que todos vuestros sueños se hagan realidad.