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miércoles, 2 de enero de 2013

Nochevieja, siete años o una vida entera




New Year 2013, de Mr. Lightman
http://www.freedigitalphotos.net

Técnicamente, ya ha pasado la Nochevieja.
Este año, he conseguido felicitar el año nuevo a todas las personas que conozco, en los foros en los que participo y mantener la sonrisa a lo largo del día. Es posible que para buena parte de la humanidad no sea nada digno de mención, pero me siento bastante orgullosa de haberlo conseguido.
Para que podáis entenderlo del todo, quizás sea preciso que me acompañéis en un recorrido por el sendero de mi memoria.
Desde que tengo uso de razón y hasta hace siete años, la Nochevieja fue mi festividad favorita. Me encantaba la llegada del año nuevo, la intriga por lo que me depararía el futuro, el misterio de lo que me esperaba los 365 días siguientes y que iría desvelando poco a poco. Sobre todo, adoraba las fiestas de fin de año.
Cuando era niña, solíamos pasar la Nochevieja en casa de unos amigos de mis padres que organizaban fiestas a las que acudían varias familias, la mayoría con niños de mi edad. Todavía recuerdo la emoción que nos embargaba a todos los niños, la ilusión con la que jugábamos a juegos simplones y aún así divertidísimos, las risas, el cosquilleo en la nariz provocado por las burbujas del champán, lo mayores que nos sentíamos al tomar un sorbo de una bebida alcohólica y al acostarnos tan tarde. Luego venían las campanadas, la medianoche, los abrazos, la alegría, la regeneración y la promesa de un nuevo año.
Mi infancia quedó definitivamente atrás en ocasión de una de esas fiestas de Nochevieja, cuando un chico que me gustaba me dio mi primer beso, un auténtico beso de película, debajo del muérdago porque traía suerte, a escasos metros del lugar en que nuestros respectivos padres charlaban y bromeaban. Esa Nochevieja dejé atrás mi cáscara de niña patosa y vislumbré por un momento la inalcanzable mujer en la que quería convertirme.
Después vino la adolescencia y se acabaron las fiestas con los amigos de mis padres, porque empecé a ir a las mías propias. Llegaron las risas con las amigas, los coqueteos con el alcohol, las minifaldas que subíamos hasta niveles escandalosos al llegar a la vuelta de la esquina mientras nos mirábamos de reojo en los escaparates, los ligoteos que decíamos eran señal de buena suerte para el resto del año.
La primera vez que vi a mi marido también fue en Nochevieja; no nos presentaron oficialmente hasta unas semanas más tarde, pero nuestras miradas se cruzaron por primera vez en una fiesta de fin de año. Años más tarde, ya casados y hartos de fiestas, en otra Nochevieja nos decidimos a buscar un bebé.
Hace siete años, la Nochevieja trajo un amanecer de sueños rotos, la muerte de mi madre, el 1 de enero de 2006, cerca de las 04:00 de la mañana. El destino quiso arrebatarme toda la alegría por el cambio de año para equilibrar la balanza, después de tantos años de Nocheviejas felices. Aquel día, me prometí a mí misma que jamás volvería a celebrar el fin de año.
A partir de entonces, el 1 de enero se convirtió en un día sombrío, un día en el que me ocultaba en la cocina para llorar a escondidas, una fecha en la que intentaba rehuir de cualquier contacto humano, deseando únicamente que llegara la noche para poder meterme en la cama y que se acabara el constante recordatorio de la pérdida de una persona que tanto ha significado para mí.
Sin embargo, este fin de año ha sido distinto. El recuerdo de mi madre me ha acompañado, he añorado sus abrazos y la he echado de menos como siempre, pero por algún motivo entendí que no tiene sentido seguir sepultándome en vida durante el aniversario de su muerte. De algún modo supe que tenía derecho a ser feliz incluso este día del año sin sentirme culpable ni tener la sensación de empañar la memoria de mi madre por ello: no he superado el dolor, pero he conseguido atravesarlo y he reunido la fortaleza suficiente para poder convivir con él.
Después de muchos años, me decidí a organizar una auténtica cena de Nochevieja: cena familiar, solo nosotros y mi padre, pero aún así una cena especial, cuidadosamente planeada y trabajada.
Me disponía a compartir las campanadas con mi familia por primera vez en años, pero a mis niños les pudo el cansancio: el mayor llevaba en danza desde las 07:00 de la mañana (el año que viene tengo que convencerle a que duerma algo de siesta) y la peque me pidió ir a dormir cuando faltaba media hora para la medianoche.
Me metí en la cama con los dos, y mientras mi hija mamaba y me inventaba un cuento para su hermano me invadió una sensación de paz interior que no había experimentado en años. En aquel momento entendí que la vida sigue, y me reconcilié con la Nochevieja. Sigue siendo el aniversario de la muerte de mi madre, pero también de muchos recuerdos felices.
A lo lejos, se oían las campanadas retransmitidas por alguna televisión, las risas de la gente y los fuegos artificiales. Arropada por mis niños, me permití el lujo de volver a ser feliz en fin de año.
Cuando se durmieron, salí de la habitación y compartí unas cuantas horas con mi marido, hablando hasta las tantas y disfrutando de su compañía. El destino me ha quitado mucho pero me ha dado mucho más.
Por la mañana, cuando me desperté tenía claro que era el aniversario de la muerte de mi madre; pero también fue el día en que mi marido me llevó el desayuno a la cama, me dio un abrazo cuando me vio flaquear, preparó un guiso de carne con arroz sabiendo que me gusta mucho y se mantuvo a mi lado a lo largo de todo el día; fue el día en que mis hijos me despertaron con un beso y un abrazo; mi hijo me enseñó la nave espacial de Lego que acababa de construir, me puso al día del resultado de su último experimento de congelación (últimamente le ha dado por meter en el congelador las cosas más variadas a lo largo de la noche para ver qué pasa), le ayudé con los deberes de matemáticas y a pasar el nivel 58 de Cradle of Persia, jugué al fútbol con mi hija y bailamos juntas unas canciones del Cantajuego; esta noche, mientras le contaba a mi niño el cuento antes de dormir, me dijo que se siente muy afortunado por tenerme de mamá.
Ha sido un buyen día, después de todo.
Creo que el año que viene celebraré la Nochevieja como se merece. Sentir añoranza por mi madre y por todos los que ya no están no debe impedirme disfrutar con los que siguen a mi lado y se esfuerzan a diario por hacer que mi vida merezca la pena.
Puede que haya perdido siete años, pero me queda una vida entera.
Feliz 2013, y que todos vuestros sueños se hagan realidad.


jueves, 17 de mayo de 2012

Nonna Gufo

La traducción literal del título de esta entrada sería "abuela Búho": así era como llamaba a mi abuela materna. Gufo, búho, era un apodo cariñoso que le habían dado mis padres, porque tenía la costumbre de caminar por la casa a oscuras, incluso de noche: según ella, porque era capaz de ver en la oscuridad, como los búhos, según mi madre y mi tía, para ahorrar luz. Fuera como fuera, hasta la fecha me resulta difícil recurrir a su nombre de pila para pensar en ella, en mi corazón sigue siendo Gufo.
He tenido la inmensa suerte de conocer a personas especiales y maravillosas a lo largo de mi vida y sin duda, mi abuela materna fue uno de los pilares de mi infancia.
Ahora que soy adulta y madre, lamento no haber podido conocerla más, mejor y durante más tiempo, no haber tenido la ocasión de añadir más espesor a la imagen que guardo mi interior.
Recuerdo que me encantaba que me relatara anécdotas de su infancia, y me hablaba de las travesuras que hacía con sus hermanos, de cómo su madre los perseguía para pegarlos. En aquel tiempo, me parecían historias divertidas, como los tebeos que concluían con la persecución final; en cambio, ahora puedo llegar a vislumbrar la infancia de mi abuela en toda su crudeza, una infancia marcada por la pobreza y los malos tratos.
Mi abuela fue la segunda de seis hijos nacidos en una familia pobre de solemnidad; dos de sus hermanos no consiguieron sobrevivir a una infancia llena de carencias y privaciones. Su madre, mi bisabuela, a la que no llegué a conocer, se había casado muy joven para huir de las palizas de su madrastra, y no supo hacer otra cosa que criar a sus hijos con la misma brutalidad con la que ella había sido educada. Su padre casi nunca tenía trabajo, y cuando conseguía unas pocas monedas acababa gastándoselas en la taberna del barrio.
Sin embargo, mi abuela tenía el don de saber ver siempre el lado positivo de las cosas: nunca reprochó nada a sus padres, se limitó a dedicar el resto de su vida a intentar hacer felices a los demás.
Sabía que me encantaban sus historias, y consiguió trasformar una infancia de pesadilla en un relato emocionante y divertido: me contaba la historia de su hermano Albino al que se le quedaron las piernas torcidas de tanto esconderse en el cesto de la colada para huir de la cólera de su madre, el mismo que cuando empezó el colegio tenía entendido que debía volver a casa cuando sonara la campana y así lo hacía, incluso cuando no habían terminado las clases.
Mi historia favorita era, sin duda, la de la tarta de manzana. Mi bisabuela esperaba la visita de una amiga, y había preparado una tarta de manzana, toda una delicatessen en una familia donde la comida escaseaba a menudo. Para evitar que los niños se comieran la tarta destinada a la visita, la bisabuela decidió guardarla en lo alto de un armario, pero al hacerlo inclinó la bandeja y la tarta se cayó al suelo. Entonces, les dijo a los niños que podían comerse la tarta, porque se había estropeado y así no se la podía ofrecer a su amiga. Sin embargo, ellos se negaron (mi abuela decía que eran pobres, pero tenían dignidad), despertando así por enésima vez la ira de su madre.
Recuerdo escuchar estas historias con la cabeza apoyada en el regazo de mi abuela, mientras su barriga se movía al ritmo acompasado de su respiración. En realidad, no era una mujer cariñosa en el sentido estricto de la palabra, no solía dar besos ni abrazos: supongo que años de malos tratos tuvieron que arrebatarle la capacidad de expresar sus sentimientos de forma tangible, pero sabía escuchar, sabía entender, sabía consolar.
No era una mujer culta, de hecho solo pudo ir al colegio durante un par de años antes de tener que ponerse a trabajar para intentar sacar adelante a su familia, pero tenía esa sabiduría que procede de la vida, una habilidad invidiable para encontrar lo que se ocultaba en los corazones ajenos.
Su casa, en la que pasaba todo el tiempo que me permitían, era una especie de paraíso, un lugar encantado donde podía emprender una caza al tesoro y encontrar auténticas reliquias de otros tiempos, como la radio de antes de la guerra, el crucifijo de plástico que brillaba en la oscuridad o el segnatempo, una estatuilla que cambiaba de color cuando iba a llover.
Una vez me compró una muñeca para que tuviera un juguete en su casa, pero por lo que recuerdo nunca le hice demasiado caso. Me gustaba mucho más jugar en la cocina, inventarme recetas con las sobras de comida que guardaba para mí, triturar los ingredientes más variados en su molinillo de café, poner chismes encima del tocadiscos para verlos dar vueltas a 78 revoluciones, jugar y experimentar con todo lo que en casa no me dejaban tocar siquiera.
Mi abuela me malcrió en el verdadero sentido de la palabra, que yo recuerde nunca me levantó la voz, y tamaña falta de disciplina hacía que un consejo suyo tuviera más efecto que todas las órdenes que recibía en otros sitios. Ella no entendía las modernas técnicas educativas, no sabía nada de la independencia temprana, ni de la necesidad de poner límites a los niños, desconocía los motivos por los cuales hay que cortar las rabietas de raíz. Solo sabía que yo era sangre de su sangre, y quería que fuera feliz.
Cuando se fue de este mundo, después de una larga enfermedad, yo tenía 13 años. Sin embargo, tuve que despedirme de ella mucho antes. Llegó un momento en que empezó a olvidar las cosas, las caras, las personas, y comenzó un lento descenso hacia la inconsciencia.
El día del entierro de mi abuela mi madre me reprochó que no llorara por ella. El comentario me hirió profundamente, porque la había llorado muchas noches en la soledad de mi habitación, desde que empezó a apagarse y esa persona maravillosa se fue convirtiendo en una cáscara vacía. Fui incapaz de llorar el día de su muerte porque sabía que hacía mucho que la había perdido.
A veces pienso que no la he perdido porque no me ha abandonado. Oí su voz por última vez unos quince años después de su muerte, mientras estaban operando a mi padre de urgencia. Resonó en mi cabeza con toda claridad: va tutto bene, Cochi (va todo bien, Cochi - este último era el apodo con el que solía dirigirse a mí). Tan solo unos segundos después, los médicos nos avisaron de que la operación había sido un éxito.
Quiero que esta entrada sea un pequeño tributo para ella, una forma de hacerle saber lo que en su día no pude o no supe verbalizar, una manera de quitarme de encima aunque sea en parte, el peso de las palabras que no supe pronunciar.
Sigue estando allí, se ha convertido en una de las estrellas que me guían, me miran y me protegen desde arriba.
Hasta siempre, Gufo.

jueves, 29 de diciembre de 2011

Como una estrella

El próximo día de Año Nuevo se cumplirán 6 años de la muerte de mi madre.
Ese día empezó de madrugada, recuerdo la llamada de mi padre que rompió el silencio de la noche para decirme lo que él mismo se negaba a creer.
Después de aquel día y del siguiente, ya no recuerdo nada. Todo es una confusa maraña de sentimientos: dolor, un dolor intenso y desgarrador que rompió mi alma y la hizo añicos, rabia, incredulidad, soledad, tristeza; sobre todo, la sensación de no poder volver a ser feliz nunca más.
Cuando se fue dejó un vacío dentro de mí, una ráfaga de viento helado me llegó hasta los huesos y me congeló el corazón. Los demás, los que quedaron, mi marido, mi padre, el bebé que pataleaba en mi interior me arroparon para ayudarme a derretir el hielo que atenazaba mis entrañas, pero aún así no pasaba día en que no me preguntara a mí misma cómo habría sido mi vida si las cosas hubieran sido diferentes.
Nada en la vida puede prepararnos para la muerte de un ser querido; nada en la vida puede compensarnos por su ausencia. Es algo que nunca se supera, y sin embargo el tiempo y la distancia nos enseñan a convivir con un vacío en nuestro interior. Nunca será igual, pero volvemos a experimentar una felicidad que creíamos perdida.
Ahora pienso en mi madre con la resignada aceptación de lo que fue sin entregarme a las fantasías de lo que habría podido ser. No suelo mirar sus fotos a menudo, porque su imagen sigue grabada a fuego en mi memoria. Además, en las fotos salía con cara de ajo: no solía sonreír porque tenía un diente torcido, y le daba vergüenza enseñarlo a la cámara. Sin embargo, era una persona muy vital y solar, con una sonrisa contagiosa: así es como la recuerdo, así es como vive dentro de mí, con una sonrisa en los labios, siempre a punto de estallar en carcajadas.

Bright Star, de bulldogza
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A veces me pregunto qué pensaría de mí al verme en mi faceta de madre. Sé que en algunas cosas chocaríamos, que se horrorizaría al descubrir que su nieta de 15 meses sigue tomando teta o que su nieto decide con cierta regularidad lo que quiere para cenar. La verdad es que una pelea dialéctica de vez en cuando sería preferible a este yermo desierto de hielo, hecho de eternos silencios.

Sin embargo, con el tiempo me he vuelto capaz de recordar nuestras vivencias con ternura y ya no con tristeza. Sé que no volverán, pero también sé que no las olvidaré nunca, y podré recordarlas las veces que quiera, y será como volver a vivir con ella de nuevo.

Mi madre no se ha ido, no se ha muerto del todo. Revive en cada una de las canciones que me enseñó y que ahora canto a mis hijos, en los apodos que han heredado, en los regalos que conservo, las postales que atesoro. He sentido, incluso físicamente, su caricia en los momentos de desaliento, y por las noches puedo mirar el cielo estrellado por la ventana y saber que está allí.
Lejana como una estrella pero igual de brillante, me ve, me sigue, me acompaña y está a mi lado incluso cuando no percibo su presencia. Diminuto punto de luz en el tejido de la divinidad, como una estrella se ha convertido en la luz que me guía.

Dedicado a mi madre, a todas las madres que ya no están, a todas las abuelas que no pudieron conocer o ver crecer a sus nietos y que nos transmiten su fuerza y su amor desde el infinito.




miércoles, 1 de junio de 2011

Chispas de luz


Mis mayores alegrías fueron, sin duda, los nacimientos de mis hijos. Mi mayor dolor fue, también sin duda, la muerte de mi madre.
Desde la muerte de mi madre hasta el nacimiento de mi hijo mayor solo pasaron dos meses y medio.
Bright white star in space de nuttakit
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Para describir a mi madre haría falta muchísimo más que una entrada en un blog: intento hacerlo y me bloqueo, las palabras se quedan cortas, incapaces de captar el núcleo de una persona que tanto ha significado para mí. Tuvimos una relación complicada, con muchos altibajos, llena de complicidad y reproches, remordimientos y gratitud mutua. Con el tiempo, tuvimos el valor de acercarnos, analizarnos, comprendernos y pedirnos perdón.
Cuando por fin las cosas se habían encauzado y nos habíamos encaminado hacia una relación más igualitaria y adulta, una maldita enfermedad se interpuso en el camino. Después de horas de quirófano intentando derrotar a un enemigo que no quería dejarse vencer, un mes de hospitalización y varias sesiones de rehabilitación llegó el desenlace, abrupto, inesperado y no por ello menos desgarrador: un infarto en plena noche, dos días antes de empezar un ciclo de radioterapia que, según nos dijeron los médicos, iba a ser su salvación. Mi madre se fue de este mundo del mismo modo en el que siempre había vivido: de puntillas y sin hacer ruido.
Tengo recuerdos vívidos de los dos días siguientes. Me movía como un autómata de una habitación a otra, de una casa a otra, mientras saboreaba mis lágrimas saladas y acariciaba mi barriga de embarazada preguntándome cómo afectaría todo aquello a mi bebé. Recuerdo el entierro, flores que estaban fuera de lugar, palabras vacías y mi silenciosa despedida, musitada en voz baja porque solo nos pertenecía a nosotras, a mí y a ella, y a nadie más. Recuerdo que volví a casa en el asiento de atrás de un coche, sentada entre mi padre y mi marido, a mi padre diciéndonos, con lágrimas en los ojos, ahora sí que se ha acabado todo.
Lo siguiente que recuerdo es el día en que nació mi hijo. Hay un intervalo de dos meses y medio que está escondido en las profundidades de mi mente, a salvo de mis reminiscencias. Me dijeron que se llama síndrome de estrés postraumático, pero mi explicación es más sencilla: cuando murió mi madre, yo morí con ella. Cuando nació mi hijo, yo renací con él. Entre un acontecimiento y el otro, solo fui una cáscara vacía.
No consigo contener las lágrimas cuando recuerdo a mi madre acariciando mi incipiente tripa de cuatro meses, saludando al nieto al que no llegó a conocer. Mi bebé, que hasta entonces había aleteado en mi interior como una mariposa, al notar la mano de su abuela respondió con dos toques bastante fuertes, como si llamara a la puerta. En ese momento, decidí que si le bautizábamos, mi madre sería su madrina. En cambio, el destino la eligió para que fuera su ángel de la guarda.
Esas dos almas, una que dejaba este mundo y otra que todavía no habitaba en él, tuvieron que cruzarse en algún lugar del plano astral y emitir chispas de luz, mientras cada una dejaba una huella indeleble en la otra. Lo sé porque a veces miro a mi hijo y veo las chispas de luz que ha traído consigo: el mismo gesto cuando se enfada, las mismas posturas imposibles para dormir, la misma forma (peculiar donde las haya) de tomar la sopa.
Nadie muere del todo mientras siga viviendo en el recuerdo de otra persona.
Tutto resta, y ella sabe lo que quiero decir.