Mis mayores alegrías fueron, sin duda, los nacimientos de mis hijos. Mi mayor dolor fue, también sin duda, la muerte de mi madre.
Desde la muerte de mi madre hasta el nacimiento de mi hijo mayor solo pasaron dos meses y medio.
Bright white star in space de nuttakit http://www.freedigitalphotos.net |
Cuando por fin las cosas se habían encauzado y nos habíamos encaminado hacia una relación más igualitaria y adulta, una maldita enfermedad se interpuso en el camino. Después de horas de quirófano intentando derrotar a un enemigo que no quería dejarse vencer, un mes de hospitalización y varias sesiones de rehabilitación llegó el desenlace, abrupto, inesperado y no por ello menos desgarrador: un infarto en plena noche, dos días antes de empezar un ciclo de radioterapia que, según nos dijeron los médicos, iba a ser su salvación. Mi madre se fue de este mundo del mismo modo en el que siempre había vivido: de puntillas y sin hacer ruido.
Tengo recuerdos vívidos de los dos días siguientes. Me movía como un autómata de una habitación a otra, de una casa a otra, mientras saboreaba mis lágrimas saladas y acariciaba mi barriga de embarazada preguntándome cómo afectaría todo aquello a mi bebé. Recuerdo el entierro, flores que estaban fuera de lugar, palabras vacías y mi silenciosa despedida, musitada en voz baja porque solo nos pertenecía a nosotras, a mí y a ella, y a nadie más. Recuerdo que volví a casa en el asiento de atrás de un coche, sentada entre mi padre y mi marido, a mi padre diciéndonos, con lágrimas en los ojos, ahora sí que se ha acabado todo.
Lo siguiente que recuerdo es el día en que nació mi hijo. Hay un intervalo de dos meses y medio que está escondido en las profundidades de mi mente, a salvo de mis reminiscencias. Me dijeron que se llama síndrome de estrés postraumático, pero mi explicación es más sencilla: cuando murió mi madre, yo morí con ella. Cuando nació mi hijo, yo renací con él. Entre un acontecimiento y el otro, solo fui una cáscara vacía.
No consigo contener las lágrimas cuando recuerdo a mi madre acariciando mi incipiente tripa de cuatro meses, saludando al nieto al que no llegó a conocer. Mi bebé, que hasta entonces había aleteado en mi interior como una mariposa, al notar la mano de su abuela respondió con dos toques bastante fuertes, como si llamara a la puerta. En ese momento, decidí que si le bautizábamos, mi madre sería su madrina. En cambio, el destino la eligió para que fuera su ángel de la guarda.
Esas dos almas, una que dejaba este mundo y otra que todavía no habitaba en él, tuvieron que cruzarse en algún lugar del plano astral y emitir chispas de luz, mientras cada una dejaba una huella indeleble en la otra. Lo sé porque a veces miro a mi hijo y veo las chispas de luz que ha traído consigo: el mismo gesto cuando se enfada, las mismas posturas imposibles para dormir, la misma forma (peculiar donde las haya) de tomar la sopa.
Nadie muere del todo mientras siga viviendo en el recuerdo de otra persona.
Tutto resta, y ella sabe lo que quiero decir.
Qué hermosas palabras Kim.
ResponderEliminarSin duda, nadie se va para siempre. Y sin duda, todo ser que nace, ha tenido una vida anterior.
Sin duda, los hechos tenían que ser así. El universo (o quien sea) es sabio, y tú y tu madre teníais que "reconciliaros". Tu pequeño sabía que él cuidaría de ti cuando su abuelita no estuviese y, seguramente tu madre, también supo que dejaría un pedacito de ella en tu bebé.
Los hilos se entrelazan a veces de una forma extraña, pero todo tiene un porqué.
Kim, qué bonito. Me quedo con esta frase: "cuando murió mi madre, yo morí con ella. Cuando nació mi hijo, yo renací con él". La vida está hecha de muertes y nacimientos, tengo la teoría de que yo he muerto y he renacido varias veces, y cada vez que ocurre, crezco un poco más. Enhorabuena por tu blog.
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