Muchos de los recuerdos más felices de mi infancia están ligados a la casa de mi abuela materna. Viuda desde hacía muchos años, vivía a un par de calles de nuestra casa, en un apartamento de una sola habitación, que a mí me parecía un palacio que podía recorrer a lo largo y a lo ancho volando con las alas de mi fantasía.
Mi abuela no tenía juguetes en su casa, pero cuando iba a visitarla, nunca me aburría. Las actividades que realizaba allí estaban prohibidísimas en mi propia casa, y quizás por esa razón se me antojaban tan divertidas: podía entrar en la cocina y jugar con las sobras que me guardaba, molerlas, triturarlas, cocerlas y aplastarlas hasta convertirlas en potingues de nombre imaginativo que mi abuela fingía saborear con infinita paciencia; poner corchos encima del tocadiscos y reírme cuando saltaban al suelo al chocarse con el brazo, revisar el contenido de armarios y cajones o encerrarme en el baño con su estatuita fluorescente de Jesús para hacerla brillar en la oscuridad.
Un día me enseñó a hacer pegamento mezclando harina y agua, y decidí probar el nuevo invento pegando al suelo trozos de revistas viejas que iba recortando. Mi madre vino a recogerme en ese momento, y cuando vio lo que estaba haciendo empezó a regañarme. Mi abuela, que por lo general nunca cuestionaba a mis padres, en esa ocasión la interrumpió: déjala, dijo, la niña se está divirtiendo, y al fin y al cabo, solo son trozos de papel.
Windmill, de Sujin Jetkasettakorn http://www.freedigitalphotos.net/ |
Esa simple frase ha marcado un antes y un después en mi visión de la vida. Creo que no tendría más de cinco años, la edad que tiene ahora mi hijo mayor, y me prometí a mí misma que cuando tuviera mi propia casa no impondría prohibiciones absurdas.
Estoy cumpliendo mi promesa, o casi. Evidentemente, no se puede hacer nada que ponga en peligro la integridad física, lo cual limita seriamente el abanico de actividades atractivas y da lugar a algún que otro desencuentro, y después hay que volver a dejarlo todo en orden, que también puede ser motivo de discusión, pero por lo demás, los famosos límites que (supuestamente) tenemos que marcar a los niños son prácticamente inexistentes.
En mi casa está permitido saltar encima de las camas, esconderse debajo de las mesas, construir un castillo con los cojines del sofá, convertir la bañera en un barco pirata, transformar las toallas en capas de superhéroes, ponerse mis botas para disfrazarse de caballeros y utilizar cualquier utensilio de cocina no punzante como si fuera un arma, bastón, antorcha o catalejo.
Cuando era pequeña, las normas y prohibiciones que había en mi casa se podían contar por docenas, y también las veces que me las saltaba a la torera. En cambio, en casa de mi abuela podía hacer lo que quisiera, excepto abrir el cajón de los cuchillos. Nunca desobedecí ni necesité un refuerzo para desistir de intentarlo. Mi abuela no tenía estudios, pero poseía la infinita sabiduría de una generación que sobrevivió a dos guerras, pudo comprobar más veces de lo que le habría gustado que la vida es demasiado dura para complicarla con reglas innecesarias e intentó trasnmitirme su filosofía. Creo que hasta un niño pequeño puede entender que no merece la pena perder el paraíso por comerse una manzana.
Así que aquí estoy, en mi paraíso particular. Últimamente las obras de mi pequeño artista decoran las paredes y las puertas. Por mi parte, le pedí usar celo en vez de chinchetas como en el cole. Mi casa, embellecida con mapas del tesoro, señales de prohibido pasar, dibujos de castillos y caballeros medievales y pinturas abstractas, luce más espectacular que nunca.
Posiblemente no saldría en una revista de decoración, pero no me preocupa. Ya me lo había dicho mi abuela: solo son trozos de papel.
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