Cuando pienso en mi infancia, recuerdo imágenes. Algunos recuerdos son buenos, otros malos, pero curiosamente casi todos van acompañados de un olor. Con el tiempo, he empezado a asociar distintos olores a recuerdos, y sentimientos.
Hacerse mayor huele a café. Hasta la fecha soy incapaz de preparar un café sin haberlo olido. Recuerdo mis primeros desayunos en la guardería, las galletas rectangulares que nunca conseguí encontrar, el tazón de leche tibia y azucarada que nos ponían delante. Luego una auxiliar decía chi desidera caffè alzi la mano (quien quiera café, que levante la mano), siempre la misma frase, y mi mano se levantaba al instante (odiaba la leche sola). Ahora me pregunto si era realmente café o algún tipo de sucedáneo. Supongo que hoy en día los padres pondrían el grito en el cielo si a una guardería pública se le ocurriera servir café a niños en edad preescolar. Pero eran otros tiempos, y en mi país la cultura del café es muy arraigada. De hecho, tengo recuerdos aún más tempranos ligados al café: mi madre y mi abuela sentadas en la cocina charlando y echando unas gotas de descafeinado a mi vaso de leche para que me lo tomara; mi otra abuela que compraba el café en grano y al peso, me dejaba molerlo con su molinillo y después lo preparaba.
Todavía recuerdo con añoranza esos momentos, el líquido tibio deslizándose por mi garganta mientras me sentía parte del mundo adulto al que quería pertenecer.
La libertad huele a hierba recién cortada. Mis abuelos paternos tenían una casita en un pequeño pueblo de montaña, delante de un prado y a un centenar de metros de un bosque. Por aquel entonces, yo veía los dibujos de Heidi y me empeñé en caminar descalza sobre la hierba. No fue el agradable paseo que yo imaginaba, la hierba pincha, en especial si los pies están acostumbrados a la ciudad y a unos zapatos cómodos. Pero decidí seguir por cabezonería a pesar del frío y de la incomodidad, y recorrí ese prado a lo largo y a lo ancho, para después tenderme sobre aquel lecho de hierba y empaparme de rocío.
El cariño huele a gasolina, y que conste que me encanta. Cada vez que me encuentro en una gasolinera, no puedo resistir la tentación de ponerme a "esnifar". Me recuerda tiempos pasados, los paseos en coche con mi padre los domingos. Mi padre tenía dos trabajos y prácticamente nada de tiempo libre, pero todos los domingos olvidaba el cansancio, el estrés, la necesidad de disciplina y las teorías pedagógicas que amargaron parte de mi infancia y me llevaba a echar gasolina. Ibamos a repostar a Eslovenia, por aquel entonces Yugoslavia, porque estaba cerca y la gasolina era mucho más barata que en Italia. El recorrido duraba media hora entre ida y vuelta, a veces algo más porque mi padre lo alargaba aposta, y escuchábamos la radio, polkas y mazurkas de las que nos reíamos pero que nos metían la alegría en el cuerpo, emitidas por cadenas cuyos nombres ya he olvidado y que probablemente han dejado de existir hace mucho.
El cariño huele a gasolina, y que conste que me encanta. Cada vez que me encuentro en una gasolinera, no puedo resistir la tentación de ponerme a "esnifar". Me recuerda tiempos pasados, los paseos en coche con mi padre los domingos. Mi padre tenía dos trabajos y prácticamente nada de tiempo libre, pero todos los domingos olvidaba el cansancio, el estrés, la necesidad de disciplina y las teorías pedagógicas que amargaron parte de mi infancia y me llevaba a echar gasolina. Ibamos a repostar a Eslovenia, por aquel entonces Yugoslavia, porque estaba cerca y la gasolina era mucho más barata que en Italia. El recorrido duraba media hora entre ida y vuelta, a veces algo más porque mi padre lo alargaba aposta, y escuchábamos la radio, polkas y mazurkas de las que nos reíamos pero que nos metían la alegría en el cuerpo, emitidas por cadenas cuyos nombres ya he olvidado y que probablemente han dejado de existir hace mucho.
La complicidad huele a chocolate, como los helados del bar donde me reunía con mi mejor amiga de entonces después de las clases. Allí probamos nuestra primera cerveza, que sorprendentemente nos sirvieron sin rechistar. No me gustó absolutamente nada, creo que a ella tampoco, nuestros paladares acostumbrados a zumos y refrescos rechazaban ese sabor tan fuerte. Pero fue nuestro rito de iniciación, nuestro ingreso temprano en la edad del pavo.
Sky blue flower, de Tina Phillips http://www.freedigitalphotos.net |
Hay olores que no asocio a ningún sentimiento en particular, pero prácticamente todos mis sentimientos y mis vivencias más sentidas van asociadas a un olor: la amistad huele a protector labial, la rebeldía huele a tabaco, el amor huele a rosas, la pasión huele a canela, el miedo huele a bilis, la soledad huele a albaricoque, la introspección huele a incienso, la muerte huele a alcánfor, la esperanza huele a cera.
Hasta hace relativamente poco, no habría sabido decir a qué huele la felicidad. Soy muy afortunada, porque soy y he sido feliz en muchas ocasiones, en muchos lugares y con muchas personas. He conseguido atrapar muchos momentos en mi recuerdo, no pude detener el tiempo pero consigo invocarlos cuando necesito ánimos en horas bajas.
Por fin un día conseguí ponerle aroma al sentimiento, y sentimiento al aroma. La felicidad huele igual que el pelo de un bebé, una mezcla de sudor y champú infantil que se fusiona con el perfume de su cuerpo y el de las personas que le quieren. Es el olor de los mimos, de las caricias, del amor más puro e incondicional que existe.
Me considero doblemente privilegiada, porque he conseguido experimentar la felicidad, y también olerla.
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