La traducción literal del título de esta entrada sería "abuela Búho": así era como llamaba a mi abuela materna. Gufo, búho, era un apodo cariñoso que le habían dado mis padres, porque tenía la costumbre de caminar por la casa a oscuras, incluso de noche: según ella, porque era capaz de ver en la oscuridad, como los búhos, según mi madre y mi tía, para ahorrar luz. Fuera como fuera, hasta la fecha me resulta difícil recurrir a su nombre de pila para pensar en ella, en mi corazón sigue siendo Gufo.
He tenido la inmensa suerte de conocer a personas especiales y maravillosas a lo largo de mi vida y sin duda, mi abuela materna fue uno de los pilares de mi infancia.
Ahora que soy adulta y madre, lamento no haber podido conocerla más, mejor y durante más tiempo, no haber tenido la ocasión de añadir más espesor a la imagen que guardo mi interior.
Recuerdo que me encantaba que me relatara anécdotas de su infancia, y me hablaba de las travesuras que hacía con sus hermanos, de cómo su madre los perseguía para pegarlos. En aquel tiempo, me parecían historias divertidas, como los tebeos que concluían con la persecución final; en cambio, ahora puedo llegar a vislumbrar la infancia de mi abuela en toda su crudeza, una infancia marcada por la pobreza y los malos tratos.
Mi abuela fue la segunda de seis hijos nacidos en una familia pobre de solemnidad; dos de sus hermanos no consiguieron sobrevivir a una infancia llena de carencias y privaciones. Su madre, mi bisabuela, a la que no llegué a conocer, se había casado muy joven para huir de las palizas de su madrastra, y no supo hacer otra cosa que criar a sus hijos con la misma brutalidad con la que ella había sido educada. Su padre casi nunca tenía trabajo, y cuando conseguía unas pocas monedas acababa gastándoselas en la taberna del barrio.
Sin embargo, mi abuela tenía el don de saber ver siempre el lado positivo de las cosas: nunca reprochó nada a sus padres, se limitó a dedicar el resto de su vida a intentar hacer felices a los demás.
Sabía que me encantaban sus historias, y consiguió trasformar una infancia de pesadilla en un relato emocionante y divertido: me contaba la historia de su hermano Albino al que se le quedaron las piernas torcidas de tanto esconderse en el cesto de la colada para huir de la cólera de su madre, el mismo que cuando empezó el colegio tenía entendido que debía volver a casa cuando sonara la campana y así lo hacía, incluso cuando no habían terminado las clases.
Mi historia favorita era, sin duda, la de la tarta de manzana. Mi bisabuela esperaba la visita de una amiga, y había preparado una tarta de manzana, toda una delicatessen en una familia donde la comida escaseaba a menudo. Para evitar que los niños se comieran la tarta destinada a la visita, la bisabuela decidió guardarla en lo alto de un armario, pero al hacerlo inclinó la bandeja y la tarta se cayó al suelo. Entonces, les dijo a los niños que podían comerse la tarta, porque se había estropeado y así no se la podía ofrecer a su amiga. Sin embargo, ellos se negaron (mi abuela decía que eran pobres, pero tenían dignidad), despertando así por enésima vez la ira de su madre.
Recuerdo escuchar estas historias con la cabeza apoyada en el regazo de mi abuela, mientras su barriga se movía al ritmo acompasado de su respiración. En realidad, no era una mujer cariñosa en el sentido estricto de la palabra, no solía dar besos ni abrazos: supongo que años de malos tratos tuvieron que arrebatarle la capacidad de expresar sus sentimientos de forma tangible, pero sabía escuchar, sabía entender, sabía consolar.
No era una mujer culta, de hecho solo pudo ir al colegio durante un par de años antes de tener que ponerse a trabajar para intentar sacar adelante a su familia, pero tenía esa sabiduría que procede de la vida, una habilidad invidiable para encontrar lo que se ocultaba en los corazones ajenos.
Su casa, en la que pasaba todo el tiempo que me permitían, era una especie de paraíso, un lugar encantado donde podía emprender una caza al tesoro y encontrar auténticas reliquias de otros tiempos, como la radio de antes de la guerra, el crucifijo de plástico que brillaba en la oscuridad o el segnatempo, una estatuilla que cambiaba de color cuando iba a llover.
Una vez me compró una muñeca para que tuviera un juguete en su casa, pero por lo que recuerdo nunca le hice demasiado caso. Me gustaba mucho más jugar en la cocina, inventarme recetas con las sobras de comida que guardaba para mí, triturar los ingredientes más variados en su molinillo de café, poner chismes encima del tocadiscos para verlos dar vueltas a 78 revoluciones, jugar y experimentar con todo lo que en casa no me dejaban tocar siquiera.
Mi abuela me malcrió en el verdadero sentido de la palabra, que yo recuerde nunca me levantó la voz, y tamaña falta de disciplina hacía que un consejo suyo tuviera más efecto que todas las órdenes que recibía en otros sitios. Ella no entendía las modernas técnicas educativas, no sabía nada de la independencia temprana, ni de la necesidad de poner límites a los niños, desconocía los motivos por los cuales hay que cortar las rabietas de raíz. Solo sabía que yo era sangre de su sangre, y quería que fuera feliz.
Cuando se fue de este mundo, después de una larga enfermedad, yo tenía 13 años. Sin embargo, tuve que despedirme de ella mucho antes. Llegó un momento en que empezó a olvidar las cosas, las caras, las personas, y comenzó un lento descenso hacia la inconsciencia.
El día del entierro de mi abuela mi madre me reprochó que no llorara por ella. El comentario me hirió profundamente, porque la había llorado muchas noches en la soledad de mi habitación, desde que empezó a apagarse y esa persona maravillosa se fue convirtiendo en una cáscara vacía. Fui incapaz de llorar el día de su muerte porque sabía que hacía mucho que la había perdido.
A veces pienso que no la he perdido porque no me ha abandonado. Oí su voz por última vez unos quince años después de su muerte, mientras estaban operando a mi padre de urgencia. Resonó en mi cabeza con toda claridad: va tutto bene, Cochi (va todo bien, Cochi - este último era el apodo con el que solía dirigirse a mí). Tan solo unos segundos después, los médicos nos avisaron de que la operación había sido un éxito.
Quiero que esta entrada sea un pequeño tributo para ella, una forma de hacerle saber lo que en su día no pude o no supe verbalizar, una manera de quitarme de encima aunque sea en parte, el peso de las palabras que no supe pronunciar.
Sigue estando allí, se ha convertido en una de las estrellas que me guían, me miran y me protegen desde arriba.
Hasta siempre, Gufo.
bonito tributo a tu abuela, Kim. Me ha emocionado muchísimo, y casi he sido capaz de ver su cara.
ResponderEliminarun beso.
Gracias guapa. Espero que dondequiera que esté, sepa que la echo muchísimo de menos y que me habría encantado conocerla también de adulta.
EliminarMi abuela fue una persona muy especial, me quiso muchísimo, y sobre todo supo quererme.
Besos.
Precioso y emotivo. Gracias por compartirlo.
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