Mi abuela materna, que había conseguido sobrevivir a las dos guerras mundiales, solía decir que en tiempo de guerra el pan era de tan mala calidad que de haberlo lanzado contra el techo, se habría quedado pegado. Obviamente, ni ella ni nadie que conociera lo había intentado nunca, habría sido una locura desperdiciar de esa manera un alimento que a menudo era el único sustento de toda la familia. A mi abuela le tocó vivir tiempos duros, tuvo que experimentar de primera mano el hambre y las privaciones: la carne era un lujo que se reservaba a quien trabajaba, y la frase "si no comes eso, no hay nada más" solía ser una triste verdad. A menudo no había nada más, solo una canción de cuna para calmar a un niño hambriento. La generación de mis padres no lo tuvo tan difícil, vivieron sin lujos pero sin padecimientos. La carne seguía siendo un manjar que se saboreaba en ocasiones
especiales, y la frase "si no comes eso, no hay nada más", se había convertido en una media verdad, porque si bien la comida ya no escaseaba, la variedad de la misma era más bien poca. En mis tiempos, las cosas habían cambiado radicalmente: vivíamos en una burbuja de relativo bienestar, y si bien no éramos ricos, nunca nos faltó comida. La carne se había convertido en un alimento al alcance de cualquiera, y la frase "si no comes eso, no hay nada más" era un vulgar chantaje, porque todo el mundo tenía la nevera repleta. La comida ya estaba al alcance de todo el mundo, y mis padres habían dejado de envidiar a los vecinos ricos que podían comer filete más de una vez por semana: ahora ese filete estaba en su mesa a diario, y tenían que chocar contra mi incomprensible negativa a comer lo que no me gustaba. Es curioso como las normas cambian según la edad de quién se supone que debe cumplirlas: a mi padre no le gustaba la zanahoria y nunca la comíamos, a mi madre el cordero le daba arcadas y el cordero no entraba en casa, pero yo odiaba las acelgas y me las tenía que comer sí o sí. Todavía recuerdo con terror esas batallas y esas interminables luchas de poder frente a platos repletos de engrudos poco apetecibles, batallas parecidas por cierto a las que padecían mis amigos: los que habíamos tenido la mala suerte de no ser comilones veíamos con terror el momento de sentarnos a la mesa, y en ocasiones seguimos pagando las consecuencias de ello. Cabría esperar que cada generación intentara subsanar los errores de los que ha sido víctima: así lo hicieron mis abuelos, que después de pasar hambre en su infancia se esforzaron en poner a diario comida encima de la mesa; y así lo hicieron mis padres, que después de haber soñado con determinados alimentos, los pusieron a nuestro alcance. Nosotros, que nos pasamos la infancia comiendo bajo coacción, deberíamos tratar de ayudar a nuestros hijos a construir una relación sana con la comida, pero a menudo repetimos los errores que cometieron con nosotros. Incluso hoy en día es bastante corriente poner el grito en el cielo si un bebé se deja un par de cucharadas de puré, amenazar a un niño con terribles carencias si se niega a comer o recurrir a amenazas de todo tipo para que se termine el plato que nosotros le hemos puesto. Por lo que a mí respecta, odio las acelgas, no tanto por el sabor en sí sino por los tristes recuerdos que me han dejado. Al cumplir 18 años decidí que no las volvería a probar, y he cumplido con mi promesa. Mi marido no soporta las alcachofas (supongo que sus motivos para no comerlas son parecidos a los que tengo yo por detestar las acelgas), y también lleva años sin probarlas. Hasta aquí, todo normal. Sin embargo, mi hijo odiaba la tortilla, y más de uno nos consideraba unos bichos raros por no obligarle a tomarla, en el mejor de los casos por pensar que la tortilla debe poseer unas propiedades de las que el huevo frito o cocido carecen, en el peor, enarbolando la bandera de los tan cacareados límites. A mí me pareció más sencillo que eso: no le gustaba la tortilla, pues no comía tortilla; además, no lo consideraba un problema puesto que aceptaba el huevo preparado de otras maneras, pero incluso si no hubiera sido así, habría acabado por buscar otra fuente de proteínas sin empeñarme en hacerle pasar por el aro. Mi hijo estuvo hasta los 6 años aproximadamente rechazando la tortilla, de repente un día se animó a probarla y desde entonces la acepta: no es su comida favorita, pero la toma sin problema. De mi hija no puedo hablar, porque hasta la fecha se ha animado a probar todo lo que se le ha puesto delante: tiene sus gustos, hay cosas que le gustan más y otras menos, hay alimentos que toma en muy poca cantidad y otros que come hasta hartarse. Con ella la comida nunca ha sido una batalla, será porque de entrada le gusta comer más que a su hermano, o porque nos hemos librado de pediatras caducos, consejos perjudiciales y sobre todo porque a estas alturas, el fantasma de las carencias nutricionales ha ido a freír espárragos, nunca mejor dicho. He descubierto que es mucho más fácil que un niño coma sin presión, sin nervios y sin amenazas. Ojalá se lo hubiera dicho alguien a mis padres cuando iban a la tienda a comprar acelgas.
especiales, y la frase "si no comes eso, no hay nada más", se había convertido en una media verdad, porque si bien la comida ya no escaseaba, la variedad de la misma era más bien poca. En mis tiempos, las cosas habían cambiado radicalmente: vivíamos en una burbuja de relativo bienestar, y si bien no éramos ricos, nunca nos faltó comida. La carne se había convertido en un alimento al alcance de cualquiera, y la frase "si no comes eso, no hay nada más" era un vulgar chantaje, porque todo el mundo tenía la nevera repleta. La comida ya estaba al alcance de todo el mundo, y mis padres habían dejado de envidiar a los vecinos ricos que podían comer filete más de una vez por semana: ahora ese filete estaba en su mesa a diario, y tenían que chocar contra mi incomprensible negativa a comer lo que no me gustaba. Es curioso como las normas cambian según la edad de quién se supone que debe cumplirlas: a mi padre no le gustaba la zanahoria y nunca la comíamos, a mi madre el cordero le daba arcadas y el cordero no entraba en casa, pero yo odiaba las acelgas y me las tenía que comer sí o sí. Todavía recuerdo con terror esas batallas y esas interminables luchas de poder frente a platos repletos de engrudos poco apetecibles, batallas parecidas por cierto a las que padecían mis amigos: los que habíamos tenido la mala suerte de no ser comilones veíamos con terror el momento de sentarnos a la mesa, y en ocasiones seguimos pagando las consecuencias de ello. Cabría esperar que cada generación intentara subsanar los errores de los que ha sido víctima: así lo hicieron mis abuelos, que después de pasar hambre en su infancia se esforzaron en poner a diario comida encima de la mesa; y así lo hicieron mis padres, que después de haber soñado con determinados alimentos, los pusieron a nuestro alcance. Nosotros, que nos pasamos la infancia comiendo bajo coacción, deberíamos tratar de ayudar a nuestros hijos a construir una relación sana con la comida, pero a menudo repetimos los errores que cometieron con nosotros. Incluso hoy en día es bastante corriente poner el grito en el cielo si un bebé se deja un par de cucharadas de puré, amenazar a un niño con terribles carencias si se niega a comer o recurrir a amenazas de todo tipo para que se termine el plato que nosotros le hemos puesto. Por lo que a mí respecta, odio las acelgas, no tanto por el sabor en sí sino por los tristes recuerdos que me han dejado. Al cumplir 18 años decidí que no las volvería a probar, y he cumplido con mi promesa. Mi marido no soporta las alcachofas (supongo que sus motivos para no comerlas son parecidos a los que tengo yo por detestar las acelgas), y también lleva años sin probarlas. Hasta aquí, todo normal. Sin embargo, mi hijo odiaba la tortilla, y más de uno nos consideraba unos bichos raros por no obligarle a tomarla, en el mejor de los casos por pensar que la tortilla debe poseer unas propiedades de las que el huevo frito o cocido carecen, en el peor, enarbolando la bandera de los tan cacareados límites. A mí me pareció más sencillo que eso: no le gustaba la tortilla, pues no comía tortilla; además, no lo consideraba un problema puesto que aceptaba el huevo preparado de otras maneras, pero incluso si no hubiera sido así, habría acabado por buscar otra fuente de proteínas sin empeñarme en hacerle pasar por el aro. Mi hijo estuvo hasta los 6 años aproximadamente rechazando la tortilla, de repente un día se animó a probarla y desde entonces la acepta: no es su comida favorita, pero la toma sin problema. De mi hija no puedo hablar, porque hasta la fecha se ha animado a probar todo lo que se le ha puesto delante: tiene sus gustos, hay cosas que le gustan más y otras menos, hay alimentos que toma en muy poca cantidad y otros que come hasta hartarse. Con ella la comida nunca ha sido una batalla, será porque de entrada le gusta comer más que a su hermano, o porque nos hemos librado de pediatras caducos, consejos perjudiciales y sobre todo porque a estas alturas, el fantasma de las carencias nutricionales ha ido a freír espárragos, nunca mejor dicho. He descubierto que es mucho más fácil que un niño coma sin presión, sin nervios y sin amenazas. Ojalá se lo hubiera dicho alguien a mis padres cuando iban a la tienda a comprar acelgas.
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