Por mucho que me canten las alabanzas de la obediencia, no me logran convencer. El mismo concepto de obediencia va de la mano de la autoridad, la disciplina y demás teorías rancias; si bien reconozco que una pizquita de todo eso puede ser necesaria de vez en cuanto, aborrezco soberanamente que estos conceptos se utilicen de forma tendenciosa para confundir adiestrar con educar.
Hablemos claro, admito que a veces me desespera tener que estar repitiendo una y otra vez algo que para mí es obvio sin que me hagan caso; sin embargo, puestos a elegir entre extremos, prefiero mil veces el pensamiento crítico que la obediencia ciega. El primero puede ser cansado, pero la segunda desde luego es peligrosa.
A mi entender, la obediencia está reñida con la autonomía, la individualidad, la libertad, el razonamiento lógico y la espontaneidad, conceptos que tengo en gran estima. El problema de obedecer no está en hacer lo que te manden, que en ocasiones, admitámoslo, es deseable y necesario, sino en hacerlo sin rechistar, sin cuestionar, sin hacer preguntas o sin esperar respuestas.
En temas de crianza (y en realidad, en muchos otros también) me parece importantísimo mantener cierta coherencia; pienso también que lo que sembramos hoy lo recogeremos mañana.
Por este motivo me parece absurdo criar niños sumisos y esperar que el día de mañana se conviertan en adolescentes asertivos, acostumbrarles a hacer todo lo que queremos y extrañarnos cuando en el futuro hagan todo lo que les digan sus amigos, impedirles que decidan por si mismos y quejarnos cuando nos demos cuenta de que no tienen personalidad propia.
Lo malo de la desobediencia (o mejor dicho, de la no-obediencia) es lo infinitamente cansado que resulta a veces tener que estar explicando algo que para nosotros resulta obvio; pero creo que lo bueno radica justamente en esa negativa, ese no que tanto nos persigue en algunas etapas. Me desespera oír ese no en respuesta a algo que para mí es muy importante, pero al mismo tiempo me alegro mucho, muchísimo de que mis hijos sean capaces de decirlo. Detrás de cada no suele haber un motivo, depende de nosotros llevarles de la mano para ir más allá, superar el porque no y el no quiero y ayudarles a analizar sus propios motivos, a hacerse preguntas y a buscar sus respuestas, a razonar, a dialogar, a negociar, a ceder, a darse cuenta de si realmente es importante no obedecer en esta ocasión o si merece la pena capitular; sobre todo, a entender que su no en ocasiones no podrá ser atendido pero siempre será escuchado.
Habrá momentos en la vida de mis hijos en los que se enfrentarán a situaciones de este tipo, habrá ocasiones en las que se sientan presionados para hacer algo que no quieren, y cuando eso ocurra, bienvenido sea este entrenamiento, que tengan bien claro que no pasa nada por decir no, y que las personas que te quieren seguirán queriéndote incluso si no haces lo que te piden.
Para los detractores, cuando hablo de desobediencia, o de no-obediencia, no me refiero a permitir que salgan a la calle en manga corta en invierno o que prendan fuego a la alfombra del salón para experimentar; lo que quiero decir es que me parece más constructivo explicar, razonar y hablar de las consecuencias que limitarme a imponer mi voluntad y a convertirlo todo en una estéril lucha de poder. La verdad es que la mayoría de los conflictos (por lo menos en mi casa, y en unas cuantas otras que conozco) no suelen deberse a situaciones extremas como los ejemplos que he puesto, sino pequeños matices como jugar un poco más, no recoger, vestirse con una ropa determinada o querer ir al parque aunque lleva, situaciones que en su mayoría se pueden reconducir llegando a un acuerdo sin necesidad de recurrir a la tan cacareada disciplina.
Lo he dicho mil veces y no me cansaré de repetirlo, la disciplina es buena para los soldados, pero el mundo lo cambian los pensadores.
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