Ha pasado otro año, tal y como me ha recordado Facebook recientemente con su resumen de fotos de 2015. Y dicho sea de paso, a ver si el año nuevo me trae tiempo, inspiración y ganas de escribir.
He llegado a esa etapa de mi vida en la que el tiempo empieza a acelerar; razonablemente, ya he superado el ecuador de mi existencia, aunque a decir verdad no tengo ganas de hacer balance, porque equivaldría a decir que cada día que pasa es un día menos. Prefiero pensar que cada día que pasa es un día más.
Sea como sea, este año ha pasado como una exhalación, día tras día y mes tras mes, con sus rutinas, sus altibajos y sobre todo, sus momentos. Leí alguna vez que de nuestras vidas solo recordamos momentos, aunque yo creo que más bien lo que permanece son las sensaciones, las huellas imborrables que cada vivencia deja en nuestra piel y en nuestro interior.
Así que si tuviera que resumir el año pasado, no hablaría de personas, lugares o acontecimientos, porque si me paro a pensar, lo que ha quedado es mucho más inmediato y menos adulterado.
El asombro al descubrir cuánto ha crecido mi hija, el lenguaje tan elaborado del que hace gala (la niña que tardó en hablar, y ahora no para) y los conceptos tan rebuscados, tan "de mayor" que a veces acuden a su cabecita. Ir con ella a recoger a su hermano de una extraescolar y que me cuente que las sombras son más largas porque el sol está más lejos; o que me explica que si vas al parque con falda echas a volar cuando saltas, como las hadas.
Sus juegos también han evolucionado, menos saltos y cosquillas y más diálogo.
El sonido de su risa, el alborozo que nos embarga al estallar en carcajadas por cualquier tontería.
Mi hijo, debatiéndose entre los últimos coletazos de una infancia que todavía no ha quedado atrás y una nueva etapa que no sabe bien adónde le llevará. Mi niño cada día es menos niño, quiere montar una plataforma para luchar contra la tauromaquia cuando sea mayor, últimamente siente cierta fascinación por la religión y el origen de las celebraciones, y se divierte montando un Lego sin mirar las instrucciones. Y al mismo tiempo, está empezando a preocuparse por su aspecto exterior, por la ropa que lleva, no vaya a ser que su apariencia se convierta en motivo de burla entre sus amigos.
Ha querido cortarse el pelo, después de años de lucha para conseguir una melena al estilo de la de Anakin Skywalker en la tercera parte de Star Wars. He borrado la foto de Hayden Christensen que llevaba en el móvil para instruir a la peluquera, ahora le tengo que enseñar a peinarse con las puntas levantadas.
Están (re)descubriendo el placer de jugar juntos, ya no como iguales, sino como un hermano mayor cuidando de su hermana pequeña. Siguen peleándose por los juguetes, pero su relación poco a poco se va redefiniendo. Mi niña está llegando al final de la etapa dependiente, de no irás al baño sin mí, pero poco a poco va buscando otros referentes, y no es infrecuente que me digan mamá, vamos a jugar juntos, puedes ir a hacer tus cosas.
Así que me pongo a hacer mis cosas, las que sean, tratando de disfrutar de esa extraña soledad que en ocasiones añoro y de la que a veces recelo. Sola con mis ideas, mis pensamientos, mis recuerdos y mis emociones.
Sola con el caleidoscopio de sensaciones que han formado este año pasado: paseos en familia, la brisa marina acariciándome la piel, la aguja del tatuador rasgándome la muñeca, las risas de mis hijos, hundir las manos en la masa de las galletas, quedarme dormida mientras abrazo a mi niña, perderme en unos ojos color canela, mirarme al espejo y descubrir que a pesar de los estragos del tiempo, estoy mucho mejor que hace años.
Un año más, un año menos. A por el siguiente, a por todos.
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