Acabamos de volver de unas vacaciones en Italia. Cada vez que he vuelto a mi país han resonado en mi cabeza las palabras que Alfredo, un personaje de Nuovo Cinema Paradiso, una de mis películas favoritas, dirige a Totò: le anima a marcharse del pueblo y a no mirar atrás, le explica que cuando uno vuelve al poco tiempo, lo encuentra todo cambiado, pero cuando regresa al cabo de muchos años, descubre que todo sigue igual.
Me marché, y volví casi todos los años, cada vez que las circunstancias y la economía me lo permitían; volví con mis padres, sola, con mi ex, con mi marido. Volví siempre que pude durante diez años; visité los lugares de mi infancia y comprobé que Alfredo tenía razón, el paso del tiempo había borrado muchos de los sitios donde anidaban mis recuerdos.
El bar de Giovanni donde iba a comprarme el helado los fines de semana ya no existía; tampoco quedaba rastro del taller de Aldo ni de la lechería de Gabriella. La papelería a la que iba con mis amigos al acabar el colegio seguía allí, pero había otro dependiente, ya no estaba ese simpático señor de pelo canoso al que comprábamos gominolas con sabor a limón y coca cola, a escondidas de nuestros padres que no querían que nos estropeásemos los dientes con esas porquerías; ya no podía pegar la nariz al escaparate de mi juguetería favorita, embobada ante el tren eléctrico que cruzaba ríos y montañas de cartón piedra, porque en su lugar una joyería exponía relojes y pulseras de precios astronómicos.
Sobre todo, en cada regreso, me asaltaban los recuerdos de los que ya no estaban conmigo: mi abuela, mi primo, mi tía, mi tía abuela, mi otra abuela nos fueron dejando; amigos de infancia que se marcharon a otros lugares por trabajo o por amor.
Cuando me preguntan de qué parte de Italia soy, me cuesta contestar. Yo nací en un sitio, mi padre era de otro, veraneábamos en un tercero, vivimos unos años en otro más, y en todos ellos dejé un trozo de mi corazón. Pertenezco a todos ellos, y a la vez a ninguno.
Pasaron los años y dejé de volver. Mi familia, mis amigos estaban esparcidos por toda la geografía y habría sido imposible ver a todos en un solo viaje; además, no me encontraba con ánimos para pasar unos días visitando ciudades a las que ya no reconocía, que habían sido mías pero me resultaban extrañas porque quizás nunca me habían pertenecido del todo.
Luego tuve a mis hijos y aplacé de nuevo la vuelta, me parecía muy complicado embarcarme en un viaje de tantos kilómetros con niños pequeños.
No volví a pensarlo hasta este año, cuando mi marido y yo logramos milagrosamente arañar unos días en Semana Santa, coincidiendo con las vacaciones escolares.
Pensé que, como en tantas otras ocasiones, acabaría por verlo todo a través de los ojos de mis niños, pero esta vez curiosamente no fue así.
El primer impacto fue inesperado, casi violento. Estaba en el bar del aeropuerto de Malpensa, a punto de pedir algo de beber para mi hijo, pero las palabras no acudían a mi boca. Mejor dicho, acudían pero no en el idioma correcto: tuve la desagradable sensación de ser extranjera en mi tierra. Duró apenas unos segundos, porque en cuanto empecé a oír mi idioma por todas partes, estos últimos veinte años lejos de mi país se borraron de un plumazo: recuperé mi acento castizo, volví a recordar un montón de expresiones que no he utilizado en dos décadas, me sentí de nuevo en casa.
A lo largo de esa semana, recorrimos más de mil kilómetros mi familia y yo, juntos con mi padre y mis tíos, nos reencontramos con parientes a los que no había visto en años, conocimos a otros que llegaron después.
Visitamos los lugares de interés turístico, pero al mismo tiempo hicimos el viaje del corazón, ese recorrido paralelo que no aparece en ninguna guía pero tiene un significado especial: los lugares donde hemos dejado un trocito de nuestra alma. Mi padre nos contó historias de cuando era niño, nos enseñó la casa de la abuela, nos habló del manzano que crecía en el patio y de la estatua que se encontraba en un parque a poca distancia, a la que él llamaba l'uomo di ferro, el hombre de hierro, que tanto le asustaba de niño.
Volví a ver la casa de mi tía, sus estantes repletos de fotos de familia, cada una con su historia, a veces divertida y a veces trágica; mientras los niños jugaban en el jardín me quedé con ella en su cocina, hablando de todo y nada, esa misma cocina en la que años atrás preparó la piadina di crudo e rucola para mi marido y el suyo, que acababan de volver de ver un partido de fútbol en el campo.
Salí a la calle y descubrí que queda mucho más de lo que me he perdido. A veces las cosas cambian de forma pero el contenido permanece: un hombre con maletín y un traje de raso casi translúcido, un chico con la cara tatuada cruzándose fugazmente con una señora ataviada con estola de visón y tacones a la salida de la iglesia de San Babila, piezas distintas que forman el mismo mosaico de antaño.
Pude deleitarme de nuevo con un cappuccino como Dios manda, los chicles Big Babol con los que se pueden hacer pompas tan grandes que pringan la nariz, los escaparates con sus productos desplegados en perfecta armonía, los dependientes que nunca dejan de sonreír, los bocadillos que cuestan un despropósito, las revistas que hablan de famosos a los que ya apenas conozco pero conservan el mismo look de siempre.
Cuánta razón tenía Alfredo, he tenido que volver al cabo de muchos años para descubrir que todo sigue igual. La brecha ya se ha cerrado, porque yo también sigo siendo la misma.
Continuación: Regreso a mi tierra - parte 2 (Criar en tribu)
Me marché, y volví casi todos los años, cada vez que las circunstancias y la economía me lo permitían; volví con mis padres, sola, con mi ex, con mi marido. Volví siempre que pude durante diez años; visité los lugares de mi infancia y comprobé que Alfredo tenía razón, el paso del tiempo había borrado muchos de los sitios donde anidaban mis recuerdos.
El bar de Giovanni donde iba a comprarme el helado los fines de semana ya no existía; tampoco quedaba rastro del taller de Aldo ni de la lechería de Gabriella. La papelería a la que iba con mis amigos al acabar el colegio seguía allí, pero había otro dependiente, ya no estaba ese simpático señor de pelo canoso al que comprábamos gominolas con sabor a limón y coca cola, a escondidas de nuestros padres que no querían que nos estropeásemos los dientes con esas porquerías; ya no podía pegar la nariz al escaparate de mi juguetería favorita, embobada ante el tren eléctrico que cruzaba ríos y montañas de cartón piedra, porque en su lugar una joyería exponía relojes y pulseras de precios astronómicos.
Sobre todo, en cada regreso, me asaltaban los recuerdos de los que ya no estaban conmigo: mi abuela, mi primo, mi tía, mi tía abuela, mi otra abuela nos fueron dejando; amigos de infancia que se marcharon a otros lugares por trabajo o por amor.
Cuando me preguntan de qué parte de Italia soy, me cuesta contestar. Yo nací en un sitio, mi padre era de otro, veraneábamos en un tercero, vivimos unos años en otro más, y en todos ellos dejé un trozo de mi corazón. Pertenezco a todos ellos, y a la vez a ninguno.
Pasaron los años y dejé de volver. Mi familia, mis amigos estaban esparcidos por toda la geografía y habría sido imposible ver a todos en un solo viaje; además, no me encontraba con ánimos para pasar unos días visitando ciudades a las que ya no reconocía, que habían sido mías pero me resultaban extrañas porque quizás nunca me habían pertenecido del todo.
Luego tuve a mis hijos y aplacé de nuevo la vuelta, me parecía muy complicado embarcarme en un viaje de tantos kilómetros con niños pequeños.
No volví a pensarlo hasta este año, cuando mi marido y yo logramos milagrosamente arañar unos días en Semana Santa, coincidiendo con las vacaciones escolares.
Pensé que, como en tantas otras ocasiones, acabaría por verlo todo a través de los ojos de mis niños, pero esta vez curiosamente no fue así.
El primer impacto fue inesperado, casi violento. Estaba en el bar del aeropuerto de Malpensa, a punto de pedir algo de beber para mi hijo, pero las palabras no acudían a mi boca. Mejor dicho, acudían pero no en el idioma correcto: tuve la desagradable sensación de ser extranjera en mi tierra. Duró apenas unos segundos, porque en cuanto empecé a oír mi idioma por todas partes, estos últimos veinte años lejos de mi país se borraron de un plumazo: recuperé mi acento castizo, volví a recordar un montón de expresiones que no he utilizado en dos décadas, me sentí de nuevo en casa.
A lo largo de esa semana, recorrimos más de mil kilómetros mi familia y yo, juntos con mi padre y mis tíos, nos reencontramos con parientes a los que no había visto en años, conocimos a otros que llegaron después.
Duomo de Milán |
Volví a ver la casa de mi tía, sus estantes repletos de fotos de familia, cada una con su historia, a veces divertida y a veces trágica; mientras los niños jugaban en el jardín me quedé con ella en su cocina, hablando de todo y nada, esa misma cocina en la que años atrás preparó la piadina di crudo e rucola para mi marido y el suyo, que acababan de volver de ver un partido de fútbol en el campo.
Salí a la calle y descubrí que queda mucho más de lo que me he perdido. A veces las cosas cambian de forma pero el contenido permanece: un hombre con maletín y un traje de raso casi translúcido, un chico con la cara tatuada cruzándose fugazmente con una señora ataviada con estola de visón y tacones a la salida de la iglesia de San Babila, piezas distintas que forman el mismo mosaico de antaño.
Pude deleitarme de nuevo con un cappuccino como Dios manda, los chicles Big Babol con los que se pueden hacer pompas tan grandes que pringan la nariz, los escaparates con sus productos desplegados en perfecta armonía, los dependientes que nunca dejan de sonreír, los bocadillos que cuestan un despropósito, las revistas que hablan de famosos a los que ya apenas conozco pero conservan el mismo look de siempre.
Cuánta razón tenía Alfredo, he tenido que volver al cabo de muchos años para descubrir que todo sigue igual. La brecha ya se ha cerrado, porque yo también sigo siendo la misma.
Continuación: Regreso a mi tierra - parte 2 (Criar en tribu)
Raíces Kim.... raíces.
ResponderEliminar