Eso es lo que pienso a menudo cuando miro a mi hija. La observo con la acostumbrada mezcla de orgullo y nostalgia mientras tomo nota de los cambios, sutiles pero imparables, que voy percibiendo en ella.
Todavía no habla mucho (es bilingüe y sé que va a tardar en soltarse; aunque el tema daría para otra entrada), pero casi a diario noto que va incorporando nuevas palabras y nuevas expresiones a su vocabulario.
Ya no juega como un bebé, no se conforma con coger algo y botarlo contra el suelo a ver qué pasa, ahora hace juego simbólico de verdad, coge un muñeco o peluche y lo sienta en la silla, le intenta dar de comer o me lo trae para que le dé teta; si juega con una casa o castillo abre puertas y ventanas y hace pasar a los personajes de un lado a otro.
En septiembre, poco antes de cumplir 3 años, empezará el colegio: pocas horas, compatibles con mi vuelta al trabajo y reducción de jornada, en el mismo centro que su hermano; pero con todo, significará hacerla abandonar la cálida burbuja en la que ambas estamos envueltas desde su nacimiento.
Cuando pienso en esto siento la peligrosa tentación de negar la realidad, de decirme a mí misma que sigo teniendo un bebé, que todavía me necesita mucho y depende mucho de mí: es cierto, pero poco a poco está empezando a recortarse su espacio, su pequeña parcela de autonomía.
Hubo un tiempo en que me picó el gusanillo de tener un tercero; para ser sincera, a veces todavía sueño con revivir por última vez la magia del embarazo, con atreverme a parir en casa o por lo menos planteármelo seriamente. Pero a todos los sueños les sigue el despertar, y me tengo que recordar a mí misma que mi marido no está por la labor, ya empezamos a tener una edad y sobre todo, volver a disfrutar de una excedencia tan larga sería impensable por motivos económicos.
Además, ya no tengo bebé pero en su lugar hay una señorita graciosa y simpática, que nos hace reír con sus ocurrencias y sus travesuras, con un espíritu artístico insuperable (las paredes de mi casa dan fe de ello), increíblemente asertiva a la hora de reclamar lo que considera que le corresponde por derecho pero al mismo tiempo dulce y tierna.
El que fue mi primer bebé ya es un chicarrón, casi preadolescente en algunos aspectos, rebelde en ocasiones pero bueno, noble y maduro; a veces se pasa el día con el no en la boca pero al mismo tiempo demuestra, con nosotros y con su hermana, una sensibilidad fuera de lo común.
Cada etapa es igual de maravillosa y merecedora de ser vivida que la anterior, pero hay veces que no puedo evitar echar la vista atrás y sentir un regusto amargo ante una época que se ha ido para siempre.
En un intento de congelar el tiempo, de retener conmigo para siempre aquellos recuerdos que no quiero que se escapen, desde su nacimiento voy anotando todos sus avances y mis pensamientos. Por ahora es un documento de Word, una recopilación de datos, fotos, relatos y pensamientos, pero cuando cumplan 18 años lo maquetaré, encuadernaré y convertiré en un libro; se lo regalaré como testimonio de nuestra vida y nuestra felicidad, para celebrar el lazo que nos une desde que oyeron latir mi corazón desde el interior.
Casi lloro al leerte!! Estoy sensiblona y solo me faltais vosotras con estas palabras dedicadas a vuestros hijos llenas de sentimientos y amor. La verdad es que verles crecer es un sentimiento agridulce. Muaaa
ResponderEliminarqué regalo más bonito les harás. Un beso preciosa.
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