martes, 12 de julio de 2011

Heroínas sin rumbo

Book with bookmark, de digitalart
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A los ocho años, contraje una enfermedad infecciosa (ya no recuerdo si escarlatina o rubeola) que me obligó a guardar cama durante un par de semanas. Es curioso, pero esas dos semanas fueron agradables: imagino que, tras la alegría inicial por haberme librado del colegio, lo pasaría mal por la fiebre y los picores, sin embargo lo que se me ha quedado es la sensación de haber sido mimada y querida, como siempre pero más que nunca.

Recuerdo esa ocasión en concreto porque mi madre, en un intento de hacer más agradable mi convalecencia, localizó un viejo libro de cuentos de los hermanos Grimm y pasó unas cuantas tardes sentada a mi lado leyéndomelo. Era un libro viejo, grueso y de páginas amarillentas; en la portada, un hada se inclinaba sobre una niña mientras la apuntaba con su varita.
Nunca supe de quién era ese libro, ni cómo acabó en mi casa. Tampoco entendía por qué había un hada en la portada, y decidí que quien la había diseñado no se había molestado en leer el libro, pues ni uno solo de los cuentos hablaba de hadas. Eran cuentos de princesas, pensados para otras generaciones, otros tiempos y otra sociedad, llenos de moralejas trasnochadas, de frases que destilaban sexismo, racismo, clasismo en cada palabra. Mi madre y yo acabamos partiéndonos de risa con aquellos cuentos, y yo, envalentonada por esa repentina e inesperada complicidad, empecé a detestar a las princesas.
Hoy en día, está de moda criticar los cuentos tradicionales porque las heroínas se limitan a esperar a ser salvadas por el príncipe, sin poner nada de su parte. Sin embargo, las razones de mi animadversión por aquellas criaturas imaginarias eran más profundas (o por lo menos, así las consideraba mi mente infantil).
Para empezar, todas las princesas de aquel libro eran rubias y de ojos azules. Por lo tanto, no conseguía identificarme con aquellas criaturas etéreas y angelicales: la naturaleza ha decidido bendecirme con unos ojos del color del mar pero los ha compensado con un pelo lacio a la vez que rebelde, de un castaño anónimo que odié durante toda mi infancia.
También detestaba su pasividad, la resignación con la que aceptaban todos los reveses que les deparaba la vida. Yo solía reaccionar con cierta contundencia ante las tropelías y no conseguía entender cómo esas heroínas podían esperar tranquilamente a que la situación se resolviera por si sola. Todavía no lo había entendido con claridad pero ya empezaba a percibir que para reparar una injusticia a menudo hay que luchar con uñas y dientes.
Años después, en plena rebeldía adolescente, decidí teñirme el pelo de rubio, un experimento que duró más bien poco: lo hice para dar forma al ser transgresor y anticonformista que había en mi interior y pugnaba por salir a la luz, pero en realidad fue una torpeza que me convirtió temporalmente en una princesa de pacotilla.
Mi inquina hacia las princesas imaginarias me acompaña hasta el día de hoy: hace mucho que no leo cuentos de hadas, pero me las sigo encontrando, disfrazadas de heroínas pluscuamperfectas en las novelas y obras más variadas. Son esas protagonistas supuestamente modernas y liberadas a las que todo el mundo adora, por las que todo el mundo se siente atraído, que encuentran el gran amor al que estaban predestinadas y nunca discuten con él, que no tienen defectos (como mucho un pelín de tozudez), que desprenden carisma y serenidad por cada poro de su piel. En realidad, no dejan de ser la versión actualizada y políticamente correcta de los viejos cuentos de los hermanos Grimm, las eternas heroínas ñoñas y sin rumbo que flotan alegremente por el río dejándose llevar por la corriente en vez de tirarse de cabeza por la cascada para ver qué hay debajo.

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